Los piquituertos de la sal.

Luisa Abenza, rastreadora de fauna silvestre, vive en los pinares de Soria. Invierno tras invierno se topa con el lado oscuro -el que nadie quiere ver o que ni siquiera saben que existe- de la realidad de las acciones del ser humano.

Esparcir sal, como método para mejorar la seguridad vial cuando nieves y heladas están a la orden del día, es una de esas acciones que se llevan a cabo y que se dan por buenas por que “es lo que hay que hacer”. La sal es natural, aparentemente se disuelve en el agua y, si no se concentra demasiado, parece inocua. Es blanca en todos los sentidos. Y, obviamente, evita peligros para la vida de los humanos en sus fabulosos coches.

Basta echar un vistazo a la historia para darse cuenta de la barbaridad que seguimos ejecutando en España. Antiguamente, para disminuir la capacidad del ejercito enemigo se quemaban los cultivos que les servirían de alimento. La famosa estrategia de la tierra quemada. La alternativa a dar fuego cuando se quería generar daños más perdurables no era otra si no esparcir sal. Era más trabajoso, pero te asegurabas la hambruna del enemigo durante varios años.

En los países del norte de Europa -que de nieves y hielos algo saben- la sal se desterró y desde hace décadas se apuesta por el uso de gravilla fina. En Alemania este dañino sistema de descongelamiento está prohibido incluso para particulares que pueden conseguir una multa de hasta 10.000€

Pero nosotros seguimos erre que erre y sin medias tintas. Da lo mismo si es autopista que pista comarcal, el tráfico que lleve, que esté a la sombra o expuesta al sol, en recta o curva, llano o rampa. Si es invierno y puede helar: sal como si no hubiera un mañana.

Y hay daños numerosos colaterales tras nuestros bombardeos salinos.






27 diciembre 2019

Todavía calientes.

Todos los inviernos la misma escena un día tras otro. Los piquituertos bajan a la carretera a comer la porquería de sal que se desparrama continuamente para que nosotros podamos correr más en nuestra errática existencia.

Apartando los cadáveres podemos salvar la vida de alguno de los implicados en la terrible escena, siempre se quedan al lado de pareja desesperados.






29 de diciembre 2019

29 de diciembre, un sol maravilloso y las carreteras cargadas de innecesaria sal. Los piquituertos siguen muriendo por atropello al bajar a comer la sal. Si vemos algunas de estas aves muertas sobre el asfalto podemos apartar los cadáveres para evitar la muerte en cadena de sus parejas.






8 de marzo 2020

En estos extraños tiempos, en los que entre la mayor parte de la población reina una sensibilidad extrema ante algo tan natural como la sangre, la muerte o las vísceras, sorprende una falta de empatía absolutamente desproporcionada.

Reflexionemos:

-No estamos solos en este planeta y debemos ser respetuosos con todo ser vivo.

-La casi carencia de invierno, nieve y hielo hace absolutamente innecesaria la sal, además de existir otras medidas mucho menos dañinas.

-Ayudar a otras especies no daña al ser humano, por lo tanto, se puede hacer sin que se extinga la tan preciada especie.

Podría seguir editando esto largas horas…

Aparte de los numerosos atropellos de piquituertos en especial y otros animales de manera más puntual, lo que me cuesta de verdad comprender es el porqué de reacciones a la defensiva cuando se trata sencillamente de intentar ayudar a otras especies.

Este animal ha sido atropellado al ser atraído hacia la carretera debido al innecesario aporte de sal. Caen cientos a diario. En su pico, semillas de pino y sal. Probablemente otra vez me censuren la imagen, tampoco te dejan publicar ni una liebre depredada. ¿En qué tipo de seres absurdos nos estamos convirtiendo?

(Publicación realizada como contestación a una anterior en la que la autoría sufrió un aluvión de críticas irracionales. Nota EVdG)






22 de enero 2024

Los piquituertos y la sal, otra vez.

Hace unos años golpeé con el coche un precioso macho de piquituerto que permanecía en la carretera al reclamo de la sal, intenté esquivarlo y justo cuando parecía estar todo controlado, dio un quiebro. Colisionó y perdió la vida. Al parar pude ver a una hembra del mismo grupo volando alrededor muy nerviosa. Nunca podré saber si eran pareja, familia o simplemente parte del grupo. Retiré el cadáver ya que de lo contrario seguro que aquella hembra hubiera acabado en las mismas circunstancias.

Hoy he contado 17.

Lo mínimo que debemos hacer en estos casos es la retirada del cadáver para evitar otros atropellos, ya sea de otros piquituertos o de carroñeras que acudan al alimento. Lo óptimo es llamar al 112 para que avisen a las autoridades competentes (especificando que no es competencia de guardia civil de tráfico) y que se proceda a la recogida con el protocolo correspondiente. Al final, esas pequeñas cosas tienen resultados.






20 de febrero de 2024

Se me rompe la cabeza y se me revoluciona el tic del ojo intentando entender porqué somos así como especie.

Este es solo uno más de las decenas que veo a diario, la única razón por la que lo he fotografiado es porque lo he encontrado en el centro de un pueblo.

Y si, podemos lanzar sal con máquinas, limpiar pueblos y ciudades con máquinas ¿No podemos recoger la sal de las carreteras? Hace días que brilla el sol, apenas ni ha nevado este año, unas discretas heladas tiñen las mañanas de blanco y no hay riesgo en las carreteras.

La cantidad de muertes de fauna que se producen a diario es terrible y alarmante. Pero lo más alarmante es la indiferencia, el egoísmo y nuestra actitud.

Todos podemos hacer algo, vamos ya…






29 de febrero 2024

Cansada y triste.

Cansada y triste pero mejor que este piquituerto, a mí no me ha colisionado un coche.

A veces se me acumulan muertes, el dolor de los otros, la indiferencia. Y me peta la cabeza intentando entender por qué somos así, por qué hacemos tanto daño y por qué, además, vivimos sin más sin asumir la más mínima responsabilidad.

Me sirven las redes para vomitar la frustración y el rechazo hacia mi especie en general y así no terminar golpeando mis piernas de rabia. Hay días de todos los colores.

A parte de excretar por el teclado, haré lo que esté en mis manos y se me ocurra para intentar corregir o suavizar todo lo que haga daño a la vida de los que intentan vivir en el campo.

Lo que no se intenta es lo que nunca se consigue.

No entiendo nada más.

Ni siquiera ha llegado vivo al centro de recuperación.

Mierda ya.

Los que nos emocionamos con los pájaros.

Somos muchas personas las que sentimos de manera especial todo lo que rodea al mundo de las aves. Haremos cosas absurdas, fenomenales, trascendentales o anodinas, pero siempre empujados por la fascinación que tenemos por estos animales. Sin embargo, justo cuando este texto iba tomando forma en mi cabeza, he leído un caso que pone de manifiesto que no todos los que nos emocionamos con los pájaros somos iguales.

El sábado por la tarde nos juntamos en El Nido del Grajo un buen puñado de personas para ver Soñando con alas, de Juanjo Ramos Melo y Germán Pinelo Castro. Este documental, gracias al relato de la experiencia de cinco personas, profundiza en diferentes formas de aproximación a eso que conocemos como “pajareo”. El adolescente que lo descubre tímidamente, el que disfruta y deja que ocupe todos los espacios intracelulares de su vida, el que lo adopta para no dejarse llevar por la vejez, el profesional que ha triunfado en ello, el que está en esto porque no conoce otra forma de estar, el pajareo visto por estos cinco personajes ofrece un abanico enorme de posibilidades sobre cómo acercarse a esta forma de respirar la vida. 

Grullas sobre El Retiro trompeteando hacia el lejano norte.

Los amigos de los protagonistas amplían, aún más, el espectro: la eminencia que tanto ha aportado; el compañero de vida que se subió al carro; el cazador que colgó la escopeta y ahora sus trofeos son fotográficos; el artista que descubrió sus musas con plumas… ¡Cuántas personas interesantes conmocionadas por la existencia de los pájaros! ¡Cuántas personas emocionadas por las aves!

En el encuentro posterior surgió una pregunta buena para entender el papel que juega la conservación en el mundo de la observación. Algo que siempre hay que tener presente. La cinta, no tiene por tema los trabajos en defensa de la biodiversidad. Es posible que algunos de los que aparecen no dediquen a ello de manera consciente nada más que una mínima fracción de su tiempo, de la misma manera que otros están en esa guerra 50 horas a la semana. Pero todos, de una u otra manera, están en el frente de los preocupados por la biodiversidad. Cada uno a su manera y cavando su trinchera como puede.

Dándole vueltas a esto andaba -nunca mejor dicho- hoy cuando reparé en dos torcaces echadas sobre eso que hacen ellas y que reconocemos a duras penas como nido. Estaban pegadas. Una de ellas recorría con su pico la distancia que iba desde el culmen hasta la nuca de la otra. Pequeños, suaves e insistentes picados eran recibidos con placer reflejado en unos ojos entornados. La escena, casi normal en una falsa y aterradora primavera como esta, me entretuvo varios minutos. La acacia, desprovista de hojas, no ofrecía ninguna intimidad ni cobertura a las aves. ¿Se atreverían a algo así si no estuvieran en entorno urbano que las protege de casi todos los depredadores? ¿Cuántas generaciones de torcaces urbanas son necesarias para que la presencia de humanos no las preocupe hasta el hecho de exponerse de tal manera? 

La curruca cabecinegra macho del retiro

Antes de entrar en el parque de El Retiro, lugar al que voy frecuentemente a combinar lo de andar y lo de mirar aves, trato de localizar a la pareja de peregrinos que anida por allí. Si observo algún hecho relevante se lo envío a la persona que lidera los cuidados y protección de los halcones urbanos madrileños. Tal y como contamos en su día (Los peregrinos urbanos), ella es profesional en una importante ONG conservacionista y, en su tiempo libre y sin ningún tipo de ayuda económica o institucional, cuida de las once parejas establecidas en las urbes de la comunidad. Gracias a una importante red de observadores voluntarios y fotógrafos que la informan de cópulas, nidificaciones, cazas, idas y venidas, ella puede coordinarse para anillar, recuperar pollos imprudentes o atender a cualquier emergencia. 

Ya en la llamada Montaña Artificial del parque y con la lista de e-bird abierta, y buscando el trío (HHM) de azulones que suele estar en el pequeño estanque que hay a sus pies, una persona se me acerca.

– “Que bien equipado vas”, dice señalando mis prismáticos. –“Yo traigo esto para los gorriones”. Y me enseña una bolsa nueva de alpiste pelado, comprado en herbolario.

– “¡Qué bueno! ¿Sabes que, si en lugar de eso traes cacahuetes tostados sin sal, se te subirán encima?” Casi me arrepiento nada más terminar la frase, por promover acciones que requieren de cierta conciencia de lo que se hace.

– “Yo no vengo a dar de comer a los pájaros. Yo vengo a andar. A andar como Pulgarcito, dejando un rastro de alpiste para los gorriones”, me responde con cierto tono de dignidad.

– “Podrías ayudar a otras aves”, insistí rápidamente para que no se me notase en el gesto que mis neuronas acababan de sufrir un shock eléctrico.

– “A mí me gustan los gorriones. A veces se me acercan gorriones verdeamarillentos, como ese -señala a un mosquitero- otras, unos que tienen el pecho naranja. Y una vez se me posó en la mano un gorrión chiquitito azul con los pelos de punta”. Antes de que pudiera empezar a elegir una respuesta, esta persona se dio la vuelta y mientras caminaba me dijo: -“¡Como Pulgarcito! ¡Me voy a andar como Pulgarcito dejando un rastro de alpiste!”

Los tres patos estaban en su territorio, pero habían salido a estirar las patas y estaban pastando entre la rocalla y las diversas matas. Se aprovechaban de los trocitos de hierbas que dejaban tras de sí las desbrozadoras, cuyos operarios andaban en su tiempo de descanso. A uno de ellos se le había acercado un señor acompañado de un teckel de pelo duro. Si por cada teckel que pasea por El Retiro me diesen una colleja, ahora estaría decapitado. Es impresionante lo que ocurre cuando una raza se pone de moda. 

Cada pajarero se emociona con lo que le da la gana.

El caso es que el dueño del perro andaba sugiriendo a la persona al cuidado de los jardines que hiciese algo con las orugas de la procesionaria, porque son muy peligrosas para los perros.

– “Ya hacemos. Ponemos sistemas que impiden que las procesionarias bajen”.

– “Sí, lo he visto. Pero no es suficiente, porque hoy he visto varias hileras en el suelo. Deberían fumigar o echar algo”, insistió el del teckel.

– “Verá, señor, si fumigamos, los pajaritos tendrían un problema. No porque puedan comerse una oruga envenenada, sino porque no solo muere la procesionaria”, explicó muy didácticamente, pero decidió ser más explícito: “Si echamos veneno, nos lo cargamos todo y las aves se quedan sin comida”.

– “Ya entiendo, pero… “, quiso insistir tímidamente el de la salchicha con pelos.- “Antes de hacer nada hay que pensárselo mucho por lo que pueda pasar”, zanjó el operario.

Tengo una razón especial para andar hoy en el parque. Ayer me llegó el aviso de que habían avistado una garza real cerca de las pistas de tenis. Estoy en un grupo de WhatsApp en el que unas cuantas personas, básicamente observadores de distintos plumajes, nos mantenemos al día de las novedades ornitológicas del parque. Media docena de ‘taraos’ por las aves que estamos atentos a todo lo que vuela en un parque urbanita, atentos a lo que pueda suceder de bueno y de no tan bueno, interviniendo si es necesario. O eso supongo, porque llevo poco en esto de los grupos, los avisos y las listas. Concretamente, menos de dos meses.

De camino a mi destino, paso por la zona donde suele dejarse ver una pareja de currucas cabecinegras. Sé que son siempre las mismas, o al menos el macho lo es, porque una persona la anilló. Siempre trato, con las fotografías que le hago, de descifrar lo que pone. El trabajo que se hace con las anillas, el esfuerzo de la persona -normalmente voluntarios- que se da la pechada de montar el tenderete con las redes y balanzas, que gestiona los datos obtenidos y el estrés que sufre el animal durante el proceso, solo cobra sentido cuando se recuperan los datos de esa anilla. Así, el mero observador puede convertirse en un valioso colaborador de la comunidad científica.

Y sí, venga, es muy goloso recibir un día un email contando que tal ave fue anillada tal año, en tal pueblo, por tal persona.

Algunos de los asistentes a la proyección claramente emocionados. (Foto: J.C. Quintana).

La garza gris no estaba. No tenía muchas esperanzas de verla. Ese estanque no es lugar para ardeidas. Sin embargo, me topé con una pareja de tarros canelos y a un viejo conocido con el que me he encontrado muchas veces, pero nunca en El Retiro. Este cuchara es un ejemplar escapado de alguna colección o zoológico, como indican las anillas de pvc y el hecho de que ande tan despistado, volando de un sitio antrópico a otro, en compañía de azulones. Sin migrar y sin incorporarse a los bandos de su especie con los que sin duda se habrá cruzado.

A mí estas cosas me dan mucha lástima. Quizá la razón por la que estaba en cautiverio esté más que justificada. Pero esa soledad, ese no saber quién es… me parte el alma cada vez que me lo encuentro en Casa de Campo o en el Manzanares.

El caso es que los gansos naranjas -descendientes de escapados- y el pato solitario se convierten en las especies número 49 y 50 que he avistado en el parque en lo que va de año.

Sí, hago listas y las comparto. Así, además de tener un cierto control sobre el cuándo, quién y dónde de mis paseos, quizá pueda ayudar a personas de carácter científico a extraer datos, a que otros pajareros estén avisados de lo que pueden encontrar o facilitar información a algún fotógrafo que tenga pendiente captar una especie.

Tras informar a las personas que forman el grupo del parque -secretamente orgulloso por ser mi primera aportación de cierto valor- de la novedad canela, me paro un buen rato a disfrutar del canto de un picogordo. Normalmente es discreto y emite una llamada parecida a la de un agateador. Sin embargo, en este febrero tan anormal, un macho a media altura de un aliso emite un suave canto. No es ni muy variado ni muy potente, pero recuerda a ciertos fragmentos de la estrofa principal del jilguero. Casi acordes sueltos de esta.

Luego pude comprobar, gracias a las aportaciones que hacen miles de personas de todo el mundo en la plataforma E-bird, que no estaba equivocado y que efectivamente el parecido era real. Sonideros aficionados y profesionales que se desplazan con sus cacharros con la única intención de documentar el sonido de las aves y facilitan el resultado de su trabajo de manera altruista en internet.

Regreso a casa rápido. Durante la caminata compruebo, cierro y envío mi lista y añado mi granito de arena a esa red de seguridad para las especies. Gracias a ello, estoy en ese tejido de personas, observadores, científicos, jardineros, caminantes emuladores de Pulgarcito, fotógrafos, sonideros, profesionales, voluntarios y aficionados que protegen, cada uno a su manera, a las aves.

Conceptos de emoción.

Mientras escribo esto veo en redes una noticia que me conmociona. Me enfrento a una nueva forma de entender el título que he escrito para este texto. Un significado diferente para “los que nos emocionamos con los pájaros”.

La noticia va de un tipo que ha estado un mes tratando de encontrar un ave muy especial. Se trata de una chocha perdiz totalmente blanca. La ha visto de refilón. Vecinos suyos también la vieron.

Gracias a un programa de seguimiento satelital, se sabe que otros ejemplares de esta especie, presentes en el norte de la península, han migrado desde Siberia para pasar el invierno en estas tierras: 6199 kilómetros en 61 días y 14 etapas, tal y como especifica el perfil digital Naturaleza Cantábrica.

Fuente: redes sociales Clubcaza.

Ramón Redondo, que es como se llama esta persona tan apasionada por esta ave, acabó con su vida al segundo disparo.

Para describir la emoción del deportista, la redactora de Club caza, emplea frases como “Un cazador abatió ayer la becada de su vida”, “cumplió el sueño de cualquier becadero (…) Después de muchos días de búsqueda, logró hacerse con un ejemplar prácticamente único: una becada de plumaje blanco” o “Con la segunda detonación, la arcea cayó y los nervios se convirtieron en una inmensa felicidad. El cazador y su equipo (dos perros) habían conseguido el pájaro”. (Fuente: club-caza.com)

Mientras exista la caza deportiva en busca de trofeos en general y la caza de aves migratorias en particular, el listón de la conservación puede estar situado tan bajo como que manejes unos 8×42 o una calibre 12.

Y luego están los que al escuchar 300 grullas regresar trompeteando al lejano norte se les encharcan los ojos. 


Moana, mi zarapito favorito de Baldaio.

En ornitología las anillas cuentan historias, muchas veces, de aves migratorias que realizan viajes épicos atravesando mares y continentes entre zonas de reproducción e invernada.

El protagonista de esta historia es un zarapito real (Numenius arquata), marcado con anilla blanca y código negro EAXE. En este caso, gracias a la anilla conocemos su historia que, en efecto, va de migraciones, entre el centro y el suroeste de Europa, pero también va de otras cosas: va de lucha, va de superación, va de logros y también va de fracasos.


Moana en Baldaio.

Realmente, nuestra protagonista no es un zarapito, sino una zarapita, una preciosa hembra de la especie a la que, durante un tiempo, le llamábamos, precisamente, como la inscripción de su anilla. “Allí está EAXE”, pensaba cuando me la encontraba en el campo. “Sigue la hembra con anilla blanca e inscripción EAXE”, anotaba en la correspondiente lista de e-Bird. Baldaio es el lugar en el que nos encontramos, y es donde siempre nos vemos en una quedada nunca programada, como cuando en los viejos tiempos, sin teléfonos móviles, simplemente bajabas al sitio de siempre porque sabías que era la manera de encontrarte con tus amigos. Y ella, para mí, ya se ha convertido en una amiga, aunque sólo yo lo sepa, y allí, en Baldaio, una de las primeras cosas que hago al llegar es buscarla.

Al ir aumentando el trato y la correspondiente confianza, llegó un momento en que creímos que se merecía tener un nombre de verdad. “Moana” fue el elegido. ¿Por qué? Lo contaremos más adelante.

A lo que íbamos. Estamos en Bélgica, a unos 30 km. al este de Bruselas. Resulta que una de las parejas reproductoras locales de Zarapito Real abandonó su nido en la fase de incubación, en ese momento entró en el juego otra de las protagonistas de esta historia. Otra chica, otra guerrera, otra heroína, esta vez humana: Griet Nijs.

Griet es una ornitóloga que forma parte de un equipo de gente apasionada por la naturaleza que realiza seguimiento de la población local reproductora de zarapito real, además de acometer una serie de intervenciones centradas en la conservación de esta población. En este caso, Griet recolectó los huevos de este nido abandonado. Según me comenta, recogen los huevos de los nidos abandonados para intentar sacarlos adelante artificialmente, con el fin de compensar la bajísima productividad de la especie. Al explicarme esto, su frase final fue “cada individuo cuenta”, que, por sí misma, ya nos da una idea bien clara de la cruda situación de conservación que atraviesa la especie.

Griet trasladó los huevos al Centro de Recuperación de Fauna Salvaje de la zona (llamado Oudsbergen), donde fueron incubados artificialmente hasta que, el 18/05/2020, llegó al mundo Moana. Puedo hacerme una idea del cariño con el que el pollo fue criado por el personal de dicho centro, al mismo tiempo que se intentaba minimizar el contacto directo con los humanos para evitar la improntación. Todo discurrió estupendamente y, con el paso de varias semanas, llegó el día en que Moana se convirtió en un precioso juvenil de zarapito real, capacitado para volar, así que, el 30/06/2020, fue liberado en el mismo lugar de su malogrado nido. .

Zona de reproducción de zarapitos reales donde recuperaron el huevo del que salió Moana.

Ahora entra en la historia el que escribe y mi más apreciado local patch, el complejo húmedo de Baldaio, en el ayuntamiento de Carballo, en la provincia de A Coruña. Es un humedal conformado por una laguna y marisma situadas en la costa, tras una de las playas más grandes de Galicia, con un amplio cordón dunar asociado, y está comunicado con el mar por un canal, que supedita su nivel de agua al régimen mareal. Así, con marea baja quedan al descubierto amplias superficies de intermareal que son el hábitat ideal de buena cantidad y diversidad de aves acuáticas. Entre ellas destacan especialmente las limícolas, que constituyen el principal interés ornitológico de este espacio, que alberga notorias concentraciones de este grupo de aves en invernada y, principalmente, en ambos pasos migratorios, habiendo sido registradas, a día de hoy, un total de 42 especies de esta familia. Particularmente, es una localidad de invernada tradicional de los zarapitos reales, en números que, en los últimos años, parecen ir a menos, y que fluctúan entre los 40 y los 80 ejemplares.

En mi visita rutinaria del día 7 de marzo de 2021 conocí a Moana, aunque en ese momento no lo sabía. Realmente lo que vi fue un zarapito real que portaba una pequeña anilla amarilla en una pata y, en la otra, una anilla de mayor tamaño, blanca, con una inscripción que no pude descifrar, y que, de hecho, me costaría un buen número de visitas, ya que los zarapitos reales en esta localidad suelen ser muy esquivos y no se dejan observar a distancias cómodas. Lo que sí aprecié desde esa primera observación es que era una hembra. Tenía un largo pico que la identificaba como tal, pues en los zarapitos son ellas quien, en promedio, tienen un pico de mayor longitud que ellos, además de un mayor tamaño corporal en general.

Una vez por fin leída la anilla comprobé, en Cr-birding, la web de referencia de los ringwatchers, la gente fanática de las anillas, que correspondía a un proyecto de marcaje belga. Y al otro lado apareció Griet, que no tardó ni un día en responderme al correo. Griet y yo hablamos de “EAXE” por e-mail, por Facebook, por Messenger… Griet rebosaba ilusión por saber que “aquel pollo de zarapito” no sólo había sobrevivido, sino que había completado su migración postjuvenil, y a un lugar totalmente esperable para cualquier ejemplar de su especie nacido en Centroeuropa. Es decir “su pollito de zarapito”, a pesar de ser criado por la mano humana, era un zarapito más, que se comportaba como un zarapito más, y que migraba como un zarapito más. De algún modo, era la certificación de un trabajo bien hecho, por su parte y por parte del personal del centro de Oudsbergen. Griet quería saber cómo era Baldaio. Me pidió videos, fotos y descripción de la zona.lo quería conocer todo del lugar elegido por su zarapito para su dispersión postjuvenil. Y, por supuesto, yo estaba encantado de contar cosas de la belleza de mi pequeño trozo de tierra sagrado al que la gente pajarera llamamos “local patch”.

Grupo de zarapitos en Baldaio.

Moana estuvo presente en Baldaio durante todo el resto del año 2021 y se quedó hasta finales de Marzo de 2022, cuando desapareció. De hecho, creo, aunque no puedo probarlo, que estuvo todo el invierno 2020-21, pero durante el mismo, los zarapitos reales estuvieron especialmente esquivos y es muy probable que haya pasado por alto la presencia de uno anillado.

Comuniqué a Griet que, a finales de marzo, el ave había dejado de verse en Baldaio. Ella me trasladó su terrible curiosidad y emoción por saber si aparecería en alguna zona criando. Es sabido que las hembras de zarapito real pueden intentar criar por primera vez en su tercer año calendario, es decir, cuando tienen cerca de 2 años de edad. Moana abandonaba Baldaio después de una larga estancia de 12 meses seguros y, con probabilidad, hasta puede que unos 18, en caso de que, como también parece probable, haya llegado aquí en su primer verano-otoño. Por cierto, también en eso se habría comportado como cualquier ejemplar de su especie.

Avanzado ese verano, Moana reapareció en Baldaio, concretamente el 6 de agosto. Le conté emocionado a Griet que estaba de vuelta, quien me informó de que no se habían tenido noticias de ella fuera de mi local patch. Pasó el resto del verano, todo el otoño y todo el invierno en Baldaio, acompañándome en cada visita al lugar, hasta que volvió a desaparecer a finales de febrero. Durante esa temporada, con cada visita, la fui conociendo mejor. Ella es una más del tradicional grupo de zarapitos de Baldaio, que constituyen una figura icónica de este humedal (si hubiera que elegir un ave que represente a Baldaio, sin duda sería el zarapito real), y que ponen frecuentemente banda sonora a mis mañanas de pajareo, con sus “curlíes” muchas veces emitidos a coro. Todos los zarapitos reales de Baldaio se juntan para dormir y reposar. También la mayoría se mantienen juntos mientras se alimentan. En cambio, Moana suele buscar comida en solitario, eligiendo para este fin zonas de la laguna con aguas someras donde parece que tiene una extraordinaria habilidad para atrapar invertebrados poliquetos. Lo digo por las tasas de éxito en la captura, en comparación con otros zarapitos reales presentes. Es curiosa la querencia de Moana para alimentarse por zonas con un nivel de agua que le llega a la parte superior de sus patas. Cuando la pandilla local de zarapitos reales, con marea mediada o baja, aprovechan la bajada del nivel de agua para alimentarse, es habitual que las anillas de Moana queden sumergidas y resulten invisibles, pero el que la conoce sabe que Moana será “el zarapito que se alimenta con el agua por los muslos”. El hecho de ser una hembra y, por consiguiente, ostentar un pico bien largo, probablemente le permita explorar esas zonas cubiertas por agua, quizá vetadas para los machos, de pico más corto.

Estuvo en Baldaio al menos hasta el 28 de febrero. Cuando desapareció, se lo comuniqué inmediatamente a Griet. A comienzos de abril ella me escribe con una buena noticia y una promesa asociada. La buena noticia es que se había localizado a Moana emparejada con un bonito macho en la zona donde había sido liberada, en el entorno de Glabeek. La promesa es que no escatimaría esfuerzos para localizar su nido y conseguir protegerlo. Según me explicó Griet, la mortalidad de pollos es altísima, sobre todo en su primera semana de vida, debido a la predación y a trabajos agrícolas en las parcelas donde crían, así que protegen el mayor número de nidos que pueden, usando un sistema basado en una especie de pastor eléctrico dispuesto alrededor del nido. Por lo visto, en lo que se refiere a la predación, los “infractores” son muy variados: zorros, mustélidos, erizos y rapaces diurnas y nocturnas.

Moana instantes después de su liberación.

Semanas más tarde, Griet me volvía a escribir, esta vez con malas noticias. El nido de Moana y su pareja, su primer nido, había sido depredado, puesto que la persona propietaria de la parcela no había dejado entrar a protegerlo. Tampoco a las personas salvadoras de los zarapitos les habría dado tiempo a retirar los huevos para intentar incubarlos artificialmente como, en su día, habían hecho con el huevo que le dio vida a ella. Según me cuenta Griet, buena parte del éxito de las medidas de gestión de la población depende de la predisposición de la persona propietaria de la parcela agrícola donde se instala el nido, con la que intentan acordar su protección y, a veces, medidas como el retraso de la fecha de siega o la reducción del número de cabezas de ganado en dicha parcela. En todos los lugares cuecen habas, un refrán muy de nuestro país que, precisamente, nos recuerda que no sólo en él hay personas insensibles con cosas de la naturaleza.

Griet y su equipo buscaron una posible puesta de reposición de Moana y su pareja, sin éxito. De ese modo, en fracaso absoluto, acaba su primer episodio de cría.

Ese fue el momento en que me di cuenta de lo injusto que era que nuestra querida ave no tenía nombre más allá de “EAXE”, así que Griet y yo acordamos que, si después de este episodio de cría fallido, a final de verano regresaba de nuevo a Baldaio, la obligación de ponerle un nombre de verdad sería inexcusable.

Y el pasado 26 de agosto de este año allí estaba, de nuevo, reluciente por momentos al ser iluminada intermitentemente con los rayos de sol de una mañana de nubes y claros, en Baldaio, mi Baldaio, su Baldaio. Fue entonces cuando empecé a pensar en cómo se podría llamar. Le dediqué horas, en diferentes días, buscando la inspiración, varias veces allí mismo, observándola directamente con el telescopio, pero su nombre no salía. Sabía que esa ave había nacido con un nombre, pero ese nombre estaba por descubrir. Tenía la sensación de que sólo había que quitar lo sobrante, como en aquella popular historia de la escultura que ya existía dentro de la piedra. Finalmente fue una persona de mi entorno, de mi confianza y de mi cariño, dotada de dosis extra de sensibilidad y, al igual que nuestra ave, graduada cum laude en tesón y en aquello de plantar cara a las cosas de la vida, la que sacó a la luz su nombre, por esto, mil gracias, Belén. Belén me lo contó a mí, y yo lo cuento aquí. Moana significa “océano” en la cultura hawaiana. La lucha por la supervivencia de nuestra zarapita, el hábitat elegido por ella para pasar la mayor parte del año, así como otras cosas sólo aptas para corazones sensibles, invitan a sumergirse en esta cultura que se caracteriza por un profundo respeto por la naturaleza, y también por una profunda conexión de las personas con esta. Es en este contexto donde el océano constituye un elemento significativo: es fuente de vida, de belleza y de fuerza: Océano, Moana…ese, sin duda, era el nombre.

Y el día en que estoy acabando de escribir esta historia, precisamente he estado en Baldaio visitándola, a ella y al grupo de, exactamente, 39 zarapitos reales que está pasando el otoño-invierno allí. Yo tengo más ojos para ella que para ningún otro zarapito, de lo que, espero, estos nunca se enteren, para que no puedan sentirse menospreciados. Me gustan los zarapitos, pero Moana me gusta mucho más.

Ya lleva 2 meses aquí tras su reproducción fracasada y, si todo va bien, estará aproximadamente otros cuatro meses hasta que, con el final del invierno, cada zarapito de ese bando de 39 regrese a su casa de primavera, con la excepción de unos pocos, presuntos segundos años, a los que no se le supone prisa porque no van a criar, que se quedarán con nosotros todo el verano.

Sólo toca desear que, llegado ese momento, regrese con fuerzas a sus pastizales de Glabbeek y, esta vez sí, tengan, ella y su compañero, una reproducción exitosa y nos lo venga a contar a Baldaio, a su manera, a final de verano.

Mientras tanto, puede pensarse que desde aquí poco podemos hacer, aparte de los obvios buenos deseos. En cambio, sí podemos, y de hecho lo hacemos siempre que tenemos ocasión. Poner en valor, bien alto, bien claro, allí donde nos dejen, la importancia de este espacio natural, y otros que, como este, son lugar de parada migratoria e invernada de aves acuáticas, y pedir, asimismo, bien alto y bien claro, que las figuras de protección que tiene lo sean también de facto.

Moana en Baldaio.

Sin ir más lejos, en mi penúltima visita a Baldaio, el grupo de zarapitos donde reposaba Moana, en medio del intermareal, fue perseguido por 3 perros cuya persona propietaria llevaba sueltos, algo que ocurre y, por desgracia, no sólo de manera habitual, sino sistemática. Recuerdo cuando, hace unos años, toda la sociedad de mi comunidad gallega se indignó cuando alguien hizo una pintada en la fachada del majestuoso Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela, por considerarlo, como no puede ser de otra manera, un atentado contra nuestro patrimonio. Se agradece esa indignación en masa, pero… ¿Por qué, cuando cambiamos de patrimonio (de arquitectónico a natural, en este caso) mucha gente no sólo no se indigna, sino que le quita importancia al problema? Baldaio es un Pórtico de la Gloria, y cada una de nuestras zonas húmedas costeras, son un Pórtico de la Gloria, y para poder seguir contando la historia de Moana, y de otras muchas de nuestras aves, necesitan que las leyes en materia de conservación de la naturaleza, que ya existen, se cumplan y se hagan cumplir.

Y la historia continuará, espero que durante mucho tiempo, al menos el correspondiente a la esperanza de vida media de un zarapito real.

Sin más, dar mil gracias a Griet, por ser la heroína del mundo de los zarapitos, y por ofrecerme tanto volumen de información sobre nuestras queridas limícolas de pico largo y decurvado. Y a Belén, por aceptar el reto de quitar lo sobrante para así descubrir el nombre de Moana y ostentar los superpoderes para hacerlo. A ti, Moana, te veo el sábado por la mañana en Baldaio.

Ciudades de cal y plomo.

La de cal.

Hace unos años decidimos ceder el usufructo de nuestra terraza a la fauna silvestre. Empezamos por poner agua y un comedero con aporte diario para gorriones. En él, añadimos alimento vivo durante la temporada de cría para ayudar a sacar adelante polladas numerosas y sanas. En invierno ponemos contenidos grasos. Y siempre disponible, semillas a granel. Dentro de la dieta viva, incluimos lombrices en las jardineras para que los mirlos obtengan algo más sabroso que los tenebrios.

También estamos trabajando la vegetación, para que aporte cobijo en verano e invierno y, teniendo en cuenta los periodos de floración y fructificación, para que sirva de fuente de alimentación a insectos y aves durante las cuatro estaciones.

Hemos incluido cubículos que puedan servir de refugio para gekos, que, muy beneficiados por los dispensadores de insectos, parecen haber aumentado su población. Y, para terminar, tenemos instalados doce nidales para vencejos que, por ahora, solo son utilizados como protección los días de tormenta.

El resultado de todo esto, por el momento, se manifiesta principalmente en un ostensible éxito en la reproducción de gorriones. Al mismo tiempo, los dragoncillos han aumentado su población y cada año podemos ver un mayor número de crías. Por supuesto, la variedad de aves que visitan nuestra pequeña área de rewilding urbano empieza a ser extensa. No puedo dejar de enumerar las especies, como muestra de nuestra satisfacción: mirlo, verderón, verdecillo, herrerillo, petirrojo, colirrojo tizón, mosquitero, urraca, paloma doméstica, gorrión y torcaz.

Quizá el momento en que entendimos que todo iba bien, que nuestro aporte continuo de alimento -alimento que no está presente por acción directa del humano, más allá de que sea una ciudad- fue cuando un cernícalo nos dejó su tarjeta de visita. Encontrar una pluma de esta ave confirmaba su presencia como depredador más o menos habitual, ya que con anterioridad presenciamos en directo cómo se le escapaba un mirlo.

Mirla y gorriona compartiendo el alijo de gusanos

Todo ello, en el último piso de un edificio situado en el centro de Madrid, que, como única ventaja especial para la fauna, tiene enfrente un colegio con una zona ajardinada con algunos pinos y cuatro grandes cipreses.

Sin embargo, el domingo 25 de junio se batieron todas nuestras expectativas: un juvenil de paloma zurita descansaba en la terraza. La especie en sí no era ninguna novedad, ya que conocemos la presencia de una pareja reproductora en uno de los cipreses, desde 2020. Pero el hecho de que un ave tan discreta y desconfiada utilice nuestra terraza, un pájaro que no es fácil de ver en los bosques, corroboraba la opinión de otro buen número de especies respecto a nuestro proyecto.

La de plomo.

Al día siguiente, lunes 26, un amigo nos avisó de que tenía una urraca que parecía tener algún problema y no podía volar. Había aparecido en la puerta de un aparcamiento de la calle Santa Hortensia, en el centro capitalino..

Se trataba de un juvenil aparentemente sano que, sin embargo, ni tan siquiera batía las alas. Con apetito y sed, el animal era muy manso. Demasiado manso incluso si hubiese sido criado por un humano. Hasta la urraca más improntada, si la coges chillará como si cien azores la estuviesen desplumando pluma a pluma.

Una radiografía nos mostró lo impensable: un perdigón alojado en la cara interna del muslo. El plomo habría seguido una ruta incierta a través del cuerpo de la urraca, sin fracturar ningún hueso, hasta quedar allí.

Después, todas las acciones terminadas en “ción” asociadas a estas situaciones: hospitalización, operación, medicación, recuperación…

La potencia del equilibrio..

No hay nombre mejor otorgado a un fenómeno del medio ambiente que equilibrio natural. Es el paradigma de la cabezonería; el catálogo de las mil y una estrategias; es la excepción de la tostada de Murphy: la naturaleza siempre cae de pie.

Tres rollizos hermanos verderón y un dragoncillo: todos beneficiados y beneficio para todos.

Ya la podemos exprimir, retorcer, ahogar o romper, que casi siempre se repone. Tarde o temprano y, en ocasiones, usando los caminos más largos, la naturaleza se recompone de la tortura de turno a la que ha sido sometida y trata de manera desesperada de alcanzar de nuevo el balance 0.

No hace mucho, publicamos este artículo en el que comprobábamos como un territorio machacado por los usos tradicionales (recientes) del campo había prosperado tras cuarenta años con una intervención humana mucho menor y especulábamos sobre las razones de ese magnífico cambio. Pero la ciudad es un ejemplo que va más allá. Vierte asfalto candente, sella las juntas de los sillares de granito y elimina cualquier atisbo de soporte vital y a los dos meses tendrás un diente de león brotando entre las baldosas de la acera, unos gorriones anidando en el registro de una farola y unos huevos de salamanquesa eclosionando en la caja de una persiana.

Se abre paso entre nuestros edificios, como cuchillo caliente sobre mantequilla. Apenas necesita tiempo para reaccionar. Lo vimos con la renaturalización del Manzanares a su paso por Madrid, llevada a cabo por la corporación de Manuela Carmena. Se abrieron las compuertas y dos años más tarde se vio una nutria y, poco después, un zorro. ¿Cuántos años llevaban las esclusas cerradas creando esa pútrida lámina de agua?

Sé bien que ese disparo -y a saber cuántos como ese- amparado en el silencio del arma neumática, lo efectuó un adulto, cazador de facto y furtivo por ley, al que, o bien le molestaba la vida silvestre, o bien se aburría. Y decidió matar a un animal.

Así, en medio de una ciudad como Madrid puedes encontrarte con una inmensa población invernante de currucas capirotadas en las calles del Barrio de Salamanca, con un nido de pito ibérico en un plátano de sombra, al pie de una freiduría de entresijos regentada por una pareja de chinos en Vallecas, o con siete parejas reproductoras de halcón peregrino poniendo las cosas en su sitio. De verdad que es asombroso.

La fauna ha conseguido sobreponerse a todo lo que le hemos puesto enfrente: contaminación, trampas de cristal, hormigón en el suelo. Les quitamos los sitios donde anidar, las fugas de agua donde beber y soplamos con máquinas ruidosas todas las hojas y flores en las que encontrar comida. ¿Y lo superan?

La naturaleza reacciona rápido y con furia para recuperarse, incluso en estas situaciones, pero el ser humano es intrínsecamente nocivo. Puede que el herrerillo aprenda a nidificar en un aparato de aire acondicionado, pero con lo que no podrá es con la capacidad humana para innovar y sorprender con nuevas fórmulas con las que joderle la existencia.

Quiero pensar que el que disparó a la urraca es un adolescente aburrido tras haber terminado el colegio y que no tiene otra cosa que hacer que pegarle un plomazo a todo lo que vuela por su ventana. Quiero echarle la culpa a la insensatez de la edad, al desconocimiento de la media docena de leyes que quebrantó dándole plomo a la urraca en mitad de una ciudad.

Pero no. Sé que los adolescentes, cuando se aburren, sacan el móvil del pantalón. Sé que, con sus excepciones, lo de ir pegando tiros a animales no les va.

Sé bien que ese disparo -y a saber cuántos como ese- amparado en el silencio del arma neumática, lo efectuó un adulto, cazador de facto y furtivo por ley, al que, o bien le molestaba la vida silvestre, o bien se aburría. Y decidió matar a un animal.

Repito: o bien le molestaba la vida silvestre, o bien se aburría. Y decidió matar un animal.

Veo a la urraca recuperarse una semana más tarde, tratándola con distancia para impedir la impronta y poder liberarla con potencial éxito. Aún le quedan un par de semanas de cautiverio. Todavía respira con alguna dificultad y la herida le molesta lo suficiente como para preferir estar echada.

La miro y no puedo impedir desear que al malnacido de la escopeta le rebote uno de sus perdigones y haga blanco en uno de sus ojos.

Furia.

¿Era tan buena la tradición rural para la biodiversidad?

Cuarenta años después de que una pedrada en el cerebro me convirtiese en un entusiasta de las aves, regreso al lugar donde, con unos prismáticos terribles, una guía imposible y el más absoluto de los desconocimientos, me empeñaba en ver pájaros. Sorprendentemente, todo ha cambiado para bien.

Entonces, con más ganas que fortuna, con entre 12 y 16 años, me echaba al monte deseando ver todas las aves que aparecían en los pósteres de ICONA y en los programas y los Cuadernos de Campo de Félix. Todos los fines de semana que pasaba con mis padres en aquella casa, madrugaba tratando de calcular que el amanecer me sorprendiese en un buen lugar. Iba poniendo un puntito de color azul en el índice de mi traqueteada Guía INCAFO de las aves de la Península Ibérica y Baleares. La nota era roja si al espécimen lo veía en otra localización. La lista de especies, tras 3 o 4 años empeñado en aquel local patch forzoso, era frustrantemente corta y me temo que algunas de ellas habían sido identificadas más por el deseo que por el rigor científico.

Desde buitre negro hasta chochín pasando por algunas auténticas delicadezas.

El lugar era una finca de labor situada a escasos 36 kilómetros del centro de Madrid. A norte y este, la frontera era una carretera. Al sur, otra finca, imponente, cubierta de encinas y al oeste el límite era el río Guadarrama. En ese terreno había una zona ajardinada, una pequeña plantación de pinos piñoneros y dos huertas. La parte mayor se dividía en tres zonas bien definidas. Según bajabas al río, tres vaguadas con encina de porte mediano y pequeño definían el paisaje. Antes de llegar a ellas, una zona de monte bajo con retamas raquíticas y tomillo. Y enfrente de la casa, una parcela dedicada al cultivo de cereal. También, al sur, había un par de hectáreas plantadas con olivos y vides. Aunque no había ganado, una vez terminada la cosecha o si la tierra estaba en barbecho, un rebaño de ovejas se encargaba de “limpiar” y abonar todo el terreno. La finca formaba parte de un coto de caza social, aunque en la familia nadie esparcía plomo.

Agua, grano, huerta, higueras y hasta un río: todo parecía indicar que el sitio era sencillamente perfecto para la observación de aves.

Cuando por fin conocí a alguien a quien le iba lo de los pájaros, le pregunté por el número de aves diferentes que podía localizar en un sitio así. Y él, Pablo aka “Zuri” aka “Aves nítidas” Martínez Zurimendi me decía que entre 50 y 60 especies y que a lo largo de un año la cifra subiría mucho, sobrepasando con facilidad las 100.

Pero no era así, al menos para mí, ni por casualidad. Bajaba regularmente al barranco de la Fuente Blanca, con agua corriente todo el año, con sus chopos, encinas, zarzas y hasta cuatro frondosas moreras, para ver una pareja de carboneros y encontrarme, en ocasiones, con un pito ibérico. Lógicamente, en ese punto solía haber algo de movimiento, pero nunca satisfacía mis expectativas más elementales.

La acacia donde un carbonero me indicó que le siguiese.

No tenía ni conocimiento, ni experiencia, ni mucho menos equipos apropiados, pero esas no eran razones suficientes para justificar mi tierna frustración: no había pájaros. En mi cabeza, ahora, resuena la cifra de 37 aves diferentes avistadas como resultado de esos años de pajareo tardo-infantil y antes de que la adolescencia me apartase de las aves durante muchos años.

Usos tradicionales, prácticas agropecuarias y otras guerras.

Dándole vueltas a qué podía explicar que un sitio así careciese en 1983 de una biodiversidad mínima que satisficiera mis expectativas de joven naturalista, estos días atrás, cuando regresé, hice una lista de todas aquellas cosas que a mi entender de aficionado podían haber afectado.

El paso cíclico de ganado durante décadas, “limpiando” y colaborando con el adehesado humano de los encinares, impedía el desarrollo de sotobosque y el crecimiento de vegetación en los terrenos baldíos y de monte bajo.

El maltrato generalizado que se infligía a todos los animales que podían ser potencialmente dañinos para las cosechas también tuvo que dejar una larguísima resaca, en cuanto a las cifras de animales silvestres. Hablamos de principios de los años 80 y, por ejemplo, el dicloro difenil tricloroetano (DDT) no había sido prohibido hasta 1977. Sus efectos bioacumulativos estaban aún perfectamente presentes en toda la cadena trófica.

Y cómo no, la caza y todo lo relacionado con ella, que por la época convertía los fines de semana de la temporada de plomo en una verbena de tiros. Era brutal la cantidad de hombres que acumulaban sus coches en el camino de la cañada. Su prepotencia los llevaba a instalar sus puestos de caza a menos de 50 metros de la casa. Aunque en ocasiones la pareja de la Guardia Civil aparcaba el Renault 4 en el patio y se daba una vuelta para regresar cargados de escopetas decomisadas, la sensación era que no había ninguna ley que pusiese límites a sus ansias. Como aquel mes de julio que un hurón de caza escapado, perfectamente manso, se metió en casa. O ese domingo que perdí toda la mañana tratando de incomodar a un trampero de aves con una inmensa red desplegada en el barbecho. En cualquier paso abierto bajo una verja encontrabas lazos y en las escorrentías, tras las lluvias, aparecían las costillas para atrapar pajaritos olvidadas por el cazador.

Una primavera localicé en la dehesa al otro lado de la cañada -fuera de los límites de mis paseos, pero tremendamente tentadora- un nido de ratonero. Era la única ave rapaz diurna que se dejaba ver por allí. Era, a mi entender, el mayor de los logros que había conseguido: podría seguir cada fin de semana la evolución de los pollos. Dos semanas mas tarde, encontré a los dos pollos ya crecidos y a un adulto, muertos.

Siete parejas reproductoras de alcaudón común y cinco de colirrojo tizón: aforo máximo.

Las Juntas de Extinción de Animales Dañinos habían desaparecido hacía tan solo una quincena de años y sus devastadores efectos, imagino, todavía se dejarían sentir.

Fuera a causa de venenos o por sobredosis de plomo, lo cierto es que el número de aves muertas que encontraba en mis paseos era suficientemente amplio como para que me empujase a desarrollar técnicas para limpiar huesos. Mientras que mi lista de avistamientos era paupérrima, mi colección de cráneos era sorprendente: ratonero, lechuza, búho chico, oropéndola, pito real y toda una lista de aves mucho más comunes completaban un inventario tristemente amplio.

En el Guadarrama, justo a la altura de mi área de campeo, funcionaba una fábrica de la empresa Uralita. Si este hecho ya podía ser significativo, lo peor era que extraían la arena que necesitaban del cauce del río. Movían la retroexcavadora según sus necesidades, destrozando cualquier atisbo de vegetación de ribera y ocasionando que el curso estuviese totalmente socavado, creando embalsamientos de agua. Agua que ya de por si bajaba sucia por los vertidos sin depurar de pueblos e incipientes urbanizaciones de lujo.

El número de aves muertas que encontraba en mis paseos era suficientemente amplio como para que me empujase a desarrollar técnicas para limpiar huesos. Mientras que mi lista de avistamientos era paupérrima, mi colección de cráneos era sorprendente.

Para terminar la lista de desastres humanos que pienso que habían alterado tanto la biodiversidad, el lugar donde se levantó más tarde la casa fue durante el verano del 37 una importante posición fortificada de la XV Brigada Internacional, durante la batalla de Brunete. Todos los alrededores se sumieron en una orgía de fuego y sangre durante 21 largos días. Este dato sobre la presencia histórica de voluntarios antifascistas norteamericanos y británicos viene a cuento como explicación de la ausencia de un número aceptable de árboles de gran porte o encinas centenarias en la zona. Ni siquiera en las dehesas adyacentes. Jugar con fuego en pleno mes de julio no suele ser una buena idea y aunque ya habían pasado 40 años, los incendios causados por los bombardeos también habían dejado su huella.

A modo de ejemplo del maltrato sistemático de las viejas costumbres de uso del monte y agrupando varias de las causas tratadas, estaba el caso de F., cuyo nombre voy a ocultar, ya que se trata de una historia escuchada pero nunca comprobada. F. vivía en una pequeña casa en la margen del río apañándose la vida con trabajos y chapuzas temporales. Tan pronto era vigilante, como huertano, como propietario de un chiringuito/chabola que servía botellines frescos a los que pasaban el domingo en el río. De él se decía que aprovechaba la acumulación de peces en las grandes balsas de agua generadas por la draga de la fábrica para pescar, arrojando en ellas alguna de las granadas de mano abandonadas durante la guerra y que frecuentemente se encontraban por la zona.

40 años más tarde.

Hace años todo cambió. Se sigue sembrando cereal y la ausencia de amapolas y manzanilla hace patente el uso de glifosato, a raudales. Ya no se guarda el grano en la casa. Las vides desaparecieron, aunque el olivar se mantiene intacto. Los jardines que rodean la casa se conservan, pero total y maravillosamente asilvestrados. Ya no pace ganado y las huertas dejaron de cultivarse. Por desgracia, la Fuente Blanca dejó de manar.

Hace 40 años, un escribano soteño hubiese sido una enorme sorpresa. Hoy, allí, son relativamente frecuentes.

En el río, la fábrica de fibrocemento pasó a ser una yeguada. Ya nadie hace balsas profundas, hay una estupenda y enmarañada vegetación de ribera y F., que en paz descanse, ya no lanza -presuntamente- explosivos en ellas. Incluso el agua ya no baja pestilente.

El coto sigue funcionando, pero las parcelas en cuestión, dadas las limitaciones de espacio, caminos, carretera y viviendas, fueron relegadas a la función de “reserva del coto” y hace años que no hay ningún estampido. Las grandes fincas adehesadas situadas a norte y sur explotan la caza mayor de forma privada y por tanto están mucho más controladas. Además, los agentes rurales, el SEPRONA y la conciencia ciudadana -muy urbanita ella- ha erradicado el furtivismo y las “artes” de caza tradicionales en la zona.

Sin haber mediado ninguna guerra o incendio en estas cuatro décadas, los árboles ya empiezan a ser maduros. Sin ganado ni faenas de “limpieza”, los bosquetes tienen su sotobosque y el monte bajo ya no es tan bajo y tiene buenas manchas de carrasca.

La colonia de golondrina de la casa desapareció, pero la antigua fábrica tiene ahora algunas parejas.

Y la acacia donde vi posado el carbonero que hizo que me explotase la cabeza, resiste. Vieja y achacosa, vive gracias al empeño de mi hermano.

Ahora, que galopamos hacia la sexta extinción masiva, que el 60% de las especies de aves han visto disminuir sus efectivos de manera notable a nivel mundial y que ver una nube de mosquitos es una excepción, ahora que todo es más difícil para la fauna silvestre, me bastaron 5 horas para avistar 54 especies de aves.

Desde mi desconocimiento, saco una conclusión y sonrío con una esperanza.

Quizá, los añorados usos y prácticas tradicionales del campo no eran tan buenos y respetuosos como se suele decir. O quizá sea que, para referirse a una época gloriosa de la cohabitación, uno tenga que remontarse más de un siglo.

Lo bueno -y de verdad que me hacía falta una dosis de Esperancina500mg.- es ver, una vez más, que basta dejar unos años en paz a la naturaleza, aunque solo sea aparentemente, para que la biodiversidad recupere lo perdido durante décadas.

Frankdelajunglers: Cazadores de likes.

Observo con cierto estupor, desde hace mucho tiempo, cómo una corriente de nuevos youtubers y demás “creadores de contenido” se va abriendo paso entre la sociedad en nombre de la divulgación, teniendo como referente a Frank Cuesta -conocido popularmente como Frank de la Jungla-, un extenista español que se dedicaba a sacar serpientes venenosas que se colaban en las casas en Tailandia.

Las redes sociales están llenas de vídeos de gente estresando, molestando y manejando de forma incorrecta cantidad de animales, con la excusa de que se trata de divulgación ambiental. Los que tuvimos como referentes a Félix Rodríguez de la Fuente o a David Attenborough aprendimos la importancia de las culebras por controlar las poblaciones de roedores o por servir de alimento a otras especies que también aportan numerosos servicios ecosistémicos, por lo que deben ser conservadas. En la actualidad, parece ser que la divulgación trata de enseñar al público que no hay que matar a las culebras porque no son peligrosas, aunque den miedo, y, aunque no conozcan el papel que tienen estos animales en los ecosistemas. Para ello, capturan una enorme culebra y graban un vídeo mostrando que no debes tenerle miedo y que puedes cogerlas sin problemas y, sobre todo, mostrando el mayor número posible de primeros planos de aguerrido/a cazador/a de serpientes. Da la sensación, viendo algunos de estos vídeos, de que la conservación de la fauna y su bienestar pasan a un segundo plano, dando más importancia y protagonismo a las personas que llevan a cabo la “actividad divulgativa” y a darle a like y seguir el canal.

No me gusta ver el camino que ha tomado esta mal llamada divulgación científica donde podemos ver a estos “creadores de contenido” manipulando anfibios sin guantes o haciéndolos posar con muñecas, tan solo por el egocentrismo de conseguir visitas.

Cuando no había redes sociales y era más importante la conservación que hacerse famoso, los que nos dedicábamos a la divulgación y al rescate de fauna lo hacíamos desde el respeto, observándola sin interferir y divulgando las bondades de los animales para que la gente entendiera su importancia en los ecosistemas. Cuando se trataba de efectos trampa, la prioridad era construir rampas para acabar con el problema. En la actualidad, en vez de acabar con el problema, lo que se viraliza son cientos de vídeos de animales atrapados en estos lugares que son rescatados por los protagonistas. En muchas de estas grabaciones vemos cómo, después de ser rescatados, algunos de estos animales son retenidos, manipulados y estresados para hacer vídeos “divulgativos” al más puro estilo Frank de la Jungla, ya sea para hacer ver que una culebra no muerde por mucho que la molestes o que un sapo segrega veneno si lo estresas.

Todo esto parece justificado porque sus autores lo consideran divulgación, por eso también me parece justificado este texto, ya que, con él lo que pretendo es difundir buenas prácticas (y legales) a favor de la conservación de la fauna y, no olvidemos, sus ecosistemas. Manipular, perseguir o molestar a la fauna es ilegal. Lógicamente, si hay un animal atrapado, está justificado que lo manipules para liberarlo, pero no lo está que lo tengas en la mano diez minutos para grabar un vídeo de tu hazaña. Estos registros deberían hacer más énfasis en acabar con estos efectos trampa que en animar a la gente a coger culebras porque no son peligrosas.

Está claro que gran parte de culpa la tenemos aquellos naturalistas y profesionales del medio ambiente que, ya con una edad, no hemos sabido hacer que la divulgación fuese interesante para las nuevas generaciones. Debemos cambiar ese rumbo perverso que ha tomado esta pseudo divulgación y convencer a la gente de que a las serpientes hay que conservarlas porque tienen un papel fundamental en los ecosistemas y no porque sean inofensivas y te permitan cogerlas para hacerte fotos y ganar suscriptores.

Me gustaría acabar con estas palabras de la científica Elsa Sendra donde resume muy bien el problema que afecta tanto a los creadores de contenido como a aquellos que lo consumen.

«Entre matar a pedradas sin razón a una serpiente o toquetearla y estresarla, a la serpiente le viene mejor lo segundo.
Entre toquetearla y estresarla u observarla a distancia, a la serpiente le viene mejor lo segundo.
Hay personas que siempre optan por toquetear y estresar, alegando que los humanos no podemos aprender a respetar si no es toqueteando y estresando…
…cada uno enseña y aprende como puede».

Conocimiento, Preocupación e Ironía salieron a ver pájaros

Conocimiento, Preocupación e Ironía se conocieron siendo poco más que unos niños. Aun con la disparidad de caracteres, su común afición por la observación de aves funcionó como catalizador para que los tres se hicieran inseparables.
De jóvenes, cuando salían a ver pájaros, Conocimiento —de los tres, era el que atesoraba mayor experiencia y cultura— siempre era el primero en identificar las especies, Preocupación —aportando sensibilidad en todas sus formas— compartía con ellos sus profundas inquietudes sobre el estado local o global de cada familia aviar, e Ironía —la más inteligente del trío de pajareros—, fuera cual fuese la circunstancia, siempre era capaz de arrancarles una sonrisa, cuando no una carcajada, por muy negro que fuera el pozo del humor del que había bebido para coagular sus ocurrencias.
Con muy poco dinero, recorrieron todos los rincones verdes del país. Con sus propios ojos, fueron observando todas esas especies que tantas veces anhelaron y envidiaron en las ilustraciones de las guías de campo. La meteorología y la logística hostelera eran solo aspectos secundarios para sus juveniles y tozudas motivaciones. Sus objetivos aviares eran solo excusas para ser felices, pero, en aquel entonces, todavía no lo sabían.
Pasaron los años, aumentaron sus posibilidades económicas, viajaron a lo largo y ancho del planeta, completaron una envidiable lista de aves y experiencias, al tiempo que, en las distancias cortas, exprimían su local-patch. En definitiva, se convencieron de que habían encontrado su lugar en el mundo.
Con el tiempo, según sus vidas privadas se acomplejaban, las escapadas a destinos exóticos desaparecieron y, asimismo, las salidas de proximidad redujeron su frecuencia. Por si fuera poco con sus compromisos profesionales, por una cosa o por otra, accedieron a —o decidieron—reproducirse.
Conocimiento tuvo un hijo al que llamó Excelencia; su exigente educación le suponía mucho tiempo y no menos sacrificios.
Ironía también fue madre y dio a luz a un niño al que bautizó como Sarcasmo (al igual que su desconocido padre), cambiando por completo sus prioridades.
También Preocupación se apuntó a lo de pasar sus genes a la siguiente generación. Llamó a su hija Angustias y, a pesar de los obvios agobios que la niña le provocaba —la pequeña padecía alergias a una interminable lista de alimentos—, fue él, arrastrado por su característico exceso de responsabilidad, quien mantuvo viva la relación entre los tres amigos. Acuciado por los remordimientos, Preocupación no dejaba pasar un mes sin llamar a Ironía y, dado que rara vez tenía tiempo de cogerle el teléfono, salvo que fuera por temas profesionales, nunca se olvidaba de mandar un mensaje de texto a Conocimiento para saber cómo le iban las cosas.

Tras mucho insistir, Preocupación —¿quién si no?— consiguió que, después de un periodo extensísimo sin hacerlo, los tres compartieran de nuevo una salida para ver aves. Se citaron en la esquina de siempre convenida y, como todos sabían que iba a pasar, Ironía llegó tarde. Por supuesto, y con su sorna habitual, esquivó las críticas y quejas de sus dos compañeros sin despeinar uno solo de los mechones rubios de su flamante corte de pelo.
Alcanzada la zona húmeda elegida, esa misma que habían visitado en tantas ocasiones, y después de montar el telescopio en el observatorio estratégico habitual, escasos minutos hicieron falta a Conocimiento para identificar, sexar y datar todas y cada una las especies presentes. Preocupación, como se esperaba de él, expresó muy intensamente sus inquietudes acerca del bajo número de ejemplares para la época en la que estaban. En respuesta a tan familiares sofocos, Ironía valoró que probablemente había menos pájaros porque se habrían espantado al detectar el color de la bufanda de Conocimiento y, los que no tuvieron esa suerte, habrían muerto al reparar en la especie de antena de telefonía que lucía Preocupación sobre su cabeza —un chuyo andino especialmente puntiagudo—, con la peregrina excusa de proteger su incipiente calva de los rigores meteorológicos (todos sabían que lo llevaba porque habiendo perdido casi todo el pelo, no había sucedido así con su coquetería).
Como ya tenían una edad, ampliamente superado el mediodía, comieron en un restaurante —a la carta, por supuesto— y dejaron intactos los envoltorios de papel de aluminio en los que llevaban conservados los tradicionales bocadillos que, fueran cuales fuesen las condiciones atmosféricas, antaño degustaban a la intemperie. Aprovechando una extensa pausa entre platos, Preocupación llamó a su hija Angustias para saber cómo evolucionaba su última y reciente erupción epidérmica. Conocimiento hizo lo propio con Excelencia para asegurarse de que su hijo había obtenido otro diez en el último examen. E Ironía mandó un mensaje a Sarcasmo en el que solo aparecía el meme de un mono mirando a través de unos prismáticos.
Tras el postre, resbalaron hacia una plácida sobremesa e Ironía y Conocimiento pidieron varias rondas de chupitos. Preocupación, por su parte, se abstuvo alegando que tenía que conducir. Durante varias horas se relataron anécdotas —las mejores siempre las contaba Ironía, que, a menudo, provocaba que se les saltaran las lágrimas—, rememoraron tiempos que a los tres se les antojaron mejores y cayeron en el error de regodearse en la nostalgia. Coincidieron en lo afortunados que habían sido al haber encontrado su común afición por la observación de aves y enumeraron los lugares del mundo tan fascinantes a los que habían viajado con la excusa de ver una determinada especie. A colación de la buena fortuna que les había acompañado a lo largo de su relación de amistad, Ironía valoró que su hijo Sarcasmo lo llevaba claro si pensaba vivir una juventud tan plena de posibilidades y alegremente despreocupada como la que ella había podido disfrutar. Conocimiento —¿quién si no?— aprovechó para aportar precisos y fríos datos climáticos relacionados con la pérdida de poblaciones especialmente sensibles. Preocupación se lamentó recordando que la ignorancia era una bendición y la lucidez una maldición. El ambiente se ensombreció y, de forma unánime, decidieron solicitar la cuenta.
Mientras el camarero iba a por el datáfono, Ironía les miró de forma alternativa y, finalmente, preguntó al aire por qué creían ellos que veían pájaros. Ante la cara de aturdimiento que compusieron Preocupación y Conocimiento, Ironía reformuló la cuestión: «¿qué tiene de especial para vosotros la observación de aves?».
Después de un vacío sensorial tenso y largo, ya con el camarero esperando a una profesional distancia, Conocimiento contestó que él lo hacía porque necesitaba saber. «Mi cordura —se sinceró—, aunque creáis que exagero, me va en ello».
Tras una nueva pausa, Preocupación confesó que, en su caso, miraba aves para que su belleza y la sensación de libertad salvaje que transmitían, le distrajesen de sus constantes desasosiegos y le hicieran olvidar la opresión de sus cadenas. «Es lo único que realmente me permite desconectar y, además, alivia el peso de mi vida», concluyó.
Ironía asintió despacio y, cambiando premeditadamente de tema, confirmó que se iba a hacer cargo del total de la cuenta. Tras las tibias quejas de rigor, cuando ya guardaba la tarjeta en su cartera, Preocupación recordó que faltaba ella por dar sus razones.
«Es lo único que sé hacer bien», comentó Ironía desenfadadamente.
«La verdad, no sé a qué te refieres —replicó Conocimiento— ni eres especialmente buena identificando, ni tampoco atesoras conocimientos teóricos relevantes».
Ironía dibujó, primero, una sonrisa maléfica en su cara y, después, se levantó despacio, alcanzó la posición de su amigo y se volcó sobre su oído.
«Soy lo mejor viendo aves que jamás hayas conocido —susurró—, porque nadie, escúchame bien, ¡NADIE!, disfruta con ellas como yo lo hago. Algo parecido dijo aquel torillo en el libro del zarapito fino que me recomendaste, ¿recuerdas? Y ahora, si me disculpas, tengo que ir al baño: me estoy meando». Acto seguido, con la rapidez con la que clava sus colmillos en la presa una mamba verde, le besó en la mejilla para, inmediatamente después, perderse entre las mesas de camino a los aseos.
Preocupación no pudo evitar una carcajada al ver cómo la cara de Conocimiento se enrojecía de la misma manera que lo hacía la de su hija Angustias al consumir trazas de cacahuetes.
Ya de regreso, recorrieron en silencio todos los kilómetros —que parecían haber engordado desde la ida— hasta su ciudad, sumidos en abismos reflexivos. Al llegar a la esquina donde se habían encontrado esa misma mañana, los tres se bajaron del coche. Conocimiento —inesperadamente, aunque a su manera— se rompió y, con voz también quebrada, valoró que, aunque no habían visto nada intelectual y ornitológicamente interesante, le había gustado mucho pasar un día con ellos de nuevo. Ironía dijo que había estado bien, pero que no hacía falta repetirlo hasta el siguiente siglo. Preocupación, con el chuyo todavía cubriendo su cabeza y como toda respuesta, abrazó a Conocimiento con demasiada fuerza y besó a Ironía en la mejilla, sonoramente, como si nunca fueran a volverse a ver.
Y cuando todo apuntaba hacia una disolución trágica, Ironía —¿quién si no?— rompió el luto. Dijo que ella no había quedado con ellos para terminar dando pésames en un funeral y propuso quedar en quince días para realizar una nueva salida («por mucho que me cabree desdecirme y ofrecerme para repetir plan en la presente centuria», masculló), con la condición de que lo hiciesen acompañados por sus respectivos hijos. Esto —continuó— les daría la oportunidad de aportar excelentes conocimientos a la prole, evitarles angustiosas preocupaciones y enseñarles el arte de afilar con sarcasmo esa ironía que tanto le servía a ella para sobrellevar los embates más espinosos en su rutina.
«Ya es hora de que vayamos dando paso a la siguiente generación, porque los tres (vosotros dos especialmente) estamos obsoletos», apostilló.
Tras un eléctrico silencio, Conocimiento hizo un amago de consultar su agenda en el móvil. Antes de completar el gesto, buscó a Ironía con la mirada y algo debió ver en la oscuridad de sus ojos porque, acto seguido, escondió el terminal en un bolsillo al tiempo que confirmaba que podían contar con él y con Excelencia.
Preocupación estuvo tentado de poner alguna excusa —no hubiera sido la primera vez que utilizaba interesadamente la precaria salud de Angustias para evitar un plan de fin de semana—. Solo dijo que su hija y él no se lo perderían por nada del mundo.
Conocimiento, Preocupación e Ironía se separaron. Cada uno se fue alejando por un camino distinto con la seguridad de que su común historia —y la nuestra, no me seáis angustias— todavía no había acabado.

¿Cómo proceder ante el encuentro con fauna atropellada? El programa SAFE.

Todos los profesionales, los naturalistas o simplemente los ciudadanos con un poco de respeto por la fauna hemos tenido que pasar por el trago amargo de encontrarnos un animal muerto, por atropello, en nuestras salidas camperas o en los desplazamientos que hacemos para disfrutar del medio natural, para irnos de vacaciones o visitar a la familia en el pueblo. Generalmente, nos fijamos en los animales grandes como jabalíes, corzos, ciervos, zorros o tejones porque son los que detectamos fácilmente. Sin embargo, es sencillo entender que por cada animal grande que vemos, deben de ser cientos (o miles) los que no detectamos por su pequeño tamaño o el poco tiempo que pasan en la carretera antes de desaparecer.

El problema de los atropellos de fauna

Los impactos que generan las infraestructuras lineales de transporte (I.L.T. en adelante para abreviar) son complejos e incluyen desde cambios en el comportamiento de la fauna frente a las I.L.T. (positivos o negativos) a efecto barrera que condiciona la conexión entre poblaciones o la distribución de las especies. Además, las ILT son la vía de entrada de especies “de borde” en hábitats forestales o incluso la vía de dispersión de especies exóticas invasoras, plantas o animales, a lo largo de las cunetas y márgenes. Todos estos impactos son “grises” y poco evidentes, pero van afectando poco a poco a los hábitats naturales, a las especies que los habitan y a los procesos de conectividad que los unen.

Los atropellos en cambio son el efecto más conocido y llamativo, bien por la mortalidad de especies amenazadas, como el lince ibérico y otros medianos carnívoros, bien por los accidentes que genera la colisión con ungulados silvestres. Todos somos conscientes de haber visto una rapaz nocturna, un erizo, culebras, un jabalí o un corzo muerto por colisión y se sabe que son una amenaza importante para la fauna terrestre. Y no menos importante es la siniestralidad que generan las colisiones con animales grandes (especialmente en el caso de ungulados silvestres como jabalíes, corzos o ciervos). Para complicar más aún el problema, los animales muertos en la calzada o la cuneta atraen a una numerosa comunidad de carroñeros que pueden a su vez ser atropellados cuando acuden a alimentarse. Tenemos todos los ingredientes juntos para generar un problema gordo.

A pesar de la evidente importancia del problema, desconocemos totalmente la magnitud de este. Los estudios que han abordado la problemática son parciales y no aportan estimas ajustadas al impacto que generan los atropellos de fauna.

Por estos motivos, se necesitan datos representativos, bien repartidos por la geografía nacional, que cubran todas las estaciones del año y que permitan valorar adecuadamente el impacto de las infraestructuras de transporte sobre la fauna de vertebrados.

¿Qué podemos hacer?

Lo primero cuando encontramos un animal atropellado es tener precaución con otros vehículos. Nunca parar si ponemos en riesgo la seguridad vial. Si no podemos parar, podemos anotar el punto kilométrico, la especie (si la identificamos) y la hora y fecha; posteriormente, podemos incorporarlo a alguna plataforma de ciencia ciudadana para que el dato no se pierda. Más adelante explicamos un ejemplo.

En caso de especies protegidas o de especies grandes que puedan generar un riesgo para la seguridad vial, conviene llamar al 112. Desde Emergencias se pondrán en contacto con el servicio de mantenimiento de la vía, la empresa concesionaria, el cuerpo de agentes medioambientales o la propia Guardia Civil para que retire el animal, levante acta, si se trata de una especie protegida, y lleve la carcasa al CRAS correspondiente para las necropsias y análisis que sean requeridos. Y para que, en definitiva, no se desperdicie ese material biológico que puede ser muy útil para estudiar muchas especies poco conocidas.

Si podemos parar, es recomendable hacer alguna foto para la identificación, anotar la coordenada y quitar el animal de la calzada dejándolo en la cuneta (de nuevo insistiendo en la seguridad, con chaleco reflectante, que deberíamos llevar siempre en el coche, bici o caminando, si vamos junto a una carretera). Así evitamos el riesgo de una colisión entre coches y buitres, zorros, jabalíes, perros o cualquier animal que vaya a aprovechar la carne del primer animal atropellado..

Recordad que no es buena idea llevarse partes del animal (cráneo, piel, cola, etc.) ya que se requieren permisos de tenencia de restos biológicos, mucho más si se trata de especies cinegéticas o de especies protegidas. Podemos meternos en una buena si nos encuentran con un cráneo de corzo, de búho real o de nutria en el coche, por haber querido añadir algo a la colección de restos de fauna que tenemos en casa, si no contamos con permisos en regla.

Existen proyectos en marcha para conocer la magnitud del problema

Aunque no sea especialmente conocido, lo cierto es que existen proyectos específicos que intentan registrar el impacto de los atropellos sobre la biodiversidad. Lo hacen aprovechando la tecnología como una herramienta, es lo que se conoce como “ciencia ciudadana”. Muchas de las Apps que probablemente conozcas permiten introducir datos de presencia de fauna, en determinados casos, con el dato adicional de si es un animal atropellado. Pero, además, existen proyectos y trabajos específicamente diseñados para la problemática de los atropellos. Por este motivo, vamos a comentar a continuación uno de los principales proyectos específicos de seguimiento del problema: el proyecto SAFE, Stop atropellos de fauna en España (podéis buscar el hashtag #proyectoSAFE en Twitter o Facebook).

El SAFE es una iniciativa promovida por el MITECO, en el marco de los trabajos del GTFHT (Grupo de Trabajo sobre Fragmentación de Hábitat por I.L.T). El proyecto intenta hacer un diagnóstico de mortalidad de fauna en carreteras españolas, con una iniciativa de ciencia ciudadana y un diseño científicamente establecido por la E.B.D-C.S.I.C., que aporta la solidez científica a la estructura?, evaluación y análisis de los trabajos.

Para la realización del proyecto se cuenta con una parte profesional, llevada a cabo por la EBD-CSIC, con la colaboración ciudadana, canalizada mediante las sociedades científicas más directamente implicadas en el problema: La AHE (Asociación Herpetológica Española), la SECEM (Sociedad Española para la Conservación y Estudio de los Mamíferos, a la cual pertenezco como socio y miembro de la Junta Directiva) y SEO/Birdlife (Sociedad Española de Ornitología).

¿Cómo tomamos los datos y registramos los atropellos?

Fácil: para la toma de datos de forma estandarizada se están usando plataformas de ciencia ciudadana de registro de datos. Desde la SECEM por ejemplo, colaboramos utilizando la plataforma y las Apps de observation.es (descargables a cualquier móvil Android o IOS) con las que ya tenemos amplia experiencia. Por cierto, también mantenemos un portal de datos propio en el que cualquier interesado puede subir información acerca de la distribución de los mamíferos españoles, incluyendo fotos del animal, sus huellas y otros rastros para facilitar la identificación. Y atropellos puntuales, que no están dentro de un transecto, pero aportan mucha información acerca de la distribución de algunas especies, las épocas en las que más se mueven y muchas más cosas.

Si os interesa echar un vistazo podéis consultarlo aquí.

Adicionalmente, el portal de observation.es cuenta con una App de identificación de fauna y flora basada en inteligencia artificial, denominada ObsIdentify, que es realmente interesante para iniciarse en el estudio de otros grupos faunísticos con los que estemos menos familiarizados. En este enlace podéis descargar cualquiera de las Apps para “cacharrear” y aprender con ellas.

Incluso los menos amigos de la tecnología móvil pueden participar, anotando los datos y posteriormente introduciéndolos en la plataforma desde un ordenador en casa. En este caso, sí sería recomendable utilizar un GPS para poder referenciar correctamente los atropellos detectados con el punto exacto

Hay que recordar que en cualquiera de las modalidades de participación voluntaria (en bicicleta, a pie o en automóvil) el proyecto SAFE tendrá especialmente en cuenta la seguridad de las personas que realicen el trabajo y de las que circulen por las vías. La acumulación de informaciónn de múltiples itinerarios fijos, recorridos en repetidas ocasiones y distribuidos por todo el territorio español, proporcionará una oportunidad única para cuantificar la mortalidad de fauna por atropellos en el país, evaluar qué especies se ven más afectadas por esta problemática y conocer qué factores (qué tipos de hábitats y vías, qué épocas del año) influyen en que se atropellen más o menos animales.

Además, la visión de la iniciativa es que se mantengan las visitas a los itinerarios más allá del final del proyecto, de forma que nuevas personas voluntarias se incorporen con itinerarios adicionales, dando lugar a una red de seguimiento de los atropellos de fauna, basada en ciencia ciudadana.

¿Qué pasa con esos datos? ¿Quién puede usarlos o para qué se utilizarán? ¿Cómo se garantiza la seguridad de las especies protegidas o amenazadas?

Son preguntas que nos hacemos continuamente. Y es fácil de responder: los datos se guardan en un repositorio público ligado al Banco de Datos de la Naturaleza del MITECO. Así se garantizan la transparencia y la custodia, para que puedan ser utilizados en trabajos para la conservación de la biodiversidad.

Adicionalmente, los datos almacenados en la plataforma de observation.org (que es de tipo open access) también están bajo el paraguas de una institución pública sin ánimo de lucro (una fundación) y las especies protegidas o amenazadas se mantienen siempre con la localización oculta, salvo en el caso de que se cedan para la realización de tesis o estudios de conservación.

Así que toda la información generada por el proyecto SAFE quedará almacenada en repositorios públicos, por lo que será utilizable de forma permanente para investigaciones, gestión de carreteras, identificación de problemas de conservación de especies o para cualquier otro uso.

¿Como se puede colaborar en el proyecto?

Si te apetece y te animas, puedes colaborar. Es muy fácil y no se requiere ser socio de ninguna sociedad científica ni experto en fauna, ya que el proyecto cuenta con una serie de revisores expertos que ayudan a identificar las especies detectadas cuando hay alguna duda. Solo es necesario tener ganas y dedicar algo de tiempo, una vez al mes, a realizar un itinerario (preferentemente en bicicleta o a pie) cerca de tu casa o de tu segunda residencia, los fines de semana. Si te apuntas a colaborar, puedes contactar con cualquiera de las sociedades científicas involucradas en el proyecto. Si conoces la SECEM o quieres contactar con nosotros, puedes escribirnos a safe@secem.es para que resolvamos tus dudas, apuntarte al #proyectoSAFE y comenzar a aportar datos de la zona por la que te muevas habitualmente.

A tener en cuenta para participar:

– El esfuerzo es pequeño: se solicita a los voluntarios que elijan un itinerario, que deberá ser realizado, idealmente, en bicicleta o andando; si no es posible, también podría realizarse en coche.

– Cada itinerario se repite una vez al mes, como mínimo. Si se pueden hacer más repeticiones mejora la calidad de los datos. Personalmente, intento hacer dos repeticiones al mes, que en algún caso han llegado a ser cuatro o seis, en verano.

La longitud mínima ideal del itinerario sería aproximadamente de:

– 3-5 kms. caminando (un paseo corto que puede hacerse sin problema, disfrutando del sol y del aire)

– 12 kms. en bicicleta (una hora aproximadamente)

– >20 kms. en coche (siempre realizado con copiloto, que es el encargado de anotar, por seguridad)

En cada recorrido se apuntan los vertebrados terrestres detectados que hayan muerto por atropello, bien en la calzada o en la cuneta cercana. Por este motivo, es recomendable hacer los recorridos a baja velocidad y muy atentos. Es muy adecuado hacer fotografías de cada registro para ayudar a tener una identificación validada por el panel de expertos de observation.es. Así que, si no sabes identificar una especie no te preocupes: ¡tendrás ayuda!

De nuevo insistiremos en que la prudencia y la seguridad son fundamentales. El uso de chaleco reflectante y luces de señalización, en la mochila o en la bicicleta, es vital para evitar riesgos, así como estar cubierto por un seguro. De estas cuestiones logísticas se ocupan las sociedades de conservación que participan en el proyecto.

En caso de detectarse animales muertos en la vía, deben ser retirados (siempre con toda la prudencia y únicamente cuando sea posible, sin riesgo) hacia la cuneta, para evitar atropellos por carroñeo y conteos repetidos, si sigue habiendo restos del animal en la calzada en el itinerario siguiente.

Más información general del proyecto

SAFE Stop atropellos de fauna

Proyecto SAFE: evaluando la mortalidad de fauna por atropello.

Si lo que quieres es comenzar ya a colaborar, puedes seguir los enlaces siguientes para consultar instrucciones detalladas y de uso de la plataforma de ciencia ciudadana Observation.es con sus respectivas Apps en Android y en iOS. Recuerda escribir antes a alguna de las SS.CC. para arreglar los temas del seguro y para recibir tu chaleco y las luces de señalización.

Más información general del proyecto

1. Tutorial 1 SAFE. Date de alta en

2. Tutorial 2 SAFE. Haz un itinerario

3. Tutorial 3 SAFE. Vincula tus datos a SAFE

Búhos pardos, búhos blancos.

El viento, bautizado como polar por los hombres y mujeres del tiempo, se hacía sentir muy presente. Definitivamente, yo no estaba suficientemente abrigado y el catarro que se venía presagiando en mi garganta y pulmones se empezaba a manifestar.

Había llegado pronto, a eso de las 17:10, mucho antes de que los búhos reales se sientan empujados a moverse. En el lugar ya había una pareja muy jovencita de aficionados a las aves. Ella estaba realmente excitada buscando los pájaros. Según me contaron, llevaban tras ellos horas, sin suerte. Justo en ese momento, escuché a una urraca hacer cosas de urraca. Les avisé de que ahí iba a estar uno de los búhos. El córvido, importunando a la magnífica rapaz, hacía que todo fuese mucho más fácil. La muchacha me miró con gesto de asombro mil veces ensayado y dijo: “qué crack”. Al oírlo procuré no hinchar el pecho por dos razones: para que no se me notase especialmente orgulloso por mi sagacidad – que lo estaba- y para evitar que la entrada masiva de aire desencadenase un ataque de tos echando por tierra ese momento de gloria ante la chica que seguía repitiendo “qué crack”, mientras negaba teatralmente con la cabeza y los ojos exageradamente abiertos.


El viento polar levantaba insistentemente una tercera oreja al paciente búho.

La sensación térmica empujó a los búhos a colocarse en ramas en las que podían aprovechar los últimos rayos de sol para calentarse, dejándose ver con buena luz. Aficionados de todo plumaje se iban congregando en torno a los dos pinos. La cita se había dado hacía diez días, quizá más. Desconectado como ando de ese modelo de teletipos, ni me había enterado. Pero estaba claro que el resto de la comunidad pajarera madrileña estaban más que informados sobre el tema.

A los treinta pajareros congregados se sumaban curiosos de paso, de cualquier edad y procedencia, que necesitaban saciar la curiosidad. No es normal, se mire por donde se mire, ver a un grupo así mirando fijamente y con emoción en sus rostros en dirección a unos pinos. Algunos y algunas paseantes se mostraban sorprendidos ante la buena nueva. A uno le decepcionó porque pensaba que iba a ser un pavo real que había subido hasta tan alta copa. Y dos chavalas muy zangolotinas, de probable origen eslavo, andaban haciéndose selfies.

Cuando hace un año y pocos meses llegaron los tres búhos nivales a la costa cantábrica, lógicamente, el revuelo fue mayor. Eran visitantes mucho más lejanos y además estaban emparentados, ni más ni menos, que con la mascota de Harry Potter. Esto sirvió para que periódicos de tirada nacional, provincial o local, de todo el estado, tuviesen un titular graciosillo y reiterativo. Fuentes mucho más solventes e interesantes especulaban sobre su forma de llegada, con varias opciones que no vienen al caso, pero no recuerdo que nadie se mostrase esperanzado con su futuro. A comienzo de marzo de 2022, el segundo ejemplar aparecía muerto en la plaza de toros de Santoña. Hasta la noche anterior siguió congregando a fotógrafos y observadores que habían peregrinado desde todos los rincones del país. Del tercero, nada más se supo.

Los aficionados, cuentan, fueron muy respetuosos con los búhos blancos. Sí hubo un fotógrafo que forzó un vuelo para obtener mejor fotografía y, dicen, que cuando el dispositivo de seguridad que se organizó miraba para otro lado, algunos aprovechaban para avanzar la línea unos metros. Por desgracia, generalmente basta que uno se sienta empujado a acortar distancias – como si eso sirviera de algo- para que el resto se vea perjudicado. Especialmente el bicho. Siempre el bicho.

En el parque de El Retiro la expectación no es tan grande. La especie es frecuente y está en expansión. Pero la proximidad, confianza y localización son sorprendentes. Nada parece afectarles. Nada les asusta. No dejan de ser unos búhos reales, los Jim Dinamita de la noche silvestre: en su barrio ellos imponen la ley de la vida y nadie les dice lo que tienen que hacer. Así que ahí pueden estar eso seres ruidosos y torpes con sus grandes ojos de cristal, sus bicicletas, sus crías chillonas y sus asquerosos coches, que esta parejita afincada en la urbe seguirá copulando a la vista de todo el que sepa mirar.

Los polizones del norte, aquellos tres nivales que de alguna manera – todo apunta a ello- cometieron el error de buscar refugio en el barco equivocado, no estaban en el sitio adecuado. Hambrientos y deshidratados del viaje no pudieron reponerse. Sea lo que fuere que estos depredadores estuviesen acostumbrados a cazar en su lugar de origen, aquí no lo tendrían muy a mano. Sus técnicas de caza, la climatología, la vegetación, la densidad humana… nada les era propicio. Estaban desnortados. Estaban fuera de su hábitat. Tenían mínimas oportunidades de encontrar el camino a casa y ninguna de sobrevivir aquí.

Los de El Retiro sí están en su sitio. Estos juegan en casa. Es precioso y magnífico ver cómo lo silvestre se comporta como un fluido. Por mucho que se lo pongamos difícil, por más obstáculos vitales que interpongamos, la naturaleza aprovechará cualquier fisura de nuestra locura destructiva para filtrarse y ocupar su lugar. Es emocionante
-eso pensaba ya más allá de las 18:20- sentir cómo estas dos gotas de salvajismo se escapan del cuenco formado por las manos humanas. ¡Plick! ¡plick!: ¡toma!, dos puntas de la pirámide trófica follando en el centro de la capital.

Es tan aburrido leer titulares en la prensa encabezados por un “invade” cada vez que se hace referencia a que un animal autóctono se ha dado un garbeo por una zona urbanizada. Y habrá quien lea esto y piense “ya está uno que cree que el monte es como en las películas de Disney”. Y probablemente añada “pues si tanto le gustan, que se los lleve a su casa, que aquí hay demasiados y se comen los conejos/ovejas/terneros/caballos”. (Esto puede parecer disparatado, pero si a los meloncillos de 3 kilogramos se les acusa de matar vacas de 200 kilos…)

Por el contrario, lo realmente disparatado, lo más que humanizado, el verdadero paraíso Disney es una sociedad que piensa qué por el hecho de construir, ocupar o cultivar un territorio, ese espacio le pertenece en exclusiva. ¡Idiota! En cuanto te des la vuelta, la naturaleza se irá escurriendo por las grietas.

Creer que unas hectáreas de pinos, encinas, cedros, con abundante agua y comida a espuertas no es un paraíso para cualquier depredador por el hecho de que tenga una vallita alrededor, es infravalorar mucho a los bichos desde nuestra perspectiva humana. Y pensar que no tratará de establecer el equilibrio natural -mira que son cabezones estos animales salvajes- es para partirse la caja. Solo habrá que esperar a ver cómo comienzan a aparecer alas de paloma desmembradas y bajar los efectivos de la colonia de gatos sobre la que están asentados, para darse cuenta de que lo silvestre se manifiesta a todos los niveles.

En estas cosas pensaba yo mientras esperaba a que esos dos bichos hiciesen algo que satisficiera las expectativas de los feligreses del santo momento allí reunidos. Esta tarde parecían reacios a hacer su vuelo en la penumbra, su giro de cabeza de 290º para clavar la mirada en el objetivo de un afortunado, o anunciar que el bufé queda abierto con un sonoro ulular.

De regreso a casa, tras desvanecerse la última luz solar sin que se movieran de sus perchas, no era consciente aún de que no ir suficientemente abrigado a debatir conmigo mismo sobre hábitats, búhos y humanos haría que tres días más tarde esté apuntando esta nota para un artículo y que los 38,9º de fiebre no fundan estas ideas junto al resto de mi voluntad.

«Eso ha sido así toda la vida».

La primera parte de la receta es el texto y la imagen compartida por el gran Alex Richter-Boix en twitter: “Visualización gráfica del síndrome de las referencias cambiantes y su implicación en la conservación del medio ambiente. Cada generación aceptamos como referencia de «normal» la naturaleza que conocimos de pequeños, usándola como referencia para evaluar los cambios”

Días atrás, discutimos con frecuencia sobre temas como el auge de las especies exóticas invasoras, el movimiento progatos callejeros, el declive acelerado de especies silvestres, los ríos secos que antaño corrían sin mayor problema o las fuentes que manaban en la sierra y de las que bebíamos y bebía toda la fauna. También comentábamos acerca de momentos clave en nuestra niñez que nos hicieron guiar nuestros pasos infantiles hacia la naturaleza y el campo, en vez de hacia otros menesteres que diesen dinero o fama. Y como ingrediente final, hoy al llegar a Madrid afinando oreja (algo que muchos hacemos por defecto o porque muchas veces trabajamos mirando al suelo y así podemos saber qué especies de aves nos acompañan) me he dado cuenta de que solo escuchaba dos especies en el portal y en el jardín: cotorra argentina y cotorra de Kramer. Aunque luego han aparecido unas urracas que han sido recibidas casi con ovación cuando han osado, impertinentes, romper la cacofonía cotorril.

Apoyemos a los científicos, igual que apoyamos al cirujano que opera de corazón a nuestra madre sin discutir su técnica, no cuestionamos al profesional que nos arregla la lavadora, la instalación de fontanería o el embrague del coche, sin intentar parecer “todólogos” expertos que discuten lo que no se puede discutir.

Como contrapunto, mientras repaso estas líneas que envié a Javier Marquerie (El Vuelo del Grajo) en versión preliminar y que me ha hecho repasar y ampliar, mientras escucho los últimos abejarucos y golondrinas daúricas en el pueblo, alistándose para cruzar en pocos días el Estrecho (donde espero verlas en breve). Una tórtola turca y unas oropéndolas dan la turra en la cálida tarde, mientras un bando de gorriones comunes, unos estorninos y algunos pardillos y jilgueros revuelan entre el nogal y el huerto hasta la parra del vecino, se desplazan por los tejados y buscan agua y comida en el seco domingo de agosto, cuando los pollos aún pían intentando camelar a sus progenitores para que les alimenten de gorra, aunque están ya emancipados. Nada que ver con el aburrídisimo, estomagante y monocorde coro de cotorras, que cada vez va a más, mientras la biodiversidad urbana va a menos.

No escribo estas líneas por capricho. Las escribo porque no es solo la biodiversidad urbana, es también la rural, la marina o la de montaña la que está en un declive que, como señala la imagen que acompaña a estas líneas, solo percibe quien trabaja en el tema o quien ha tenido la oportunidad de conocer por actividad y edad durante las pasadas décadas. En este momento, el consenso científico apunta a que estamos sumergidos hasta el cuello en la sexta extinción, la que se produce en el Antropoceno, debido principalmente a la actividad humana. La misma actividad despegada de la naturaleza que nos hace ser responsables del calentamiento global (que no cambio climático), del incremento de eventos catastróficos, del calentamiento del Mediterráneo hasta superar los 30º C en el agua (veréis que gota fría más divertida vamos a tener a finales de verano). Somos los responsables de la desaparición de los glaciares del Pirineo, de que el Danubio o el Rhin bajen casi secos en Centroeuropa, de que en UK mueran docenas de personas por golpe de calor o de que en USA haya migrantes climáticos que abandonan la zona de los tornados o las grandes inundaciones buscando no perder sus casas y sus granjas cada año. Vamos, que estamos de mierda hasta el cuello. Por nuestra culpa. Pero alguien dirá “esto ha sido así toda la vida”. Y ese es el problema.

Pero, además, y en una escala más local, somos los responsables de que las especies exóticas invasoras aumenten y afecten a las delicadas especies mediterráneas, ya de por sí al límite. No tomamos las decisiones correctas y mareamos la perdiz por capricho, queriendo aprobar “listas positivas de mascotas” en modernas leyes escritas por gente sin formación ni información científica. Hay asociaciones y agrupaciones, cinturones ciudadanos y partidos buscando “alternativas éticas”, “soluciones no cruentas”, o simplemente dilatar un proceso que no nos gusta a nadie como es el de capturar y erradicar aquellas especies a las que la ley nos obliga a capturar y erradicar, para proteger (también por ley) a aquellas especies autóctonas protegidas por nuestra legislación. Pedimos derechos para los animales que tenemos cerca, como el ganado doméstico y las mascotas, lo que es altamente recomendable y loable, vaya por delante. Pero a la vez negamos los derechos de las especies silvestres que garantizan el funcionamiento correcto de los ecosistemas de los que depende nuestra supervivencia, y nos negamos a sacrificar de forma rápida e incruenta animales a los que, según algunos, es mejor condenar a cadena perpetua hacinados en jaulas “porque es ético” desoyendo el consenso de los científicos y los expertos.

Conseguimos quemar cientos de miles de hectáreas de naturaleza por diversos motivos, entre los que abundan la codicia, negligencia, mala gestión y egoísmo y escasean los pirómanos reales (los considerados como enfermos mentales). Cuando pasa el tema incendios aparece la sequía y los “todólogos”, que no asistieron a clase el día que se explicó el ciclo del agua, nos hablan de más embalses, de imposibles transvases y de otras milongas, para perpetuar un modelo de gestión imposible de mantener. Son los mismos que niegan la contaminación del Mar Menor o la ilegalidad del dragado del Guadalquivir, la desecación de Doñana o el mercantilismo y las mafias ligadas a la extracción ilegal de agua en Levante, el Jerte o Doñana, asociadas a la moderna técnica de poner en regadío hasta los almendros y los olivos (o los cerezos). Los que consideran que la contaminación por purines de las macrogranjas o los nitratos agrícolas no deben preocupar a la ciudadanía, que solo debe consumir sus productos, que nos matarán a medio plazo, por agotamiento de los recursos naturales. “Esto ha sido así de toda la vida”, volverá a decir alguien.

Aún más: frente a los hechos irrefutables que hablan de extinciones, agotamiento de los recursos naturales y calentamiento global por causas antrópicas, aparecen los que llaman “ofendiditos”, “preocupaditos”, “progres”, “ecolojetas” o “genocidas” a quienes intentan poner coto y freno a la sarta de barbaridades sin sentido; a los que luchan por preservar Doñana, por evitar el expolio del agua, la contaminación por fosfoyesos en Huelva o por lindano en Aragón, las presas absurdas en terrenos deslizantes, las urbanizaciones de lujo en espacios naturales protegidos o los hoteles en dominio público hidráulico. Y así, la mierda que llegaba hasta el cuello empieza a estar insoportablemente cerca de la boca, mientras nos ponemos de puntillas para no tragarla.

Ahora mismo creo, cada vez más, que en muchas ocasiones todas estas discusiones a causa de las EEI, el calentamiento global, las mascotas y la pérdida de biodiversidad urbana, rural, planetaria o cósmica se dan con gente muy ligada a entornos urbanos, o muy jóvenes. O ambas cosas. Sin contar a los que tienen claros intereses económicos y niegan todo por sistema, claro. Gentes con las que a veces me siento tentado de citar a Rutger Hauer en el tremendo monólogo final de la épica Blade Runner con aquel “he visto cosas que vosotros jamás creeríais”. Cambiando las naves de ataque más allá de Orión y las ráfagas de rayos cerca de la puerta de Tanhauser por bandos de miles de sisones en invierno en La Serena, baños en el Duero en Zamora capital, millones de saltamontes en los caminos y campos en verano, explosiones de efémeras en el Ebro, que ya casi no se dan, muchísimas golondrinas, tórtolas, codornices y vencejos en primavera… o compartir poza con un desmán ibérico un septiembre en Gredos cuando era estudiante de Biología. Y es que, como ilustra Alex en su hilo, no tenemos las mismas referencias de partida. Y es una pena y un problema, pero a la vez nos conciencia de la importancia, la urgencia y la necesidad de luchar por recuperar la biodiversidad, sin necesidad de que nos lo imponga nadie más que el más elemental sentido común.

Lo positivo es que hay varias generaciones que podemos dar la batalla; generaciones que casualmente coinciden con los que crecimos con las grabaciones de radio y los programas de Félix Rodríguez de la Fuente, los documentales de Jacques Cousteau y David Bellamy, la sabiduría y divulgación científica de Sagan, Attenborough o Asimov, con el Fauna Ibérica, el Fauna Mundial y los cuadernos de Félix. Los que pasábamos en el campo los fines de semana, los veranos y cualquier momento disponible, escapándonos a correr pollos de perdiz, buscar nidos de cernícalo, dormideros de búhos chicos, cuevas con murciélagos, ríos con cangrejos o canchales con lagartos que, de vez en cuando, nos propinaban algún que otro pellizco o mordisco para espabilar al listo de las rodillas sucias que los cogía a mano desnuda.

Esas generaciones tenemos que espabilar ahora de nuevo. Y muy especialmente los que nos dedicamos a la conservación, a la divulgación, a la ciencia o al ecologismo. Porque tenemos lo que poca gente tiene: datos, información veraz, experiencia de campo y un bagaje acumulado que nos hace ver con perspectiva y mantener esas referencias de partida donde la biodiversidad era muy alta. Y explicársela a quienes se ven limitados por la falta de información y conocimientos. Nos toca remangarnos como tantas otras veces. Y alzar la voz y defender lo que el sentido común dicta, y que coincide con las recomendaciones de los grupos de especialistas en las materias que nos ocupan: el Grupo de Especialistas en Especies Invasoras de la IUCN, el Panel Intergubernamental de Cambio climático (IPCC) de la ONU, la “satánica” Agenda 2030 de la UE y hasta el Papa Paco, que al paso que lleva me obligará a replantearme mi ateísmo si no sufre antes un “misterioso accidente” por su posicionamiento en tantos temas incómodos. Todos insisten en actuar rápido, en atajar el problema identificado de forma rápida y efectiva antes de que vaya a más, en contar con la opinión de los expertos y científicos y dejar de tocar las narices, básicamente.

Hay que volver a hacer las cosas bien, no porque nos lo marque la política europea o el Tratado de Kioto, o el de Estocolmo, que lleva desde los años 80 penando por los rincones sin que le hagan mucho caso los políticos y magnates del mundo. Si ya en el siglo XIX había científicos avisando del potencial problema en el planeta si se seguía quemando carbón a lo loco, ¡joder!. Y eso que la cosa acababa de empezar. Aquellos científicos no eran muy sospechosos de estar comprados por el NOM, Soros, Gates, los comunistas judeomasónicos de la Agenda 2030 o los illuminatti, pienso yo. Pero ya decían lo mismo que hoy con más del 97% de consenso científico. Y eso, aunque Aznar, el primo de Rajoy, “Isidoro” (solo los de cierta edad entenderán esta referencia) o los negacionistas de ultraderecha quieran que cerremos los ojos y traguemos.

Debemos hacerlo aún a riesgo de tener que tomar posturas y decisiones impopulares entre políticos y gente con otras referencias o sin ellas (especialmente referencias científicas y de infancia natural). Debemos hacerlo a pesar de lo que nos duele a quienes, con una profunda vocación, nos pusimos a militar en el ecologismo y el naturalismo y a estudiar biología, veterinaria, forestales, ecología o a intentar ser divulgadores o “bichólogos”, porque nos gustaban los bichos y su conservación. Porque nos gustaban – y nos gustan- todos los bichos, pero en los ecosistemas en los que son funcionales y no un problema. Igual que nos gustan los eucaliptos y los pinos en su justa medida, los cultivos de regadío donde tocan y son legales, el bienestar animal y que la gente tenga mascotas (perros y gatos) en casita, y dejemos los animales silvestres en paz. Y apoyemos a los científicos, igual que apoyamos al cirujano que opera de corazón a nuestra madre sin discutir su técnica, no cuestionamos al profesional que nos arregla la lavadora, la instalación de fontanería o el embrague del coche, sin intentar parecer “todólogos” expertos que discuten lo que no se puede discutir.

Y es que al final, lo que buscamos es mantener viva la llama de la esperanza y dejar un medio natural a quienes vengan detrás, mejor que el actual, o incluso mejor que el que recordamos de niños. Porque (y con esto termino), no queremos acabar como Roy Blatty con su “…all those moments will be lost in time, like tears in rain. It´s time to die…

Lo que más me jode es que quienes discuten y niegan la pérdida de biodiversidad o el calentamiento global tampoco habrán visto Blade Runner. Y si la han visto, no han entendido nada…