Aves y arroz.

LA ALBUFERA DE FEBRERO, DESTINO OBLIGADO PARA PAJAREROS.

Javier Marquerie

07/02/24


La Albufera, para el atisbador de aves, es un conjunto enorme de posibles sorpresas. Con categoría de Parque Natural -es LIC y ZEPA y está incluido en el listado RAMSAR- La Albufera recibe su nombre del lago, pero incluye también los arrozales, canales artificiales, marjales, lagunas y playas. Bosques mediterráneos cerrados y vigorosos y sistemas dunares, el Parque parece tener todo lo necesario para ser un lugar asombroso para las aves.

Como es lógico, todo en La Albufera gira en torno al agua. Y por “todo” nos referimos a absolutamente todo: lo humano, lo animal, lo bueno y lo fatal. El cultivo masivo de arroz, que supone un movimiento de aguas artificial enorme, establece un sistema de estaciones anuales alternativo a las tradicionales primavera, verano, otoño e invierno. Así, en marzo y abril se secan los arrozales, mientras que en el tiempo de estío están inundados. Pero la comarca siempre mantiene suficientes zonas húmedas, incluido el lago.

Por otro lado, el parque y la fauna que alberga soportan el hecho de estar rodeados por un cinturón industrial limítrofe a una ciudad de un millón y medio de humanos, además de sufrir la presión de visitantes y turistas. Habría que añadir la necesaria actividad agrícola para entender el espacio tal y como es, y la fortísima acción de la caza y sus tradiciones cinegéticas, fuera de cualquier lógica. Además, el lago se alimenta de ríos que reciben un importante caudal de depuradoras que deja mucho que desear. Sin olvidar que, aunque el suministro principal de agua llega de los ríos Júcar y Turia, en La Albufera desemboca, entre otros, el barranco del Poyo. Esta rambla, ahora tan tristemente conocida, atraviesa muchas poblaciones, huertas y polígonos industriales que aportan abundante material indeseable para la salud del lago.

Por si fuera poco, a este sindiós hídrico hay que sumar la variabilidad pluvial. Además de afectar a los volúmenes y calidades del agua presente localmente, a nivel pajarero es importante conocer el estado en otros humedales peninsulares. En años pasados, con un Doñana al borde de la desecación total, La Albufera tenía registros históricos en número de aves. Quizá por encima de sus posibilidades, según algunas fuentes.

Todo esto significa que La Albufera es una maravilla con una protección muy relativa, siempre en un equilibrio incierto que se sitúa entre la estabilidad y el borde del precipicio, con una facilidad pasmosa.

Pajarear en La Albufera.

Desconocedores absolutos del Parque, fuimos introducidos en él de la mano de Yanina Maggiotto, guía de fauna de reconocimiento internacional y afortunada residente desde hace muchos años en la mismísima Albufera. (A partir de esos días de trabajo conjunto, próximamente se presentará la tercera entrega de Local Patchers, cuyos capítulos anteriores fueron dedicados a Alfonso Rodrigo y sus Lagunas de Villafáfila y a Antonio Sandoval y Estaca de Bares.

Gracias a Yani pudimos hacernos una buena idea de lo que es ir a observar aves en un paraje así. Aquello es muy extenso, con muchos espacios diferentes y con una avifauna muy abundante, pero que parece moverse de manera coordinada entre un punto y otro y con el fin -dato no contrastado- de desquiciar al más paciente de los observadores. Así que tener una agenda de contactos pajareros muy amplia y activa dentro del Parque es extremadamente útil. Y tener el cerebro del tipo esponja absorbe/procesa datos, también. Yani posee ambas cualidades. Dejando de lado patigualdos grandes y chicos, rarezas lógicamente identificables individualmente, es asombroso el número de aves que Yani reconoce como ejemplares aislados. Va de ilusión en ilusión al leer anillas de animales semimíticos del lugar. Y ¡qué emoción cuando se percata de la presencia de un viejo conocido que ha visto cada primavera desde hace 8 años!

Es difícil hacerse una composición de este enorme territorio si eres nuevo en el lugar. Hay sitios clave e inexcusables como son el Estany del Pujol y el Racó de l’Olla, fáciles de encontrar. Pero luego está la infinitud de los arrozales, el momento de cultivo por el que pasan y el desplazamiento de -ahora llega la ocasión de empezar a hablar de ello- los inmensos bandos de aves. Y quizá “inmensos” se quede corto.

Yani, hace aproximadamente un año, lo tuvo muy claro: “si lo hacemos aquí tiene que ser en febrero”. Sacó agenda y cerró la fecha. “Tiene que ser esa semana”. Sabe bien lo que dice. En febrero los agricultores fanguean los arrozales. Sacan el agua de las plantaciones y con los tractores realizan una especie de arado de sus ahora embarradas propiedades. Revuelven el fango para enterrar los restos de plantas y cenizas de las matas de arroz de la campaña anterior. Las hasta entonces dispersas aves, en esos días, van concentrándose en las parcelas que aún conservan agua y acuden en bandos increíbles a los tractores, que al tiempo que cubren cañas sacan cangrejos y todo tipo de alimentos. Un auténtico bufé que reúne a infinidad de garzas, muchas gaviotas de diversas especies y buenos bandos de limícolas y moritos hasta oscurecer el cielo. Y seguimos sin exagerar.

En cifras, un par de días por La Albufera, al menos en febrero y caminando en buena compañía, se puede saldar con un final que supere las 50 especies y con abundantes conteos, en términos de centenares e incluso miles.

Andar por la Devesa es una delicia, rodear el Estany es obligatorio y el Racó y su manera de gestión de la zona semi-restringida es, definitivamente, muy interesante.

Luego están los arrozales. Allí ir a observar aves es cuestión de coche. Están muy acostumbradas a la presencia de tractores, furgonetas y todo tipo de vehículos desplazándose de un lugar a otro. Los seres humanos a pie son una rareza y, como es habitual, los pájaros pondrán alas en polvorosa mucho antes de estar a una distancia interesante. El telescopio es necesario, sin lugar a dudas.

Más importante aún es tener una imagen clara de lo que supone el laberinto de los terrenos de cultivo. Puedes tener tu coche y tu telescopio. -“Allí, a un kilómetro, han aterrizado esas 400 agujas” y recorrer ese kilómetro, si no conoces los arrozales, puede ser lo último que hagas esa mañana. Así pues, si vas a visitar este espacio natural, es recomendable disponer de un poco más de tiempo del previsible o, en su defecto, contar con la compañía de algún pajarero de la zona o contratar los servicios de algún guía local profesional.

Recordemos, además, que es una llanura sin obstáculos visuales, así que
-especialmente para los fotógrafos- hay que estar listos para una jornada motorizada y ópticas de acuerdo con esta característica.

En definitiva, los arrozales ofrecen campos de observación de 360º grados y horizontes muy lejanos, con una ventaja añadida muy obvia: terminada la jornada se vuelve a disfrutar de esos cultivos. Saber que una vez satisfecha la curiosidad ornitológica podrás celebrarlo con gastronomía de proximidad es todo un incentivo. Al menos para los enfermos del arroz.

Y eso puede suponer un almuerzo paella, cena paella, y otro almuerzo paella. Y seguimos sin exagerar.