Conocimiento, Preocupación e Ironía salieron a ver pájaros

Texto: Carlos Lozano. Dibujo: María Álvarez Orgaz

14/04/23

Conocimiento, Preocupación e Ironía se conocieron siendo poco más que unos niños. Aun con la disparidad de caracteres, su común afición por la observación de aves funcionó como catalizador para que los tres se hicieran inseparables.
De jóvenes, cuando salían a ver pájaros, Conocimiento —de los tres, era el que atesoraba mayor experiencia y cultura— siempre era el primero en identificar las especies, Preocupación —aportando sensibilidad en todas sus formas— compartía con ellos sus profundas inquietudes sobre el estado local o global de cada familia aviar, e Ironía —la más inteligente del trío de pajareros—, fuera cual fuese la circunstancia, siempre era capaz de arrancarles una sonrisa, cuando no una carcajada, por muy negro que fuera el pozo del humor del que había bebido para coagular sus ocurrencias.
Con muy poco dinero, recorrieron todos los rincones verdes del país. Con sus propios ojos, fueron observando todas esas especies que tantas veces anhelaron y envidiaron en las ilustraciones de las guías de campo. La meteorología y la logística hostelera eran solo aspectos secundarios para sus juveniles y tozudas motivaciones. Sus objetivos aviares eran solo excusas para ser felices, pero, en aquel entonces, todavía no lo sabían.
Pasaron los años, aumentaron sus posibilidades económicas, viajaron a lo largo y ancho del planeta, completaron una envidiable lista de aves y experiencias, al tiempo que, en las distancias cortas, exprimían su local-patch. En definitiva, se convencieron de que habían encontrado su lugar en el mundo.
Con el tiempo, según sus vidas privadas se acomplejaban, las escapadas a destinos exóticos desaparecieron y, asimismo, las salidas de proximidad redujeron su frecuencia. Por si fuera poco con sus compromisos profesionales, por una cosa o por otra, accedieron a —o decidieron—reproducirse.
Conocimiento tuvo un hijo al que llamó Excelencia; su exigente educación le suponía mucho tiempo y no menos sacrificios.
Ironía también fue madre y dio a luz a un niño al que bautizó como Sarcasmo (al igual que su desconocido padre), cambiando por completo sus prioridades.
También Preocupación se apuntó a lo de pasar sus genes a la siguiente generación. Llamó a su hija Angustias y, a pesar de los obvios agobios que la niña le provocaba —la pequeña padecía alergias a una interminable lista de alimentos—, fue él, arrastrado por su característico exceso de responsabilidad, quien mantuvo viva la relación entre los tres amigos. Acuciado por los remordimientos, Preocupación no dejaba pasar un mes sin llamar a Ironía y, dado que rara vez tenía tiempo de cogerle el teléfono, salvo que fuera por temas profesionales, nunca se olvidaba de mandar un mensaje de texto a Conocimiento para saber cómo le iban las cosas.

Tras mucho insistir, Preocupación —¿quién si no?— consiguió que, después de un periodo extensísimo sin hacerlo, los tres compartieran de nuevo una salida para ver aves. Se citaron en la esquina de siempre convenida y, como todos sabían que iba a pasar, Ironía llegó tarde. Por supuesto, y con su sorna habitual, esquivó las críticas y quejas de sus dos compañeros sin despeinar uno solo de los mechones rubios de su flamante corte de pelo.
Alcanzada la zona húmeda elegida, esa misma que habían visitado en tantas ocasiones, y después de montar el telescopio en el observatorio estratégico habitual, escasos minutos hicieron falta a Conocimiento para identificar, sexar y datar todas y cada una las especies presentes. Preocupación, como se esperaba de él, expresó muy intensamente sus inquietudes acerca del bajo número de ejemplares para la época en la que estaban. En respuesta a tan familiares sofocos, Ironía valoró que probablemente había menos pájaros porque se habrían espantado al detectar el color de la bufanda de Conocimiento y, los que no tuvieron esa suerte, habrían muerto al reparar en la especie de antena de telefonía que lucía Preocupación sobre su cabeza —un chuyo andino especialmente puntiagudo—, con la peregrina excusa de proteger su incipiente calva de los rigores meteorológicos (todos sabían que lo llevaba porque habiendo perdido casi todo el pelo, no había sucedido así con su coquetería).
Como ya tenían una edad, ampliamente superado el mediodía, comieron en un restaurante —a la carta, por supuesto— y dejaron intactos los envoltorios de papel de aluminio en los que llevaban conservados los tradicionales bocadillos que, fueran cuales fuesen las condiciones atmosféricas, antaño degustaban a la intemperie. Aprovechando una extensa pausa entre platos, Preocupación llamó a su hija Angustias para saber cómo evolucionaba su última y reciente erupción epidérmica. Conocimiento hizo lo propio con Excelencia para asegurarse de que su hijo había obtenido otro diez en el último examen. E Ironía mandó un mensaje a Sarcasmo en el que solo aparecía el meme de un mono mirando a través de unos prismáticos.
Tras el postre, resbalaron hacia una plácida sobremesa e Ironía y Conocimiento pidieron varias rondas de chupitos. Preocupación, por su parte, se abstuvo alegando que tenía que conducir. Durante varias horas se relataron anécdotas —las mejores siempre las contaba Ironía, que, a menudo, provocaba que se les saltaran las lágrimas—, rememoraron tiempos que a los tres se les antojaron mejores y cayeron en el error de regodearse en la nostalgia. Coincidieron en lo afortunados que habían sido al haber encontrado su común afición por la observación de aves y enumeraron los lugares del mundo tan fascinantes a los que habían viajado con la excusa de ver una determinada especie. A colación de la buena fortuna que les había acompañado a lo largo de su relación de amistad, Ironía valoró que su hijo Sarcasmo lo llevaba claro si pensaba vivir una juventud tan plena de posibilidades y alegremente despreocupada como la que ella había podido disfrutar. Conocimiento —¿quién si no?— aprovechó para aportar precisos y fríos datos climáticos relacionados con la pérdida de poblaciones especialmente sensibles. Preocupación se lamentó recordando que la ignorancia era una bendición y la lucidez una maldición. El ambiente se ensombreció y, de forma unánime, decidieron solicitar la cuenta.
Mientras el camarero iba a por el datáfono, Ironía les miró de forma alternativa y, finalmente, preguntó al aire por qué creían ellos que veían pájaros. Ante la cara de aturdimiento que compusieron Preocupación y Conocimiento, Ironía reformuló la cuestión: «¿qué tiene de especial para vosotros la observación de aves?».
Después de un vacío sensorial tenso y largo, ya con el camarero esperando a una profesional distancia, Conocimiento contestó que él lo hacía porque necesitaba saber. «Mi cordura —se sinceró—, aunque creáis que exagero, me va en ello».
Tras una nueva pausa, Preocupación confesó que, en su caso, miraba aves para que su belleza y la sensación de libertad salvaje que transmitían, le distrajesen de sus constantes desasosiegos y le hicieran olvidar la opresión de sus cadenas. «Es lo único que realmente me permite desconectar y, además, alivia el peso de mi vida», concluyó.
Ironía asintió despacio y, cambiando premeditadamente de tema, confirmó que se iba a hacer cargo del total de la cuenta. Tras las tibias quejas de rigor, cuando ya guardaba la tarjeta en su cartera, Preocupación recordó que faltaba ella por dar sus razones.
«Es lo único que sé hacer bien», comentó Ironía desenfadadamente.
«La verdad, no sé a qué te refieres —replicó Conocimiento— ni eres especialmente buena identificando, ni tampoco atesoras conocimientos teóricos relevantes».
Ironía dibujó, primero, una sonrisa maléfica en su cara y, después, se levantó despacio, alcanzó la posición de su amigo y se volcó sobre su oído.
«Soy lo mejor viendo aves que jamás hayas conocido —susurró—, porque nadie, escúchame bien, ¡NADIE!, disfruta con ellas como yo lo hago. Algo parecido dijo aquel torillo en el libro del zarapito fino que me recomendaste, ¿recuerdas? Y ahora, si me disculpas, tengo que ir al baño: me estoy meando». Acto seguido, con la rapidez con la que clava sus colmillos en la presa una mamba verde, le besó en la mejilla para, inmediatamente después, perderse entre las mesas de camino a los aseos.
Preocupación no pudo evitar una carcajada al ver cómo la cara de Conocimiento se enrojecía de la misma manera que lo hacía la de su hija Angustias al consumir trazas de cacahuetes.
Ya de regreso, recorrieron en silencio todos los kilómetros —que parecían haber engordado desde la ida— hasta su ciudad, sumidos en abismos reflexivos. Al llegar a la esquina donde se habían encontrado esa misma mañana, los tres se bajaron del coche. Conocimiento —inesperadamente, aunque a su manera— se rompió y, con voz también quebrada, valoró que, aunque no habían visto nada intelectual y ornitológicamente interesante, le había gustado mucho pasar un día con ellos de nuevo. Ironía dijo que había estado bien, pero que no hacía falta repetirlo hasta el siguiente siglo. Preocupación, con el chuyo todavía cubriendo su cabeza y como toda respuesta, abrazó a Conocimiento con demasiada fuerza y besó a Ironía en la mejilla, sonoramente, como si nunca fueran a volverse a ver.
Y cuando todo apuntaba hacia una disolución trágica, Ironía —¿quién si no?— rompió el luto. Dijo que ella no había quedado con ellos para terminar dando pésames en un funeral y propuso quedar en quince días para realizar una nueva salida («por mucho que me cabree desdecirme y ofrecerme para repetir plan en la presente centuria», masculló), con la condición de que lo hiciesen acompañados por sus respectivos hijos. Esto —continuó— les daría la oportunidad de aportar excelentes conocimientos a la prole, evitarles angustiosas preocupaciones y enseñarles el arte de afilar con sarcasmo esa ironía que tanto le servía a ella para sobrellevar los embates más espinosos en su rutina.
«Ya es hora de que vayamos dando paso a la siguiente generación, porque los tres (vosotros dos especialmente) estamos obsoletos», apostilló.
Tras un eléctrico silencio, Conocimiento hizo un amago de consultar su agenda en el móvil. Antes de completar el gesto, buscó a Ironía con la mirada y algo debió ver en la oscuridad de sus ojos porque, acto seguido, escondió el terminal en un bolsillo al tiempo que confirmaba que podían contar con él y con Excelencia.
Preocupación estuvo tentado de poner alguna excusa —no hubiera sido la primera vez que utilizaba interesadamente la precaria salud de Angustias para evitar un plan de fin de semana—. Solo dijo que su hija y él no se lo perderían por nada del mundo.
Conocimiento, Preocupación e Ironía se separaron. Cada uno se fue alejando por un camino distinto con la seguridad de que su común historia —y la nuestra, no me seáis angustias— todavía no había acabado.