PORTADA

Editorial invierno 2024

Ecoansiedad.

En El Vuelo del Grajo nos sentimos tontamente orgullosos de organizarnos con los cambios de estación. Cada año, cuatro veces, cambiamos de portada y publicamos un editorial. Nada de meses: solsticios y equinoccios. Que parezca lo más natural posible. Alejémonos de la artificiosa división gregoriana, contemplemos las estrellas, que somos una revista destinada a los observadores de la naturaleza. Que es humano, pero más antiguo.

El asunto es que cuando llega el momento de escribir el editorial de Navidad hasta en Radio Clásica achicharran los oídos del escuchante con una contradanza navideña de Beethoven y en el supermercado las promociones van acompañadas de cascabeles. Todo está preñado de navidad y es difícil mirar alrededor y tratar de buscar un tema al que dedicar nuestra atención que no sea la “ecoansiedad”. Sabiendo que el consumo es el peor catalizador para los desastres medioambientales, intuimos de dónde vendrá la inspiración.

Este neologismo hace referencia a la afección psicológica cada vez más frecuente en personas preocupadas por el devenir de nuestro mundo. Que, oye, habría que ver si construir otro neologismo, igualmente clínico, que indicase la capacidad de los seres humanos para ponerse una venda y caminar juntos de la mano hacia la extinción, como si no hubiese, efectivamente, un mañana. Y, en ese momento, con los términos lingüísticos ya establecidos, habría que estudiar cuál de las dos dolencias es más enfermiza.

En cualquier caso, se da la circunstancia de que en los dos últimos eventos a los que hemos acudido la palabra “ecoansiedad” ha salido a relucir, tanto en el tercer encuentro de escritura e ilustración de naturaleza Letras Verdes, como en las ponencias y debates que rodearon a la Asamblea General de la Asociación Nacional de Fotografía de Naturaleza (AEFONA). Y siempre en el mismo sentido. 

Entre la gente de letras -divulgadores por antonomasia- la precaución la proporciona la idea de que una descripción de la realidad con futuro alternativo difícil de lograr pueda generar dos reacciones. La primera sería una lógica y muy humana del tipo: “¿si, total, de esta no nos libramos, para qué intentar hacer algo? ¡a disfrutar!”, fomentada por el hastío de encontrarse siempre con el mismo tipo de textos.

La segunda reacción a una descripción negativa de la situación es que el lector sensibilizado con el tema empiece a hiperventilar al cuarto párrafo y la lectura de un par de capítulos lleve a la combustión espontánea de la masa neuronal, por exceso de vibración sináptica. Carne de cañón para sacarse el abono para visitar al psicólogo especializado en “ecoansiedad”.

En AEFONA -con un clarísimo interés por la conservación- se debatió sobre el efecto negativo que tendría sobre el público, acostumbrado como está a bellas imágenes, el bombardeo continuo de esa oscura realidad. Esto, por lo escuchado, también genera “ecoansiedad”.

Pero me temo que toda esa “ecoansiedad” debería ser llamada en realidad “antropoansiedad”. Me da la sensación de que son miedos -sólidamente refutados- ante el futuro chungo que se le presenta a la especie humana. Nada que ver con ecosistemas o la supervivencia de las especies. Nada muy eco en realidad.

Nos preocupa lo que pasa con la Amazonia, porque quien más y quien menos va comprendiendo que eso nos afecta a todos los humanos, a través del clima y la limpieza del aire.

Miramos con preocupación hacia los polos, ya que su pérdida significaría un espaldarazo al calentamiento global y que nuestro chalé en La Manga pasara a tener cómodo balneario desde la ventana del salón.

Ahora, que selvas y hielos desaparezcan y con ellas una cantidad incalculable de especies, es otra cosa. Creo que eso ya preocuparía muchísimos menos. Porque, seamos sinceros, al ser humano occidental medio le importa un comino todas las colonias de aves polares y todos los insectos aún por describir de la Amazonia que se irían al garete. Por supuesto, no hablaremos ya de la población asiática que empieza a disfrutar de comodidades, ni de las comunidades africanas cuyas preocupaciones discurren entre la siguiente guerra y la disponibilidad de agua para mañana.

Para mí, la “ecoansiedad”, al menos la que yo padezco, es otra cosa.

Tiene que ver con escuchar las noticias y ver al presidente Bonilla decir que a él no le consta que la UICN haya degradado el Parque Nacional de Doñana por la mala gestión y el tema de los pozos ilegales.  Que se constate que Doñana es una sombra de lo que fue no me altera, ya lo sabía. Que el responsable político muestre esa desidia me hace apretar la mandíbula. O con leer en la página digital de la revista National Geographic un artículo sobre el impacto de la crisis climática en la migración de animales y toparse con varios comentarios de lectores resaltando que es “propaganda marxista”. ¿Si ese es el razonamiento de un lector de una revista con ligeras reminiscencias científicas y cultas, que opinará el escuchante de EsRadio?

Un amigo en redes sociales comparte la noticia de que una señora de 75 años ha muerto en su casa de un tiro en la cabeza porque un cazador decidió no cumplir con la normativa básica de seguridad y su bala terminó atravesando el cristal de una vivienda. En las contestaciones, alguien decía que los jabalíes son una plaga y que hay que matarlos, porque si no un día causarán la muerte a alguien en una ciudad.

O que alguien preocupado de verdad por la muerte de un gorrión contra el cristal de su balcón confíe en que no vuelva a pasar, porque no está dispuesto a corregir el efecto espejo que confundió al ave.

Todo eso me genera una “ecoansiedad” de narices. Voy a ver si la aplaco saliendo a comprar unas luces de Navidad para mis ventanas y unos regalos para la familia. Que eso es muy relajante y revitaliza la economía.

“Yingelbels, yingelbels”.

Feliz invierno y ¡jarana y tira pa’l monte!