Focas, catedrales y ministros. – El editorial invierno 2025.
Focas, catedrales y ministros.
Antes era muy fácil ser un defensor del medioambiente y de las especies. En los años 60, 70 y 80 el umbral del peligro medioambiental estaba muy alto y la inconsciencia de lo que en realidad estaba ocurriendo era generalizada. Digamos que, aunque estaba feo, los domingos, mientras se hacía la paella al lado de ese arroyo tan fresco, la gente cambiaba el aceite del SEAT 124 sin ninguna contemplación. Si estabas sensibilizado, pasar de pedir deliciosos pajaritos fritos en el bar ya te situaba en el lado radical de la conservación.
Todo el mundo sabía que la caza deportiva – por los penes caídos: ya sea para levantarlos gracias al trofeo en la pared o en forma de receta mágica ancestral para erguirlos – estaba esquilmando ciertas especies africanas y asiáticas. Y las imágenes que los post-hippies de Greenpeace hacían llegar desde el norte pronto ilustraron a los biempensantes habitantes del primer mundo sobre las masacres que se hacían con las focas y ballenas. Pero poco más y siempre lejos de casa.
Es que antes había un mundo de primera, uno de segunda que nunca se citaba y el tercero, al que pertenecían la inmensa mayoría de países. Cada uno de estos segmentos económico/geográfico/social hacía lo que le daba la gana con sus tierras y mares, empleando los recursos y medios a su disposición. Si la nación en particular tenía poca pasta, empapaba sus campos con DDT y hacía su parte de ecocidio. En cambio, si el país era de los privilegiados mandaba al otro lado del planeta una escuadra de inmensos barcos dotados de sonar y con helipuerto a bordo para arponear todo cetáceo que pasase por delante o por detrás. Y esto último ya lo denunciaba Cousteau, que era muy influyente.
En España, que éramos de primera, pero tirando a segunda, ya habíamos cumplido con nuestra parte del trabajo respecto a los cetáceos siglos atrás y la ballena de los vascos ya solo resoplaba en Canadá. Pero a cambio teníamos, por ejemplo, las Juntas de Extinción de Animales Dañinos -que eran, en resumidas cuentas, todos aquellos animales que no se cazaban- que hicieron que durante casi veinte años cualquiera que quisiera apañarse la vida con una escopeta, veneno o trampas, se dedicase a matar todo lo que le diese la gana. Y esto lo denunciaba Rodríguez de la Fuente, que era muy influyente.
El caso es que si a tu conciencia llegaban vientos ecologistas podías montarte en el Volkswagen escarabajo de tu colega y partir a Centroeuropa a base de 15 litros a los 100 para unirte a los valientes que, con flores y pancartas, trataban de detener el tren que llevaba el combustible nuclear a tal o cual central. Todo lo demás quedaba demasiado lejos. Greenpeace te mostraba cómo unos bárbaros reventaban la cabeza a garrotazos a miles de crías de foca, pero no podías viajar al Ártico. Como mucho, si tenías determinación y coraje, podías poner pingando de rojo titanlux a la primera señora que vieses vestida con un abrigo de piel de foca o de visón de criadero.
Por entonces, para ser considerado defensor del medioambiente bastaba con ir a manifestaciones bajo el lema “Nuclear no, gracias” y hacerte socio de las organizaciones que ya tenían claro que había que defender la naturaleza. Se barruntaba la tormenta, pero debió de ser cuando la sociedad occidental inventó la palabra procrastinar.
Sin embargo, había una cosa muy clara: todos aceptaban respetuosamente lo que decían los científicos. Que luego los japoneses o noruegos dejasen de matar mamíferos marinos era otra cuestión. Sí, todos aceptaban el hecho de que las nucleares eran un peligro y un riesgo para el medioambiente, pero “lo siento, dependemos mucho de esa energía y hay que amortizar la inversión”.
Si las personas influyentes advertían de un mal, este se encajaba o distraía, pero no se negaba.
Ahora todo es más jodido. Todo es susceptible de convertirse en una trinchera desde la que defender la naturaleza. De repente, te ves teniendo que explicar que el hecho de que los tapones de las botellas estén unidos al envase hace que el número de objetos a gestionar en la limpieza y reciclaje se reduzca a la mitad. Y todo porque un ex reportero de guerra y escritor hizo campaña -indudablemente política- en contra de este invento por considerarlo una medida de la Agenda 2030. Sin querer, te metes en otra trinchera tratando de no caer abatido por una pedrada en forma de eslogan “el CO2 es vida” que alguien te ha tirado mientras hablabas sobre el consumo de carburantes. Y cuando te repones y pides argumentos te dicen que le escucharon a alguien decir que si las plantas respiran ese gas es que es bueno.
Y aunque suene a ello, no es broma. Estamos en un tiempo en que un señor exministro, en el senado y en un evento mundial, puede mentir y decir que son más los científicos que creen en la magia que en la ciencia. Y luego no emite una nota de prensa desdiciéndose o algo. Y no es lo que él piense o en lo que crea devotamente, sino que decide abrir la boca y decir una falsedad sobre un colectivo muy respetable. Suelta su mentira y sigue su vida de meapilas.
Si ese es el nivel que puede exhibir públicamente un escritor notablemente culto y un político al que se le supone cordura, ¿qué podemos esperar del resto? De todos aquellos que armados de una cámara y un desparpajo sobresaliente se lanzan al mundo del Tik Tok a soltar lo que les viene en gana. Grandes ejemplos tuvimos en los días siguientes a la DANA, en los que los valores éticos y científicos se disolvieron en una infusión de fama y dinero.
Ya no es bueno ser una persona influyente: ahora hay que ser influencer.
Llamas y extinciones.
Un político, de los que ejerce su trabajo público con el mismo nivel ético y científico que el de un youtuber, dijo cuando Notre Dame ardió que si pudiese elegir preferiría que las llamas acabasen con el Amazonas antes que con la catedral. Y ya en ese momento se hablaba de la reconstrucción.
Ahora la catedral ya está funcionando. Y el Amazonas ha seguido ardiendo. Al festín de la reapertura del centro espiritual acudieron reyes, embajadores y la nobleza de los alrededores. Las televisiones retrasmitieron en directo durante horas las llegadas, las bendiciones, los ritos y la euforia de propios y ajenos ante ese éxito de la ingeniería y agilidad presupuestaria del Estado. Cinco años han bastado para reproducir, limpiar, levantar y dar esplendor al monumento. Un verdadero prodigio de la voluntad humana cuando algo le importa.
Más o menos durante los días de estos fastos, el ave del rostro delgado se desvaneció para siempre. Hace años que nadie lo veía en sus sitios históricos de invernada y ni siquiera se tenía claro cuáles eran sus zonas de reproducción.
El hachazo a su viabilidad como especie probablemente llegó cuando el listón del riesgo estaba tan alto que solo se movilizaban las conciencias ante la fotografía de un mar o una playa de hielo teñidos de rojo.
Si el problema se detectase hoy en día, quizá podría haberse salvado la especie. Tendría que caer en gracia y que las personas adecuadas decidiesen activar los presupuestos necesarios. Y, por supuesto, que el milagro científico pudiera darse. Rescatar una especie con el mismo ímpetu y recursos con los que se reconstruye una catedral: eso sí que es una última trinchera. Aunque quizá para que eso ocurra el animal objeto de los desvelos tendría que ser mamífero y, preferiblemente, felino. Ya, si se llama desmán y tiene el aspecto de una rata deforme quizá no existan los fondos precisos.
¿Ahora o en un futuro inmediato alguien decidirá poner espíritu catedralicio en restaurar, por ejemplo, la especie pardela balear? Y mira que cada especie es única y para existir como tal ha necesitado millones de años de evolución, pese a lo que diga Mayor Oreja. Detrás de cada binomio en latín hay una catedral de la naturaleza. Y sin embargo estas pardelas, si nada cambia, están destinadas a ser una de las primeras especies en engrosar la lista de extintas.
El zarapito fino (Numenius tenuirostris) está formalmente extinto. Ya no volará nunca en su migración por el Mediterráneo y norte de África, ni reclamará en busca de pareja en Siberia. Puede ser que algunos pajareros, durante los próximos años, presten una especial atención a hipotéticos zarapitos finos cuando visiten el Merja Zerga marroquí. Pero da igual: el zarapito fino ha abandonado la fiesta.
Asumida la pérdida, total, absoluta y tristemente irreparable, lo evidente es que salvo a un grupo limitado de personas, la desaparición de esta especie, en el mejor de los casos, solo ha supuesto un “qué lástima” y un gesto cariacontecido durante unos segundos.
El obispo jefe de Notre Dame llevaba un conjunto inspirado en la moda parchís y llamó a la puerta de la catedral con su báculo. Ni Felipe VI ni Pedro Sánchez acudieron al evento, para gran enfado de muchos. Y ante la climatología adversa, se decidió cambiar los planes y hacer la ceremonia en el interior del templo. Todo eso se pudo ver en los medios de comunicación digitales, televisiones y periódicos, aún sin prestar especial interés al tema.
La extinción del zarapito fino no fue portada de ningún diario ni abrió ningún telediario.
Esta estación la ilustra Fran Torrents.
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