Si lees esto, probablemente la padeces: la enfermedad del chispazo de Grus. – Editorial otoño 2024.
La enfermedad del chispazo de Grus.
En marzo de este año andábamos grabando este reportaje cuando, de repente, todo cambió. En el coche había tres pajareros de esos que sabes que tienen muchas aves vistas, personas a las que se les supone curadas de espantos. Y, sin embargo, el ambiente colapsó. Uno de ellos dio el aviso y la conversación, fuera la que fuese en ese momento, se terminó de golpe: ya solo importaba el bicho que había avistado.
Uno espera, ante una reacción así de drástica, que lo que fuera que se había posado allí al lado fuese un espécimen del copón. Que tres personas así, con miles de bichos diferentes vistos, salten de sus asientos parece poner sobre la pista de algo único: “¡la cámara, la cámara!”.
Si hay algo que une a todas las personas a las que les gusta ir a ver animales a la naturaleza es la emoción, difícil de contener, al ver la vida que pasa alrededor. Da lo mismo la experiencia que se tenga. Incluso es posible que tener el culo pelado de tanta experiencia te sensibilice ante ello. Podría ser, ¿por qué no?, que se trate de una cosa de piel y que al estar pelado seas más receptivo.
Quiero pensar, estoy casi seguro de ello, que si alguien que vio una cópula de leopardo de las nieves en las remotas montañas de Kirguistán y un día, paseando con la familia por la campiña de Sussex, viese un zorro cazando topillos, pararía su andar para presenciar la escena. Y sonreiría y volvería a recordarla de vez en cuando. Da lo mismo las veces que hayas presenciado la escena, que el salto cabezón del zorro requerirá toda tu atención.
El menos experimentado en estos temas se detendrá para ver la ceba de un herrerillo común, al igual que lo hará el más veterano. Puede ser, claro, que la experiencia condicione a cada cual, pero ambas personas, como el del zorro, esbozarán una sonrisa.
Es esta excitación ante la sospecha de una posible visión del animal lo que nos retrotrae, precisamente, a nuestra esencia animal, a lo que queda de salvaje en nosotros. Ante una mínima percepción sensorial, paramos toda actividad. La charla se acabó, nada de andar y el sigilo pasa a primer plano. Entrecerramos los párpados para, quizá, agudizar la vista. Respiramos diferente, no para tratar de activar nuestro atrofiado olfato, sino para que el ruido que causa el acto de forzar el aire a circular por nuestro cuerpo no enturbie nuestro sentido de la escucha. De hecho, recorre el cuerpo la sensación de que podemos enfocar nuestras orejas hacia un punto, como si fuesen pupilas. Al movernos, sin querer, logramos ser sorprendentemente discretos. En milésimas de segundo, la china de la bota ya no molesta y la mosca que antes nos obligaba a manotear el aire, puede caminar por nuestra mejilla sin problemas.
Exageración, sin duda.
¿Seguro? Veamos.
Cualquier noviembre, en cualquier mal momento. Una reunión crítica laboral, un entierro de un ser querido, una barbacoa animadísima o una importante llamada telefónica. Plantéate cualquier situación humana -en interior, en la ciudad, donde sea- en la que se supone que tu concentración, sentimientos y atención están a años luz de una posible comunión con lo salvaje. Y, de repente, te da un trallazo en la cabeza. Estás seguro de que, a pesar de los cristales, de la conversación o los llantos, lo has oído. Da lo mismo tu experiencia bichera mientras que sepas reconocer lo que parece que ha llegado a tus oídos.
En ese preciso instante, tu cuerpo se desdobla íntegramente. Por un lado, serás capaz de, al menos en apariencia, seguir prestando atención al jefe de personal, mantendrás la compostura en el camposanto, no desatenderás las chuletas y al teléfono contestarás coherentemente. Pero, por otro lado, estarás confirmando tu percepción auditiva y tratando de calcular su proximidad e incluso rumbo del vuelo. Por la distancia de las llamadas intentas hacerte una idea del tamaño de la cuña o de si se trata de más de un bando, con cierta distancia entre ellos.
Giras discretamente el cuello para orientar mejor la oreja, quizá ese entrecierre de los ojos te puede delatar. Sí, da lo mismo la cantidad de ocasiones anteriores, es la primera vez que ocurre este año. Por fin han llegado: las grullas sobrevuelan tu oficina, cementerio, barbacoa o salón.
E igual que los tres famosos pajareros vibraban por una sencilla y humilde collalba gris recién llegada de su viaje transahariano, todos los bicheros ibéricos celebrarán la escucha de los primeros trompeteos de grulla. Y, si la situación lo permite, habrá carrerita a la ventana, mano de visera para tapar al sol, mensajes de WhatsApp, sonrisa y hasta alguna voz de alegría.
Como un chispazo que afecta al sistema nervioso, sin pasar por la central de procesados cerebral. Es la enfermedad del chispazo de Grus. Felicidades si la padeces.
Feliz otoño y… ¡jarana y tira para el monte!
Esta estación la ilustra Javi Larrauri armado con unos bolígrafos.
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