Editorial verano 2022
La conservación también se vota.
Anoche trataba de conciliar el sueño que las emociones recientes se empeñaban en apartar de mí. Elegí, a vuela hoja, un capítulo del imprescindible ¿Para qué sirven las aves?, de Antonio Sandoval, libro que salió a relucir en varias ocasiones durante las conferencias y charlas de amigotes durante la feria, no menos imprescindible, OrnitoCyL. Fui a dar con el capítulo Allá en las islas, tiempo atrás, en el que, entre otras cosas, habla de la sorprendente extinción de los araos que se reproducían en el noroeste peninsular. En este fragmento de su obra, Sandoval logra algo muy difícil de conseguir: mezclar, en un texto eminentemente científico -por la investigación, fuentes contrastadas y datos que aporta- ciertas dosis de emoción -cuando además ya te ha avanzado el resultado final-, mientras incorpora, no una, sino tres anécdotas personales que incluso transpiran melancolía. Me río de la complejidad de algunas recetas culinarias ante un difícil cóctel literario como este. La pregunta planteada es el porqué de la vertiginosa extinción, a un ritmo que llegó a ser del 33% anual de los ejemplares durante años consecutivos, y cómo, una vez descubierto el sumidero de biodiversidad, las autoridades no actuaron implementando soluciones cuando eran fáciles de ejecutar. De haberlo hecho, hubiera costado dinero y votos, pero se habría podido salvar a aquellas poblaciones. La puntilla final la puso el Prestige. En la primera mitad del S-XX eran aproximadamente 20.000 individuos: una población sana y boyante. En la actualidad, este número es de entre 1 y 3 parejas reproductoras.
Nadie en el Gobierno gallego ni el estatal hizo nada por remediar la causa de aquella extinción.
Mientras disfrutábamos de un fin de semana magnífico, escuchando ponencias y presentaciones brillantes, todos los presentes teníamos un ojo puesto en la tragedia que sucedía en la Sierra de la Culebra. Pajareros, bicheros, ecoturistas, científicos, me atrevería a decir que todos los presentes en la explanada de La Cañada de Ávila habíamos pasado por aquel paraje que se quemaba sin freno. Ni la Sierra de la Culebra (espacio protegido) estaba preparada para luchar ante una eventualidad así, ni los recursos para la lucha contra un incendio forestal en la comunidad de Castilla y León estaban en condiciones para enfrentarse al fuego. En plena ola de calor tempranera, el riesgo de incendios establecido en la Junta de Comunidades era “medio”, ya que el grado “alto”, que implica la activación de todos los retenes con el consabido gasto, solo se decreta en el mes de julio, por razones presupuestarias. Dicho de otra forma: Zamora ardía mientras el 75% de los efectivos de la lucha contra el fuego estaba en su casa.
Y mientras los bomberos profesionales, biólogos, ecólogos, agentes forestales y demás personas expertas en estos temas advertían del inminente peligro poniendo sobre la mesa las soluciones, Juan Carlos García Quiñones, consejero de Medio Ambiente de la autonomía, declaraba al Diario de Valladolid en una entrevista concedida en 2018 que «mantener el operativo de incendios todo el año es absurdo y un despilfarro».
Tal y como quedó registrado en un vídeo en julio de 2019, Alberto González, vicepresidente del Partido Popular de Huelva, animaba a los agricultores de la zona a seguir regando sus fresas usando los pozos ilegales. Y acercándonos más en el tiempo, en enero de este año, el Gobierno andaluz tenía ya preparada una ley para regularizar las más de 1.400 hectáreas de cultivos de regadío que utilizan pozos ilegales de la comarca.
De nada sirve que desde hace años se tenga claro que son esos pozos que roban el agua los que están matando el Parque Nacional de Doñana y que su clausura es paso necesario para no acabar con él.
Pero este mismo fin de semana, mientras Alonso se quejaba amargamente de lo poco efectivo que es su monoplaza y lo mal que le trata su equipo y el Girona lograba el ansiado ascenso a primera división, la comarca de Doñana cambiaba de signo y otorgaba su confianza al partido mayoritario de la derecha.
También otro vídeo le jugó una mala pasada al por entonces flamante nuevo alcalde de Madrid, Martínez Almeida, allá por 2019. Almeida estaba en un colegio, hablando con unos niños, cuando una niña le preguntó sobre qué salvaría antes de un incendio si tuviera que elegir, la catedral Notre Dame o el Amazonas. Contestó, sin dudar un segundo, que “Notre Dame porque es un símbolo de Europa y nosotros vivimos en Europa”, palabras a las que la niña replicó con un infinitamente más sabio: “Pero en el Amazonas hay árboles y hay naturaleza y es el pulmón del mundo y se está quemando”.
Conseguimos salvar al lince gracias a la aplicación de leyes y la ejecución de complejos proyectos de cría en cautividad y salvaguarda de los espacios, cuidados sobre las poblaciones de conejos y seguimiento cercano de los ejemplares del felino, con un coste económico exorbitado.
Hace unos años, cuando los programas de rescate del lince llevarían un par de lustros en activo, en un medio de comunicación afín a la dispersión de plomo en la naturaleza, un colaborador escribió un artículo cuya línea argumental se basaba en una división. El autor había sumado todas las inversiones realizadas hasta el momento en el rescate del gato grande y lo dividió por el número de ejemplares liberados. Después tituló el artículo: “Cada lince nos cuesta 800.000 euros a los españoles”. Claro está que no explicaba que el dato era coyuntural y que según se liberasen ejemplares, al tiempo que se iban reproduciendo en libertad, los costes de las instalaciones e investigaciones se amortizarían per cápita, a la baja, de manera exponencial. ¿Pero para qué estropear un titular tan bueno para la causa anti conservacionista?
Puede que esta manipulación torpe de los datos económicos no tuviese un recorrido muy largo dado lo burdo del engaño, pero lo cierto es que la recuperación del lince se ha hecho a base de talonario y con la connivencia de la especie, que tampoco es muy exigente para su reproducción en cautividad.
Si se le da una vuelta al tema, en la intimidad del pensamiento, nadie en su sano juicio menospreciará la conservación y el Armagedón que es el cambio climático. Públicamente podremos reírnos de la infatigable chavala sueca, llamar “pisapraos” a los ecologistas y menospreciar la desaparición -al fin y al cabo están en las antípodas- de los orangutanes. Podremos tener muy en cuenta los beneficios o daños económicos que supone tomar o no ciertas medidas proteccionistas. Podremos, incluso, valorar más los costes políticos que tendrá adoptar una posición conservacionista en las decisiones que tome el partido en el que confiamos de toda la vida. Lo que ya no sé si es viable es no hacerle saber a esos mismos políticos a los que cada cual da su voto, que los principios conservacionistas han de estar en un primer plano. ¿Qué menos que luchar por el medioambiente con la misma fuerza que lo hacemos por nuestros intereses personales? Y, al menos para mí, la goma elástica de la comprensión se me colapsa cuando escucho a líderes políticos coquetear con el negacionismo climático.
El problema no está en los partidos, sino en los principios éticos y técnicos que se mueven en la cabeza de los que luego escribirán los programas políticos y sus líneas de actuación. Al final, es el cortoplacismo lo que está detrás de la 6ª extinción masiva. Y, ojo, que, aunque a algunos les cueste aceptarlo, el ser humano es tan especie animal como ese arao y, por lo tanto, tan en peligro de extinción como cualquier otra.
No es cuestión de colores, chaquetas o partidos. Es solo tener claro que por costoso que sea, una catedral levantada por el ser humano se puede reconstruir en un corto plazo de tiempo. El más insignificante de los insectos, que llegó a ser lo que es tras millones de años de evolución de la naturaleza en su conjunto, toda vez que desaparece el último ejemplar, se acaba para siempre. Nada ni nadie será capaz de devolver ese patrimonio de la humanidad.
Recuperar, e incluso mejorar, la serranía zamorana será cuestión de regar con euros las laderas calcinadas y tiempo, que dicen que es oro.
Deshacer lo hecho por el Prestige valió una fortuna y el tiempo de miles de voluntarios que, como son voluntarios, parece que no valiera oro.
Si acaban por matar a Doñana, su resurrección será poco más que imposible.
Dado como va el asunto de nuestro paso humano por el planeta Tierra, no habrá generaciones venideras para ver una recuperación del Amazonas, mientras que Notre Dame reabrirá en 2024.
Los millones que se llevó el lince no valdrían de nada con la mayor parte de las especies ante una supuesta acción de recuperación.
Y al arao será imposible verlo anidar de nuevo en Iberia.
Y ahora, ¡vota!, ciudadano conservacionista.
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