ESPACIOS

Breve guía de la Sierra de Andújar

(EDICIÓN ESPECIAL PARA NEURÓTICOS)

Aunque a menudo ellos no lo quieran reconocer, es por todos sabido que los adictos a los grandes carnívoros cuelgan mapamundis en las paredes del salón esperando poder acribillarlos con chinchetas de colores. En los planisferios no solo señalan el pasado sino que en una burda topografía de dos dimensiones conjuran sus más burbujeantes anhelos de futuro. De hecho, por las mañanas, antes de salir de casa para ser explotados, vejados, ninguneados y despreciados en sus puestos de trabajo, estos obsesos de lo salvaje observan de reojo al atlas de sus frustraciones y triunfos como definitivo salvavidas de cara a afrontar la pendiente de su vida cotidiana.

Pero ay de aquellos que prolonguen más de la cuenta el pulso visual con su particular atlas del tesoro; en ese caso, los condenados deberán apretar los dientes si cruzan su mirada con las llanuras inundadas del pantanal brasileño, mascullarán al intuir las laderas más pétreas de Ladakh, escupirán sobre el parqué al rociarse en la evapotranspiración de los bosques ecuatoriales en la isla de Borneo, descascarillarán el gotelé de un puñetazo al localizar las praderas del Masai Mara, negarán a Rudyard Kipling cuando se encuentren con las junglas de Madhya Pradesh y perderán el norte detrás de las Torres del Paine.

Los más patriotas de los lectores estarán ya pensando, con toda la razón, que España también cuenta con no pocos pilotitos centelleantes para los cazadores de recuerdos placentarios. En la extensa biogeografía ibérica existe un puñado de localizaciones que son faro en la noche para polillas con prismáticos; y, entre todas ellas, un área específica de Sierra Morena bien podría erigirse como la definitiva meca del turismo predatorio. No en vano, en algún momento de su vida, todo pajarero, fotógrafo, cazador, romero de la Virgen de la Cabeza, o dominguero con ínfulas ecológicas, peregrinará a este oasis de monte mediterráneo con una motivación que se aproximará, al menos tangencialmente, a lo naturalístico. Obvia decir que allí el trofeo total es el lince ibérico (Lynx pardinus) y, por increíble que parezca, las posibilidades de éxito son aceptables incluso en un único acercamiento de pocos días.

No obstante, para el ojo sensible —o, más concretamente, en los abismos a los que se asoma un neurótico— este enclave tiene otros ingredientes que aderezan la experiencia e incluso consiguen que esta trascienda más allá de lo puramente zoológico. En ese sentido, esta publicación pretende orbitar lejos de lo ampliamente consabido y de aquello tan mundanamente presupuesto, para acercarse a las esencias de la visita mucho más allá de sus prolegómenos serranos conformados por simétricos olivares y anárquicas viñas.

Sed entonces, grajas y grajos, bienvenidos a la antesala de los secretos, al preámbulo de las comidillas y, en definitiva, a un estudio anatómico de la Sierra de Andújar.

El viaje hasta el Shangri-la

El desarrollo de este primer epígrafe podría ser muy variable en función de la procedencia de cada penitente. En mi caso, salvo en contadísimas excepciones, siempre me he desplazado desde Madrid y lo he hecho en variada compañía; de hecho, frecuentemente, he compartido vehículo con amigos que se han apuntado a la aventura más desde una motivación planamente turística o con insana curiosidad, que por genuinos intereses biológicos.

La salida desde la capital del reino suele efectuarse a las 17:00, hora a la que acabo mis obligaciones escolares. Teniendo en cuenta que mis contactos con Jaén se suceden en un arco que fluctúa entre el otoño tardío y la primavera temprana (para que todas las horas de luz sean aprovechables, sin que la combustión espontánea sea una amenaza real en el horno vegetal en el que se transforman esos altos en las proximidades del verano), los 340 kilómetros que me separan del Shangri-La andaluz los recorro casi por completo de noche.

El itinerario de descenso mesetario se produciría con más pena que gloria si no fuera por la excitación del unboxing de la bolsa de Doritos (y sus consecuentes manchas de glutamato en la tapicería), por el chute de metadona con el mocho de cocacola («Zero» de un tiempo a esta parte), por el dinamismo que generan las quejas de los pasajeros ante mi negativa a parar para tomar un «cafetito» (yo no bebo alcaloides, detesto el «momento cafelito» y, todavía más, la propia palaba «cafelito») y por la jovialidad en los motines gestados en los contubernios de los asientos traseros —pergeñados por los ocupantes con vejigas de neonato y por aquellos aquejados de diabetes insípidas— para obligarme a hacer periódicas detenciones con el objetivo de ir al retrete.

Y de esta manera, aun permeabilizados por ese optimismo endorfínico que los viernes por la tarde pone a prueba la elasticidad de nuestra barrera hematoencefálica, la conversación no comienza a fluir desenfadada hasta que la oscuridad exterior es total y atravesamos las postrimerías cuarcíticas de las crestas de Despeñaperros.

Sin embargo, mi cabeza suele estar lejos de la cháchara banal, de los radares más traicioneros y de los baches de la N-IV. A poco más de 100 km de la meta, mi cerebro es un torbellino e inventa lances altamente improbables en los que un lince, una nutria o un águila imperial me regalan epifanías y se conjuran en una suerte de visión que, de alcanzar la intensidad deseada, será harto difícil de relatar con palabras.

Los Pinos «food and wines

A lo largo de las décadas, hemos probado en estas serranías variadas opciones de hostelería —algunas de notable calidad como Villa Matilde y la Caracola— pero al final, para lo que nos gusta hacer y con el poco tiempo que realmente disfrutamos en el alojamiento, Los Pinos es (calidad-precio) nuestra madriguera predilecta.

Más allá de sus bondades rústicas (alta gama de enseres domésticos y chimenea funcional) y haciendo la vista gorda con que el agua de la ducha se derrame buscando el Guadalquivir, hagas lo que hagas para evitarlo, como si el río Zambeze hubiera sufrido una crecida, lo que marca la diferencia para mí, entre esta y otras opciones rurales de las cercanías, es el restaurante anexo y homónimo.

La primera vez que fui de paseo por la zona, dicho establecimiento todavía no tenía pretensiones de considerarse un restaurante y era más bien una venta (con todos los respetos a las ventas que, por cierto, están hoy en día en vías de desaparición). Ahora que lo pienso, no estoy seguro de si por aquel entonces, en su acceso lateral (donde también se localiza el panel de las celibrities que han pasado por su photocall), ya estaba presente la jaula conteniendo unas aves tan apropiadas para el ecosistema local como lo son periquitos y ninfas del desierto australiano. Entiendo que la dirección actual ha querido amenizar con cantos exóticos el aperitivo a los comensales que gustan de usar la terraza para colmatar de nicotina y alquitrán sus alveolos pulmonares.

Dejando a un lado inútiles añoranzas, he de confesar que es al alba, mientras la niebla del final del invierno retira su sudario y todavía algún mochuelo reclama desde uno de los postes del tendido eléctrico, cuando este lugar conecta conmigo hasta algún punto medular.

Sí que recuerdo, no obstante, que en aquella jornada iniciática la barra del bar estaba tomada por una partida de cazadores que, ruidosos y campechanos, bien calentados por sus copitas de soberanos, palomitas de anís, aguardientes y miuras, se hacían bromas pesadas entre ellos y recordaban escenas de cacerías míticas emulando disparos y teatralizando impactos en la grupa de formidables bestias. En un vértice alternativo, ubicados en un reservado del comedor y bajo una de tantas macabras cuernas de venado, había una sola mesa ocupada; en ella bebían un tinto muy rojo, sobre un mantel aún más blanco, un par de tipos de melena engominada que terminaba con un tirabuzón en la nuca, ceñidos en ropas impolutas de tanto bregar en cortijos de salón. En contraste con los triunfadores del campo, ocupando la esquina del final del mostrador y comprando una arroba del pan más barato, reconocí a Paco “el Bajo”, a Azarías y a la Régula, esta última meciendo a la “niña chica” para que no se despertase y evitando así que su maullido de gato incomodase a la selecta concurrencia. Mientras Paco contaba pesetas y céntimos, su cuñado (gorra en mano y grajilla en hombro) y su mujer (envuelta en una mantilla heredada) mantenían las cabezas gachas para tampoco importunar con su mirada pobre a los señoritos ricos.

Dejando para otro día metáforas construidas a partir de retratos costumbristas y siendo justo, Los Pinos no solo se ha reciclado sino que ya es considerado el restaurante de referencia en el entorno. Se ha diversificado su clientela (muchas miras telescópicas han sido sustituidas por teleobjetivos de alta gama), se ha ampliado el comedor añadiendo un cenador acristalado de importantes dimensiones que cuenta con una televisión de plasma (conectada de ordinario a un canal de caza y pesca) y, de cara a competir con las mejores cocinas del país por una «estrella Michelín», se ha enriquecido la carta con platos más sofisticados (especial mención debe hacerse a la ensalada de salmón del Jándula sobre lecho deconstruido de endivias belgas), lo que no es ápice para que las gastronomía local siga siendo el infierno de un ovovegetariano. Obviando el aludido remozado inorgánico, el elenco de camareros se mantiene y, con altibajos en función del grado de perroflautismo del comensal, el trato profesional sigue siendo cordial a pesar del obligado encontronazo de civilizaciones. Ni que decir tiene que el conejo con salsa de almendras, el rabo de toro y, especialmente, el paté de perdiz, bien merecen un reconocimiento estatal al buen hacer tradicional y, todavía más, un capítulo de «Las mil y una noches» en lo que a ardores y reflujos ácidos se refiere.

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Por suerte o por desgracia, no todo ha cambiado en el mesón de los amigos del periquito. La nostalgia de otros tiempos impregna indisolublemente las paredes encaladas de Los Pinos. Allí continúan las astas de los muertos en el antiguo pabellón de celebraciones monteras y sus matarifes siguen abarrotando el local al amanecer. De hecho, los miembros del autoproclamado último bastión para la conservación de la biodiversidad hispánica, dejan bien visibles en el parking sus rehalas hacinadas en jaulas infames para que ecologistas y progres puedan rasgarse las vestiduras a tiempo real. Como toda concesión a la vida moderna, los simpáticos escopeteros han diversificado sus bebidas de calentamiento habiendo alcanzado el gremio cierta aceptación hacia el orujo de hierbas, que, quieran asumirlo o no, ha supuesto un importante bajón de virilidad con respecto a ese pasado esplendoroso en el que el personal salía del local con el arma ya cargada, un mínimo permitido de 2,5 gramos de alcohol en plasma y, por ende, un renovado apetito de sangre. En aquel idílico amanecer del estado del bienestar —hoy ya empañado por tanta protección al medioambiente, tanto ecofeminismo, tanto «ahora resulta que el plomo también es malo» y, resumiendo, tanta mamandurria— entre dios padre y sus hijos predilectos, los cazadores, solo se interponía el cielo azul de una única y grande España.

Hace muy poco estuve sentado en Los Pinos. La jornada se había dado bien y yo bebía cerveza, perlaba con aceite de oliva virgen submarinos de paté de perdiz y mojaba pan en la salsa del rabo de toro. Alcé la cabeza hacia la televisión y, justo cuando un jabalí era abatido por un disparo certero, un miembro del personal de sala cambió de canal; como toda innovación audiovisual, los clientes pudimos disfrutar a partir de ese instante del partido de la selección española. Al ser un amistoso con Albania —¿Albania tiene selección de fútbol?—, mi interés hacia el encuentro era nulo y busqué otras atracciones entre bocado y bocado. En esas andaba cuando, al mirar a mi derecha, descubrí que un grupo de jóvenes celebraba en la terraza —junto a los cautivos periquitos— una despedida de soltero: los mozos habían disfrazado al reo de mujer y unos desmesurados pechos de plástico le sobresalían por el escote de una blusa demasiado ceñida. Todos los amigotes del novio ya estaban a copas de balón y reían paroxísticamente porque en una despedida hay que pasárselo muy bien y aún más si esta se celebra en nada menos que Los Pinos. Retiré pronto la vista de ellos —soy propenso a confundir a los borrachos y conseguir que piensen que les estoy retando— y cuando en el giro abría la boca para encajarme otro barquito empapado en rabo de toro, una lágrima de salsa se derramó desde el pan para crear un lamparón perfecto en el pantalón de campo. Supe desde el primer momento que esa mancha no se quitaba ni con radiación gamma y solo recé para que Sara no me hubiera visto errar por enésima vez en el mes corriente. Levanté la cabeza del círculo de grasa para no tentar más a la fortuna y dirigí la vista distraídamente hacia la entrada del comedor. Uno de los camareros, el de mirada más aviesa, me observaba: su mueca sardónica implicaba que conocía mi secreto. Incómodo desenfoqué su gesto y busqué un poco más lejos alguna referencia para evitarle. Entonces, muchos años después de la primera vez que los imaginé, volví a ver a los Santos Inocentes: Paco “el Bajo”, Azarías y Régula, con la niña chica en sus brazos, caminaban hacia la salida. Esta vez no les habían llegado los cuartos para llenar la talega; luego, en la raya, no podrían mojar miga en la salsa de almendras que ahogaría al conejo cazado por Paco esa misma mañana.

Autopista hacia el cielo

Si hay una ruta paradigmática en la Sierra de Andújar, esta es la carretera que se dirige desde Los Pinos hacia el Salto del Jándula. Sus 17 kilómetros no tienen desperdicio y todos sabemos que, de cara a sacar petróleo moteado, debe hacerse muy despacito tanto a primera como a última hora. Desgraciadamente también es el camino que deben tomar los pescadores que fletarán sus barcas en las aguas del embalse para pasar el día capturando presas alóctonas que ellos mismos liberaron para demostrar su conocimiento de las complejas dinámicas ecosistémicas. Esta otra estirpe de cruzados en pos de la pervivencia de las tradiciones rurales siempre tiene prisa y además suelen acarrear una lancha (construida a partir de algún novísimo polímero ultraligero) en un remolque tras su todoterreno, generando con sus rebrincos socavones de muy diferente calado en el firme.

Durante el recorrido (una vez que los palangreros se pierden por delante del polvo que levantan) la presencia de gamos y ciervos en el safari-park es constante y no es raro encontrarse con algún jabalí, o con un rebaño de muflones, si se ha escogido el momento adecuado para la marcha. Las comunidades de aves son también un buen reclamo para acelerar la lentitud en el camino: en función de la época se pueden hacer fantásticas observaciones de especies invernantes, migrantes, estivales o residentes.

Otro cantar es el de las vallas cinegéticas, las concertinas, las alambradas y los verjas con los que los terratenientes de las fincas han establecido tanto los límites de sus dominios como el redil a sus poblaciones de ungulados para que no se ausente ni uno solo cuando comience el tiroteo. Los turistas nos hemos acostumbrado a circular por las avenidas de un campo de concentración, o de una cárcel modelo, porque a pesar de lo horrendo de transformar lo natural en cibernético, contamos con la fortuna de que nuestra mente borra lo artificial y lo rellena con recuerdos orgánicos. Tampoco es sencillo conseguir que la sangre no te hierva cuando uno piensa que, dentro de la más pulcra legalidad —dios nos libre de osar a pensar lo contrario—, esas dehesas milenarias pertenezcan, incomprensiblemente, a un puñado de oligarcas con apellido compuesto de salvapatrias legendario.

Corriendo un tupido velo sobre los anacronismos feudales y volviendo a concentrarnos en el camino, aunque las manchas mediterráneas que atravesamos no tienen ya parangón a escala global, todos los que hemos pisteado durante años este capilar andujareño contamos con nuestros enclaves favoritos. Sin excepción, cada cual tendrá en el imaginario su especie totémica posando en el ápice de un conglomerado granítico tapizado por musgo fresco.

En conclusión, el área recreativa del Encinarejo —y no voy a escribir más de ella porque llegados a este punto las palabras sobran— es el Rolls-Royce de los merenderos de este puto planeta.

En durísima competición con los prados de la ganadería Flores-Albarrán, cuyos responsables sacrifican pingües recursos y océanos de tiempo con el único objetivo de salvar al toro bravo de la extinción para que lo puedan disfrutar las generaciones venideras libres del yugo comunista, probablemente el culmen del trayecto se produce cuando en el último kilómetro (antes de que comience el descenso hacia la presa) la pista bordea el precipicio que delimita la finca de Los Escoriales de la de Cabeza Parda. Con el tamaño de Moldavia, estos dos cotos son un universo en sí mismos y las curvas en el cortafuegos que los secciona sirve a rastreadores de cinco continentes (y últimamente también a empresas cuyos tourlíderes se coordinan cual comandos tácticos mediante walkie-talkies) como trinchera para conseguir encontrar un ejemplar del cotizado felino de penachos.

La primera vez que recorrí el sancta sanctorum jienense lo hice guiado por mi colega Miguel Ángel Díaz Portero (él, por aquel entonces, era responsable del seguimiento de la colonia de buitre negro en la Sierra) y allí no había ni cristo; bien es cierto que era mayo y que el calor era insufrible hasta para los lagartos ocelados. En cambio, desde hace algunos años la afluencia ha aumentado espectacularmente. Hay señaladas fiestas de guardar que aquello parece una feria ornitológica y solo faltan foodtrucks vendiendo hamburguesas de tofu. Es por esto que actualmente se han tenido que habilitar observatorios con un aforo máximo de vehículos que el personal se pasa con mucho tacto por la zona inguinal.

En un obligado análisis sociodemográfico, el perfil de la concurrencia a pie de trocha fluctúa desde el arquetipo de familias gritonas con un riguroso outfit de Decathlon, hasta el de etólogos profesionales que juzgan con evidente desprecio a la chusma. Y luego, en otro plano existencial, está la hipnótica pareja que ha acampado allí a perpetuidad. Ellos, a los que se les ha cronificado la humedad en el tuétano y van abrigados como el pueblo inupiat de Alaska, no solo conocen todos los enigmas gatunos sino que se han autoproclamado guardianes de los peñascos y centinelas de los cantuesos.

Tengo personalmente muchos recuerdos en este tramo de carril. Allí, hace ya muchos lustros, vi mi primer lince un domingo muriente que a la postre explotó como una supernova. En otra ocasión, inmersos en una primavera tardía, vi llegar un bando espectacular de halcones abejeros en migración prenupcial buscando copas de encina para pasar la noche tras haber cruzado ese mismo día el Estrecho. Ese mismo día, en el que, todo sea dicho, ningún gato se dignó a aparecer, atendí angustiado a cómo una culebra de escalera se llevaba varias crías de un nido de lirones caretos mientras sus progenitores salvaban a los hijos que podían; también rememoro con aprensión la tarde que Frida (la perra beagle que alguna vez me acompañó en las jornadas de pajareo) engulló un murciélago que había perdido pie en la oscuridad del túnel atravesado por el carril una vez cruzada la presa; de hecho, y a este respecto, he de confesar a título póstumo —de Frida, me refiero— que no creo que el tsunami del coronavirus comenzara en Wuhan: sospecho que la pandemia arrancó a orillas del Jándula.

Pero quizá lo mejor que me ha pasado allí sucedió en una escapada en la que mi amigo Edu se vio obligado a pasar la jornada de aguardo sentado en una sillita de playa —a lo Stephen Hawking— aquejado de una lumbociática aguda. Así llevaba postrado horas cuando un fotógrafo ya talludito se le acercó para interesarse por su dolencia. Edu le explicó los detalles médicos con rictus de veterano de la guerra de Vietnam, a lo que el tipo, restándole importancia a su cuadro clínico, le confirmó que él le iba a dar la solución para resolver sus pinzamientos discales en un santiamén. «Mira así…Así tienes que hacer…», le explicaba mientras, para espanto de Edu y mi absoluto deleite, el sujeto repetía perfectas sentadillas al más puro estilo de la gimnasia que se describía en El florido pensil. «Pero yo no puedo hacer eso», se justificó Edu con voz meliflua, igual que Clara lo hacía con Heidi, a lo que el señor como toda respuesta aceleró el ritmo de sus rígidas flexiones. Todavía hoy cuando vuelvo a Andújar busco entre los observadores presentes al que apodamos ese día como «el doctor»: quiero darle las gracias por aquel rato y por tamaña lección de comedia alternativa.

Dejando a un lado inútiles añoranzas, he de confesar que es al alba, mientras la niebla del final del invierno retira su sudario y todavía algún mochuelo reclama desde uno de los postes del tendido eléctrico, cuando este lugar conecta conmigo hasta algún punto medular. Al disponer de suficiente claridad, enfoco el telescopio hacia los eucaliptos que dan sombra a las ruinas del cortijo y es habitual que en uno ellos alguna de las imperiales esté esperando impaciente —como así mismo yo lo hago— a la llegada del primer rayo de sol. Entonces se romperá el estatus quo del monte y el depredador (un cazador de verdad, no como la caterva que desayuna alcohol en Los Pinos), se levantará aprovechando el aumento de desorden en el aire y matará un conejo (como Paco “el Bajo”) o una perdiz para vivir.

El paraíso está en el Encinarejo

En animada charla, siempre que tengo oportunidad, aprovecho para apuntar —con el fin de hacerme el interesante y buscando algo de polémica— que en la periferia de los entornos protegidos con elevado valor ecológico, se deberían construir merenderos, barbacoas y columpios, junto a llamativa cartelería anunciando los méritos biológicos del espacio natural en cuestión; de esa manera, las familias con camadas insoportables y los omnipresentes macarras acompañados de su música ratonera, podrán decir que pasaron un día en tal Parque Nacional o en aquella Reserva de la biosfera sin dar el coñazo a la fauna, a la flora y, especialmente, a los auténticos wildlifers.

A pesar de estar de capa caída, pues en las últimas dos décadas el desarrollo vertical del bosque de ribera y el avance horizontal de la cobertura vegetal próxima, ha empeorado sensiblemente la visibilidad desde los miradores tradicionales, el área recreativa del Encinarejo (a menos de 8 km de Los Pinos) cumple con todos los requisitos que proponía en el anterior párrafo pero con un matiz fundamental: en ese maldito sitio, puedes estar asando morcillas o pegándole un capón al más insufrible de tus sobrinos y, al mismo tiempo —mirando hacia el río—, ver la cabeza de la nutria arrastrando una carpa; pero no solo eso, allí tienes opción —mirando hacia arriba— de observar a las águilas imperiales cortejándose, no sería descabellado —mirando a tu espalda— que un lince caminase entre las matas de jaras buscando la merienda y a última hora de la tarde, si bajas el volumen del reguetón y después de abrirte la lata de cerveza número 23 en lo que va de sábado, es más que factible escuchar el canto de uno de los búhos reales residentes. De tal forma que habría holandeses, ingleses y finlandeses que se prestarían gustosos a una orquiectomía (extirpación de uno o dos testículos), sin anestesia y ejecutada con cuchillo y tenedor, por tener la oportunidad de —además de contar con un mínimo chance de presenciar lo anteriormente descrito— fotografiar un bando de azure-winged magpie (“rabilargo” en español), mientras les chorrea manteca de lomo por la comisura de los labios y se les vidrian sus ojitos azules.

En conclusión, el área recreativa del Encinarejo —y no voy a escribir más de ella porque llegados a este punto las palabras sobran— es el Rolls-Royce de los merenderos de este puto planeta.

Bonus-track: El santuario de la Virgen de la Cabeza

Mal que me pese, lo siento sinceramente, si hay algo en la Sierra de Andújar tan emblemático como su aclamada biocenosis, debo reconocer que es el Santuario de la Virgen de la Cabeza.

Estés donde estés en el Parque Natural, ya sea viendo un lince copular, al rececho de un berraco, rebañando una cazuela de paté de perdiz o, tranquilamente, haciendo de vientre a la umbría de un lentisco, el Santuario es siempre apreciable en lontananza; o mejor dicho, tú eres apreciable para el Santuario, porque el Santuario te observa, te vigila y te juzga constantemente desde el momento en el que reservaste el alojamiento en Los Pinos.

Aun habiendo estado bien cerca de él tantas veces, no lo he visitado nunca y he aguantado estoicamente las solicitudes que en alguna ocasión se me han hecho por parte de acompañantes respecto a la posibilidad de pasarnos por allí para añadir un plus cultural al viaje.

Cuando lo miro por encima de las nubes, un escalofrío recorre mi piel y siempre me viene a la cabeza «el ojo de Sauron» escrutando desde el centro de Mordor las debilidades, vergüenzas y miserias más inconfesables de todos aquellos herejes que voluntariamente deciden no presentar sus respetos en el complejo religioso.

Asimismo, repaso neuróticamente los fallos estratégicos: tenía que haber madrugado un poco más, no aguardamos suficiente tiempo en aquella curva de la pista, me sobró la última cerveza en Los Pinos…

Sé que existe una multitudinaria romería en honor a la Virgen de la Cabeza —la más antigua de España, tengo entendido, con la friolera de 800 años de historia— en la que se exalta la devoción litúrgica, se consume rebujito a espuertas y se practica twerking y petting como si a la conclusión de este evento, de supuesta índole mística, fueran a desatarse sobre Jaén las diez plagas de Egipto (a saber: conversión de agua en sangre, invasión de ranas, piojos/mosquitos, moscas, peste del ganado, úlceras, tinieblas —mi favorita—, langostas y saltamontes, lluvia de fuego y granizo y, no por ser la última menos letal, Isabel Ayuso presidenta de España).

Ahora hablando en serio, no penséis que la inclusión de este capítulo en el texto es simplemente una frivolidad atea. La realidad es que lo he añadido porque se asevera en los mentideros de la Plaza Rivas Sabater (en la mismísima almendra de la villa de Andújar) y en los mercadillos de fruta de la comarca que los últimos domingos del mes de abril las facciones romeras más ultraortodoxas sacrifican un lince adolescente en culto a un dios animista, el cual, según refieren los historiadores de la Universidad de Sevilla, fue representado en unos pocos grabados del siglo XIII con forma de huito de aceituna.

Tristemente y sin necesidad de practicar ritos paganos, es raro el año en la que algún imbécil, a más velocidad de la permitida —seguro que exaltado por el fervor mariano y probablemente escuchando a Camela, Malú o algo peor si cabe, a todo decibelio— no atropelle un ejemplar de uno de felinos más amenazados del planeta.

El regreso a ninguna parte

Cuando vuelvo a Madrid desde Andújar, habitualmente un domingo por la tarde, las endorfinas ya se han disuelto, la conversación es más espesa y le doy muchas vueltas compulsivamente a lo que fue pero no tantas como a lo que podía haber sido: el lince no estaba en aquella piedra donde yo esperaba, no vi al águila imperial cazar, la nutria no emergió a comer un pez en una de sus orillas favoritas y, especialmente, me castigo al recordar que tampoco en esta ocasión conseguí esquivar el goterón de salsa de rabo de toro.

Asimismo, repaso neuróticamente los fallos estratégicos: tenía que haber madrugado un poco más, no aguardamos suficiente tiempo en aquella curva de la pista, me sobró la última cerveza en Los Pinos… y sé muy bien que cuando vi de reojo al lince sobre la tapia, a menos de seis metros de mi ventanilla, no debía haberme detenido y, en su lugar, tenía que haber avanzado con temple 50 o 100 metros y así evitar primero que el coche que iba detrás —cuyos ocupantes con alta probabilidad no habrían visto al animal— me cerrara el paso impidiéndome recular y, por otro, que estos no bajarán las ventanillas con la música puesta en el interior, espantando al bicho y disparatando mis remordimientos.

Pero en el fondo sabéis que todo lo aquí escrito es exageración y artificio, no hay rencores hacia nada y, aún menos, hacia nadie, porque Andújar —con foto de lince en la tapia o sin ella— es sencillamente un regalo (quiero pensar que de parte del dios con forma de huito de aceituna) para un urbanita.

Hace unos pocos fines de semana, a finales del pasado marzo, volvía desde allí en compañía de Sara. Íbamos en silencio, cada uno pensando en las emboscadas que nos aguardaban en nuestra inminente semana laboral y, al tiempo, en todo lo que habíamos aprendido en nuestra reciente visita a la Sierra. Justo cuando me planteaba si se reproducirían en cautividad los periquitos de la jaula de Los Pinos, levanté la vista por encima del volante y descubrí un gran bando de milanos que volaban junto a ejemplares dispersos de mis primeras calzadas, culebreras y aguiluchos laguneros del curso. Las planeadoras seguían exactamente el trazado de la N-IV y nos acompañábamos mutuamente en nuestra necesidad de volver al norte. Ellas regresaban de la ausencia de invierno en el trópico y nosotros habíamos buscado oxígeno y el comienzo de la primavera en un bosque templado.

Mientras veía a los migrantes tomar altura justo encima de la carretera, me pregunté qué opinarían ellos de las vallas metálicas en la Sierra de Andújar, qué pensarían cuando sobrevuelan el Santuario, qué sensaciones les merecerían los cazadores… y, lo más importante, con esa vista de águila y desde ese techo manchego que parece un mosaico de azulejos de Talavera, ¿serían capaces las rapaces de detectar, como hizo el camarero de Los Pinos, el lamparón de salsa de rabo de toro en mis pantalones de campo?

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