CONSERVACIÓN. 9/6/23

¿Era tan buena la tradición rural para la biodiversidad?

USOS TRADICIONALES, PRÁCTICAS AGROPECUARIAS Y OTRAS GUERRAS.

Cuarenta años después de que una pedrada en el cerebro me convirtiese en un entusiasta de las aves, regreso al lugar donde, con unos prismáticos terribles, una guía imposible y el más absoluto de los desconocimientos, me empeñaba en ver pájaros. Sorprendentemente, todo ha cambiado para bien.

Entonces, con más ganas que fortuna, con entre 12 y 16 años, me echaba al monte deseando ver todas las aves que aparecían en los pósteres de ICONA y en los programas y los Cuadernos de Campo de Félix. Todos los fines de semana que pasaba con mis padres en aquella casa, madrugaba tratando de calcular que el amanecer me sorprendiese en un buen lugar. Iba poniendo un puntito de color azul en el índice de mi traqueteada Guía INCAFO de las aves de la Península Ibérica y Baleares. La nota era roja si al espécimen lo veía en otra localización. La lista de especies, tras 3 o 4 años empeñado en aquel local patch forzoso, era frustrantemente corta y me temo que algunas de ellas habían sido identificadas más por el deseo que por el rigor científico.

Desde buitre negro hasta chochín pasando por algunas auténticas delicadezas.

El lugar era una finca de labor situada a escasos 36 kilómetros del centro de Madrid. A norte y este, la frontera era una carretera. Al sur, otra finca, imponente, cubierta de encinas y al oeste el límite era el río Guadarrama. En ese terreno había una zona ajardinada, una pequeña plantación de pinos piñoneros y dos huertas. La parte mayor se dividía en tres zonas bien definidas. Según bajabas al río, tres vaguadas con encina de porte mediano y pequeño definían el paisaje. Antes de llegar a ellas, una zona de monte bajo con retamas raquíticas y tomillo. Y enfrente de la casa, una parcela dedicada al cultivo de cereal. También, al sur, había un par de hectáreas plantadas con olivos y vides. Aunque no había ganado, una vez terminada la cosecha o si la tierra estaba en barbecho, un rebaño de ovejas se encargaba de “limpiar” y abonar todo el terreno. La finca formaba parte de un coto de caza social, aunque en la familia nadie esparcía plomo.

Agua, grano, huerta, higueras y hasta un río: todo parecía indicar que el sitio era sencillamente perfecto para la observación de aves.

Cuando por fin conocí a alguien a quien le iba lo de los pájaros, le pregunté por el número de aves diferentes que podía localizar en un sitio así. Y él, Pablo aka “Zuri” aka “Aves nítidas” Martínez Zurimendi me decía que entre 50 y 60 especies y que a lo largo de un año la cifra subiría mucho, sobrepasando con facilidad las 100.

Pero no era así, al menos para mí, ni por casualidad. Bajaba regularmente al barranco de la Fuente Blanca, con agua corriente todo el año, con sus chopos, encinas, zarzas y hasta cuatro frondosas moreras, para ver una pareja de carboneros y encontrarme, en ocasiones, con un pito ibérico. Lógicamente, en ese punto solía haber algo de movimiento, pero nunca satisfacía mis expectativas más elementales.

La acacia donde un carbonero me indicó que le siguiese.

No tenía ni conocimiento, ni experiencia, ni mucho menos equipos apropiados, pero esas no eran razones suficientes para justificar mi tierna frustración: no había pájaros. En mi cabeza, ahora, resuena la cifra de 37 aves diferentes avistadas como resultado de esos años de pajareo tardo-infantil y antes de que la adolescencia me apartase de las aves durante muchos años.

Usos tradicionales, prácticas agropecuarias y otras guerras.

Dándole vueltas a qué podía explicar que un sitio así careciese en 1983 de una biodiversidad mínima que satisficiera mis expectativas de joven naturalista, estos días atrás, cuando regresé, hice una lista de todas aquellas cosas que a mi entender de aficionado podían haber afectado.

El paso cíclico de ganado durante décadas, “limpiando” y colaborando con el adehesado humano de los encinares, impedía el desarrollo de sotobosque y el crecimiento de vegetación en los terrenos baldíos y de monte bajo.

El maltrato generalizado que se infligía a todos los animales que podían ser potencialmente dañinos para las cosechas también tuvo que dejar una larguísima resaca, en cuanto a las cifras de animales silvestres. Hablamos de principios de los años 80 y, por ejemplo, el dicloro difenil tricloroetano (DDT) no había sido prohibido hasta 1977. Sus efectos bioacumulativos estaban aún perfectamente presentes en toda la cadena trófica.

Y cómo no, la caza y todo lo relacionado con ella, que por la época convertía los fines de semana de la temporada de plomo en una verbena de tiros. Era brutal la cantidad de hombres que acumulaban sus coches en el camino de la cañada. Su prepotencia los llevaba a instalar sus puestos de caza a menos de 50 metros de la casa. Aunque en ocasiones la pareja de la Guardia Civil aparcaba el Renault 4 en el patio y se daba una vuelta para regresar cargados de escopetas decomisadas, la sensación era que no había ninguna ley que pusiese límites a sus ansias. Como aquel mes de julio que un hurón de caza escapado, perfectamente manso, se metió en casa. O ese domingo que perdí toda la mañana tratando de incomodar a un trampero de aves con una inmensa red desplegada en el barbecho. En cualquier paso abierto bajo una verja encontrabas lazos y en las escorrentías, tras las lluvias, aparecían las costillas para atrapar pajaritos olvidadas por el cazador.

Una primavera localicé en la dehesa al otro lado de la cañada -fuera de los límites de mis paseos, pero tremendamente tentadora- un nido de ratonero. Era la única ave rapaz diurna que se dejaba ver por allí. Era, a mi entender, el mayor de los logros que había conseguido: podría seguir cada fin de semana la evolución de los pollos. Dos semanas mas tarde, encontré a los dos pollos ya crecidos y a un adulto, muertos.

Siete parejas reproductoras de alcaudón común y cinco de colirrojo tizón: aforo máximo.

Las Juntas de Extinción de Animales Dañinos habían desaparecido hacía tan solo una quincena de años y sus devastadores efectos, imagino, todavía se dejarían sentir.

Fuera a causa de venenos o por sobredosis de plomo, lo cierto es que el número de aves muertas que encontraba en mis paseos era suficientemente amplio como para que me empujase a desarrollar técnicas para limpiar huesos. Mientras que mi lista de avistamientos era paupérrima, mi colección de cráneos era sorprendente: ratonero, lechuza, búho chico, oropéndola, pito real y toda una lista de aves mucho más comunes completaban un inventario tristemente amplio.

En el Guadarrama, justo a la altura de mi área de campeo, funcionaba una fábrica de la empresa Uralita. Si este hecho ya podía ser significativo, lo peor era que extraían la arena que necesitaban del cauce del río. Movían la retroexcavadora según sus necesidades, destrozando cualquier atisbo de vegetación de ribera y ocasionando que el curso estuviese totalmente socavado, creando embalsamientos de agua. Agua que ya de por si bajaba sucia por los vertidos sin depurar de pueblos e incipientes urbanizaciones de lujo.

El número de aves muertas que encontraba en mis paseos era suficientemente amplio como para que me empujase a desarrollar técnicas para limpiar huesos. Mientras que mi lista de avistamientos era paupérrima, mi colección de cráneos era sorprendente.

Para terminar la lista de desastres humanos que pienso que habían alterado tanto la biodiversidad, el lugar donde se levantó más tarde la casa fue durante el verano del 37 una importante posición fortificada de la XV Brigada Internacional, durante la batalla de Brunete. Todos los alrededores se sumieron en una orgía de fuego y sangre durante 21 largos días. Este dato sobre la presencia histórica de voluntarios antifascistas norteamericanos y británicos viene a cuento como explicación de la ausencia de un número aceptable de árboles de gran porte o encinas centenarias en la zona. Ni siquiera en las dehesas adyacentes. Jugar con fuego en pleno mes de julio no suele ser una buena idea y aunque ya habían pasado 40 años, los incendios causados por los bombardeos también habían dejado su huella.

A modo de ejemplo del maltrato sistemático de las viejas costumbres de uso del monte y agrupando varias de las causas tratadas, estaba el caso de F., cuyo nombre voy a ocultar, ya que se trata de una historia escuchada pero nunca comprobada. F. vivía en una pequeña casa en la margen del río apañándose la vida con trabajos y chapuzas temporales. Tan pronto era vigilante, como huertano, como propietario de un chiringuito/chabola que servía botellines frescos a los que pasaban el domingo en el río. De él se decía que aprovechaba la acumulación de peces en las grandes balsas de agua generadas por la draga de la fábrica para pescar, arrojando en ellas alguna de las granadas de mano abandonadas durante la guerra y que frecuentemente se encontraban por la zona.

40 años más tarde.

Hace años todo cambió. Se sigue sembrando cereal y la ausencia de amapolas y manzanilla hace patente el uso de glifosato, a raudales. Ya no se guarda el grano en la casa. Las vides desaparecieron, aunque el olivar se mantiene intacto. Los jardines que rodean la casa se conservan, pero total y maravillosamente asilvestrados. Ya no pace ganado y las huertas dejaron de cultivarse. Por desgracia, la Fuente Blanca dejó de manar.

Hace 40 años, un escribano soteño hubiese sido una enorme sorpresa. Hoy, allí, son relativamente frecuentes.

En el río, la fábrica de fibrocemento pasó a ser una yeguada. Ya nadie hace balsas profundas, hay una estupenda y enmarañada vegetación de ribera y F., que en paz descanse, ya no lanza -presuntamente- explosivos en ellas. Incluso el agua ya no baja pestilente.

El coto sigue funcionando, pero las parcelas en cuestión, dadas las limitaciones de espacio, caminos, carretera y viviendas, fueron relegadas a la función de “reserva del coto” y hace años que no hay ningún estampido. Las grandes fincas adehesadas situadas a norte y sur explotan la caza mayor de forma privada y por tanto están mucho más controladas. Además, los agentes rurales, el SEPRONA y la conciencia ciudadana -muy urbanita ella- ha erradicado el furtivismo y las “artes” de caza tradicionales en la zona.

Sin haber mediado ninguna guerra o incendio en estas cuatro décadas, los árboles ya empiezan a ser maduros. Sin ganado ni faenas de “limpieza”, los bosquetes tienen su sotobosque y el monte bajo ya no es tan bajo y tiene buenas manchas de carrasca.

La colonia de golondrina de la casa desapareció, pero la antigua fábrica tiene ahora algunas parejas.

Y la acacia donde vi posado el carbonero que hizo que me explotase la cabeza, resiste. Vieja y achacosa, vive gracias al empeño de mi hermano.

Ahora, que galopamos hacia la sexta extinción masiva, que el 60% de las especies de aves han visto disminuir sus efectivos de manera notable a nivel mundial y que ver una nube de mosquitos es una excepción, ahora que todo es más difícil para la fauna silvestre, me bastaron 5 horas para avistar 54 especies de aves.

Desde mi desconocimiento, saco una conclusión y sonrío con una esperanza.

Quizá, los añorados usos y prácticas tradicionales del campo no eran tan buenos y respetuosos como se suele decir. O quizá sea que, para referirse a una época gloriosa de la cohabitación, uno tenga que remontarse más de un siglo.

Lo bueno -y de verdad que me hacía falta una dosis de Esperancina500mg.- es ver, una vez más, que basta dejar unos años en paz a la naturaleza, aunque solo sea aparentemente, para que la biodiversidad recupere lo perdido durante décadas.

  • Coincido en gran parte, pero sí matizaría. Todo indica que en ese ligar ha resultado a m ejor en todos los aspectos, aunque si ha dejado de haber grandes herbívoros algunas cosas acabaran yendo a peor, o al menos a peor respecto al ideal. El papel de los grandes herbívoros, sean salvajes o domésticos, en la biodiversidad es fundamental. El abandono de usos tradicionales en unos aspectos mejorará la biodiversidad y en otros la empeorará, depende qué lugares y circunstancias. Los primeros años, seguro ira todo a mejor, pero si no hay grandes herbívoros habrá aspectos que a medio plazo acaben yendo a peor.

    • Gracias por comentar.
      Efectivamente, en un plazo medio será indispensable la intervención de grandes herbívoros que abran la carrasca y eliminen materia. Pero todo hay que decirlo: allí, en los últimos 50 años, lo mas grande que se vio fue un carnero.

  • Está interesante, tu relato, Javier. Me ha encantado. Y, sí, tienes razon, el campo «limpio» y ordenado tiene sus ventajas (frente a incendios y algunas plagas), pero el campo «sucio» y desordenado alberga mayor diversidad, y en algunas cosas es más estable y resiliente. Gracias por acordarte de mí, te mando un gran abrazo.

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