CRÓNICA DE VIAJE. 25/10/25

La felicidad compartida.

CRÓNICA DE UN VIAJE PARA CONOCER LA FAUNA DEL ESTE DE MARRUECOS.

Cuando la bocacha del fusíl del soldado me quitó las gafas de la cara con un golpe tan preciso como involuntario, el bailecito inquieto de Néstor se convirtió en una sardana lisérgica. El marroquí uniformado no lo había hecho adrede. Llevaba el M-16 cruzado en el pecho y cuando se acercaba a mi móvil para que el traductor de Google cumpliese su función, el arma pasaba a escasos centímetros de mi sien. Eso ya bastaba para que mi amigo diese un salto de pura alarma cada vez que el soldado tras decir guguel-guguel, se agachaba para continuar con el repetitivo discurso. Luisa lo llevaba mejor y yo definitivamente estaba disfrutando. Cuando el del fusil, por puro tedio, jugó con la palanca de montar el arma, el asunto dejó de ser divertido por un instante. 

Y así ya podré decir «yo ví un bando de 400 gangas ibericas».

Todo había empezado unas horas antes en la desembocadura del Oued Moulouya, donde habíamos tenido la primera sesión de pajareo de nuestro breve viaje por el noreste de Marruecos. Por el momento estábamos Néstor Mira, Luisa Abenza y yo, en el papel de experto de saldo en el país africano. La troupe se completaría dos días más tarde cuando recogiéramos a Mar López en la frontera de Beni Ensar. Aunque la segunda semana de octubre quizá no sea -por unos días- el mejor momento para viajar a este sistema dunar semi inundable, la visita fue muy nutritiva. Alimentándose en el agua salobre y protegidos por una vegetación arbustiva de mediana altura, había un buen número de especies que íbamos descubriendo a cada paso. Solo los flamencos y las garzas reales quedaban expuestos por encima de la capa verde protectora. En la playa, una legión de limícolas típicas corría esquivando las omnipresentes botellas de plástico tras las pulgas de arena. Bajo un cielo dominado por los laguneros y un águila pescadora, se encendió un foco de luz imaginario que recayó tras una breve duna. Allí, en una mancha de agua y protegido del viento racheado marino, descansaba un grupo mixto de gaviotas reidoras y picofinas y dos preciosos charranes bengalíes.  

Pero también había un militar de esos que habitan en las pequeñas casas de vigilancia permanente con las que el ejército marroquí jalona cada 500 metros las zonas calientes de sus costas. De nuestro paseo en Sahara Occidental de hace un par de años nos trajimos aprendida la lección de que estos vigilantes armados están muy aburridos y que, como es lógico, pequeños grupos de occidentales vestidos como Navy Seals de paseo por Mogadiscio y equipados con prismáticos, telescopios y cámaras de tamaños inimaginables captan toda su atención. Sabiendo esto, me acerqué al soldado cuando ya nos enfilaba; pasaportes y la consabida explicación de que más que un comando espía lo que somos es pajareros. Y es en ese preciso instante cuando recuperé la sensación de estar adentrándome en el territorio del escepticismo: “¿Te has venido desde Europa con esa cámara y esos prismáticos con aspecto de, por lo menos (link), ser de visión nocturna, para ver aves?”

Antes de que fuera demasiado tarde nos trasladamos un par de kilómetros hacia el oeste para encontrar un lugar más tranquilo donde acampar y asegurarnos una noche llena de paz y un amanecer rebosante de cantos de aves. 

Al llegar, tras instalarnos en un parking de arena decorado con botellas de plástico de todos los colores imaginables y protegidos del viento por una duna en la que había dos tiendas de campaña del Decathlon, apareció un soldado en chancletas y montado en una scooter. Después de esconder la moto bajo una lona dentro de un matorral se acercó para, muy educadamente, preguntarnos por nuestras intenciones y mirar nuestros pasaportes. Tras este paréntesis, seguimos con nuestra cena y cambiamos la cerveza por una botella de vino. Estábamos felices y agradablemente cansados. La noche anterior la habíamos pasado durmiendo de cualquier manera en el ferry de Almería a Melilla y como desayuno habíamos cruzado la interminable frontera. Tras meses de incertidumbre y años soñando con viajar juntos, por fin estábamos en Marruecos.

Navy Seals de ocasión. Fotografía de Néstor Mira.

Este momento de felicidad ligeramente etílica lo interrumpió otro soldado que acababa de llegar en otro scooter. Escondió la moto bajo otra lona al lado de la anterior y se aproximó. “Guguel, guguel”, tras inspeccionar pasaportes, muy educadamente, nos pidió los DNIs para confirmar algo y la tarjeta de importación temporal de nuestros vehículos. A juzgar por los gritos que le daba a la radio, estaba claro que no tenía buena recepción, así que se subió a lo alto de la duna. Imaginé que al otro lado de las ondas estaba aquel otro militar que miraba con curiosidad mis prismáticos estabilizados Kite Optics. Este alejamiento con toda la documentación fue el punto de partida del nerviosismo de Néstor, al cual, muy sensatamente, no le hacía ninguna gracia. Protestaba airadamente amenazando con la boca chica, mientras miraba la silueta en la duna al tiempo que sostenía la bolsa de plástico con autocierre donde debía estar cuidadosamente guardada su documentación.

-“Guguel, guguel… Esta es una frontera peligrosa y es nuestra obligación asegurarnos de que todo está en regla por vuestra seguridad y por la nuestra: hay que vigilar por los traficantes de drogas, los migrantes extranjeros ilegales y el ejército al otro lado de la frontera”.

La famosa frontera que tanta tensión generaba no era la relativamente cercana a Argelia. Todos esos desvelos los propiciaba la presencia de las Chafarinas a unas pocas millas náuticas al noroeste. Aceptando que, efectivamente, el Mar de Alborán sea utilizado por las diversas mafias para colar en las costas de Almería cargamentos de estupefacientes o que es utilizado como vía de salida de personas en busca de un futuro mejor, la mención al miedo militar resultaba muy cómica. Se estaba dando la situación de que los soldados marroquíes nos estaban comunicando con insistencia, como españoles que éramos, que estaban allí para protegernos de soldados españoles. Si a la ecuación añadimos la también paradójica propiedad de los terrenos insulares, la situación geográfica de los terruños, los pesos históricos y varios factores diplomáticos que escapan a mi conocimiento, es fácil entender que los militares lo que temían era una implosión del equilibrio neuronal de algún responsable en un despacho.

-“Guguel, guguel… ¿Tienen un mechero?”

Diez minutos.

-“Guguel, guguel: ¿Qué estáis bebiendo? ¿wiski? Estamos aquí por su seguridad y no queremos molestar. Necesito ver su documentación (fotografía a los pasaportes) y oler la botella para comprobar lo que están bebiendo (hocico del tipo con fusil ridículamente cerca del orificio de la botella)”. 

Néstor caminando hacia La Chorlita y La Numenius.

– “Lejos de nuestra intención está complicar la importante labor de seguridad que llevan a cabo. Si así lo consideran podríamos marcharnos inmediatamente”.

De manera involuntaria, me había convertido en portavoz del grupo y estaba disfrutando de mandar mensajes vía traductor de Google en lo que yo consideraba lo más parecido a la poética diplomática del soldado marroquí medio.

– “Guguel, guguel: pueden permanecer aquí, ya que nuestra misión es vigilar y proteger esta peligrosa frontera y blabliblu”.

Y apareció otro tipo que se identificó como policía, pero que vestía con un chándal de Decathlon y que tenía aspecto de ser un joven militar “de carrera”. Me resultó directamente antipático incluso antes de que nos pidiese los pasaportes y nos contase la razón de su presencia allí.

El goteo continuo de amables inquisidores continuaba. Se interesaron por equipos de visión nocturna, por mapas de papel y, en menor medida, por las cámaras, siendo esto último lo único que teníamos. Al menos, fueron ocho las veces que vinieron a pedir la documentación.

Y finalmente surgió, bañándose en el mar de luces parpadeantes azules y rojas de los rotativos de su coche patrulla, el jefe local de la gendarmería, con todos sus entorchados blancos y el mismo gesto y discurso amable, nos volvió a pedir la documentación, volvió a fotografiarla y en una mezcla de francés, español y unas pinceladas de inglés, nos informó sobre la frontera, su peligrosidad y la importante misión que cumplían. Pero añadió que “dernière revisión”. Felices sueños para nuestra primera noche en Marruecos.

Habíamos venido a este país por varios motivos. Quizá demasiados. Bajo la idea principal de inspeccionar los territorios del este marroquí, de los que no hay muchos registros respecto a visitantes en busca de vida salvaje, nos íbamos a meter durante cinco días en el altiplano de Rekkam. Lo íbamos a hacer por pistas y alejados de toda población conocida. Luisa y Néstor iban a rastrear en busca de todos los bichos posibles. Y sobre todo íbamos a compartir diez días juntos viajando con La Chorlita y La Numenius, nuestras dos fragatas 4×4 bien capaces de surcar océanos de arenas saharianas.  

Huellas de humano y de búho desertícola.

Tras recoger a Mar el día 9 de octubre, resumirla los días de viaje que llevábamos, avituallarnos y comprar una tarjeta para su móvil, pusimos rumbo sur. Al llegar la noche ya tenía claro que ni por asomo podríamos cumplir el plan trazado. De hecho, no llegamos a subir al Rekkam. Los cientos de kilómetros por pistas maravillosas y llenas de biodiversidad desconocida se convirtieron en rápidos trayectos por asfalto y los apartados sitios desconocidos fueron sustituidos por otros de más rápido acceso. 

¿Cómo podía haber sobrevalorado tanto nuestras posibilidades? ¿Creí realmente que en una cueva del desierto iba a encontrar la fórmula física para desdoblar el tiempo y que de hacerlo sería capaz de descifrar el enigma matemático y duplicar el número de días disponibles? Esto y otras causas -que no vienen al caso- hicieron que en la mañana del segundo día elimináramos el plan de viaje y nos tirásemos a la piscina de la improvisación parcial. Por suerte había agua y no nos dimos un planchazo.

Pero no todo era debido a mi sobrestimación del tiempo. Este viaje no era una expedición para levantar planos ornitofaunísticos en territorios desconocidos ni era la versión 4×4 de Aventura en pelotas. Cada uno de nosotros podía pensar lo que quisiera, pero lo cierto es que estábamos de vacaciones. Ir a ver bichos por placer y consumiendo los valiosos días libres no entra de ninguna de las maneras en el concepto racional de vacaciones, las cosas como son. Así que nosotros teníamos una urgencia menor por dar con el bicho y una mayor por disfrutar con un poco más de calma de todo lo que sucedía. Desde desperezarse tranquilamente aun en el saco, hasta optar por tener sobremesas nocturnas en lugar de tratar de ver la fauna que asoma el hocico cuando baja el sol.

También había que aceptar -y de manera muy positiva- que viajar con rastreadores no es precisamente lo mismo que hacerlo con bird twitchers recalcitrantes. Y Néstor y Luisa aman los rastros. Por mucho que conozcas este detalle aún pasa que un mediodía cualquiera, la mirahuellas más famosa de España diga “ahí veo un alcaraván” y como un resorte levantes los prismáticos al grito contenido de ¿dónde?

Un grupo de pajareros al uso, además de haber llegado a esa balsa de agua a una hora decente, hubiera liquidado el tema con un barrido de prismáticos que se hubiese saldado con tres cucharas, un chorlitejo chico, una collalba gris y cuatro cogujadas comunes, de las del pico más largo que un día sin agua, la subespecie magrebí. Cuestión de minutos. Hacerlo con estos escaneadores minuciosos de arenas y limos llevará más de una hora y varios pow-pows en torno a una marca en el suelo para consensuar opiniones. Aunque, sorprendentemente para el ajeno, no había mucha duda entre los dos siux para determinar el género e incluso señalar la especie concreta. 

Ellos, los rastreadores, en lugar de sentarse a ver la película que fluye ante sus miradas, rebobinan la cinta. Dan marcha atrás y revisan todo lo que ha pasado allí en las últimas horas o días.

Un observador de fauna al uso busca el sitio adecuado y se dispone para la espera. Llamamos aguardo al espacio seleccionado para parapetarse y decimos aguardo a la acción de esperar la aparición del animal. El lugar y la acción temporal se funden y pasan a ser prácticamente el mismo asunto.

Ellos, los rastreadores, en lugar de sentarse a ver la película que fluye ante sus miradas, rebobinan la cinta. Dan marcha atrás y revisan todo lo que ha pasado allí en las últimas horas o días. E interpretan lo que ha ocurrido: “¿Por qué ese alcaraván ha aumentado el ritmo de su carrera hasta el punto de patinar en el limo?” De esta manera, a lo largo de los días podían localizar búho y cuervo desertícola, andarríos chico o grande (difícil de decidir sin poder comparar), zorros fennec y rojo, erizos, varias especies de jerbos, sapos, lagartos, una serpiente compatible con víbora cornuda o unas magníficas huellas de la subespecie específica del jabalí del Moulouya.

Y que bonito es verlos trabajar.

El lugar más sórdido de Marruecos.

Ni rastro, nunca mejor dicho, de hubaras o gangas.

Las especies típicas de los desiertos pedregosos empezaron a hacerse presentes según bajábamos al sur. Curruca sahariana, collalbas yebélica, núbica, culirroja y desértica, colirrojo diademado, terreras sahariana y colinegra y alondras sahariana e ibis, se dejaron ver. Y, por supuesto, lavandera boyera. En Marruecos existe una máxima que siempre se cumple: da lo mismo el lugar que elijas para bajarte los pantalones para aliviarte, que siempre aparecerá un marroquí (generalmente pastor) y una lavandera boyera.

Como destino alternativo teníamos un pequeño pantano sin nombre bastante apartado de la carretera. La pista nos llevó a uno de esos sitios donde ocurre la magia de lo inesperado. El truco de: “¿quién iba a esperar esto en un lugar así?”. Sería el juego de rosas y salmones de los flamencos recortados contra los tonos terrosos que uno nunca se espera en mitad del desierto. O que las cercetas pardillas, tan raras en la península, aquí son frecuentes. Quizá fuera que localizar fácilmente una docena de agachadizas en los matorrales de la cola del embalse invitara a pensar que allí escondida podía estar la mitad de la población mundial de esta especie. Y sin embargo me quedo para siempre con el bando de perdiz moruna, de quizá unos veinte ejemplares, que no rompió a volar y se marchó peonando con cierta tranquilidad. 

Allí, en ese oasis de un solo árbol, lo dimos todo. Sacamos la última reserva de vino para acompañar a una colección de ristras de morcillas, criollos y chorizos que Néstor asaba al carbón. Era un poco contrarreloj. El horizonte, por momentos, se iluminaba totalmente con los rayos de una terrible tormenta. El viento azotaba y traía las primeras gotas y así La Numenius se estrenó como salón para la celebración de lecturas y banquetes. 

“Que lea su capítulo en el lugar más sórdido de Marruecos”, me dijo Carlos Lozano cuando me dio el ejemplar de Biometría de un encuentro que le correspondía a Luisa por ser una de las 40 personas que participaron en la construcción del libro. La Numenius, sin duda, no responde a esa descripción. El cubículo, aunque pequeño, es confortable, suele estar bastante limpio y tiene algunos lujos. Sin embargo, esa noche estaba abarrotado con los cuatro metidos dentro, olía a chacinas y humo de carbón y habíamos bebido la cantidad suficiente de vino como para que el ambiente pudiera pasar por sórdido. Mar leyó el capítulo en voz alta y Luisa lloró.

Cuando llegamos al Chott Tigri, 90 kilómetros al noroeste de Figuig, supimos que era el lugar adecuado para hacer la parada larga del viaje. Dos noches, eso era todo lo que podíamos conceder al espacio y la fortuna antes de emprender un apresurado regreso. Chott es la palabra árabe para nombrar una laguna salada. El Tigri, dependiendo de las precipitaciones puede ser realmente extenso y además está alimentado por un manantial templado de buen caudal. Las lluvias abundantes hacía meses que no caían, pero la fuente mantenía el pequeño oasis con una buena cantidad de superficie inundada. 

La jornada de descanso nos vendría muy bien. La rastreadora, según nos contó, tras beber de la garrafa equivocada estaba dejando rastros de color verde primavera nada halagüeños; Néstor, por su parte, disfrutaba de los excesos de las pistas de tierra y piedras y su columna vertebral parecía estar recolocándose en sentido contrario al natural; Mar, con temblequeras nocturnas incluidas, rozaba el precipicio de una inoportuna gripe; y yo, en aparente buen estado físico, tenía la olla a presión en la que en ocasiones se convierte mi cabeza a punto de sobre-cocinar mis sesos y reducirlos a puré. Ese era el estado de revista de los aguerridos viajeros.

El macho más joven ganaba ventaja acercándose más.

Mar, que en nuestro raid primaveral por el norte de Europa ya había demostrado que era posible sacar adelante su empresa trabajando con el ordenador mientras La Numenius devoraba kilómetros, había conseguido sacar unos días a cambio de poner en práctica esta técnica. Pero a esta nómada digital involuntaria también le llegó el asueto: en este remoto lugar no había ningún tipo de cobertura o señal. Estábamos, realmente, en la quinta puñeta.

Las espectaculares hormigas plateadas aparecían en ocasiones. Estos bichos pasan por ser los más rápidos del planeta en proporción a su tamaño, ya que son capaces de recorrer un metro por segundo. Eso significa 3,6 km/h, que a simple vista no resulta nada del otro mundo. Pero si se considera que un metro supone 120 veces su tamaño corporal la cosa cambia radicalmente. Si estos datos los proyectamos sobre medidas más abarcables por nuestras entendederas, sería como ver a Isabel Pantoja, que mide 1,70, corriendo a 204 metros por segundo, unos 750Km/h, una velocidad sobrecogedora incluso para la cantante de Marinero de luces.

Por fin vimos gangas. Ortegas en números decentes… y, nada más. Ni hubaras, ni gangas moteadas o coronadas, ni ningún mamífero superior en talla a los abundantes jerbos. No se cumplían las expectativas.

El objetivo del día era desandar todo lo hecho en una sola jornada. Tampoco era para echarse a temblar, pero teníamos por delante bastantes horas de condución. Lo que era ineludible era que a la noche teníamos que estar lo más cerca posible de Nador para cruzar a Melilla. Había pues, prisa, pero, aun así, nos dimos el lujo de hacer una última espera en la charca del Chott Tigri. Nada nuevo.

La búsqueda de posibilidades hace que en el desierto todo el mundo se acerque, como este juvenil de collalba desértica.

Iniciamos el regreso recuperados de los males y muy descansados, pensando que ya estaba visto todo lo que el viaje nos había querido deparar. Sin embargo, circulando a buena velocidad por la pista N19, levantamos un bando impresionante. Paramos los coches. Quizá cuatrocientas gangas ibéricas volaban orbitando a gran velocidad sobre nosotros. Y desaparecieron al posarse. Es increíble cómo estas aves pasan de ser meteoritos en el aire a piedras invisibles en tierra. Ahí estaban, caminando con sus ojos redondos y negros como perlas del collar de la oscuridad.

Todo había merecido la pena. Ahí estábamos, en la cubierta de babor de El Volcán de Timanfaya, armados con los prismáticos y acabando con las existencias de vermú de a bordo mientras contábamos ballenas piloto, pardelas cenicientas y algunos paiños europeos. Cuando el sol bajó hasta casi lamer el horizonte, doscientos delfines saltaban en un cuadro de Rothko de tonos naranjas. Tras seis horas navegando, Néstor y yo éramos los únicos admirando el momento. Corrí a popa con la intención de fotografiar un delfín que había visto saltando en la estela del ferry. Hacía varias horas que se había desvanecido la silueta del Gurugú, donde habíamos acampado la última noche. Allí habíamos visto gato montés africano en nuestra segunda noche y también, en este hito de la iconografía bélica de España, al amanecer la última mañana los macacos del Atlas fueron el colofón del viaje. 

En el capítulo que leyó Mar en voz alta, Carlos recuperaba la frase que Christopher “Supertramp” McCandless dejó antes de morir de hambre en un autobús abandonado en mitad de Alaska mientras vivía su particular regreso a lo salvaje: “La felicidad solo es real si es compartida”.

Yo siento que todo ha sido muy real.

El mar de Rothko.

Galería fotográfica.

Charranes bengalíes en la desembocadura del oued Moulouya.

Alondra sahariana.

Cogujada común magrebí y su descomunal pico.

Perdices morunas.

Al estar acostumbrados a la presencia humana, con un poco de tranquilidad se puede conseguir establecer lazos de confianza con los macacos del Atlas.

Es difícil no perderse en el océano verde de la mirada profunda, limpia y hermosa de los macacos.

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