CRONICA DE VIAJE

Los cromos de un viaje bichero por Marruecos.

1ª Parte. De los bosques de cedros de Azrú y Aguelmam Afenourir.



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Javier Marquerie

¿Quién podría imaginar que el primer primate que vería en su hábitat estaría lejos de frondosas selvas y ocuparía prodigiosos bosques de cedros en un ambiente más propio del Tirol?

Es un clásico que, desde luego, no nos hemos inventado nosotros. Los pajareros de medio mundo empiezan o terminan su periplo marroquí en estos bosques. Hay especies endémicas como el pico de Levaillant (Picus vaillantii), y subespecies locales como las del pinzón común o pico picapinos, que son suficiente reclamo para que se dejen caer por allí, pero lo primero y más impresionante que te encuentras son los macacos de Berbería (Macaca silvanus).

Aquí es cuando empiezo a dejar clara mi poca experiencia fuera del terruño patrio: es el primer primate que puedo ver en libertad. Y voy y me topo con este bicho, tan denostado por ser una pseudomascota en Gibraltar.

Como tantos otros de su orden, está en peligro de extinción, con cifras que oscilan entre los 1.200 y los 2.000 ejemplares. Las causas son: la pérdida de hábitat y las muertes generadas por ser considerados “alimañas” y por los malditos dogmas que las religiones esparcen ante determinadas especies. Nosotros tenemos estigmatizadas a las serpientes y ellos tienen a los monos en su punto de mira. Todo por sendas apariciones estelares en los libros intocables.

Y no, no vimos al pico de Levaillant.

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Lejos de los monos de feria.

Al poco de llegar a la Reserva Natural de Los Cedros, y a pesar de este nombre tan poco creativo, pudimos dar con una pareja de guardas forestales con los que charlamos largo rato. Mohamed y Aziz, entre otras muchas cosas, nos hablaron de la seguridad en Marruecos y de lo permisiva que es la legislación local sobre lo que se puede hacer en los espacios naturales del país. También nos indicaron que, por aquella pista, más allá de los confines turísticos, y dado que la Grajilla era apta para los caminos que nos encontraríamos, podríamos llegar al Aguelmam Afenourir. Allí podríamos ver muchas aves. Sin especificar qué especies -o sí, pero vete tú a traducir los nombres comunes en bereber o árabe- nos lanzamos a recorrer aquel camino. Con esta sencilla acción ya sabíamos que nuestro plan de pernocta se iba a tomar viento y que tendríamos que acampar en un lugar lejos de nuestras previsiones. Pero… ¿para qué viajamos así, si no es para estas cosas?

Esta improvisación nos brindó la oportunidad de observar algunos núcleos familiares de macacos en actitudes mucho más silvestres que las que podíamos ver al lado de los puestos de suvenires. Ya había merecido la pena seguir los consejos. Porque si uno no ve monos comiendo parásitos de otros monos, crías jugando o machos demostrando que son más machos que los otros machos, entonces, es que uno no ha visto monos como Dios manda.

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El famoso estornino ovejero.

Avanzábamos sobre la pista, haciendo esperas en lugares que nos parecían adecuados. En la inevitable lista de especies avistadas íbamos incorporando nombres. Algunos ratoneros moro (Buteo rufinus), una hembra de colirrojo diademado (Phoenicurus moussieri), pinzón vulgar de la tierra (Fringilla coelebs africana) y otras muchas caras conocidas para un aficionado ibérico.

Pero todo queda eclipsado cuando paras para ceder el paso a un rebaño de ovejas, y, ante ti, desfila un estornino cómodamente instalado en la grupa de un ovino. Entonces me acuerdo de Aitor Galán, de cuando muy seriamente me comentó que las garcillas bueyeras deberían pasar a llamarse “tractoreras”, por haber trasladado su gusto por las grupas ganaderas a los capós de la maquinaria pesada.

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Bienvenidos a una nueva sorpresa.

Y subíamos y subíamos, y a 1.800 metros y con viento frío, dimos con el lago natural del que nos habían hablado. Con calificación RAMSAR, la realidad me volvió a abofetear y demostrar que, por mucho que me preparase, era un cateto viajando por el extranjero.

Que el espacio no figurase en los libros consultados y que los viajeros que tuvieron a bien escribir sus aventuras pajareras no parasen en este lugar, no eran razones para que no fuera de máximo interés; solo que la pista y la distancia podían haber echado para atrás a más de uno. Y eso lo sabía hasta la collalba que nos dio la bienvenida. Yo, orgulloso usuario de internet y devorador compulsivo de bibliografía, me sentía conocedor de la ruta -respecto a bichos- que íbamos a hacer, y la primera charla con dos de la tierra me ponía en mi sitio.

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Naranja sobre verde.

¡Qué espectacular combinación de colores! Y qué maravilla ver bandos de tarros canelo (Tadorna ferruginea) pastando sobre esas praderas y charcas, tomadas por las hierbas verdes a rabiar.

Una sensación nueva: saber que no hay participación humana. En la península, antes eran invernantes habituales en el sur. Ahora, cuando ves un canelo en libertad siempre tienes la duda de si es ejemplar escapado de una colección o de un jardín, si alguien lo ha liberado porque ya no es el patito bonito o si realmente se trata de un ejemplar que no ha visto mano humana en su vida. ¿Qué más da? En cualquier caso, es su casa. ¡Qué tranquilidad!

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Los reyes del mambo.

El altiplano donde está situado Afenourir bulle de vida. La única presencia humana son los pastores que gobiernan tres pequeños rebaños. La riqueza de la biodiversidad allí es, al menos en apariencia, plena. En unas construcciones delimitadoras del espacio, bajas en altura, vimos heces pequeñas de mustélido -a juzgar por su contenido- y en una piedra prominente, un zorro no pudo evitar dejar su impronta. En el aire, unos alcaudones comunes (Lanius senator) sembraban el terror a pequeña escala, una pareja de cernícalos (Falco tinnunculus) hacían la sombra de mal presagio a todos los animales de tamaño inferior al de las collalbas y un milano negro (Milvus migrans) se llevaba toda mi atención. Cuando digo negro, quiero decir negro como mi alma, negro como sombra de encina en verano, negro como el petróleo o, como se decía antes, negro como el betún. Pero, para verlo, habrá que esperar a que edite el vídeo.

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Focha cornuda.

Sí, es una mala foto, pero tenía que salir en esta colección de cromos por su nombre. Y sí, sé que su nombre común habitual es focha moruna. Y no, no le he puesto su otro nombre común por ser políticamente correcto, lo hago porque considero muy adecuado no repetir palabras a la hora de escribir. Que se note que soy muy leído, leches. Resulta que la previsión de capítulos de esta crónica en forma de colección de estampitas está plagada de los siguientes apellidos: sahariana, desértica, magrebí y moro/moruno.

Dicho esto, se trata de un grupo de fochas cornuda (Fulica cristata) en el lago principal de Afenourir.

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Los quebraderos de cabeza de un novato. 1ª parte.

Preparé el viaje a conciencia, lo juro. Hice mis deberes y miré y remiré los libros tratando de aprender detalles de aves que iba a ver por primera vez. Horas machacando las guías, intentando adelantar el trabajo de identificación, buscando las diferencias, los rasgos fundamentales, para una tipificación inmediata y exitosa de todas y cada una de las especies nuevas que me iba a encontrar. Por repasar, repasé no solo los nombres en castellano y los latinajos, sino que me hice lista de puño y letra -de puño porque con sangre la letra entra, o no sé qué parecido, se decía- con la traducción de los nombres en inglés, por si acaso.

Luego da lo mismo todo. Te plantas delante de un pajarito y entre prismáticos y cámara tienes que – sí o sí- colgarte las gafas de ver de cerca, porque, hagas lo que hagas o hayas hecho, tendrás que abrir la guía a la mínima.

Caso práctico: una collalba y mi monólogo interno.

– Ese manto gris, esos matices ocres en el pecho… tiene que ser collalba gris.

– ¿Y si es gris, por qué tiene el antifaz tan grande? Es collalba de Seebohm.

– Pero esas plumas ocres en la espalda: ¿Y si es una rubia cambiando de plumaje y me he venido hasta aquí para ver algo que se llama Oenanthe hispánica?

– ¿Si tiene ocre y gris en el manto, será porque es una collalba desértica, no?

– Que no Javier, coño, que tiene las primarias sin unir a la garganta, es una Seebohn de libro.

– Ya, pero tiene ocre en la espalda…

Y vuelta a empezar. Y así a cada parada.

Solución a la cuestión: en las guías viene también el plumaje de otras estaciones y conviene no ser idiota y mirar cómo son los bichos en otoño.

Collalba de Seebohm (Oenanthe seebohmi), macho.

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Podría negar lo anterior.

Pero no: fue así y, además, durante media hora. Y aún al día siguiente volví a revisar el tema. Y es que la fiesta de conmemoración de mi ineptitud no había hecho más que empezar y las collalbas -y más adelante se sumarían los aláudidos- me acompañarían durante todo el viaje.

De hecho, casi me atrevería a decir que todo se complicó cuando una -supuestamente- esclarecedora hembra no tuvo reparos en que la fotografiase, desde todos los ángulos y en todas las actitudes posibles.

– ¿Y si era gris, eh, Javierito?

– Que no empieces de nuevo: mira la brida.

(Y aquí Pepito Grillo se calló por un rato)

Collalba de Seebohm, hembra.

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Y cuando menos te lo esperas, ahí aparece ella.

Da lo mismo donde estés, en Marruecos o en España. En montaña, a 2.000 metros de altura o en una llanura a 200, siempre puede pasar. Miras a un poste o miras a un matojo seco. En grupos o en parejas, te las puedes encontrar. Bueno, si ellas quieren, si se dejan y si las dejan estar sin destruir su hábitat. Al menos esa es mi relación con las carracas (Coracias garrulus).

Ahora que lo pienso, esto me recuerda a mis intentos de protorelaciones sentimentales adolescentes. Y, anda, igual de fascinado con la graciosa belleza de aquella rubia, que con esta turquesa excéntrica.

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Cumpliendo deseos.

Un mes antes de nuestro viaje, España se tiñó de rojo debido a unas tormentas de arena en el desierto. Aquellos vientos, además de polvo, arrastraron hasta la península una cantidad inusitada de ejemplares de diferentes especies norteafricanas.

Rápidamente, se vieron publicadas en redes fotografías de esos exotismos tan delicados. Corredor africano, alondra ibis y, al menos, dos ejemplares de esta gloria del diseño de peluches para niños de 0 a 99 años; de este pajarito que deja a la altura de una gallina vieja al más adorable de los petirrojos. Esta minúscula ave cuyo gesto hace que el dulce mosquitero tenga el rictus de un cóndor de los andes cabreado.

Tan era así, que cuando le propuse a José María de la Peña, diseñador de la imagen de nuestra portada de primavera, que incluyera dos animales, le sugerí el fenek (Vulpes zerda) y a esta preciosidad, el colirrojo diademado (Phoenicurus moussieri).

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No me conozco.

La noche iba cayendo y el frío aumentaba. Estábamos muy lejos de encontrar un sitio donde acampar. Necesitábamos cobijarnos del viento helador que llenaba el medio Atlas. Hacíamos pista tras pista buscando un recodo angosto que nos proporcionase algo de calma. ¡El día había sido tan largo!

Avanzábamos con todas las luces del coche iluminando el camino, con la tentación de subir la velocidad para acortar el tiempo, pero circulando despacio y con la esperanza de que la noche nos brindase la ocasión de ver cualquier tipo de animal.

Y así fue. Un zorro cruzó la pista. Frenamos en seco y el animal continuó corriendo en paralelo a la pedregosa vía. Sin demasiada prisa, me dio tiempo a hacerle un par de malas fotografías. Luego desapareció bajo un pequeño puente que cruzaba nuestro camino.

Y ahí es cuando hice lo que no hay que hacer: dejé el coche donde estaba, con todos los focos encendidos, y corrí cámara en mano tras el bicho. Me precipité bajo el puente y rebusqué – sin mayor fortuna- hasta que me di cuenta de que el acoso no debe de ser nunca la vía por parte del fotógrafo de naturaleza. ¡Cuántas veces habré criticado esa actitud para ahora verme haciendo lo mismo! ¡Qué asqueroso me sentí cuando regresaba al coche!

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