El largo oasis del Ziz y los cortados al oeste de Risani.
Los cromos de un viaje bichero por Marruecos, 2ª parte.
FOTO Javier Marquerie
Bosques de alta montaña y la inmensa sorpresa verde en mitad del páramo desértico.
Tras una noche bastante complicada, en la que a duras penas pudimos dormir, enfrentándonos a un viento y frío inesperados, abandonamos el medio Atlas. En las praderas próximas a la hondonada, donde habíamos tratado de refugiarnos para pernoctar, pudimos comparar empíricamente las diferencias entre las famosas collalbas de Seebohm (Oenanthe seebohmi) y las conocidas grises (Oenanthe oenanthe), la presencia de numerosas chovas piquirrojas (Pyrrhocorax pyrrhocorax) y que los gorriones chillones (Petronia petronia) son tan curiosos aquí como allí y que todos ellos, junto a otras especies, estaban mucho más contentos de oponerse al viento fresco de lo que lo estábamos nosotros.
Nuestro siguiente destino era la larga garganta del río Ziz, que nos llevaría hasta el desierto. La garganta, en su mayor parte, forma un tupido oasis de vegetación (palmeras y frutales principalmente) crecido en mitad del páramo rocoso gracias al aporte continuo de agua que hace el río.
Y a su vera, incontables pueblos y aldeas.
FOTO Javier Marquerie
El ave del año que no quería levantar la cola.
El número de especies y la cantidad, en cifras generales, que puede albergar este largo oasis es sencillamente espectacular. Ruiseñores combatiendo por territorios en tierra, oropéndolas reclamando a pleno pulmón, bulbules naranjeros abandonando su usual discreción para atravesar las huertas y claros, rompiendo improbables silencios, mirlos en cantidades ingentes, amén de decenas de especies ocupando todos los espacios.
Tras una pequeña salida a las tórridas alturas que bordean el oasis, donde se dejaron ver los primeros aláudidos específicos de la zona y los camachuelos trompeteros, la búsqueda de frescor nos empujaba a regresar al cauce. Justo al pie del camino y ya de regreso, un alzacola rojizo (Cercotrichas galactotes) mostraba su deseo de encontrar a hembra reproductora para cópula y lo que surja. Al mismo borde del camino, en la cúspide de una mata no muy alta, no cejaba en sus cantos. Obcecado en sus labores de ligoteo, permitió nuestra moderada proximidad sin alterar su comportamiento. La situación, la altura, la luz, la actitud, todo, era perfecto para obtener una estupenda fotografía. Todo, excepto que los diez minutos que duró la situación, el ejemplar en cuestión mantuvo baja la cola todo el tiempo, salvo un instante.
– ¿Y si no fuera un alzacola?
– No vayas por ahí, Javierito, que sabes que no.
FOTO Javier Marquerie
Mamíferos.
En los planes que manejábamos para este viaje los mamíferos tenían un papel muy importante. Íbamos a hacer una larga incursión en zonas deshabitadas al norte del Sahara, con intención de permanecer allí varios días estacionados. Pero, tuvimos que descartarlo rápidamente, incluso antes de cruzar el estrecho, por la ausencia de tiempo. Viajando como lo hacemos nosotros, para hacer lo que pretendíamos, hubiéramos requerido dos meses. Y para el plan “mamíferos”, sin otro destino, dos semanas. Habrá más ocasiones.
Mientras, nos conformaremos con bichos tan nerviosos como la ardilla de Marruecos (Atlantoxerus getulus).
FOTO Javier Marquerie
Las primeras veces.
Cuando era muy peque, vi un gorrión de colores. Mi madre no tenía ningún conocimiento profundo de ornitología, pero si el suficiente como para decirme que se trataba de un carbonero y sacarme de la oscuridad de la media docena de aves genéricas que era capaz de nombrar. Todo lo pardo eran gorriones -algunos lo eran incluso aunque tuvieran colores-, las rapaces eran águilas, lo marino gaviotas, y así en un continuo que supongo similar al 90% de los chavales de España. Ese mismo día, localizamos el sitio donde anidaba y durante esa primavera y verano tuve mis primeras lecciones autodidactas de etología básica.
Creo que ese fue el momento definitivo en que algo se torció en la neurona.
No pasaría mucho tiempo antes de que mi madre me hiciera prestar atención a un característico reclamo y me indicó donde mirar. Así aprendí a reconocer a los abejarucos.
Parados en un camino, a orillas del Ziz, yo volvía a ver por primera vez un abejaruco y recordaba todo esto en voz alta.
Abejaruco persa (Merops persicus).
FOTO Javier Marquerie
Sin insistencia, pero menos mal.
En este punto donde se agrupaban diversas especies, aparecieron un par de tórtolas senegalesas. Como fotógrafo de naturaleza en funciones, suelo no presionar al animal al que estoy fotografiando, al menos de manera consciente. Pero si además considero o tengo la presunción – mal fundada- de que me toparé esa especie en mejores condiciones, dejo la cámara tras la imagen testimonial y me dedico a la pura observación.
Creo que hice bien, porque no volvimos a ver ningún ejemplar de cerca y relajado y aunque la fotografía solo sea testimonial, pude ver a placer a esta preciosa palomita.
FOTO Javier Marquerie
Al oeste de Risani.
Buscando un golpe de suerte, que luego nos enteramos de que es anual -este año no, el pasado sí, habrá que ir el que viene- fuimos al oeste de Risani. Allí vimos al cuervo desertícola (Corvus ruficollis) con la luz dorada del atardecer, que era uno de los pájaros que más nos apetecía ver. Pero no vimos al búho desértico (Bubo ascalaphus), que es lo que la gente viene a buscar a estos lares.
A esta gran nocturna, prima hermana de nuestro búho real (Bubo bubo), a la que de hecho hasta no hace mucho se la consideraba subespecie de la nominal, como es grande, ya se le ha puesto apellido monárquico. Un poco más exótico que nuestro manido “real”, se le conoce con el rimbombante nombre de búho faraón.
Al que si vimos -mejor dicho, él nos vio a nosotros-, fue a Alí. Pero esa es otra historia que contaremos en otro formato.
FOTO Javier Marquerie
Y llegó la noche.
Noche del desierto, donde, más que la bóveda celeste lo que impresiona es el silencio.
Silencio absoluto y total, solo roto por los rumores de animales silvestres que pululan alrededor.
FOTO Javier Marquerie
Y llegó el alba.
Y con ella, el vibrar de la vida primaveral.
Nunca nos hubiésemos atrevido a sospechar que un páramo árido pudiese albergar tal variedad de vida.
FOTO Javier Marquerie
Vamos con los aláudidos.
Los meses anteriores al viaje estaba realmente emocionado ante la idea de enfrentarme a nuevas identificaciones. Para mí, ver un animal, retener características, apuntar mentalmente rasgos de comportamiento y hacer las primeras elucubraciones hasta el momento de abrir los manuales y guías es, adrenalítico. No voy a decir que sea como desactivar una bomba con un martillo o, yo qué sé, pilotar un avión acrobático, que digo yo que serán auténticos chutes de epinefrina en vena, pero tiene su emoción.
Pero los aláudidos marroquíes me tenían un poco tenso. No sé porqué, pensé que serían seres infernales, que se camuflarían entre las reverberaciones del calor y mantendrían distancias prudenciales de trescientos metros. Pero no, las alondras al sur del Atlas son tan encantadoras como las ibéricas.
Cogujada magrebí (Galerida macrorhyncha)
FOTO Javier Marquerie
Otro espeto de dudas.
Al pincho, largo y agudo, de mi desconocimiento, hínquele la posibilidad de una nueva especie, semejanzas muy directas con una vieja conocida y que el ejemplar se trate de un volantón. Cocínese al calor creciente presahariano y tendrá un riquísimo espeto de dudas a la manera del Sahara.
¿Curruca tomillera (Sylvia conspicillata) o curruca de Tristam o del Atlas (Sylvia deserticola)? La ligera tonalidad ocre en las partes inferiores y estar en una ubicación más propia de la Tristam me hacen decantarme por clasificarla como del Atlas, pero…
FOTO Javier Marquerie
Collalba desértica.
A estas alturas del viaje -inclúyase toda la fase de preparación, que es parte fundamental del viaje- el interés por las collalbas era absoluto. En Marruecos es posible ver ocho especies y hay citas frecuentes de otras dos. Y, además, es el típico pajarito con el que te quieres encontrar. Son curiosos, exhibicionistas, bonitos y simpáticos. Con caras de esas de las que si subes una fotografía en el grupo adecuado de Facebook, entre las respuestas, habrá varias animaciones de unicornios rosas que a su paso dejan un arcoíris.
A otro nivel, este grupo de túrdidos tiene el atractivo de ofrecer dimorfismos sexuales, variación de plumajes según edad y semejanzas muy notables entre especies.
En entregas posteriores de esta saga, se mostrará un macho, pero por ahora solo nos topamos suficientemente bien con esta hembra de collalba desértica (Oenanthe deserti) que, de un vistazo rápido y con luz complicada, sería difícil de diferenciar de una hembra de las collalbas culirojas, magrebí o, incluso, Isabel. Menos mal que tiene cola…
FOTO Javier Marquerie
Y el ave más frecuente de Marruecos.
Las preciosas collalbas yebélicas (Oenanthe leucopyga) resultaron ser un compañero de viaje continuo. Los juveniles, de píleo negro, eran realmente entretenidos de observar. Y a pesar de su nombre común (yebélica tiene su raíz en el árabe jabel, montaña) te la puedes encontrar en llanuras bajas, páramos de montaña, cursos de agua medios y bajos e incluso en poblaciones.
Durante el par de miles de kilómetros circulados por las carreteras y pistas marroquíes, la única ave atropellada que vimos fue, precisamente, una yebélica, lo que habla de su nivel de frecuencia.
Animado por el impulso de caer en el más profundo de los ridículos, generado por una impúdica tendencia a mostrar en estos artículos mi desconocimiento sobre la materia, voy a introducir como inspiración de futuros insultos hacia mi persona, una exhibición de mi sentido del humor.
Durante días, cada vez que veíamos una de estas collalbas, le decía a Mar: “Mira, Mar, la más violenta de las collalbas”. Cuando por fin se hartó de oírme la coletilla preguntó el porqué de esta: “Porque es la collalba ye-bélica” (Mar es asturiana).
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