Texto y fotografía
Javier Marquerie.
TERREMOTO ORNITOLÓGICO EN EEUU QUE, QUIZÁ, DEBERÍA SALPICAR A ESPAÑA.
Nombrar algo en honor a una persona con su nombre (epónimo) puede ser muy contraproducente. Hay que tenerlas todas consigo para consagrar, por ejemplo, una avenida a la memoria de alguien, ya que sus actos pueden hablar por sí mismos, incluso siglos más tarde. Por algo así es por lo que los cimientos, o al menos algunas de las primeras plantas, de la bien edificada afición pajarera norteamericana se están tambaleando.
Esto es lo que debieron de pensar en la Sociedad Ornitológica Americana (AOS) en 2020 cuando le cambiaron el nombre al escribano de McCown por escribano de pico grueso. Aunque por el momento el Rhynchophanes mccownii mantiene la memoralia en su nombre científico. El pajarito en cuestión cambió oficialmente de apellido en la nomenclatura común angloamericana debido a que el mencionado John P. McCown (1815-1879), además de naturalista aficionado, resultó ser un profundo racista y defensor a ultranza del esclavismo.
Aquello fue solo el principio y ha sido ahora cuando Colleen Handel, presidenta de la AOS, ha anunciado que cerca de un centenar de aves cambiarán sus nombres por razones similares. Handel ha manifestado que «hay poder en un nombre, y algunos nombres de aves en inglés tienen asociaciones con el pasado que siguen siendo excluyentes y dañinas en la actualidad».
Hay que entender que este corte de cabezas afecta a la memoria de auténticos tótems mundiales de la ornitología. Y, efectivamente, salen a la luz detalles execrables que, desde luego, hacen complicado mantener ciertos apellidos ligados a aves. Es el caso de Kirk Townsend (1809-1851) que, además de compartir su nombre con la reinita de Townsend y el solitario de Townsend, se dedicó -tal y como dejó reflejado en sus diarios- a saquear tumbas para conseguir cráneos de indígenas con los que obtener datos antropométricos que demostrasen la superioridad racial blanca.
Más doloroso es el caso de John James Audubon (1785-1851); ese jamaicano de origen francés y naturalizado norteamericano; ese aventurero que recorrió todo Estados Unidos descubriendo su avifauna; ese artista que registró con un gusto exquisito 490 especies y que dio nombre a muchas de ellas; ese propietario de esclavos con los que comerciaba; ese hombre que llamó la atención a la corona británica por abolir la esclavitud. Son tantas y tan graves las demostraciones racistas y esclavistas de este “protornitólogo” que la mismísima Asociación Nacional Audubon -con más de 500 delegaciones esparcidas por el mundo y 118 años de historia- ha sido una de las entidades que ha solicitado el cambio de nombre de las aves que lucen su apellido.
Pero el plan es eliminar todos los nombres de personas y no solo los de aquellos con un pasado deshonroso. Lejos de ampararse en una repelente y nociva equidistancia, la decisión tomada por la Sociedad Ornitológica Americana tiene como razón para cambiar los nombres comunes la utilidad y accesibilidad al conocimiento. .
¿Para qué sirve un epónimo a la hora del reconocimiento de las especies o del aprendizaje de sus nombres comunes? Hablamos sobre todo a niveles iniciáticos, donde el empleo de la terminología debe ser muy clara para una correcta divulgación. ¿Para qué vale aprender apellidos -del ave y de la persona-, acumular ese dato, cuando todo es nuevo y cuando el antropónimo en ocasiones ni siquiera está relacionado directamente con la especie? Sin embargo, la decisión se lleva por delante el más bello de los honores que un biólogo o un filántropo puede obtener por haber dedicado su vida o su economía en pro del conocimiento de la biodiversidad: que una especie luzca su nombre.
La AOS apuesta fuerte por los nombres descriptivos y, curiosamente, una importante mayoría de los pajareros estadounidenses apoyan la medida. Por supuesto, les ha faltado tiempo para encontrar un acrónimo con el que hacer campaña: BN4B, Bird names for birds.
¿Podría la SEO plantearse una pequeña revolución en los nombres comunes?
En España somos muy proclives a enaltecer la vida y obra de prohombres. Les otorgamos con facilidad la nominalidad de calles, hospitales, auditorios y universidades. Y lo hacemos con tanta precipitación que incluso no esperamos a que la honra llegue como homenaje a un finado ilustre, sino que, con valor y poniendo manos en fuego por encima de nuestras posibilidades, invitamos al titular a cortar la cinta de inauguración o a poner primeras piedras.
Esta habilidad para premiar en vida o inmediata postmortem también nos ha brindado la capacidad de rebautizar con bastante facilidad. Por ello, con conocimiento de causa, podemos asegurar que la bicefalia nominal antes citada dura unos pocos años y nada hay que temer a que ese pasito genere confusión en el conocimiento. Los nombres comunes se pueden cambiar.
Temminck, Wilson, Bonaparte… son algunos de los modificadores de los nombres específicos comunes empleados en España. Los tres ejemplos pertenecen a grandes naturalistas y se aplicaron sus apellidos, bien por ser descriptores de la especie, bien, como es el caso del paíño de Wilson, a modo de reconocimiento a su trabajo. Parecen ser científicos éticamente intachables desde la perspectiva actual, pero será cuestión de tiempo ver si corren la misma suerte que en la órbita norteamericana y cambian de nombre las especies.
En cualquier caso, los tres ejemplos -correlimos, paíño y gaviota- son aves que se pueden catalogar como poco frecuentes o cuya observación requiere de un esfuerzo especial. Por lo general, la nomenclatura común empleada en España cumple bien su misión descriptiva o el empleo de nombres singulares, como el jilguero. De hecho, la Lista de aves de España elaborada por SEO, en su columna de nombres comunes, derrocha creatividad lingüística y posee una riqueza terminológica inigualable que se amplía gracias a las distintas lenguas oficiales, localismos y modismo vernáculos.
Sin embargo, hay algunos casos de apelativos que, quizá y desde una inocente perspectiva, deberían revisarse en la ornitología hispana.
Por un lado, está el empleo desmedido del apelativo real y otros “monarquismos” y su sorprendente persistencia en contra de la importancia de algunos endemismos.
(Antes de escribir esto me he asegurado de que “real” no se emplea con la acepción de “verdadero”. Vendría a ser como si el Fringilla montifringilla fuese más pinzón que el Fringilla colebs por alguna característica de indudable valor científico. Armado con el excelente Avetimología de José Manuel Zamorano , he confirmado mis sospechas: real se aplica a las especies que sobresalen por su tamaño o belleza de su plumaje. Una acepción y percepción muy monárquicas, ciertamente).
¿Ya que se trata de gustos estéticos, a ojos de un nuevo aficionado no sería mucho más “real” o incluso “imperial” el impoluto y mayestático fulgor blanco y el considerable tamaño de una garceta blanca, que el anodino gris de la garza real o el confuso maremágnum de colores de la imperial? Sin duda, hablar de garza gris y purpura –tal y como se las conoce internacionalmente- es infinitamente más universal e intuitivo que real e imperial. Parece que al joven aficionado, al futuro científico o al ornitólogo no hispanoparlante se le pondrían las cosas más fáciles y el carácter descriptivo del nombre común cumpliría con su función perfectamente al eliminar del listado los obsoletos modificantes citados.
El paroxismo terminológico llega de la mano de los endemismos, descritos de manera más o menos reciente. Cuando en 1989 se determinó que el águila imperial que habitaba en la península ibérica era una especie diferente del águila imperial (oriental) presente en el resto del mundo antiguo, se la bautizó como Aquila adalberti. Este nombre ya se lo había impuesto en 1861 el ornitólogo alemán Ludwing Brehm, cuando pudo describir la especie por primera vez, gracias a que el almirante prusiano Wilheim Adalbert había financiado sus expediciones por el sur de Europa. Desde que se constató que se trataba de una especie diferente, y dada su exigua área de distribución, la comunidad ornitológica internacional no duda en referirse a ella comúnmente como spanish eagle, aunque “imperial” siga siendo oficial en el nombre común. Mientras tanto, en España, nos aferramos al modificante “imperial”, dejando en un tercer lugar el “ibérica”. Esa nomenclatura (águila imperial ibérica), en una trasposición a la técnica taxonómica establecida de forma científica, relega a la especie a la categoría de subespecie, al menos en un espectro estético-semántico.
Un caso parecido, ya enmendado y que por ello demuestra que se pueden hacer estos pequeños cambios, es el Picus sharpei. The Cornell lab of ornitology aún reconoce que usualmente se la considera conespecífico del Picus viridis. Incluso la última edición de la guía Collins -la popular Svensson– directamente no se hace eco de su existencia, citándolo a modo de subespecie, para indicar que el Picus vaillantii norteafricano es muy similar. Esta escisión taxonómica del pito real (por otro lado, conocido mundialmente de manera mucho más descriptiva como pito verde) se llevó a cabo bajo la designación común de pito real ibérico, no siendo hasta la revisión de la Lista de Aves de España de la Sociedad Ornitológica Española (SEO) de 2022 cuando, por fin, desapareció el vocablo inútil.
En lo referente a lo que podemos llamar asuntos éticos o políticamente incorrectos, posible origen del pequeño incendio ornitológico norteamericano, nosotros también tenemos algunas ascuas ardientes. Tenemos los moros y morunos.
Sin incidir en lo obvio -y sin olvidar que se llama Passer hispaniolensis-, el gorrión moruno bien podría adoptar el modificador “mediterráneo” debido a su distribución, o un mucho más efectivo adjetivo que haga referencia a su oscuro moteado pectoral. Una vez más, sería un cambio útil e intachable.
Respecto al busardo moro, su apellido es a estas alturas, incorrecto. Llamar así a un animal cuya distribución llega a Kazajistán, India, China y Mongolia es, cuando menos, pobre. Y en el aspecto ético podría tildarse de vergonzoso si tenemos en cuenta la acepción despectiva que hoy tiene el vocablo “moro”. Su latinajo, Buteo rufinus, podría ponernos sobre la pista de un busardo rojizo, ya empleado en Cataluña (aligot rogenc), o el inglés long-legged derivar en un “patilargo” de resonancias muy pajareras.
Son solo ejemplos para tener, quizá, en cuenta a la hora de afrontar unos cambios motivados por razones no científicas en la Lista de Aves de España emitida por la Sociedad Ornitológica Española, siguiendo la estela dejada por la homónima norteamericana. Hipotéticos cambios que, en algunos casos, habría que acometer, más proto que tarde, por razones éticas y estéticas y, en otros, podrían considerarse casi secundarios. Sería una iniciativa, teniendo en cuenta la manera en que afecta a tradición y conocimiento -popular y científico- de las aves, difícil de encarar. Estas valoraciones corresponde hacerlas a los que realmente saben del asunto, que no deja de ser una especialidad científica en la que entran en juego múltiples factores.
Handel se manifestó al respecto de la siguiente manera: «Necesitamos un proceso científico mucho más inclusivo y atractivo que centre la atención en las características únicas y la belleza de las propias aves. Todos los que aman y se preocupan por las aves deberían poder disfrutarlas y estudiarlas libremente»
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Me parece bien. Cambiar el nombre científico será mucho más complicado y farragoso pero es una ardua tarea que hay que afrontar desde mi punto de vista. En el caso del nombre común en muchos casos habría que traducir nombres vulgares en otros idiomas que hagan referencia a, como se comenta en el artículo, características propias del ave ( sin considerarlo un colonialismo, sino una forma de facilitar la identificación). Creo que además puede ser un magnífico entretenimiento y un gran aprendizaje.
Super interesante el artículo! Totalmente cierto que es hora de una revisión para plantearae una actualización