¡Por todos los escribanos hortelanos!
EL EMOCIONANTE SEGUNDO LIBRO DEL AUTOR DE "PAJARERO".
Pica, la urraca a la que temporalmente cuido y a la que el amor humano arrastró a una vida en cautividad apartada de los suyos por siempre, se empeña en picar el destacado en la portada que advierte del prólogo de Antonio Sandoval. En él, Sandoval subraya dos cosas. Por un lado, y ya desde el título de dicho aperitivo literario, urge a pasar de largo de sus palabras y zambullirse de lleno en la novela. Por otro, señala el carácter viajero del texto y la capacidad de Carlos Lozano para convencer de que el vuelo del protagonista es también el del lector. ¡Qué certero!
Dejando de lado la bíblica paloma, el ave con capacidades intelectuales humanas más famosa de la literatura en clave de fábula es, sin duda, Juan Salvador Gaviota (Richard Bach, 1970). La protagonista sufre todo un proceso de superación personal que la lleva a buscar -a muerte- la libertad individual frente al grupo. Se embarca en una carrera por ser la gaviota que vuela más rápido, más alto y la más capacitada para las acrobacias, logrando así la gloria eterna, planeando entre seres plateados. Teñido todo ello de una pátina de prosa post-hippy.
En realidad, se trata de un canto a las virtudes del capitalismo frente al comunismo de la guerra fría, escrito -muy bien, por cierto- por un antiguo piloto de las fuerzas aéreas norteamericanas que describe, de manera vibrante y sentimental, el proceso de superación deportiva de los aviadores. El autor hace gala de un conocimiento muy esmerado de las leyes de la aerodinámica y del indomable espíritu humano, al tiempo que pone de manifiesto cierto desconocimiento de la naturaleza de las gaviotas.
Nos gustan las aves. Dedicamos mucho tiempo y recursos a ir a observar pájaros. Miramos con ojos golosones la publicación de cualquier nueva edición de una guía de identificación que ya está en nuestra biblioteca personal. Y, la inmensa mayoría hemos disfrutado, más de una vez, del libro de Bach.
A grandes rasgos, estamos dispuestos a devorar cualquier publicación en la que los pájaros sean los protagonistas. Interesantísimos estudios científicos, descripciones etológicas y taxonómicas y -por suerte, muy abundante en las últimas décadas- literatura de acercamiento a la avifauna, desde una perspectiva más sensible: compilaciones sobre sorprendentes demostraciones de inteligencia, profundizaciones comprensibles acerca de sus capacidades sensoriales, e importantes esfuerzos para sensibilizar sobre la interacción entre los seres humanos y los emplumados. Pero, casi siempre desde un punto de vista antropocéntrico: todo contado, enumerado y evaluado desde la elevada perspectiva sapiens.
Al protagonista de ¡Por todos los escribanos hortelanos! (Carlos Lozano Robledo, 2022. Bichomalo libros) lo único que le importa es sobrevivir, comer y reproducirse. Para ello -y como todas las especies migradoras- tiene que hacer un gran viaje. En contraste con la famosa gaviota, este zarapito está motivado por cosas de pájaros, hace cosas de pájaros y siente cosas de pájaros. Por supuesto, claro, el autor sabe de lo que está hablando.
El héroe homérico es Fino, un joven miembro de la especie zarapito fino. Para conocer la realidad de esta especie basta con abrir por la página 170 de la versión española de la 2ª edición de la Svensson. Tras los nombres común y científico, figura un lacónico “¿extinguido?”. Por desgracia, en la tercera edición han sustituido la palabra por una rayita larga, que más que guion ortográfico parece línea que representa el momento en el que el monitor de constantes vitales del quirófano deja de ser necesario.
Te da un uppercut de izquierda, para dejar tu corazoncito sintiente a la altura y distancia idóneas para lanzarte un directo verbal con la derecha y hacer que beses la lona emocional.
Lejos de limitarse a narrar una aventura de ficción, Lozano lo que propone es una invitación a que el lector viva este viaje desde la perspectiva del animal. Así, por ejemplo, describe con detalles físicos cómo siente el ave el impulso de iniciar el gran viaje; cómo se materializa visualmente el mapa de la ruta que ha de seguir o cómo percibe el rastro de la senda de los bandos migratorios en el cielo nocturno. Una vez más, ninguna de estas descripciones se asemeja a una percepción o sentimiento humano.
Muchos de estos impulsos “orníticos” responderán a datos científicos contrastados: seguro que la etología del protagonista estará bien fundamentada o basada en especies próximas de las que sí se tienen datos. Pero otros saldrán de la calidad literaria y creativa del autor. Y ahí radica la belleza de este libro: ¿qué amante de las aves no ha querido alguna vez sentirse como un pájaro?
¿Quieres sentirte ave? Pues toma dos cucharadas.
Esta también es una frenética novela de viajes, en el sentido más clásico de la temática. Como tal, el protagonista, con el velo lechoso de la soledad siempre a cuestas, recorre un fatigoso camino que le llevará a conocer los paisajes más oscuros de su propia existencia. Inevitablemente, se irá encontrando con otras aves que le prestarán ayuda para superar las duras pruebas a las que se tendrá que enfrentar. En el camino, se adentrará en la pesadilla más desasosegadora de cualquier ser sintiente, incluidos bípedos: el acto o estado anímico que toma vida propia y la inercia consecuente que te lleva en volandas en una dirección por la que ya no quieres ir. Dolor y terror.
A todo esto, con decenas de especies que se entienden, que dialogan, tienen acentos que denotan sus orígenes (¡sí, de idiomas humanos!) e incluso se hacen gestos emotivos, “sí es que un zarapito puede sonreír”. ¡Es una fábula! A pesar de tener todos los ingredientes para ello, Lozano consigue no zambullir su texto en una piscina de sentimientos humanos y mantiene el drama en la profundidad de ese sentir animal que ha creado. Pero, ¡ojo!, eso no quiere decir que la novela carezca de pasiones. De hecho, está cuajada. Por ilustrar (cuidando las palabras para no destripar el libro), para un coprotagonista, la desaparición de un ejemplar emparentado significa únicamente que “ese lugar ya no es seguro”; para un lector sensible, significa una de las primeras coces en los higadillos.
En este juego de sinceridad dentro de la ficción, Carlos se empeña en enseñarte las cartas antes de jugarlas. Este pecho descubierto lo deja ver ya en la en la introducción al texto, atreviéndose a adelantar dudas, caminos literarios y parte de su estrategia como escritor. Destapa lo que podría ser ejemplo de la inquietud del lector, al mostrarte el mapa del viaje que vas a hacer. Y, por si fuera poco, al comienzo de cada capítulo, unas precisas, bellísimas y evocadoras ilustraciones de María Álvarez Orgaz te adelantan cuáles van a ser los protagonistas de las siguientes páginas. Despeja así de todo artificio literario la narración, centrando la emoción en el devenir de Fino. Trabajo muy arriesgado, ¡que es una fábula!
Una película de aventuras buena se distingue de una mala cuando le ves las costuras en el momento más inapropiado. En las más locas y emocionantes, el espectador, de repente, se dice a sí mismo: “no, no se van a atrever, ¿verdad?”. Y dos minutos después -y quizá mientras trata de disimular una lágrima rebelde- ese mismo telespectador sonríe viendo navegar en mar abierto el barco de Willy el Tuerto, después de 400 años varado en una cueva. O, tras haber cultivado patatas con detritus humano en la superficie de marte, el biólogo protagonista emula a Ironman volando a toda velocidad por el espacio, aprovechando la despresurización voluntaria de su traje de astronauta, y el espectador se agarra al reposabrazos, llevado por la emoción. Si el narrador es bueno, nos lo tragamos todo.
En las malas ocurre que, por alguna razón, en el momento álgido, cuando inexplicablemente en la estación de control de vuelo los científicos tiran al aire cientos de folios, ves que están en blanco. O cuando, gracias a la muy dramática y estúpida cámara lenta, te percatas de que el tipo en segundo plano está dando espadazos al aire, en lugar de asestar el golpe definitivo a un formidable enemigo.
Pues bien, en esta novela -y no estoy comparando al autor con Steven o Ridley- Carlos mete al lector en un torbellino. Mejor dicho, empuja al que sostiene el libro a subirse en el carrito de la montaña rusa. Según avanza, el libro va a más. Aprieta el tornillo con precisión y sin que reviente la estructura. Porque lo ves venir. Ves que te la va a meter doblada. “¡Venga ya! ¿No se va a atrever a eso?” Y, oye, dos párrafos después o estás sonriendo emocionado o estás limpiando los cristales de las gafas, que, por alguna razón desconocida, se han empañado súbitamente. La narración te sube para luego bajarte. Te da un uppercut de izquierda, para dejar tu corazoncito sintiente a la altura y distancia idóneas para lanzarte un directo verbal con la derecha y hacer que beses la lona emocional. Y así, cautivo y desarmado, el lector acepta sin dudar la mano salvadora que le ofrece la fina ironía y humor de Carlos para recomponerse y afrontar la siguiente aventura de Fino.
Y no falla. Desde las primeras páginas te agarras al estoicismo, al sufrimiento aceptado y echas a volar. Es la vida de un pájaro y Carlos la cuenta así, no hay más: ¿qué otra opción queda? En este magnífico juego de arriba y abajo, pero siempre un poco más alto, envida el autor. A mí me ha ganado.
Como tercer agente, en ocasiones igual de fulgurante y en otras compuesto de aceites viscosos y pesados, están los momentos interiores de Fino. Esos que narran lo que ocurre de corteza parietal para dentro. Esa poética, parca e íntima, onírica, en la que Carlos se desenvuelve tan bien, como dejó patente en Pajarero (Tundra Ediciones, 2019). Son calmas que estallan. Al leerlas desaparecen todos los sonidos ambiente que genera la propia lectura. Ya no están los fuertes vientos de levante reventándote los tímpanos. Ya solo están los pensamientos y sueños de Fino. Como limícolas caminando entre la niebla sobre el cieno, durante la marea baja en el estuario.
Pica, la urraca, no deja de intentar guardar comida por los pliegues de mis pantalones y chaqueta de lana. Así es imposible seguir leyendo. Para devorar las 43 últimas páginas de ¡Por todos los escribanos hortelanos! busco refugio en la habitación más tranquila de la casa. A falta de 12 hojas, Mar entra en mi guarida personal para contarme algo. Le basta mirarme a los ojos para desistir. Camina marcha atrás y solo dice “tengo que leer ese libro”. Las lágrimas son más incómodas para leer que una urraca escondiendo comida en tu ropa.
Ganas de leerlo!!