Texto
Mar López
“No soy un sujeto observando objetos. Soy parte de este mandala”. David George Haskell
Desde rocas en sierra hasta valles planos, pasando por bosques húmedos, este es el paisaje que puedes recorrer en Las Villuercas. Toda la variedad de verdes que nos ofrecen sus robles, alcornoques, encinas y madroños, se ven flanqueados por grandes tajos de cortafuegos que atraviesan el paisaje como una cicatriz. El valle está incluido dentro del Geoparque Villuercas Ibores Jara con un marcado interés, debido a la antigüedad del terreno y los fósiles encontrados en él. Este relieve apalachense huele a jara y a tomillo.
El amanecer siempre es un momento especial, el cuerpo aún está pesado y calmo y parece que ese estado alerta aún más nuestra percepción. Entramos por un camino de la carretera CC-20.2 entre Navatrasierra y Guadalupe. Estamos rodeados de montañas. Atravesamos la enorme herida que dejan entre ellos. Desde aquí, vemos la cima de dos riscos coronada por una nube. Los robles que se concentran en esta zona son viejos y grandes, los pequeños duran poco, debido a las necesidades alimenticias del mayor habitante herbívoro del lugar, el ciervo. Es por esto que vemos muchos pequeños árboles plantados y rodeados con red, para evitar ser comidos. Sobre ello nos cuenta Pepe que hay que cuidar de la regeneración de este lugar y propone que incluir a un depredador natural podría ser una buena solución..
Ahora accedemos a un llano. Por encima del amarillo del suelo se ven los verdes y grises del paisaje. La luna todavía mantiene su huella en el cielo. Cualquier lugar del camino es apto para refugiar un ciervo o acompañar su carrera. Subiendo una pequeña loma con el mínimo ruido que pudimos, nos cruzamos de frente con una cierva. Ni ella ni su cría ni nosotros esperábamos un encuentro tan cercano, unos cuatro metros. Es imponente escuchar la salida del aire filtrado por su nariz y esas pequeñas pezuñas frenando en seco y buscando el camino hacia la libertad.
Donde crees que no vas a encontrar asentamiento reciente humano, ahí aparece humilde una construcción de los años 90, la quesería bioclimática construida por José Luis Martín, más conocido como Martín Afinador y en la que se concibió el queso, muy premiado, de Guadarranque. Los perros vienen a saludarnos, conocen muy bien a Pepe, nuestro guía y regalo caído del Facebook. Pepe no solo conoce a los perros y la historia de la quesería, sino que casi podría mimetizarse con el lugar, igual que los muchos rabilargos y arrendajos que cruzan entre las ramas de los árboles abriendo el camino a nuestros oídos.
Al llegar a la Lorera de la Trucha, donde podemos encontrarnos con una acumulación importante de Prunus lusitánica -la mejor considerada de España-, recordamos casi instantáneamente un lugar de Madeira. Esta isla está arropada por la poca laurisilva que ya queda en las antiguas selvas y, al igual que aquí, tiene esa esencia mágica de los lugares sabios. Volvimos con nuestros recuerdos a aquel lugar, al intuir la luz que entraba por las grandes copas y esos verdes brillantes del musgo que tapiza todo a su paso. Sabes que estás en un sitio húmedo, aunque no veas agua. En un primer vistazo, sientes que ahí también podrían ser reales los cuentos de hadas y duendes.
Sabes que en cualquier centímetro de tierra explota la vida a nivel micro, ese nivel que es difícil ver y al que cada vez tratamos de acercarnos con mayor conocimiento y respeto.
Parece que entre la historia natural de este geoparque también hay historias de humanos. Dicen que es una zona empobrecida y que fue tierra de maquis. Allí también, escondidas en las cuevas, las mujeres parían, cuidaban, mataban y formaban parte de la naturaleza de una manera salvaje y sencilla (no en cuanto a penurias) que hemos querido abandonar y que poco entendemos ya.
Ahora también hay historias de humanos, unos que hacen carreras montados en dos ruedas atravesando Las Villuercas, sin ningún miramiento hacia el lugar, por simple diversión personal, que no revierte en nadie más ni en nada más y que, por supuesto, perjudica todo a su alrededor.
Las actividades humanas en entornos naturales deberían conllevar cierto grado de participación, comunicación y aportación, con respecto, a lo que tienes bajo tus pies y no bajo tu bolsillo. Apelemos a esa diversidad de sensibilidades ocultas tras siglos de educación y cultura, que son las que verdaderamente hacen cambiar los comportamientos y empatías necesarios para la convivencia mutua.
Seamos motoristas y naturalistas y abramos así los múltiples y ricos contextos que nos rodean, las prioridades, las opciones y las decisiones para poder encontrar así nuestro verdadero poder: la capacidad de flexibilidad y adaptación sobre lo que nos une.
Con este pensamiento, dirigí mi mirada a la Canchera del Ajo, llena de buitres leonados. Subimos hasta allí y vemos de cerca los aviones comunes y zapadores, de paso hacia el estrecho, que vuelan con agilidad en torno al pico, rodeándolo y haciendo cabriolas en el aire, mientras van cogiendo todos los insectos que se encuentran. Juegan y comen. Ahí, en ese lugar, podíamos divisar toda la heterogeneidad del paisaje. Girabas a la derecha y era completamente diferente de si lo hacías hacia la izquierda o delante o detrás. Veíamos el campo amarillo con encinas diseminadas, los bosques bajos, las piedras grises que componen los riscos con sus afiladas puntas y su perfil fino (extrañamente fino, delgado, de hecho), la jara mano a mano con los madroños. Las nubes, con esa luz dura de la mañana, creaban sombras sobre los valles y, de repente, todo tenía un volumen especial. Los colores formaban capas múltiples y relieves que demarcaban los espacios, tan claramente que podían ser únicos. Era como si pudieras quitar trocito a trocito, recortando por los bordes bien definidos de cada color y llevarte en el bolsillo una calidad única e indivisible de toda esa belleza. Como si alguien hubiera puesto las cosas juntas pero muy ordenadas, sin mezclarse.
Y yo me pregunto:¿cómo es posible que se cumplan todas las necesidades que cada lugar requiere, si están en un mismo espacio? Y pienso que tenemos la diversidad diseminada en nuestra tierra, pero creo que, en el fondo, aunque lo entendamos, aunque tengamos respuestas científicas, nos cuesta abrazarlo. Parece que no deberíamos ni alejarnos ni contemplarnos como especie, fuera de lo que ocurre en la naturaleza y, muchísimo menos, como especie a extinguir. Formamos parte de esta ecuación y podemos, de hecho, ayudar a resolverla. ¿Estamos preparados para comprendernos dentro de ella?
Al inscribirte en la newsletter de El Vuelo Del Grajo, aceptas recibir comunicaciones electrónicas de El Vuelo Del Grajo que en ocasiones podrán contener publicidad o contenido patrocinado.