Texto y fotografía
Héctor Garrido
LA MARAVILLOSA HISTORIA DE UN LINCE DISECADO EN EDIMBURGO Y LA FAMILIA DEL AUTOR DEL TEXTO.
He venido hasta aquí al reencuentro de un muy querido y viejo amigo. Él está definitivamente inmóvil, detrás de una enorme vitrina. Sus ojos ya no ven, hoy son de vidrio. Habita otro país, otro clima, otro tiempo. Han pasado dieciocho años desde la última vez que nos vimos. Entonces era monte y hoy una ciudad. Entonces hacía mucho calor, ahora frío. Entonces era Doñana, el mítico parque nacional andaluz, hoy Edimburgo, en la fría Escocia. Entonces Zeus estaba vivo y hoy luce definitivamente estático, inmóvil, disecado.
Era en torno al año 2000 y yo apenas llevaba cuatro o cinco años viviendo en la Casa de Martinazo, la más aislada de las viviendas que aún existían en el interior del Parque Nacional de Doñana. Yo había sido un niño, podríamos decir que salvaje. Había crecido en el campo y entendía bien ese modo de vida aislado. De hecho, no comprendía el mundo lejos de la naturaleza. Había enraizado en mí, además, un profundo sentimiento conservacionista que guiaba mis acciones y permitía que el mundo salvaje dejara de ser un decorado para entrar a formar parte de nuestras vidas. Noé, mi hijo mayor, debía aproximarse a los seis años y el pequeño Iván, quizá no llegaba a dos. Zeus, sin embargo, ya superaba los once.
Para un lince, un lince ibérico, once era una cantidad considerable de años. En realidad, todavía no se conocía bien cuánto podían vivir. Y Zeus parecía que había vivido varios años más. Porque realmente hacía once que lo habían capturado y desde entonces portaba un collar radioemisor. Cuando lo capturaron ya era un adulto y no pudieron calcular su edad con certeza. Pero ya, entonces, con sus once, era el lince más longevo del que se tenía constancia.
Cuando la vida nos reunió en torno a Martinazo, el collar de Zeus hacía años que había dejado de emitir su señal. Su batería se había gastado y de su antena quedaba sólo un muñón en espiral. Servía para saber con un golpe de vista que aquel lince era y seguía siendo Zeus, aunque su señal se hubiera extinguido de los receptores de ondas hacía muchos años. Era el lince del collar.
Entiendo que debe resultar curioso que uno hable de un lince, o de un águila o de un zorro, del mismo modo que habla de un amigo. Pero la vida en el campo tiene esa inexplicable magia, esa forma de entenderse sin palabras y entre seres distintos que, para quien no la conoce, es tan difícil de asumir. Y hay otros linces en mi vida. En otro relato tengo que contar la historia del lince Hache y sus siete vidas. También podría narrar las maravillosas anécdotas de Linda, una zorrita que crié a biberón y me acompañó durante mucho tiempo. O de Valentina, una grajilla que aprendió a decir su propio nombre. En fin… Nunca saqué un pollito de un nido ni separé a un cachorro de su madre, pero de una forma u otra, todo cachorro desvalido o pollito huérfano terminaba llegando a mi casa y acababa incorporándose a mi familia.
Al principio de esta historia Zeus no era, en realidad, Zeus. No era ni siquiera un lince, sólo eran las huellas de un lince, que aparecían cada mañana en torno a nuestra casa y al gallinero. Junto a mis hijos sacaba moldes de escayola de aquellas huellas que nos parecían mejor plantadas y los poníamos a secar por la noche junto a la chimenea. Era una tarea que nos divertía y a la que dedicábamos muchas tardes. Con un cartoncito rodeábamos la huella y vertíamos con cuidado escayola líquida en el interior. Luego, bastaba con dejar pasar unas horas y retirar los restos de arena y cartón. Hicimos muchísimas y creo que debimos regalarlas casi todas porque hoy sólo conservo una que, aunque envejecida y deteriorada, es testigo de esta historia.
Luego Zeus fue un maullido nocturno, un grito de celo en torno a la casa, en la inmensidad de la noche. ¿Parece una expresión poética exagerada llamar inmensa a la noche? Para quien no ha vivido la noche en la naturaleza más salvaje, debe parecerlo. Pero quien ha sentido el peso del cielo sobre sí y el ruido ensordecedor del silencio, estoy seguro de que me entiende. Las personas que han vivido inmersos en la naturaleza experimentan sensaciones muy intensas, sensaciones que activan zonas de nuestros sentidos y de nuestros sentimientos que probablemente permanecían dormidas. Es por eso que a las personas de ciudad, a veces, les parecen fantasiosos nuestros relatos. Pero no lo son. Gonzalo Argote de Molina, en el Siglo XVI, en su “Discurso sobre el Libro de Montería” decía: “son tan maravillosas las cosas que acaecen en el monte, que dudan muchas veces los hombres de contarlas, porque la extrañeza dellas las hace increíbles”. Y así es. Y por increíbles que puedan parecer, a veces disfruto contando algunas. Aunque la mayoría pienso que nunca serán reveladas y se marcharán conmigo cuando me vaya.
En ocasiones, de noche, oíamos los aullidos, y gruñidos de Zeus. Hubo una noche de luna llena en que regresaba a la casa en el Land Rover y paré, como hacía con frecuencia, a disfrutar del silencio cerca del pinar del Martín Pavón. Apagué las luces y el motor del coche y bajé a pasear y sentir sobre mí el espectáculo de la noche iluminada. Y, allí mismo, a solo unos metros, tras unas matas, comenzó a maullar fuerte, bien fuerte, Zeus. Ya, por entonces, era un lenguaje muy conocido para mis oídos. Pero esta noche maullaba especialmente fuerte y seguido y además también gruñía. Pensé que lo hacía por mí, como un aviso: “no te acerques”. Y me senté en la arena. Entre nosotros sólo había una mata de lentisco, quizás menos de cinco o seis metros. Y de pronto, tras su gruñido, escuché un bufido y la respuesta de un maullido distinto, que nunca antes había oído. Mucho más agudo y claro, como más dulce. Zeus no estaba solo.
Disfruté en absoluto silencio de aquella escena de amor felino. Imaginaba, ya que no podía verlos, como Zeus le cortaba el paso a la hembra y la retenía en el lugar, cómo se rozaban, cómo jugaban al amor y cómo sucumbían definitivamente a él. Sus sonidos iban dibujando cada escena.
Aquellos días hablé con los expertos en linces y, en realidad, poco se sabía del maullido, del gruñido, del bufido y, en definitiva, de la forma de comunicarse de los linces. Así me lo confirmó Miguel Delibes que, de inmediato, mostró interés por la convivencia que comenzábamos a tener con los linces en aquella casita apartada en el corazón de Doñana. También en aquellos días telefoneé a Carlos de Hita, un excelente sonidista de la naturaleza, y cuando le describí aquellos maullidos nocturnos cogió el primer tren disponible desde Madrid para intentar grabar los linces de Doñana. Luego, su estancia se convirtió en varias maravillosas noches al calor de la chimenea de Martinazo mientras los linces guardaban silencio. Es probable que ya hubieran completado su ciclo amoroso por aquellas fechas.
Conforme transcurrían los días y las noches en la casa de Martinazo, la aparición de huellas y señales de presencia del lince se fueron haciendo más frecuentes, hasta que acabaron siendo diarias. Estaba claro que ya el lince vivía con nosotros. Y fue entonces cuando una noche sentí mucho revuelo en el gallinero. Alarmado, abrí la puerta de la casa y con precaución salí al exterior lentamente y agachado, ocultándome detrás de un pequeño muro que me llevaba hasta las proximidades del gallinero. Había mucha luna, creo que luna llena. Al llegar frente al gallinero me fui levantando muy lentamente hasta que asomé mis ojos sobre el muro. No había nada que se moviera frente a mí. Las gallinas aún se quejaban y buscaban un nuevo acomodo tras el susto que parecían haber pasado. Me quedé apoyado en el muro, apenas asomado, en absoluto silencio, mientras vigilaba el gallinero. Pasaron muchos minutos sin que nada se moviera, cuando percibí un brillo: algo destelló al otro lado, pero tan cerca que quedaba al amparo de la oscuridad de la pequeña sombra que proyectaba el muro. Y se movía ligeramente. Sentí un escalofrío de emoción al comprender que eran los ojos de Zeus, que permanecían clavados en los míos a poco más de un metro de distancia. El lince me llevaba observando desde el primer momento, con extrañeza, pero sin miedo, oculto por las sombras. Allí permanecí inmóvil, sintiendo tantas cosas bellas como se pueden sentir en ese momento. Por primera vez Zeus tuvo forma y tamaño, aunque aún carecía de color bajo el azul de la luna. Me pareció enorme. Estuvimos así un buen rato hasta que decidió levantarse y volver hacia el gallinero. En algún momento se puso de patas y golpeó la malla para susto de las gallinas, que se alborotaron, gritaron y aletearon.
Ahora estaba claro que Zeus debía haber sido la causa de la desaparición de alguna de las gallinas en los días anteriores. Así que al amanecer salimos a buscar restos por el entorno e inmediatamente encontramos las señales, las plumas y lo poco que había quedado de las gallinas de Noé. Porque tengo que aclarar que aquel gallinero era el mundo de pasión de mi hijo, que conocía cada gallina por su nombre y que pasaba una buena parte de su tiempo cuidándolas, pastoreándolas o acariciándolas (sí, a aquellas gallinas le gustaban las caricias de Noé). Por eso era un poco trágico que poco a poco Zeus fuera comiéndose algunas de ellas. Noé se debatía entre el amor por sus gallinas y la admiración que sentía por Zeus, que se comía sus gallinas.
Y así Zeus empezó a aparecer cada vez a horas distintas y finalmente comenzó a dejarse ver a plena luz del día, a mostrar que era más que unas huellas, que un maullido, o que una silueta en la noche. Zeus se hizo color y volumen. Si bien al principio todo ocurría a cierta distancia, poco a poco los encuentros cercanos se hicieron habituales. Zeus a veces cazaba alguna de las gallinas, que con frecuencia andaban el día completo en libertad, comiendo en torno a la casa. Noé vigilaba a sus gallinas preferidas y siempre estaba atento a que a esas no les ocurriera nada. Sobre todo, al hermoso gallo en que se había convertido Pio-pio, aquel pollito criado a mano y que aún disfrutaba cuando era acariciado y abrazado.
Pero para Zeus había otra razón para vivir en torno a la casa de Martinazo. Eran los gamos. Un gamo es muy parecido a un ciervo, pero un poco menor de tamaño y colores más vivos. Los machos ostentan unas cuernas planas muy hermosas, que los distinguen de los ciervos, que las tienen puntiagudas. Una gran manada de gamos habitaba en torno a la casa de Martinazo, en la pradera húmeda que casi todo el año ofrece hierba fresca. Allí las hembras crían sus chivarros y los machos roncan y pelean durante el celo. Son parte permanente del paisaje de la casa. Desde cualquier ventana, al fondo, siempre hay unos gamos. Y Zeus les daba caza con frecuencia.
Allí las hembras crían sus chivarros y los machos roncan y pelean durante el celo. Son parte permanente del paisaje de la casa. Desde cualquier ventana, al fondo, siempre hay unos gamos. Y Zeus les daba caza con frecuencia.
Un lince cazando gamos es, ciertamente, una rareza, ya que el alimento básico de los linces es el conejo. De hecho, lince ibérico y conejo son dos especies que han evolucionado juntas y vienen a ser, en la cadena alimenticia del Sur de la Península Ibérica, como dos piezas de puzzle que encajan. Pero hace años que el conejo empezó a escasear en gran parte de España. Una combinación de enfermedades ha disminuido sus poblaciones hasta la práctica desaparición en muchas áreas. Y en Doñana este proceso se ha cebado, hasta el punto de que es casi imposible ver un conejo sano, fuerte y grande, en la mayor parte del Parque Nacional. Y, como es lógico, tras la desaparición del conejo ha comenzado el declive del lince. Este hecho se ha agravado sobre todo en el corazón del Parque, aunque no tanto en las áreas limítrofes, hacia las que se han desplazado en busca de nuevas áreas de caza. Pero Zeus, con muchos años a sus espaldas, no había abandonado su viejo territorio. Había sustituido conejos por gamos. Y así lograba sobrevivir.
Todo este tema de la alimentación de Zeus levantó mucha polémica. Porque había quien defendía que aún quedaban conejos suficientes, pero que Zeus era demasiado viejo para darles caza y que prefería las piezas mayores, a las que podía ver mejor en la distancia. Se decía también, que debido a la edad podría incluso estar perdiendo la vista, quizás por unas cataratas incipientes. Pero lo cierto es que cazaba gamos, sobre todo hembras y jóvenes, aunque en alguna ocasión atacó algún macho. En una ocasión, incluso lo vi comiéndose una cierva que acababa de matar un poco más al norte, en Hato Grande. Era un lince que se había especializado en cazar presas de gran tamaño.
Y un día, como tantos, regresaba a la casa de Martinazo en el Land Rover cuando me encontré, de improviso, con una visión que ha quedado fuertemente grabada en mi memoria y que me produjo verdadero terror. Zeus, el lince Zeus, estaba encarado, frente a frente, con mi hijo pequeño Iván, a sólo unos centímetros de su cara. Estaba dándole caza a mi hijo de solo dos años.
Iván solía jugar con esa edad en un cercadito que le había construido dentro del jardín, junto a la puerta de la casa. Allí tenía sus juguetes siempre a mano y se sentía seguro, mientras andábamos en nuestras cosas. Su hermano Noé, cuatro años mayor, solía estar con los caballos o las gallinas. Zeus debía andar observándolos a los dos desde hacía tiempo, según pude deducir después. Al fin y al cabo, un niño es de menor tamaño que un ciervo o que un gamo y, sobre todo, corre mucho menos. Por tanto, era cuestión de tiempo que Zeus intentara probar suerte. Es simple. Ahora lo entiendo. Es un depredador y mis hijos eran posibles presas. Pero nosotros nunca nos detuvimos a pensar que algo así pudiera llegar a suceder.
Los rastros de huellas en la arena son como un libro de narraciones. Las personas que aprenden a leer los rastros de los animales pueden interpretar con absoluta fidelidad cualquier escena transcurrida en el campo, como si estuviera ocurriendo ante ellos nuevamente. Yo aprendí a interpretar rastros siendo un niño aún. Los guardas forestales de las marismas del Odiel, donde me crié, se volcaron en desvelarme muchos de sus misterios. Yo pasaba días completos con ellos, acompañándolos en sus rondas, aprendiendo la gramática del monte, la ortografía del campo, los mensajes ocultos de la naturaleza. Y, en consecuencia, fue muy sencillo recomponer lo que ahora voy a relatar. Todo estaba ahí, escrito en la arena.
Aquella tarde Zeus había estado paso a paso acechando a Iván, mientras él jugaba en su cercado. Había hecho la aproximación completa y se había situado en la cancela de entrada, que estaba abierta. Por suerte, allí se había detenido brevemente. Quizás oyó mi Land Rover que se aproximaba justo en ese momento o, a lo mejor, dudó en el último instante ante la presencia de aquella presa, con apariencia de pequeño humano. Zeus se sentó un instante. El instante previo al salto. Pero Iván oyó y reconoció el motor de mi coche y soltó sus juguetes para acudir a mi encuentro, pasando de estar agachado -a cuatro patas-, a erguirse sobre dos piernas y caminar hacia la cancela de entrada. Y, para sorpresa de Zeus, quizá por primera vez en su larga vida, su presa se dirigió justo hacia él, que seguía sentado en la entrada. Ahí es cuando desde la ventanilla del coche veo la escena y me doy cuenta enseguida de lo que estaba ocurriendo. Y, aún con el vehículo en marcha, me tiro y salgo corriendo aterrorizado y gritándole a Zeus: “¡déjalo!, ¡déjalo!” y a Iván: “¡corre, corre a la casa!”. Pero Iván y Zeus parecían petrificados, el uno frente al otro, con sus ojos clavados. Fue un instante eterno. Duró tanto que parecía que nunca llegaría hasta ellos. Sin duda, el tiempo se detuvo para mí mientras corría. Bruscamente, la cara de Iván cambió y se transformó en pánico. Se giró y comenzó a correr hacia la casa en busca de su madre. Zeus se levantó, volvió la cabeza y me miró molesto cuando ya casi llegaba a él. Y con la parsimonia de quien se sabe el gran cazador, comenzó a caminar hacia el llano, con paso ágil, pero sin correr. Fui tras él y cada pocos pasos se volvía y me gruñía. Pero nunca huyó corriendo. Unos cientos de metros más allá desapareció, perdiéndose en la maleza. Regresé a la casa a toda velocidad.
Dentro de la casa Iván lloraba desconsolado en los brazos de su madre, que no entendía nada de lo que pasaba. Iván, que apenas sabía hablar, sólo acertaba a decir algo sobre “las orejas”, creo que refiriéndose a los pinceles largos que el lince tiene en las orejas. Pero él lloraba y lloraba, sin consuelo. Yo aún tendría que esperar dieciocho años más para poder entender completamente su llanto. Muchas veces vamos dejando pendiente conversaciones y en ocasiones la vida te regala, mucho tiempo después, la posibilidad de retomarlas.
A partir de ese día tuvimos que poner límites a Zeus y vigilancia a Noé y a Iván. Ya por aquellas fechas Zeus había llegado a aparecer durmiendo la siesta a media tarde en nuestro jardín, aprovechando el fresco de este rincón. Zeus había amanecido junto al coche en la mañana. Zeus desde la ventana de la cocina. Zeus caminando ante nosotros. Zeus a cualquier hora. Y empezamos a delimitar los espacios de cada cual. Pronto comprendió que había sitios que no le pertenecían y, así, pudimos seguir conviviendo.
Zeus había llegado a aparecer durmiendo la siesta a media tarde en nuestro jardín, aprovechando el fresco de este rincón. Zeus había amanecido junto al coche en la mañana. Zeus desde la ventana de la cocina. Zeus caminando ante nosotros. Zeus a cualquier hora.
Pero Iván comenzó a tener miedos sobrevenidos a cualquier hora del día y pesadillas terribles que le hacían gritar en medio de la noche. Pudimos saber que soñaba que un lince (en su forma de hablar infantil era un “licen”) entraba a la casa por la ventana del baño. Nos hacía entender que los ojos del lince le daban terror. Pasamos muchas noches consolándolo antes de encontrar una hermosa e imaginativa solución a su trauma.
Aquella primavera había nacido Esperanza. El equipo de investigadores de “carnívoros” de la Estación Biológica de Doñana había ido a marcar una camada recién nacida de linces en el Coto del Rey, el área norte de Doñana. Allí habían encontrado varios cachorritos hermosos, en el hueco de un alcornoque y, debajo de todos aquellos peluches, un cachorrito muerto, probablemente asfixiado por sus hermanos. Sacaron al pequeño y uno de los investigadores, creo recordar que fue Javitxu, se entretuvo examinando el diminuto cadáver mientras los demás terminaban la tarea con el resto de la camada. Durante el tiempo en que Javitxu miró al cachorrito, le pareció que aún se movía levemente. Así que allí mismo comenzó a masajearlo y en unos minutos el pequeño peluchito comenzó poco a poco a revivir. Al rato, los investigadores ya estaban celebrando que se había salvado. Pero vieron que aún estaba débil y, como era más pequeño y frágil que sus hermanos, tuvieron claro que su destino en el alcornoque podría volver a repetirse. Así que decidieron llevarlo al Acebuche, donde desde hacía años estaban intentando sin éxito reproducir en cautividad a varios linces cautivos. Resultó ser una hembra y fue quien parió, tiempo después, la primera camada de cachorros de lince ibérico en cautividad. Ese parto constituyó, sin duda, uno de los momentos de mayor importancia en la conservación del lince ibérico, la especie de felino más amenazada del mundo. Y la pequeña lincesa revivida se llamó Esperanza.
Esperanza fue creciendo y pocos días después de su rescate ya era un peluche hermoso y juguetón. En las jaulas contiguas había también otros dos linces de la especie americana, conocida como Bobcat, que se habían traído hasta allí expresamente para aprender con ellos las técnicas de manejo que después se aplicarían en la especie ibérica, infinitamente más amenazada.
Hablando con los encargados del Centro sobre lo que le ocurría a Iván, se nos ocurrió la idea de llevarlo por las tardes a que conociera a los linces americanos con la esperanza de que su percepción sobre ellos cambiara y, con suerte, ir reduciendo sus miedos y sus pesadillas. Y así fue como Iván pasó muchas de sus tardes jugando con aquellos bobcats mansos y simpáticos y habituándose a ellos. Y finalmente, con el tiempo, también pasó muchas tardes con Esperanza, que poco a poco dejó de ser un cachorro para convertirse en una lincesa hermosa y grande, con un aspecto muy similar a Zeus. Y como todo esto ocurrió lentamente, Iván fue borrando aquella imagen y comenzó a dormir mejor, cada vez mejor. Hasta que en algún momento pudimos olvidarnos de aquellas pesadillas de ojos de lince. Así es que Iván fue uno de los pocos niños, quizás el único, que creció jugando con un cachorro de lince ibérico.
Mientras, Zeus seguía reinando sobre el llano de Martinazo. En una ocasión cazó un gamo casi delante de nosotros, frente a la casa. Digo casi porque estábamos de espaldas en aquel momento. Muchas veces he imaginado cómo debe ser ese momento en que el lince salta sobre el gamo, muerde su cuello y cabalga aún unas decenas de metros hasta que éste cae asfixiado, rodando los dos juntos por la arena. En aquella ocasión habían venido unos amigos y dábamos un breve paseo, cuando sentimos una brusca espantada de la manada de gamos. Al girarnos solo vimos los gamos huir despavoridos cruzando el agua y salpicando hacia todas partes. La imagen era tan bella que todos mirábamos hacia allá embelesados mientras a nuestra espalda se producía el verdadero espectáculo, origen de la huida. Cuando al cabo de unos minutos llegamos al lugar de la espantada, allí estaba Zeus sobre una hembra de gamo recién muerta. Nos retiramos lentamente y lo dejamos con su presa para que pudiera alimentarse.
Al día siguiente, a la caída de la tarde, me oculté entre unos juncos, frente a la gama muerta, que aún tenía mucha carne que ofrecer a Zeus antes de que los jabalíes o los buitres la encontraran. Llevaba mi cámara y un teleobjetivo de 400 mm Novoflex que se empuñaba como una escopeta. Allí estuve un buen rato hasta que empezó a anochecer y comencé a perder la esperanza de poder disparar aquella foto. Y fue entonces, casi en el momento en que me estaba preparando para marcharme, cuando apareció Zeus. De pronto se hizo visible caminando silenciosamente entre los juncos de la orilla del Caño. Llegó hasta su presa y comió un poco de ella. Cuando consideré que podía empezar a estar satisfecho y ya no le podía causar molestias, le disparé una primera fotografía. Apenas había luz, ya casi había oscurecido. Pero me arriesgué a disparar, pensando que nada saldría. Zeus reaccionó de inmediato al click de la cámara y comenzó a gruñirme, mirándome a los ojos. Hice varios disparos y en cada uno de ellos sentí la amenaza de Zeus, que parecía que se iba a abalanzar sobre mí. Solo nos separaban unos metros. Ante tal nivel de tensión, finalmente desistí de disparar más y esperé a que fuera completamente oscuro para alejarme suavemente, arrastrándome. Caminé hacia la casa, que solo estaba a unos cientos de metros de allí, pensando que aquellas fotos serían todas fallidas, por la ausencia de luz, que me había obligado a disparar a pulso sobre unas velocidades muy largas. Eran diapositivas y aún tuve que esperar una semana a que llegaran los resultados del revelado. Pero cuando abrí la cajita y empecé a mirarlas al trasluz, allí estaba el hermoso Zeus, sobre su presa, con la mandíbula manchada de sangre y la mirada de seguridad de quien no tiene nada que temer.
Pero me arriesgué a disparar, pensando que nada saldría. Zeus reaccionó de inmediato al click de la cámara y comenzó a gruñirme, mirándome a los ojos. Hice varios disparos y en cada uno de ellos sentí la amenaza de Zeus, que parecía que se iba a abalanzar sobre mí.
Pocas veces volvimos a vernos. Un buen día Zeus desapareció de Martinazo y luego supimos que había comenzado a viajar hacia el norte, hacia el Coto del Rey. Porque fue allí, cerca de la Galvija, donde un guarda lo encontró muerto un tiempo después. Flaco y con mal aspecto. La necropsia evidenció que la muerte le había sobrevenido por la edad. Había cumplido su ciclo sobradamente. Pero también evidenció sucesos terribles de su vida que nunca habíamos conocido. Cargaba con múltiples perdigones clavados en su cuerpo desde hacía años. Por las diferencias de calibre se pudo deducir que había sido disparado por cazadores varias veces a lo largo de su larga vida. Sinceramente, no puedo comprender que una persona pueda apuntar su cañón hacia un lince, sabiendo que está verdaderamente amenazado de extinción, y disparar a matar, como si nada. No lo puedo entender. Mientras escribo estas líneas ha llegado la noticia de la aparición de un nuevo lince muerto con el cuerpo cubierto completamente de perdigones. La prensa ha ilustrado la nota con la imagen radiográfica donde se ve claramente el disparo que lo mató. El cobarde que apretó el gatillo no ha sido aún identificado.
Han pasado dieciocho años desde aquellos años con Zeus en Doñana y he llegado a Edimburgo con mi mujer, Laura. Estoy muy emocionado desde hace días porque sé que me voy a reencontrar con Zeus. Su piel fue donada al National Museum of Scotland y hoy se exhibe junto a las maravillas de la aeronáutica, los fósiles del jurásico y los trajes folklóricos de los escoceses de las Highlands. En aquellos años, cuando los técnicos del Museo escocés vieron la fotografía que le hice a Zeus en el Caño de Martinazo, contactaron conmigo para que les enviara arena, plantas y elementos de atrezzo de aquel mismo lugar, con la intención de incluirlos en la composición de Zeus en la vitrina. Así fue que me pude enterar del destino de sus restos. Como si de la ceremonia fúnebre de un amigo se tratara, en una enorme caja de cartón metí todos aquellos tesoros de Doñana que me solicitaban y, además, una nota poética: un ramillete del aromático almoradú, planta endémica de Doñana. Y sobre la caja pegué la etiqueta de destino: National Museum of Scotland, Edimburgo.
Como habían pasado tanto tiempo desde entonces, en los días previos a mi llegada a Edimburgo contacté de nuevo con Miguel Delibes para que me confirmara que efectivamente Zeus se envió y que continuaba allí. Miguel, entusiasmado con la historia enseguida empezó a tirar del hilo hasta que localizó a Zeus y me mandó un mensaje con su ubicación exacta: “Level 5, Natural World, Survival, Hi3”. Y con este jeroglífico anotado en una libreta, me dirigí al Museo, con Laura e Icíar, que me acompañaban tan expectantes como lo estaba yo. Y allí, en su Level 5, estaba Zeus.
No hay nada más triste que un ser disecado, privado para siempre de su movimiento. Navegando entre el impacto y la decepción, me dejé resbalar lentamente en el suelo frente a la vitrina y allí estuve sentado, callado, mirándolo y recordando cada detalle de esta hermosa historia que acabo de narrar. Es increíble el alud de recuerdos que puede precipitarse en un momento como éste.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero sentí deseos de llamar a mis hijos y compartir aquel momento con ellos. Estuve durante un rato intentando telefonear a ambos, sin éxito, hasta que de pronto tuve comunicación con Noé, mi hijo mayor. Fue un momento muy especial, lleno de sentimientos reencontrados. Hablamos de linces y gallinas, del Coto de Doñana y del paso del tiempo. Y a lo largo de la conversación fuimos conscientes de un detalle increíble. En el mismo Level 5 en el que se encontraba Zeus, en el balcón de enfrente, habían situado una vitrina con gallinas disecadas. Me llamó mucho la atención porque el gallo que reinaba en el centro de la vitrina era muy parecido, por no decir que exactamente igual, al gallo Pio-pio que Noé había criado con caricias y defendido permanentemente de las garras de Zeus. De hecho, ahora que lo pienso, fue de los pocos habitantes de aquel gallinero que Zeus nunca llegó a comerse. Por eso nos pareció tan curioso que hoy, tantos años después, Zeus repose disecado en una postura de caza en la que sus ojos de vidrio miran eternamente al gallo Pio-pio.
De inmediato invoqué una nueva videollamada con mi móvil y al momento tuve frente a mí, en la pantalla, a Iván, a un Iván con abundante barba y veinte años de edad. Él estaba esperando este momento desde hacía días y los dos estábamos emocionados. Volteé la cámara del teléfono y en la imagen que recibía Iván en el suyo, apareció la cara de Zeus. Hubo un largo, muy largo, silencio.
“¿Cómo te sientes, Iván?”, le dije, al ver que su cara mostraba un gesto grave, más allá del asombro. Estuvo en silencio un largo rato antes de comenzar a hablar: “Papá, – me dijo- acabo de recordar lo que se siente en el preciso instante en que vas a ser devorado por un animal”. Ambos volvimos a quedar en silencio. Hacía dieciocho años que Iván necesitaba hablar justo de esto conmigo y hacía dieciocho años que yo esperaba esta respuesta. Simplemente, en aquel tiempo Iván aún no tenía palabras en su haber para expresarlo. Corrieron lágrimas y volaron sentimientos hermosos. Completábamos así una conversación pendiente.
Al rato apareció una familia con niños. El más pequeño de ellos fue directamente a la vitrina y se asomó a mirar a Zeus. Extrañamente, permaneció allí por unos minutos: el humilde gato andaluz le atraía más que todas las maravillas que lo rodeaban en aquel enorme edificio. Desde aquella vitrina Zeus aún podía atraer la mirada e influir en el pensamiento de un niño.
La Habana, 3 de enero de 2019.
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He sentido el peso del firmamento y la mirada penetrante de Zeus con lágrimas de emoción por esta hermosa historia. ¡Gracias!
Qué delicia de artículo, Héctor! Y qué envidia sana provocas con esas referencias a una vida en la naturaleza, algo que has brindado a tis hijos que serán, sin duda, personas muy especiales. Gracias!
Gracias. Sin recuerdos emocionados de un tiempo fundamental en mi vida. Hay aún mucho por escribir. Y por vivir!
Maravillosa experiencia, maravilloso relato. No puedo dejar de llorar
Gracias. Es emocionante saber que la energía de estos momentos sigue viva. Un saludo.
Hermosísimo relato. Sencillo, poético, con el único propósito de transportarnos a un mundo salvaje, bucólico y humano; en dónde el hombre es capaz de valorar la majestuosidad de la vida salvaje, siendo respetuoso de su entorno natural y capaz de ver en un animal la esencia de la majestad y la vida. Gracias por tan bello relato. Muchas gracias. Un abrazo desde la distancia, desde Colombia.
Muchas gracias. Un saludo a esa tierra hermosa y salvaje de Colombia.
Precioso e emotivo relato. Enhorabuena
Increíble…..gracias eternas por compartirlo….