Búhos pardos, búhos blancos.

El viento, bautizado como polar por los hombres y mujeres del tiempo, se hacía sentir muy presente. Definitivamente, yo no estaba suficientemente abrigado y el catarro que se venía presagiando en mi garganta y pulmones se empezaba a manifestar.

Había llegado pronto, a eso de las 17:10, mucho antes de que los búhos reales se sientan empujados a moverse. En el lugar ya había una pareja muy jovencita de aficionados a las aves. Ella estaba realmente excitada buscando los pájaros. Según me contaron, llevaban tras ellos horas, sin suerte. Justo en ese momento, escuché a una urraca hacer cosas de urraca. Les avisé de que ahí iba a estar uno de los búhos. El córvido, importunando a la magnífica rapaz, hacía que todo fuese mucho más fácil. La muchacha me miró con gesto de asombro mil veces ensayado y dijo: “qué crack”. Al oírlo procuré no hinchar el pecho por dos razones: para que no se me notase especialmente orgulloso por mi sagacidad – que lo estaba- y para evitar que la entrada masiva de aire desencadenase un ataque de tos echando por tierra ese momento de gloria ante la chica que seguía repitiendo “qué crack”, mientras negaba teatralmente con la cabeza y los ojos exageradamente abiertos.


El viento polar levantaba insistentemente una tercera oreja al paciente búho.

La sensación térmica empujó a los búhos a colocarse en ramas en las que podían aprovechar los últimos rayos de sol para calentarse, dejándose ver con buena luz. Aficionados de todo plumaje se iban congregando en torno a los dos pinos. La cita se había dado hacía diez días, quizá más. Desconectado como ando de ese modelo de teletipos, ni me había enterado. Pero estaba claro que el resto de la comunidad pajarera madrileña estaban más que informados sobre el tema.

A los treinta pajareros congregados se sumaban curiosos de paso, de cualquier edad y procedencia, que necesitaban saciar la curiosidad. No es normal, se mire por donde se mire, ver a un grupo así mirando fijamente y con emoción en sus rostros en dirección a unos pinos. Algunos y algunas paseantes se mostraban sorprendidos ante la buena nueva. A uno le decepcionó porque pensaba que iba a ser un pavo real que había subido hasta tan alta copa. Y dos chavalas muy zangolotinas, de probable origen eslavo, andaban haciéndose selfies.

Cuando hace un año y pocos meses llegaron los tres búhos nivales a la costa cantábrica, lógicamente, el revuelo fue mayor. Eran visitantes mucho más lejanos y además estaban emparentados, ni más ni menos, que con la mascota de Harry Potter. Esto sirvió para que periódicos de tirada nacional, provincial o local, de todo el estado, tuviesen un titular graciosillo y reiterativo. Fuentes mucho más solventes e interesantes especulaban sobre su forma de llegada, con varias opciones que no vienen al caso, pero no recuerdo que nadie se mostrase esperanzado con su futuro. A comienzo de marzo de 2022, el segundo ejemplar aparecía muerto en la plaza de toros de Santoña. Hasta la noche anterior siguió congregando a fotógrafos y observadores que habían peregrinado desde todos los rincones del país. Del tercero, nada más se supo.

Los aficionados, cuentan, fueron muy respetuosos con los búhos blancos. Sí hubo un fotógrafo que forzó un vuelo para obtener mejor fotografía y, dicen, que cuando el dispositivo de seguridad que se organizó miraba para otro lado, algunos aprovechaban para avanzar la línea unos metros. Por desgracia, generalmente basta que uno se sienta empujado a acortar distancias – como si eso sirviera de algo- para que el resto se vea perjudicado. Especialmente el bicho. Siempre el bicho.

En el parque de El Retiro la expectación no es tan grande. La especie es frecuente y está en expansión. Pero la proximidad, confianza y localización son sorprendentes. Nada parece afectarles. Nada les asusta. No dejan de ser unos búhos reales, los Jim Dinamita de la noche silvestre: en su barrio ellos imponen la ley de la vida y nadie les dice lo que tienen que hacer. Así que ahí pueden estar eso seres ruidosos y torpes con sus grandes ojos de cristal, sus bicicletas, sus crías chillonas y sus asquerosos coches, que esta parejita afincada en la urbe seguirá copulando a la vista de todo el que sepa mirar.

Los polizones del norte, aquellos tres nivales que de alguna manera – todo apunta a ello- cometieron el error de buscar refugio en el barco equivocado, no estaban en el sitio adecuado. Hambrientos y deshidratados del viaje no pudieron reponerse. Sea lo que fuere que estos depredadores estuviesen acostumbrados a cazar en su lugar de origen, aquí no lo tendrían muy a mano. Sus técnicas de caza, la climatología, la vegetación, la densidad humana… nada les era propicio. Estaban desnortados. Estaban fuera de su hábitat. Tenían mínimas oportunidades de encontrar el camino a casa y ninguna de sobrevivir aquí.

Los de El Retiro sí están en su sitio. Estos juegan en casa. Es precioso y magnífico ver cómo lo silvestre se comporta como un fluido. Por mucho que se lo pongamos difícil, por más obstáculos vitales que interpongamos, la naturaleza aprovechará cualquier fisura de nuestra locura destructiva para filtrarse y ocupar su lugar. Es emocionante
-eso pensaba ya más allá de las 18:20- sentir cómo estas dos gotas de salvajismo se escapan del cuenco formado por las manos humanas. ¡Plick! ¡plick!: ¡toma!, dos puntas de la pirámide trófica follando en el centro de la capital.

Es tan aburrido leer titulares en la prensa encabezados por un “invade” cada vez que se hace referencia a que un animal autóctono se ha dado un garbeo por una zona urbanizada. Y habrá quien lea esto y piense “ya está uno que cree que el monte es como en las películas de Disney”. Y probablemente añada “pues si tanto le gustan, que se los lleve a su casa, que aquí hay demasiados y se comen los conejos/ovejas/terneros/caballos”. (Esto puede parecer disparatado, pero si a los meloncillos de 3 kilogramos se les acusa de matar vacas de 200 kilos…)

Por el contrario, lo realmente disparatado, lo más que humanizado, el verdadero paraíso Disney es una sociedad que piensa qué por el hecho de construir, ocupar o cultivar un territorio, ese espacio le pertenece en exclusiva. ¡Idiota! En cuanto te des la vuelta, la naturaleza se irá escurriendo por las grietas.

Creer que unas hectáreas de pinos, encinas, cedros, con abundante agua y comida a espuertas no es un paraíso para cualquier depredador por el hecho de que tenga una vallita alrededor, es infravalorar mucho a los bichos desde nuestra perspectiva humana. Y pensar que no tratará de establecer el equilibrio natural -mira que son cabezones estos animales salvajes- es para partirse la caja. Solo habrá que esperar a ver cómo comienzan a aparecer alas de paloma desmembradas y bajar los efectivos de la colonia de gatos sobre la que están asentados, para darse cuenta de que lo silvestre se manifiesta a todos los niveles.

En estas cosas pensaba yo mientras esperaba a que esos dos bichos hiciesen algo que satisficiera las expectativas de los feligreses del santo momento allí reunidos. Esta tarde parecían reacios a hacer su vuelo en la penumbra, su giro de cabeza de 290º para clavar la mirada en el objetivo de un afortunado, o anunciar que el bufé queda abierto con un sonoro ulular.

De regreso a casa, tras desvanecerse la última luz solar sin que se movieran de sus perchas, no era consciente aún de que no ir suficientemente abrigado a debatir conmigo mismo sobre hábitats, búhos y humanos haría que tres días más tarde esté apuntando esta nota para un artículo y que los 38,9º de fiebre no fundan estas ideas junto al resto de mi voluntad.