De cuando un zarapito fino cabalgó el peixe cavalo.

A principios de abril del año 1999 me encontraba con Juan José Ramos Melo y un par de amigos más (Silvia y Abel), en el interior de una barca de madera. Acababa de amanecer entre la bruma y nuestra embarcación rasgaba las aguas turbias y calmas de la Merja Zerga, la enorme albufera ubicada en la costa atlántica marroquí.

La chalupa era tripulada por un único sujeto de facciones incómodas que, además, para rematar su áspero sex appeal, presentaba un ojo inerte e insondable. Con la capucha picuda de su chilaba cubriendo parcialmente sus encantos, el timonel nos aproximaba a las islas de arena aún emergidas, en una marea baja ya creciente, todo lo que el calado permitía. Cuando conseguía estabilizar la nave, yo disponía mi telescopio en un precario equilibrio y barría las manchas de limícolas con la esperanza de encontrar algún tesoro en plumaje de transición. 

Zarapito fino (Numenius tenuirostris), obra de Nacho Sevilla.

Solo en ocasiones muy puntuales, Caronte nos solicitó echar un vistazo por el telescopio —él estaba empecinado en aproximarnos a la mancha rosa de flamencos— y, para mi incomprensión, siempre lo hizo aplicando la cuenca ocular vacía, hábito que confirmó la enorme valía ornitológica del guía que habíamos contratado.

Regresamos a tierra firme, pagamos lo acordado a Willy “el tuerto”, y, aunque teníamos un muy escaso margen temporal, estuvimos los cuatro de acuerdo en tomar un té en alguno de los tugurios que había dispersos en el tan azulado como destartalado paseo portuario. Nos sentamos en la terraza de uno que tenía por nombre “Milano”, pues, por razones obvias, nos pareció que era el que mejor encajaba con nuestro carácter.

Andaba distraído observando a los ácaros trepar por la hierbabuena, en su desesperado intento de esquivar una dolorosa muerte por ebullición, cuando reparé que en una mesa contigua había un gato doméstico durmiendo sobre lo que parecía un libro de visitas. Me llamó mucho la atención que un negocio hostelero tan poco glamuroso invitara a que los clientes redactaran una valoración perdurable. Espanté al felino y abrí aquel cuaderno de hojas húmedas carcomidas por el salitre. Comprobé sorprendido que en las reseñas, firmadas sin excepción por turistas extranjeros, nadie hacía referencia al excesivo punto de la fritura de la morralla que servía el local, ni tampoco a la limpieza superficial de los vasos en los que no era descartable que hubiera trazas biológicas de las mucosas de Abderramán III. La realidad era que todos los comentarios estaban asociados a las aves del entorno y en ellos no se perdía ni una línea en aludir a la belleza de los dichosos flamencos o a la plasticidad de los bandos de gaviotas contra el sol del atardecer. En definitiva, el cuaderno era una suerte de bitácora en la que se enumeraban los avistamientos ornitológicos más interesantes que se habían realizado a lo largo de casi un decenio. 

Como era predecible, dos singulares especies acaparaban el protagonismo del local patch alauita: la lechuza mora (ahora conocido como búho moro) y el zarapito fino. La primera estaba puntualmente presente en los listados desde los albores de los registros hasta la última entrada. Sin embargo, el zarapito fino sufría un hachazo en 1995: justo el año en el que se produjo la postrera observación confirmada de la especie en el entorno.

Algunos pulgones sobrevivieron, el té se enfrió, y yo devoré los datos de los lustros previos al desvanecimiento del santo grial de los limícolas en el paleártico. Como no podía ser de otra manera, envidié insanamente a aquellos pajareros que llegaron a tiempo de disfrutar orgánicamente de la leyenda.

Pagamos la cuenta y, al poco de abandonar el restaurante, un tipo local, al reparar en nuestros prismáticos y en el telescopio que yo llevaba apoyado en mi hombro, nos detuvo presentándose como Hassan. Inmediatamente reparé en que en el libro de visitas del Milano aparecía con mucha frecuencia ese mismo nombre propio, trufado entre las frases de agradecimiento con las que los birders reconocían el rendimiento de su guía al haberles encontrado los targets más esquivos. En dichas reseñas, el paisano que ahora teníamos frente a nosotros aparecía íntimamente entretejido a la suerte del zarapito fino.

El tal Hassan nos preguntó si estábamos interesados en contratarle para ver la lechuza mora. Le contestamos que nos habría gustado hacer un intento dirigido, pero, además de que nuestro presupuesto nos había alcanzado para pagar por un solo ojo, cuatro vasos largos de té, y un saco de zanahorias como todo sustento alimenticio, debíamos seguir camino hacia el sur al disponer de una ventana muy exigua de cara a cumplir nuestro definitivo objetivo del viaje. La realidad es que nosotros habíamos venido a Marruecos para ver un ibis eremita y debíamos llegar hasta el estuario asociado a Tamri, ubicado a más de 700 kilómetros de Moulay Bousselham (el pueblo donde ahora estábamos) y a muchas horas de luces antiniebla y adelantamientos de pilotos kamikazes, en una carretera infame.

Hassan se encogió de hombros y convino que sería entonces en otra ocasión: “¡inshallah!”

Cuando estaba a punto de darnos la espalda, emití una pregunta que ni siquiera había pensado formular.

—¿Y qué pasa con el zarapito fino?

El guía marroquí dibujó entonces una sonrisa melancólica.

—A ese lo verás en la otra vida.

En el año 1994 —un año antes de la última cita en la Merja Zerga— Birdlife International estimaba una horquilla poblacional de entre 50 y 270 zarapitos finos (Numenius tenuirostris) a escala global. El 3 de mayo de 1999, menos de un mes después de mi paso fugaz por el famoso humedal marroquí, hubo una observación no confirmada de un individuo en Grecia; ese mismo año se vieron aves (avistamientos, de nuevo, sin homologar) en febrero y en agosto en Omán. Desgraciadamente y desde entonces, no ha vuelto a remitirse una cita fiable.

La falta de información sobre la ecología del ave en cuestión se resume perfectamente con el dato de que solo haya referencias fidedignas de un único nido localizado en Omsk (Siberia Occidental). Sobra decir que nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que ha provocado su dramático descenso poblacional. Las nebulosas causas de su desaparición pasan con toda seguridad por dos de los sospechosos habituales: la pérdida de hábitat y la caza indiscriminada.

Los últimos bandos de una especie que antaño se consideró común, se encontraron también en Marruecos. Una mareante cifra de entre 500 y 800 ejemplares fueron vistos en la laguna de Khenifiss durante el mes de abril de 1964. Asimismo, hasta 123 individuos se contaron en un bando cerca de Chebika en diciembre de 1974 (el año en que yo nací). Lejos de esos guarismos y en territorio europeo, hay un sorprendente registro de 20 ejemplares en Italia, dentro del golfo de Manfredonia (una zona habitual de paso migratorio de tenuirostris), en las marismas asociadas al Lago Salso durante el invierno de 1994.

Desde entonces, los observadores de aves sufrimos tres decenios de sequía hasta que el reciente 17 de noviembre de 2024 quedó confirmada la temida pero esperada extinción del zarapito fino, certificándose la primera desaparición de un ave continental europea en tiempos modernos.

Veinticuatro horas después del anuncio oficial, a primera hora de la mañana del día 18, recibí la noticia con esa frialdad que es inherente a la lectura de un whatsapp. Antonio Sandoval, antes de salir hacia el cabo de Estaca de Bares para censar aves marinas, se había cruzado con el artículo (firmado por Buchanan, Chapple, Berryman, Crockford, Jansen y Bond) que acreditaba la peor de las conclusiones y daba paso a las primeras notas fúnebres de un réquiem por una muerte anunciada. Antes de que su cobertura electromagnética fuera engullida por el Cantábrico y los toxos, Sandoval decidió enviarme el link del paper. Antonio, después del mazazo, concluyó su responso con un aséptico abrazo virtual.

A lo largo de mi jornada laboral, fui recibiendo avisos de amigos que, con toda su buena intención, pensaron en mí al ser conscientes de que acabábamos de pasar al otro lado del espejo. Los mensajes se iban acumulando en la nube mientras yo impartía Matemáticas y Biología a grupos de alumnos adolescentes que eran totalmente ajenos a la devastación que asolaba al mundo ornitológico.br>

Una noche primaveral de confinamiento soñé con un zarapito fino en migración activa. Al despertar sabía que iba a escribir un relato de ese viaje. Hablé con María Álvarez —actualmente, mi cuñada— y le propuse ilustrar el recorrido; ella primero confirmó su participación y luego preguntó: “zarapito… ¿qué?”; con esas buenas sensaciones, el siguiente paso era contactar con Juan José Ramos Melo, mi compañero de barca en la Merja Zerga y esa persona que vive en una tierra de nadie social a la que debes recurrir cuando se te ocurre una idea —o directamente una chorrada— que sabes positivamente que nadie más va a entender. Juanjo, para sorpresa de propios y extraños, acababa de abrir por aquel entonces una línea editorial en su empresa Birding Canarias. Establecí la llamada y le conté que iba a embarcarme en la epopeya literaria de un limícola que quizá ya ni siquiera existiese. Tras un silencio en la línea, Juanjo me contestó: ”A BichoMalo Libros le interesa ese proyecto”.

«Es este el relato de un viaje, pero no uno de placer. Esta es la crónica de un recorrido iniciático e inevitable»: así comienza la sinopsis del resultado en la contraportada del libro.

En el mar de frases que componen las 237 páginas necesarias para contar la aventura, hay dos palabras que no solo se repiten constantemente sino que además están implícitas en cada situación descrita; una de ellas es “extinción” y la otra es “esperanza”. Además de permitirme la licencia narrativa de dramatizar las emociones que me gustaría creer que vive un migrante de largo recorrido, mi voluntad siempre fue la de transmitir la sensación de desolación que un pájaro debe percibir cuando al alcanzar los lugares en los que se supone debe encontrarse con sus semejantes, no sea capaz de localizar a ninguno de ellos.

He llegado a entender que los desplazamientos espaciotemporales, tanto en aves como de peces, mariposas o mamíferos, tienen un potente componente innato y, lógicamente, están muy lejos de representar para los viajeros una decisión consciente; por ello, me interesaba mucho jugar con los devaneos mentales de un ejemplar que se sabía perteneciente a una especie prácticamente condenada a la desaparición y que, una vez interiorizado que su única oportunidad de salvación pasaba por continuar moviéndose, no tuviera ya ánimo ni siquiera de cumplir las obligaciones genéticas comprometidas muchos millones de años atrás.

Fino, que así se llama el protagonista, se plantea en la obra con mucha frecuencia el motivo por el cual debe seguir peleando en pos de lo que él empieza a entender como una utopía; es en este contexto de incertidumbre existencial en el que aparece la otra palabra clave del texto. La respuesta que los otros miembros de la clase aves que se va encontrando en su camino le ofrecen como solución a su declive anímico, es que nunca, bajo ninguna circunstancia, debe perder la esperanza (“¿Cuál es la otra opción?”, le plantean como estéril disyuntiva).

Como entiendo que le ha pasado a todos los que hemos seguido la evolución de los acontecimientos respecto a la marcha definitiva de los Numenius tenuirostris, a mí me ha costado mucho —y ahora, después de la puntilla del 17-N, todavía más me cuesta— encontrar motivos para la esperanza. Aparte de por Marruecos, pasé en mis viajes por lugares donde los zarapitos finos dejaron recuerdos y huellas en los limos o en las praderas húmedas; visité Omsk en Rusia, Túnez, Grecia, Omán, Hungría, Rumanía, Italia y Turquía, y siempre me planteé infantilmente la frivolidad de detectar un ejemplar en alguno de esos hotspots en los que el mito había recalado en un pasado borroso; precisamente aquí va implícito otro de los temas tratado en mi texto, que también ha sido valorado seriamente por los especialistas: la posibilidad de que existan casos de pajareros que hayan visto un zarapito fino y, o bien por soberbia, o bien por mediocridad, lo identificaran como alguna de las otras especies todavía comunes de Numenius.

Estos últimos años he hecho todo lo posible por ser fiel al ideario de mi propio libro y así darme una oportunidad para creer en lo muy improbable. A menudo, buscando algo a lo que agarrarme, ya fuera una serendipia o, directamente un “cisne negro” estadístico, regresé con cierta frecuencia a la fotografía de un ejemplar en Yemen en 1984; “¿quién coño ha mirado pájaros en Yemen desde entonces?”, siempre me he dicho para insuflarme ánimos. También me resultó moderadamente esperanzador el análisis radioisotópico realizado en tiempos recientes sobre ejemplares naturalizados que indicaba que la zona de reproducción no estaba tan asociada a la taiga —como siempre se había pensado a partir del nido en Omsk— sino mucho más a la estepa asiática. Desde que leí esa posibilidad, he entrado no pocas veces en Google Maps para viajar virtualmente por las llanuras al norte de Kazajistán y convencerme de las enormes extensiones que quedan todavía allí por peinar, muy a pesar del terrorífico avance de la agricultura intensiva en un país que aspira a ser productivamente competitivo.

Y cuando había recuperado la esperanza, cometí el error de ponerme filosófico, analizando neuróticamente el significado más íntimo del concepto “extinción” y, en consecuencia, disolviendo las certezas alcanzadas.

Incluso en un contexto ecológico, pensamos en las acciones humanas como algo artificial. Sin embargo, si una civilización extraterrestre con un nivel de inteligencia superior al nuestro auditara este planeta, no estoy muy seguro de que diferenciase con claridad las ciudades humanas de un complejo hormiguero o de un sofisticado panal de abejas.

No pretendo decir con esto que justifique la eliminación de especie alguna como una consecuencia natural a nuestro relativo éxito, pero sí creo que la obsesión antropocéntrica llega incluso a afectar al juicio social respecto de las causas y las consecuencias de nuestros propios actos. Es plausible que el problema real, desde una aproximación desapasionada y pragmática, es que la incomprensión de la importancia crucial del mantenimiento de la biodiversidad necesaria para el correcto funcionamiento ecosistémico, nos vaya a conducir a nuestra propia desaparición. Es decir, los sentimientos asociados a la belleza o la tristeza estética debieran quedar relegados muy por detrás de la asunción de los daños colaterales provocados por la función perdida en la biocenosis y el desgarro informativo generado en la red trófica.

La civilización extraterrestre que, según los expertos del programa Horizonte, actualmente analiza nuestros devaneos sociopolíticos, además de sentirse abochornadísima al observarnos, estará ahora pensando que el proceso de extinción en el que estamos trabajando —hombro con hombro, todos a una a una escala global, y no sin cierto orgullo— es ridículo e insignificante frente al que provocó la aparición del oxígeno, producido en masa por unas desalmadas pero muy exitosas —como lo somos actualmente los sapiens— bacterias fotosintéticas hace 2400 millones de años. Esos insensibles procariotas no solo liberaron un gas letal causando la muerte de todo aquel que no estuviera capacitado para gestionar los efectos oxidativos de una molécula tan aparentemente insignificante, sino que debido a la desaparición del efecto invernadero que ejercía el dióxido de carbono, al ser este fijado a mansalva en el amanecer metabólico del ciclo de Calvin, fue conjurado uno de los cataclismos en forma de cambio climático (glaciación Huroniana) más salvajes que la vieja Tierra recuerda. Tanto fue así que las cianobacterias consiguieron que el planeta, en su loco anhelo de terraformación, se convirtiera en una esfera —o en un pastilla, que dirían los terraplanistas— de hielo flotando en el Sistema Solar. Lo cierto es que no es descabellado creer que, de no haberla liado tan parda esas bacterias tan verdes, no habría ahora humanos con prismáticos colgados rasgándose las vestiduras de sus propias fechorías. Incluso podríamos llegar a pensar —seguro que esos alienígenas, que abducen cada cierto tiempo a votantes de Trump en el sur profundo de EEUU, también lo dan por hecho— que estamos siendo demasiado duros con nosotros mismos simplemente por creernos mucho más listos, más libres y más éticos de lo que realmente somos capaces de ser por imperativo genético.

Aun con todos estos paños calientes que nos permitirían quitarle hierro a la devastación sistemática del planeta —total, no tenemos un control real sobre nuestros instintos y ya se había hecho antes por seres mucho más simples y de una forma notablemente más efectiva—, el desperdicio evolutivo y la obsceno eliminación de variabilidad nucleotídica asociado a la exterminación definitiva de una especie que fue cincelada durante océanos de tiempo, es inasumible salvo que tengas kombucha en las venas o una freidora de aire por cerebro.

No obstante, y esto es lo peor en mi opinión, en el fuero interno de una pajarera o un pajarero —por mucho que nos cueste reconocerlo—, el dolor fundamental, el más rabioso e intrínsecamente humano, cuenta con un componente tan egoísta como infantil. Tenga la culpa quien la tenga, a los observadores de aves nos han hurtado la oportunidad de ver enmarcado en las tinieblas del telescopio un zarapito fino. Ya no podremos tacharlo: nos ha sido vetada la opción de subir a eBird el “pepinazo mayúsculo” para así fardar con los colegas en el RARO.

El 17 de enero de 2023, gracias a la inestimable y generosa mediación de Javier Gómez Aoiz —el Alfred Russell Wallace de nuestro tiempo y el definitivo maestro del uso del plural mayestático— María, Juanjo y yo presentamos “¡Por todos los escribanos hortelanos!” en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Rozando el lleno en la sala, conseguimos generar un muy buen ambiente (la presentación está grabada y es todavía posible visualizarla en youtube). Tras firmar unos pocos ejemplares de uno de los libros más infravalorados en lo que llevamos de siglo, fuimos a tomar unas cervezas con algunos de los asistentes. Ya era tarde cuando despachamos a los más crápulas y, como teníamos un ingrato tránsito de transporte público desde Nuevos Ministerios hasta Fuenlabrada, Juanjo una vez más se erigió como un héroe trágico y se sacrificó por los inocentes pagando un Uber de su bolsillo.

A los pocos minutos nos recogió un coche negro conducido por un tipo más negro todavía. Avanzando por el Paseo de la Castellana, Juanjo, que como siempre ocupaba el asiento del copiloto para así dormirse en un santiamén, cuestionó —en plan Cocodrilo Dundee— al chófer respecto de su procedencia, confirmándole este que era originario de Cabo Verde. Juanjo, que ha visitado en varias ocasiones esos yermos macaronésicos (ha participado allí en un proyecto audiovisual), entabló una surrealista conversación con el conductor —que a duras penas hablaba español—, en la que departieron sobre temas tan dispersos como la belleza de las mujeres caboverdianas, las arribadas de tortugas verdes y, sobre todo, divagaron sobre una especie de pez pelágico con cierto valor económico. Juanjo nos explicó a todos que “peixe cavalo” era además la manera con la que se conoce al hipopótamo en los países africanos con influencia portuguesa. Los dos isleños, que habían conectado entiendo que por compartir ancestros aborígenes, se estaban carcajeando con el enésimo conflicto semántico, cuando el cúbico tinerfeño recibió un aviso desde su móvil. Sacó su teléfono del bolsillo del forro polar y un fulgor azulado iluminó la oscuridad del vehículo. Nos informó de que era un mensaje de voz de Tomás Velasco, un pajarero mítico (presente esa misma tarde en el Museo en un discreto quinto plano, sentado junto a Jorge Fernández Layna) que lleva censando aves en La Mancha desde antes de que muriera Rocinante. Aun con lo poco resolutivos que son sus deditos, Juanjo acertó a activar la reproducción del audio para que los presentes, incluido su nuevo amigo tropical, lo escuchásemos.

“Juanjo, que no me he podido despedir, me ha encantado la charla. Comentarte que yo vi dos zarapitos finos a principios de los noventa en la Merja Zerga. No sé si le interesará a Carlos, coméntaselo como curiosidad. Un abrazo”, pronunció Velasco.

Entonces se cuajó en el coche un silencio espeso y a mí se me tragó la oscuridad.

“No sé si le interesará a Carlos” —repetí mentalmente mientras descendía hacia el abismo—; «¡no sé si le interesará a Carlos!”», grité desesperado desde el asiento trasero.

“Malditos sean Juanjo, Tomás Velasco, el peixe cavalo y todos los escribanos hortelanos”, mascullé, reconociendo, por otra parte, lo bien que funcionaban las dos palabras de “pez caballo” para describir a un hipopótamo.

El fatídico 18 de noviembre —fecha en que me informó Sandoval—, al llegar a mi casa, desde la carpeta del ordenador en la que recopilé información durante la escritura del libro, extraje la foto del zarapito fino obtenida en Yemen en el 84; luego, en una ventana contigua, abrí la captura del ave adulta filmada en Marruecos a principios de los 90. En esa escalofriante toma, el fantasma caminaba por una pradera salpicada de ranúnculos por la orilla oriental de la Merja Zerga. Compulsivamente, amplié ambas imágenes hasta tal punto que las transformé en un cúmulo amorfo de píxeles. Apagué el monitor en un arrebato y me fui a la cama frustrado y cabreado, convencido de que los zarapitos finos nunca habían existido.

Esa noche soñé que un Numenius tenuirostris llegaba exhausto a una charca tropical en una densa negrura africana. En lugar de posarse en las aguas someras, el zarapito lo hizo sobre el lomo de un hipopótamo. Tras atusarse las primarias se giró hacia las estrellas como si tratara de decidir algo importante a partir de su configuración. Pareciendo haber encontrado lo que buscaba, emitió su burbujeante reclamo y voló utilizando como referencia una constelación particular.

(Llegados a este punto, es necesario recordar que, para las aves migratorias, Géminis representa a dos chorlitejos patinegros idénticos que se consuelan recíprocamente en la tétrica espera de que les llegue su turno).

A la mañana siguiente, al despertar, tuve la sensación de que Fino y yo habíamos coincidido por última vez: yo en mi vida y él en su muerte.

Escribiendo las últimas líneas de este bonus track de “¡Por todos los escribanos hortelanos!”, he rememorado ese momento del texto en el que Fino mira su gemelo especular —su personal “géminis”— en una lámina estática de agua; en la imagen que recibe de vuelta, le acompañan sus desaparecidos progenitores. Me ha emocionado mucho pensar que algún día también yo, estudiando mi reflejo en una pátina líquida, pueda descubrir allí a mi padre acompañándome.

Leí hace poco que en la piedra de la lápida de John Keats, el exquisito poeta romántico inglés que murió a los 25 años de tuberculosis, hay inscrito el siguiente epitafio: “Aquí yace alguien cuyo nombre estaba escrito en el agua”.

Si los individuos más sensibles de la civilización extraterrestre que nos juzga han leído esta brutal frase de Keats, sospecho que habrán convenido que no somos tan idiotas. A este respecto, y a pesar de que nuestra inteligencia permite exquisitas anomalías etológicas, tengo serias dudas de que la Ciencia por sí misma, sin el apoyo de la emoción y de la poesía, vaya a ser capaz de salvarnos del destino que llevamos codificado en nuestro ADN de superdepredador.

Lo que sí sé es que Fino habría elegido las palabras de Keats para decorar su tumba cubierta de níveos ranúnculos en los suburbios de la Merja Zerga.

De hecho, yo le escuché pronunciar —a su manera— esa misma frase.

Bajo la noche iluminada, a lomos de un peixe cavalo, Fino declamó ese verso para certificar su desaparición definitiva de mis sueños.

Tuéjar, una pequeña gran reunión.

Grandes ferias, pequeñas ferias, festivales, fiestas, para profesionales, veteranas, nacientes, internacionales, municipales, genéricas, específicas, alegóricas, de grullas, de vencejos, de buitres, de migrantes… hay reuniones para todos los gustos y colores. Hay citas pensadas para rozar la decena de miles de asistentes, las hay de carácter más íntimo e incluso alguna de eminente sentido festivo-nocturno. Para celebrar la llegada estacional o la marcha primaveral. Con intención didáctica, comercial o divulgadora. Las hay por toda la geografía y en (casi) cualquier mes del año.

Como actividad opcional, promocionando la industria local y como reconstituyente espiritual perfecto, tras un paseo pasado por agua, la organización del festival contó con Cervezas Galana para hacer una cata de sus productos artesanales. Maravilla de la cual El Vuelo del Grajo logró adquirir cierta cantidad para poder analizar con detenimiento en la redacción.

Un aficionado podría ir saltando de feria en festival por toda la geografía estatal y hacerse un gran año “socio-pajarero”, de lo más entretenido. Aunque quizá para que esto fuera cierto del todo, alguien tendría que montar algo en Baleares y las ciudades autónomas.

El Vuelo del Grajo, por ejemplo, ha asistido este año, de una u otra forma, a la Feria Internacional de Ornitología (F.I.O.) y al Festival del Vencejo en Alange (Extremadura), a la Feria de Ornitología de Castilla y León (OrnitoCyL) y al Festival de los Buitres de Tuéjar, en la Comunidad Valenciana. Tuvimos que cancelar nuestra visita a la Fiesta del Buitre en Castilla y León y al Delta Birding Festival por diversas razones. Terminaremos el periplo anual en el entrañable Letras Verdes de Canarias. Y empezaremos el 25, si no hay imprevistos, en el más radical de todos los encuentros: ‘El Raro’, de Galicia. Es tan así, que ni siquiera sé si se puede hablar de él en un medio de comunicación.

Sí, somos muy festivaleros. ¿Cómo no serlo si es una mezcla perfecta y equilibrada entre ciencia, conservación, diversión, amigos y panceta?

Tras la inauguración oficial del II Festival del Buitre de Tuéjar, Carlos de Hita introdujo a los asistentes en medio de una carroñada para aprender los roles de los buitres en una situación de competencia, según los sonidos que emiten. Mostró las voces de las diferentes especies de buitres ibéricos y como extra-ball puso la grabación que hizo recientemente, al encontrarse rodeado y en proximidad de una manada de lobos.

Receta sencilla para un buen festival.

El Festival de los Buitres de Tuéjar es una iniciativa que parte de un ayuntamiento con sensibilidad hacia los temas naturales y la conservación, y que se materializa con la participación de Numenius, con Virgilio Beltrán al frente y con la inestimable colaboración de Yanina Maggiotto.

La cita no estaba planteada como las del tipo “prepárate una agenda para poder encajar todas las actividades a las que quieras asistir”. No necesitas llevar un carné de baile para organizar lo que vas a hacer. Más bien se trató de un plan de fin de semana bien pensado. Fue una apuesta a un programa único. Del modelo: “empiezas por un lado, una cosa lleva a la otra, y, para cuando te das cuenta, has pasado dos días fantásticos”.

Pero si todo lo que se le ofrece al público es una combinación de actividades y conferencias, sin alternativas, sin una avenida llena de puestos comerciales o promocionales, ni una carpa con otras actividades, entonces los organizadores tienen que afinar bien. Si no dan con la combinación correcta y con los ponentes adecuados, el asunto se puede convertir en catastrófico.

Hay que tener algo especial para que si en una salida para la observación de fauna el cielo se abre y cae lo que no está escrito, el plan no se interrumpa y el resultado sea igual de interesante. Yanina Maggiotto lo tiene, vimos los buitres y disfrutamos de su buen humor y de una naturaleza impactante.

¿Y si además quieres que los habitantes del pueblo (invadidos por la manada de pajareros conservacionistas) se vinculen a los actos? No es fácil. Nada fácil.

Se trató de un plan de fin de semana bien pensado. Fue una apuesta a un programa único. Del modelo: “empiezas por un lado, una cosa lleva a la otra, y, para cuando te das cuenta, has pasado dos días fantásticos”.

Con esa trama, Virgilio se empeñó en tejer una buena manta que abrigase las expectativas de los asistentes. Los hilos a emplear –ahí está el secreto- tenían que tener buena calidad y una combinación de colores atractiva y armoniosa, pero con contrastes que le diesen chispa al asunto.

Como él mismo dijo, quizá se trate de un nuevo libro, pero por el momento Antonio Sandoval hizo recapacitar a todos los asistentes sobre las diferentes -y a menudo sorprendentes- razones para pajarear.

Si en el programa lees que todo empieza con un taller de ilustración impartido por Nacho Sevilla, ya sabes que la fiesta es de las buenas. El mismo Virgilio dirigió una de las salidas al campo que se organizaron durante la celebración del festival. Hubo anillamiento científico y hasta un concierto de jazz en un programa de actividades que, sin abrumar, resultó sencillamente perfecto.

*La descripción del resto del programa lo puedes encontrar en los pies de foto que ilustran este artículo.

La quinta especie. Javier Elorriaga, desde su experiencia como observador conservacionista, introdujo a los asistentes en el mundo del moteado, que es ya el quinto tipo de buitre presente en la península.

Bienvenidos a Tuéjar.

Si hay algo que sorprendió a todos los que acudían por primera vez a este festival fue el lugar de la cita y su entorno.

Llegar a Tuéjar desde cualquier punto de la geografía que implique no pasar por Valencia, te expondrá a utilizar una carretera de esas que hacen que se te caiga la mandíbula: la CV390. Hay que tomarse su tiempo para recorrerla. Es estrecha, revirada y con ascensos a varios puertos de montaña. Poco reformada -aún hay tramos con quitamiedos de pilones de hormigón con tela de valla rojiblanca entre ellos- de esta carretera podríamos decir que tiene “aires vintage”. Perfecta.

Esta ruta te llevará por el valle del Turia, cruzándolo por la presa del pantano de Benagéber, las estribaciones de la Sierra de Javalambre (cubiertas de pino carrasco principalmente) y atravesando la comarca de Los Serranos, topónimo que da una idea clara de por dónde nos movemos.

El lado más duro de la conservación lo mostró Itziar Almarcegui que habló de los trabajos para la recuperación del águila de Bonelli.

El pueblo de Tuéjar, además de bello, es agradable de visitar. Con 1.200 habitantes y mucho movimiento de fin de semana, tiene todo lo que hay que tener para que el ecoturista pueda disfrutar de unos buenos días. Camping, hoteles, restaurantes y, lo que es más importante, una red de pistas y caminos por los que acceder a paisajes realmente preciosos.

El festival, pueblo y comarca son cita y destinos muy recomendables.

Acabemos con los ahogamientos en las balsas de riego.

URGENTE. El borrador del Real decreto de seguridad de balsas de riego será aprobado próximamente. Necesitamos, los amantes de la fauna silvestre, una colaboración masiva para remitir alegaciones que impidan perpetuar las trampas mortales.

Los Grajos hemos venido a Ornitocyl, la Feria de Ornitología de Castilla y León, y nos hemos encontrado como siempre con asuntos interesantes y urgentes. Queremos compartir nuestra preocupación y a la vez la posibilidad de solucionarla o al menos intentarlo.

Ha salido a información pública el borrador del Real Decreto que regula la Norma Técnica de Seguridad de las más de 70.000 balsas de almacenamiento de agua en España. Desde GREFA (Grupo de Rehabilitación de la Fauna Autóctona y su Hábitat) dedicado al estudio y conservación de la Naturaleza, han elaborado un documento con alegaciones al mencionado borrador debido a que existe una gran preocupación ya que las medidas planteadas para la prevención de mortalidad de fauna son mínimas y muy superficiales.

Si os interesa y tenéis ganas de colaborar en la mejora del Decreto os planteamos dos maneras de hacerlo:

En este enlace del MITECO está toda la información y hasta el 30 de septiembre podéis remitir alegaciones a través del buzon-itdga@miteco.es indicando en el asunto: “Observaciones Normas Técnicas Seguridad Balsas”.

En GREFA ya han elaborado un dossier de propuestas que podéis apoyar siempre a través de entidades o personalidades relacionadas con la Conservación y el Medio Ambiente. Para conocer y apoyar dicho documento podéis dirigiros a carlos@grefa.org antes del martes 17 de septiembre.

Almeida y la garduña.

El consistorio madrileño parece empeñado en minimizar el efecto beneficioso para la biodiversidad que supone la renaturalización del Manzanares a su paso por la capital y ,aparentemente, apuesta por convertirlo en un nuevo lugar para eventos iluminando su cauce.


Recreación del resultado final.

Recientemente, el Ayuntamiento de Madrid ha anunciado su plan para iluminar cerca de un kilómetro del tramo urbano del Manzanares. Para ello, se emplearán 61 proyectores lumínicos -ampliables si así se requiriese- y 950.000€ de las arcas públicas. El objetivo es “impulsar el atractivo del ámbito, poniendo en valor su arquitectura, su patrimonio verde y ofreciendo una experiencia nocturna amable y más segura a vecinos y visitantes”. El proyecto recalca su supuesto carácter sostenible ya que “se realizará de manera compatible con los criterios de naturalización del tramo urbano del Manzanares, sin reducir las zonas con especies vegetales consolidadas ni aquellas en las que existe un desarrollo incipiente de especies que, en los próximos años, se afianzarán”. Especies vegetales, que aquí la fauna silvestre no cuenta.

Curiosamente, la propuesta destaca que se evitará la contaminación lumínica, ya que “los focos se sitúan en un cajetero del río, limitando las emisiones luminosas hacia el cielo”.

El proyecto termina con una amenaza: “El conjunto lumínico permitirá crear y activar espectáculos de luces desde cualquier lugar, con muchas posibilidades”.

Las obras comenzarán a finales de junio.

Sobra decir que la posibilidad de que la fauna, en especial las aves, elija Madrid Río como lugar de invernada o reproducción desaparece ante la idea de mantener el Manzanares iluminado.

En la carrera por recuperar las viejas políticas medioambientales.

Una lectura de los frecuentísimos programas electorales de anteriores elecciones despeja las dudas sobre las ideas regresionistas en el campo medioambiental que propugnan las derechas. La radicalización de ambas formaciones y su tendencia al mimetismo para pescar votos en los mismos caladeros, hacen que sea difícil saber de qué partido es cada promesa electoral. Así, por ejemplo, VOX proponía que para acabar con los problemas de contaminación del Mar Menor de Murcia sencillamente se quitasen a las lagunas todas las protecciones medioambientales. Mientras que el PP en su programa electoral hacía referencia al “medio natural” siempre como parte del “medio rural” y todas sus propuestas acababan por hacer referencia a la explotación agrícola, ganadera, cinegética o forestal.

Al contar este tipo de propuestas con lo que podríamos catalogar como “tradiciones arraigadas”, el paso entre teoría y práctica, que a priori podría parecer difícil de tomar, sorteando una multitud de barreras legales, a los lideres conservadores les basta un “sujétame el cubata, que voy” para aplicarlas.  Por desgracia, sobran los ejemplos. Recordemos, como muestra, que en Extremadura se puede cazar el meloncillo, que ha pasado a ser un temible depredador de ganado -con sus formidables 2 kilos- sin que, aparentemente, nadie en sus cabales haya revisado dicha norma.

Si la derecha propone que los espacios naturales estén fundamentados en un uso, disfrute y regocijo -tanto de ocio como económico- de los seres humanos, Almeida lo lleva a la práctica. Y su objetivo es reivindicar el curso renaturalizado del Manzanares y sus márgenes, como espacio de ocio y para la celebración de eventos.

Debimos todos darnos cuenta de ello cuando Almeida importó de Valencia la mascletá. El espectáculo pirotécnico, pagado a cinco veces su precio y que no cuenta con ningún tipo de arraigo o tradición en Madrid, fue programado en Madrid Río. De nada sirvieron los avisos sobre la presencia de fauna sensible en el rio y el próximo comienzo de la actividad reproductora.

El evento se realizó. Isabel Díaz Ayuso se permitió, incluso, hacer bromas sobre ello y la aparición de animales muertos relacionados con los petarditos.

Pero lo más sintomático era el uso de ese tono chulesco y despectivo con el que ambos políticos se referían tanto a las advertencias como a los que emitían los avisos. En cada una de sus declaraciones se transmitían, de manera más o menos velada, varios sencillos mensajes: “esto es un espacio humano, no animal”, “ya hay muchas palomas, me importan un bledo tus agachadizas chicas” y “¿qué más da ese valor medioambiental, si solo disfrutáis de él cuatro frikis?”.  Porque es así: tanto vales tanto importas. Y aquí el valor se mide en votos.

Las tres palabras al final del proyecto –“espectáculos de luz”- en realidad parecen significar mascletás, castillos de fuegos, conciertos, programación regular de eventos culturales o un nuevo lugar para Veranos de la Villa.

Almeida, la garduña.

Este dislate medioambiental podría estar inspirado en la técnica de marcaje territorial de las garduñas. Muy celosas de su territorio -como los zorros- las garduñas defecan con intenciones fronterizas. Y si encuentran en sus dominios la hez de otro carnívoro no dudarán en plantar encima su monolito oloroso.

Pues bien, el equipo municipal de Almeida, lo que está haciendo con esta cagada medioambiental es plantar un hito territorial.

Hay que remontarse unos años. En el primer mandato consistorial de Alberto Ruiz Gallardón se ordenó el soterramiento de la M-30. En mayo de 2007, sobrecostes faraónicos de por medio, la obra estaba terminada. Mientras los madrileños valorábamos positivamente el resultado y la balanza del “si nos lo podíamos permitir” parecía decantarse afirmativamente, los buitres especuladores afilaban sus uñas. La hecatombe de la zona se evitó gracias a la crisis de 2008. Pero Gallardón se iba, habiendo dejado para la posteridad el soterramiento de la M-30.

Luego llegó Carmena y optó por naturalizar el canal que era el Manzanares. Las impolutas y muertas aguas estancadas que adornaban dieciochescamente el rio capitalino empezaron a correr libres. Mucho más pronto de lo esperado, llegó una vegetación exuberante, autóctona y natural y, también de manera inmediata, una fauna espectacular. La nutria que localizó y fotografió Paco García, colaborador de esta publicación, fue el culmen, pero también se ha visto zorro y especies de aves bastante inimaginables un año antes. Agachadizas chica y común como invernantes, hasta cinco especies de láridos y otras tantas de ardeidas, una población fluctuante de martín pescador y así hasta un total de cerca de 140 especies avistadas. Éxito absoluto.

Con ese espíritu, que por evitar la palabra revanchista diremos reformador, de borrar el paso de la alcaldesa por la ciudad de Madrid, el actual consistorio borró “Madrid Central” del mapa para luego pintar un “Madrid Central” de nuevo cuño llamado “Madrid 360”. Hasta de los marrones quieren apropiarse. Porque, tanto para la derechita cobarde como para la derechona envalentonada, cargarse las limitaciones de tráfico es una inspiración política. Almeida bien podría haber elegido el papel de “a mí no me miréis, que fue cosa de Carmena”. Aunque, también es verdad, siempre quedará el comodín de la pérfida Agenda 2030.

Con Madrid Río, el alcalde, disfrazado de garduña, se dispone a soltar su bosta olorosa y conseguir que el nuevo tesoro medioambiental de la ciudad pase a ser el más glamuroso, chic y refrescante lugar de ocio del sur de Europa. Un nuevo río Sena en el que pedir matrimonio románticamente. Otro destino turístico.

Y toda esa gloria y rédito político/populista volverá a cambiar de manos. A las de la garduña y a las del Partido Popular de Madrid. Quien caga último… la caga más, pero mejor.

Y si no, al tiempo.

(Desde la redacción de El Vuelo del Grajo queremos pedir disculpas si algún lector ha podido sentir que la comparación entre el mustélido y el político encerraba el perverso fin de reducir a la categoría de alimaña a la garduña. Nada más lejos de nuestra intención).

Otra imagen virtual del resultado.

Madrid, la ciudad cateta y Almeida su representante.

No ha habido forma. En poco más de 36 horas, uno de los rincones más importantes para las aves madrileñas se verá atacado por el impacto sonoro de 300 kilos de pólvora explotando.

De nada ha servido que la Sociedad Española de Ornitología explicase desde el conocimiento lo que pasará. Tampoco que Ecologistas en Acción se haya manifestado en contra. Y mucho menos, que asociaciones animalistas y vecinales se hayan pronunciado al respecto.

Mientras la alcaldesa de Valencia nos llamaba catetos por no querer llevar la mascletá a un punto caliente de biodiversidad, el alcalde de Madrid volvía a demostrar su cretinismo político, su nulo respeto por el medio ambiente y su inconmensurable capacidad para tener malas ideas. Y, sobre todo, su sordera para escuchar a los ciudadanos.

Almeida nunca corrige o reconduce sus propuestas. Seguirá talando árboles al grito de “Sánchez tiene la culpa”. Y es que a este alcalde se le escapa el orgullo por todos sus poros. Posiblemente sea debido a la presión que le ocasiona el llevar las americanas dos tallas más pequeñas. O quizá sea que tiene una necesidad desmedida por pasar a la historia como Don Eventos y hacer que el calendario madrileño vaya de carrera, en petardada, pasando por cualquier competencia deportiva que rellene la ciudad de visitantes un fin de semana tras otro. Al final echaremos de menos la versión anterior de la misma teoría del turista continuo: “Madrid, las Vegas de Europa”, las Olimpiadas madrileñas o el intento de afanamiento del Mobile World Congress se antojan jugadas maestras en comparación con el abanico de propuestas del actual alcalde.

No sé si él quiere poner la cara sobre la mesa y decir “aquí estoy yo” para ganar peso entre los suyos, si quiere hacerse amigos poco recomendables a base de favores o si es un genio buscando maneras para maltratar a los ciudadanos. Pero de lo que si estoy seguro es que quien lo va a pagar es la fauna que habita en las proximidades de ese puente. Aves residentes que crían ahí, bichos que empezaron a venir desde miles de kilómetros a pasar el invierno y otros que, sencillamente, han encontrado buen refugio en el Manzanares renaturalizado.

Y mientras tanto seguirá nuestro alcalde sin darse cuenta de que no hay nada más cateto hoy en día que maltratar la fauna silvestre, talar árboles y, posiblemente al mismo nivel, importar tradiciones que descontextualizadas no son más que una garrulada sin sentido.

El rio acoge un gran número de aves, especialmente en invierno.

Entre las 140 especies registradas en el Manzanares urbano está la agachadiza chica.

También se dejó ver una esquiva polluela pintoja.

El éxito de la renaturalización del rio se ve amenazado por la gestión descabellada de la alcaldía.

AEFONA se pasea por las Tablas de Daimiel.

Aún con la noche cerrada rodeándolo todo, los vehículos de los socios de AEFONA se dirigían a la entrada del Parque Nacional de las Tablas de Daimiel. Este espacio, que ostenta la máxima protección desde el año 1973, tiene la buena cosa de ofrecer un área de interés suficientemente amplia, para que el visitante pueda disfrutar de la fauna y flora y hacerse una idea muy real del Parque Nacional y los motivos de su protección, sin que eso suponga abrirlo a la vorágine de curiosos, observadores y fotógrafos.

Porque siempre conviene recordar que los fotógrafos de naturaleza y fauna silvestre podemos llegar a ser un elemento muy dañino. Ya sea de forma puntual o continuada, o por la gestión que hagamos de nuestra afición o profesión -en cualquier caso, pasión- los fotógrafos, si nos descuidamos, nos convertimos en un agente nocivo para la biodiversidad. No hace falta profundizar en este punto: lo sabemos propios y ajenos.

Por eso, ahora que este tipo de actividad está tan en boga, es imprescindible la existencia de asociaciones como AEFONA. Velar por una práctica sensata de la actividad es defender su continuidad. Y proponer un desarrollo sostenible de este tipo de fotografía es cuidar de su futuro. En el caso de AEFONA, la preocupación -que podríamos llamar fundacional- por mantener una línea de reafirmación del potencial conservacionista de la fotografía, así lo manifiesta. Ahí queda el decálogo sobre fotografía ética, que debería ir impreso y adjunto con cada objetivo de más de 400mm de distancia focal que se venda.

AEFONA tiene reservado con carácter perenne el puente de diciembre, el de la Constitución, para celebrar su congreso anual. Todos los años, como una tradición, fotógrafos y fotógrafas de naturaleza ponen rumbo allá dónde la Junta Directiva propone. Esta era la ocasión número 31. Durante los días del evento, además de la junta anual de socios, se suceden conferencias, exposiciones, presentaciones y mesas redondas. Ya sea a través del concurso de la asociación, de la expo temporal, de los libros o las introducciones a sus trabajos dentro del programa oficial, los miembros aparcan por unos días los visionados vía Instagram y practican el excelente ejercicio de la contemplación del trabajo de los demás en directo. ¡Qué manera de aprender!

La asociación está viva y se actualiza. Hay socios, fotógrafos de la vieja guardia, que recuerdan lo difícil que era todo cuando había que pelearse con las diapos. El vídeo y los drones culebrean entre las instantáneas abriéndose hueco. Los asistentes permanecen absortos ante la brillante calidad de la joven fotógrafa, que se convierte en referente instantáneo. Todo junto a jóvenes fotógrafas y fotógrafos marcando el ritmo del futuro con sólidas ideas. ¡Qué manera de aportar y trabajar por la asociación!

Una concienzuda organización y un uso de los contactos muy adecuado. Se manejaba la posibilidad de que los más interesados en entrar en el Parque Nacional pudieran acceder, de manera excepcional y en número limitado, a algunas partes de la zona de reserva. Finalmente se anuló. Por lo visto, el nivel de desecación del Parque y la proporcional ausencia de fauna hacían más recomendable la visita a la zona abierta al público: “A nadie le gusta que vean su casa sin barrer”, parece ser que comentó el enlace en el organismo público.

Rompiendo la oscuridad, la luz de los faros iluminaba una interminable cantidad de cultivos alineados, filas paralelas de árboles de dimensiones ridículamente iguales, como parterres versallescos, pero con el suelo roturado, en lugar de cuidado césped. A través del rabillo del ojo, el ritmo constante del pasar del ejército de ramas entra en la materia gris creando una vibración que no ayuda, en absoluto, a mantener la forzada vigilia.

Son olivos jóvenes. De intensivo, con su regadío y dimensionados para que la máquina que lo hace todo pase entre ellos recogiendo el fruto. Arrancaron los viejos. Este nuevo sistema es mucho más rentable. Se apuesta todo a unos pocos años de vida del árbol, se exprime a tope y en unas temporadas se reemplazan. No se dejan crecer en altura y, vistos desde arriba, son como un seto -estrecho, largo y cuadriculado- para que la máquina pase entre ellos sin posibilidad de engancharse con las ramas. Una planta de producción robotizada al aire libre.

Entre sus inconvenientes, las aves que se refugian en ellos por la noche y que mueren al ser sorprendidos por el robot vareador durante la recolección nocturna. Nocturnidad por intensivo y porque, dicen, se extrae más aceite debido al fresco de la noche.

Divididos en dos grupos, los socios caminan al amanecer por los senderos y pasarelas del Parque. Hay un interés especial por ver a las grullas. Sorprendente, no es el mejor lugar para ello. El cielo es gris plomo y el sol solo asoma de forma ocasional y muy desganado. Grullas y gansos rompen el silencio y atraviesan el cielo, muy bajos. Patos colorados nadan tranquilamente. Todos los habitantes parecen estar, hasta cierto punto, acostumbrados a la presencia humana, incluida la confiada pareja de cerceta pardilla. Personas con cámaras de fotos en un día perfecto para tomar instantáneas.

En el último tramo del recorrido, casi junto a la salida, se escucha un borboteo grave, profundo. La zona abierta al público general del Parque Nacional se mantiene con agua gracias al aporte artificial. Se riegan cultivos artificiales y se riegan artificialmente sistemas lagunares naturales.

Olivos en regadío. Aves muertas y regadíos junto, pegado, a un Parque Nacional que se muere de sed. Arriba decía “desecado” y no “víctima de la sequía”. No era un error.

Ojalá fuera tan fácil actualizar los criterios y protocolos encaminados a asegurar el futuro y buen estado de un espacio natural como lo es en el caso de una asociación.


Letras Verdes, volcán de palabras.

El momento de la creación literaria e ilustrativa se podría describir como el resultado de un largo tiempo de profundización, de contemplación y maduración, hasta que se dan las circunstancias para que todo ello aflore y quede plasmado en un escrito o un lienzo. Debe de ser algo muy parecido a un volcán.

En ediciones anteriores, o al menos en la del año pasado, el encuentro nacional de literatura de naturaleza Letras Verdes demostró que era necesario. Durante unos días se reunían en el Valle del Palmar, Tenerife, escritores, escritoras e ilustradores involucrados en esa temática para presentar sus trabajos. Empujados por el ambiente generado, las viejas amistades y una intención manifiesta por parte de la organización de conseguir que se diesen conversaciones de incalculable valor creativo, los asistentes a estas jornadas estaban entre los suyos, en su salsa. En cualquier otro festival del calendario hubieran presentado sus obras ante las aficionadas y aficionados a los temas de naturaleza, así, en genérico. Entre el público habría habido ornitólogos, fotógrafas, senderistas, científicos o conservacionistas de todo tipo, que a buen seguro habrían estado encantados de conocer esos trabajos. Así, también en genérico. Y, probablemente, hubieran firmado un montón de ejemplares. 

Sin embargo, en Letras Verdes todo es más pequeño: menos asistentes, menos firmas y menos genérico. Pero, tras cada una de las presentaciones vendrá un corrillo. Y tras este, unas cañas. Y luego una cena. Y como hilo de Ariadna, encontrando caminos improbables, una interminable conversación. Un caldo de cultivo para alimentar las neuronas de los creadores participantes. 

Puede parecer una exageración, un exceso de benevolencia por haber disfrutado asistiendo. Pero no, no es así. Como muestra de la alquimia de los encuentros que pueden llegar a algo más, en la edición de este año se presentó De picnic por España: más de cien propuestas, editado por Planeta  Sus autores, Antonio Sandoval y César Javier Palacios asistieron en 2021 al primer Letras Verdes. Y de aquellas palabras, estos capítulos. Antes de que el avión que los llevaba de regreso a la península tocase tierra, ya tenían el esbozo de este libro.

Raíces.

Este año Letras Verdes ha echado raíces. O mejor: en esta edición, el encuentro ha escarbado en la roca volcánica de El Palmar, en busca de esas raíces, de las razones por las que un puñado de escritores y artistas se desplazan hasta el confín de la isla de Tenerife para juntarse con otros iguales, para hablar de lo mismo. Juanjo Ramos, cabeza visible, director y madre y padre de este volcán de palabras, programó el evento de este año -quiero pensar- con la intención de echar la vista atrás, de hurgar en el pasado de la literatura medioambiental y poner sobre el escritorio los trabajos de aquellos con los que dio comienzo todo. 

Una de las participaciones de María Sánchez.

La presencia de Luci Romero abriendo el encuentro lo dejó muy claro. Ella presentó su pequeño El arte de contar la naturaleza: un acercamiento al nature writing. En este ensayo, Luci hace un recorrido sobre la literatura de naturaleza, desde su nacimiento en el épico Estados Unidos del S XIX, hasta el urbano/rural de la España del XXI. Ellos –Juanjo proponiendo este programa y Luci presentando– pusieron las primeras miguitas de pan. Ponentes y asistentes, cual gallinas, buscamos las siguientes, para seguir picando y avanzando. Avanzando hacia atrás, hacia los Thoreau y los Leopold.

En la misma línea, contar con Rosario Toril, directora de la biblioteca del Centro Nacional de Educación Ambiental (CENEAM), hablando de los recursos e iniciativas de dicha entidad, ahondaba en el valor de lo pretérito en la escritura y la investigación actual. 

Y como remate a este paseo en tres actos por los libros que han servido, a unos y a otros, para desarrollar el amor por las letras y por lo verde, llegó Un recorrido por la literatura de naturaleza. En él, Juanjo sacaba de la chistera una variada colección de libros sobre los que daba su opinión él mismo, Luci y Carlos Lozano . Fue una pequeña improvisación en el programa establecido, que sirvió de animado “prescriptorio” literario, origen de bastantes carcajadas y potencial agujero en la cartera para más de uno.  

Nacho Sevilla -ilustrador-, Luisal Apausa -escritor- y las Libreas -tradiciones rurales-: esencia del encuentro.

Libros, más libros.

A pesar de lo dicho, Letras Verdes fue fiel a su origen y ha continuado siendo el lugar en el que muchos autores han presentado sus libros a sus compañeros de fatigas literarias o ilustrativas. 

A los ya citados, de Sandoval, Palacios y Romero, hay que sumar otros títulos. Desde Gredos llegaron Nacho Sevilla y Luis Alfonso Apausa para presentar algo bonito. Si lanzarse al mundo editorial ya es actividad de riesgo, hacerlo especializándose en naturaleza y con un poemario ilustrado con fotografías y dibujos, suena a que los perpetradores son unos maravillosos inconscientes. Pero no es así. El Guardabosques, que así de explícitamente se llama la aventura, nace al calor del buen hacer, de las impecables maneras y gran conocer de personas como Nacho Sevilla, Pipe Nebreda y Javi González y de sus jornadas de divulgación -principalmente por Ávila-, del festival Ornitocyl’ y de desarrollar formatos y conceptos tan interesantes como los ‘Vermús Pajareros” -aperitivos informales en los que expertos profundizan en temas ligados a las aves-. De Luis Alfonso Apausa, en entornos ornitológicos, poco se pueda decir que no sea ya conocido. Es, junto a su compañera Loli, el alma del Hostal Almanzor, epicentro pajarero del norte de Gredos, es “recomendador” de senderos, cronista en verso de su pueblo y autor de los sonetos y las fotografías que componen 30 imágenes y más de mil palabras, primera referencia de la editorial.

Cesar Javier Palacios entrevistado al aire libre por Carlos Lozano.

De proyectos editoriales con mayor experiencia nos hablaron Mario Ferrer y Rubén Acosta, de Ediciones Remotas. Con 11 años y muchos títulos a sus espaldas, esta empresa de Lanzarote nació con la idea de realizar publicaciones independientes, relacionadas con la fotografía, la historia, el arte, la literatura y el diseño. Y lo hacen con unos patrones de calidad y compromiso impresionantes. Pero, sobre todo, durante su charla se convirtieron en un modelo a tener en cuenta. Sin duda, con trabajo, esfuerzo y echándole mucho cariño, han sacado su proyecto adelante en las condiciones de producción que en una isla se pueden presuponer. Solo hay que pensar en el gasto extra que significa distribuir y producir su catálogo, teniendo en cuenta que la materia prima viene de la península y que para llegar al siguiente punto de venta hay que coger un ferry o un avión.

Otra editorial que presentaba trabajos fue Bichomalo. Por un lado, Construyendo un sueño, de Valerio del Rosario, una autobiografía de un empresario del sector del ecoturismo. Por otro, la primera de una serie de 15 guías desplegables dedicadas a la biodiversidad de la Macaronesia. En este caso, las tortugas eran las protagonistas y Nicolás “Espintapájaros” Ruiz su ilustrador y copresentador, junto a Juanjo Ramos, de este primer ejemplar.

También anduvo muy presente por la Casa de Cultura de El Palmar María Sánchez. Esta veterinaria de profesión, hija y nieta de veterinarios, es poeta –Cuaderno de campo (La Bella Varsovia, 2017)-, es ensayista –Tierra de mujeres (Seix Barral, 2019) y es rescatadora de palabras –Almáciga (Geoplaneta, 2020)-, ya que en su última obra presenta un “un pequeño vivero de palabras del medio rural de las diferentes lenguas de nuestro territorio que sigue vivo y creciendo en formato virtual”. Su trabajo como veterinaria está centrado en el estudio y protección de razas autóctonas de ganado caprino. Colabora en la sección ‘Comer’ del diario La Vanguardia. Y es joven, y es del campo y es feminista. Y fue una intensa presencia en el encuentro, aportando todo lo que lo enumerado anteriormente puede aportar – mucho, diferente y variado- a una cita como es Letras Verdes.

Juanjo Ramos junto a Rosario Toril.

Futuro.

Inevitablemente también se habló de futuro. Sobre el aparente momento dulce por el que pasa la literatura de naturaleza, del interés de editoriales consagradas y del nacimiento de otras, del notorio incremento de lectores y de los intereses temáticos de estos.

Mientras, disfrutábamos de una cata de vinos tinerfeños -guiada por un sorprendente Cesar Javier, que convirtió todo lo que nos metíamos en la boca en palabras precisas- y de los quesos de leche cruda de cabra -ese ahumado, inolvidable- presentados por Alexander López de Quesería Naturteno, todo lo que se veía y se sentía en el ambiente invitaba a la continuidad de la cita. Los talleres de los ilustradores -en los que además de los citados también participaba Fran Torrens– , los participantes en las presentaciones y conversatorios, los asistentes, todos, sabíamos en esos momentos que las cosas bien hechas tienen una inevitable continuación. 

Memoria histórica ornitológica y llamar a las aves con nombres de aves.

Nombrar algo en honor a una persona con su nombre (epónimo) puede ser muy contraproducente. Hay que tenerlas todas consigo para consagrar, por ejemplo, una avenida a la memoria de alguien, ya que sus actos pueden hablar por sí mismos, incluso siglos más tarde. Por algo así es por lo que los cimientos, o al menos algunas de las primeras plantas, de la bien edificada afición pajarera norteamericana se están tambaleando.

Oficialmente, ya tiene el nombre adecuado para un endemismo: pito ibérico.

Esto es lo que debieron de pensar en la Sociedad Ornitológica Americana (AOS) en 2020 cuando le cambiaron el nombre al escribano de McCown por escribano de pico grueso. Aunque por el momento el Rhynchophanes mccownii mantiene la memoralia en su nombre científico. El pajarito en cuestión cambió oficialmente de apellido en la nomenclatura común angloamericana debido a que el mencionado John P. McCown (1815-1879), además de naturalista aficionado, resultó ser un profundo racista y defensor a ultranza del esclavismo.

Aquello fue solo el principio y ha sido ahora cuando Colleen Handel, presidenta de la AOS, ha anunciado que cerca de un centenar de aves cambiarán sus nombres por razones similares. Handel ha manifestado que «hay poder en un nombre, y algunos nombres de aves en inglés tienen asociaciones con el pasado que siguen siendo excluyentes y dañinas en la actualidad».

Hay que entender que este corte de cabezas afecta a la memoria de auténticos tótems mundiales de la ornitología. Y, efectivamente, salen a la luz detalles execrables que, desde luego, hacen complicado mantener ciertos apellidos ligados a aves. Es el caso de Kirk Townsend (1809-1851) que, además de compartir su nombre con la reinita de Townsend y el solitario de Townsend, se dedicó -tal y como dejó reflejado en sus diarios- a saquear tumbas para conseguir cráneos de indígenas con los que obtener datos antropométricos que demostrasen la superioridad racial blanca.

Más doloroso es el caso de John James Audubon (1785-1851); ese jamaicano de origen francés y naturalizado norteamericano; ese aventurero que recorrió todo Estados Unidos descubriendo su avifauna; ese artista que registró con un gusto exquisito 490 especies y que dio nombre a muchas de ellas; ese propietario de esclavos con los que comerciaba; ese hombre que llamó la atención a la corona británica por abolir la esclavitud. Son tantas y tan graves las demostraciones racistas y esclavistas de este “protornitólogo” que la mismísima Asociación Nacional Audubon -con más de 500 delegaciones esparcidas por el mundo y 118 años de historia- ha sido una de las entidades que ha solicitado el cambio de nombre de las aves que lucen su apellido.

Pero el plan es eliminar todos los nombres de personas y no solo los de aquellos con un pasado deshonroso. Lejos de ampararse en una repelente y nociva equidistancia, la decisión tomada por la Sociedad Ornitológica Americana tiene como razón para cambiar los nombres comunes la utilidad y accesibilidad al conocimiento. .

Probablemente existan nombres más adecuados que moruno para el Passer hispaniolensis

¿Para qué sirve un epónimo a la hora del reconocimiento de las especies o del aprendizaje de sus nombres comunes? Hablamos sobre todo a niveles iniciáticos, donde el empleo de la terminología debe ser muy clara para una correcta divulgación. ¿Para qué vale aprender apellidos -del ave y de la persona-, acumular ese dato, cuando todo es nuevo y cuando el antropónimo en ocasiones ni siquiera está relacionado directamente con la especie? Sin embargo, la decisión se lleva por delante el más bello de los honores que un biólogo o un filántropo puede obtener por haber dedicado su vida o su economía en pro del conocimiento de la biodiversidad: que una especie luzca su nombre.

La AOS apuesta fuerte por los nombres descriptivos y, curiosamente, una importante mayoría de los pajareros estadounidenses apoyan la medida. Por supuesto, les ha faltado tiempo para encontrar un acrónimo con el que hacer campaña: BN4B, Bird names for birds.

¿Podría la SEO plantearse una pequeña revolución en los nombres comunes?

En España somos muy proclives a enaltecer la vida y obra de prohombres. Les otorgamos con facilidad la nominalidad de calles, hospitales, auditorios y universidades. Y lo hacemos con tanta precipitación que incluso no esperamos a que la honra llegue como homenaje a un finado ilustre, sino que, con valor y poniendo manos en fuego por encima de nuestras posibilidades, invitamos al titular a cortar la cinta de inauguración o a poner primeras piedras.

Águila ibérica: Economía en el lenguaje de las nomenclaturas.

Esta habilidad para premiar en vida o inmediata postmortem también nos ha brindado la capacidad de rebautizar con bastante facilidad. Por ello, con conocimiento de causa, podemos asegurar que la bicefalia nominal antes citada dura unos pocos años y nada hay que temer a que ese pasito genere confusión en el conocimiento. Los nombres comunes se pueden cambiar.

Temminck, Wilson, Bonaparte… son algunos de los modificadores de los nombres específicos comunes empleados en España. Los tres ejemplos pertenecen a grandes naturalistas y se aplicaron sus apellidos, bien por ser descriptores de la especie, bien, como es el caso del paíño de Wilson, a modo de reconocimiento a su trabajo. Parecen ser científicos éticamente intachables desde la perspectiva actual, pero será cuestión de tiempo ver si corren la misma suerte que en la órbita norteamericana y cambian de nombre las especies.

En cualquier caso, los tres ejemplos -correlimos, paíño y gaviota- son aves que se pueden catalogar como poco frecuentes o cuya observación requiere de un esfuerzo especial. Por lo general, la nomenclatura común empleada en España cumple bien su misión descriptiva o el empleo de nombres singulares, como el jilguero. De hecho, la Lista de aves de España elaborada por SEO, en su columna de nombres comunes, derrocha creatividad lingüística y posee una riqueza terminológica inigualable que se amplía gracias a las distintas lenguas oficiales, localismos y modismo vernáculos.

Sin embargo, hay algunos casos de apelativos que, quizá y desde una inocente perspectiva, deberían revisarse en la ornitología hispana.

Busardo rojizo o patilargo mejor que el poco preciso e incorrecto busardo moro.

Por un lado, está el empleo desmedido del apelativo real y otros “monarquismos” y su sorprendente persistencia en contra de la importancia de algunos endemismos.

(Antes de escribir esto me he asegurado de que “real” no se emplea con la acepción de “verdadero”. Vendría a ser como si el Fringilla montifringilla fuese más pinzón que el Fringilla colebs por alguna característica de indudable valor científico. Armado con el excelente Avetimología de José Manuel Zamorano , he confirmado mis sospechas: real se aplica a las especies que sobresalen por su tamaño o belleza de su plumaje. Una acepción y percepción muy monárquicas, ciertamente).

¿Ya que se trata de gustos estéticos, a ojos de un nuevo aficionado no sería mucho más “real” o incluso “imperial” el impoluto y mayestático fulgor blanco y el considerable tamaño de una garceta blanca, que el anodino gris de la garza real o el confuso maremágnum de colores de la imperial? Sin duda, hablar de garza gris y purpura –tal y como se las conoce internacionalmente- es infinitamente más universal e intuitivo que real e imperial. Parece que al joven aficionado, al futuro científico o al ornitólogo no hispanoparlante se le pondrían las cosas más fáciles y el carácter descriptivo del nombre común cumpliría con su función perfectamente al eliminar del listado los obsoletos modificantes citados.

El paroxismo terminológico llega de la mano de los endemismos, descritos de manera más o menos reciente. Cuando en 1989 se determinó que el águila imperial que habitaba en la península ibérica era una especie diferente del águila imperial (oriental) presente en el resto del mundo antiguo, se la bautizó como Aquila adalberti. Este nombre ya se lo había impuesto en 1861 el ornitólogo alemán Ludwing Brehm, cuando pudo describir la especie por primera vez, gracias a que el almirante prusiano Wilheim Adalbert había financiado sus expediciones por el sur de Europa. Desde que se constató que se trataba de una especie diferente, y dada su exigua área de distribución, la comunidad ornitológica internacional no duda en referirse a ella comúnmente como spanish eagle, aunque “imperial” siga siendo oficial en el nombre común. Mientras tanto, en España, nos aferramos al modificante “imperial”, dejando en un tercer lugar el “ibérica”. Esa nomenclatura (águila imperial ibérica), en una trasposición a la técnica taxonómica establecida de forma científica, relega a la especie a la categoría de subespecie, al menos en un espectro estético-semántico.

Un caso parecido, ya enmendado y que por ello demuestra que se pueden hacer estos pequeños cambios, es el Picus sharpei. The Cornell lab of ornitology aún reconoce que usualmente se la considera conespecífico del Picus viridis. Incluso la última edición de la guía Collins -la popular Svensson– directamente no se hace eco de su existencia, citándolo a modo de subespecie, para indicar que el Picus vaillantii norteafricano es muy similar. Esta escisión taxonómica del pito real (por otro lado, conocido mundialmente de manera mucho más descriptiva como pito verde) se llevó a cabo bajo la designación común de pito real ibérico, no siendo hasta la revisión de la Lista de Aves de España de la Sociedad Ornitológica Española (SEO) de 2022 cuando, por fin, desapareció el vocablo inútil.

En lo referente a lo que podemos llamar asuntos éticos o políticamente incorrectos, posible origen del pequeño incendio ornitológico norteamericano, nosotros también tenemos algunas ascuas ardientes. Tenemos los moros y morunos.

Sin incidir en lo obvio -y sin olvidar que se llama Passer hispaniolensis-, el gorrión moruno bien podría adoptar el modificador “mediterráneo” debido a su distribución, o un mucho más efectivo adjetivo que haga referencia a su oscuro moteado pectoral. Una vez más, sería un cambio útil e intachable.

Respecto al busardo moro, su apellido es a estas alturas, incorrecto. Llamar así a un animal cuya distribución llega a Kazajistán, India, China y Mongolia es, cuando menos, pobre. Y en el aspecto ético podría tildarse de vergonzoso si tenemos en cuenta la acepción despectiva que hoy tiene el vocablo “moro”. Su latinajo, Buteo rufinus, podría ponernos sobre la pista de un busardo rojizo, ya empleado en Cataluña (aligot rogenc), o el inglés long-legged derivar en un “patilargo” de resonancias muy pajareras.

En latín, meridional; en inglés, español; y en castellano… real.

Son solo ejemplos para tener, quizá, en cuenta a la hora de afrontar unos cambios motivados por razones no científicas en la Lista de Aves de España emitida por la Sociedad Ornitológica Española, siguiendo la estela dejada por la homónima norteamericana. Hipotéticos cambios que, en algunos casos, habría que acometer, más proto que tarde, por razones éticas y estéticas y, en otros, podrían considerarse casi secundarios. Sería una iniciativa, teniendo en cuenta la manera en que afecta a tradición y conocimiento -popular y científico- de las aves, difícil de encarar. Estas valoraciones corresponde hacerlas a los que realmente saben del asunto, que no deja de ser una especialidad científica en la que entran en juego múltiples factores.

Handel se manifestó al respecto de la siguiente manera: «Necesitamos un proceso científico mucho más inclusivo y atractivo que centre la atención en las características únicas y la belleza de las propias aves. Todos los que aman y se preocupan por las aves deberían poder disfrutarlas y estudiarlas libremente»

El cambio climático puede estar amenazando directamente a los Eleonora.

La impresionante colonia reproductora de halcones de Eleonora, situada en el archipiélago Mokador, a pocas millas de Al-Sawaira (Esauira), está sufriendo el impacto directo del cambio de temperaturas, debido a la crisis climática.

Un halcón de Eleonora sobrevuela la desembocadura del rio Ikseb.

La sorprendente etología de los Falco eleonorae los lleva a reproducirse a comienzos del otoño. Esta temporada de cría tan tardía les ha supuesto una ventaja durante miles de años, al estar sincronizado con el paso postnupcial de las aves que van de camino a sus cuarteles de invierno. Disponer de tal cantidad de alimento, con miles de ejemplares en paso o sedimentados temporalmente en la costa continental y, especialmente, en la desembocadura del rio Ikseb, al sur de la ciudad, es una fuente inagotable de presas. El éxito reproductivo de estos falconiformes está fiado a la abundancia, aun con el riesgo de encontrarse con una meteorología menos benigna y contar con menos horas de luz para poder proveer de alimento a sus crías.

Sin embargo, esta fenología adaptada tan exitosa podría suponer ahora un peligro para la especie. El IUCN Moroccan Commitee viene advirtiendo de un serio problema ligado directamente al cambio climático. Durante el censo anual de esta ave en dicha colonia, realizado por expertos de la Universidad Mohamed V durante los días 14 a 17 de septiembre, se ha podido constatar un buen número de parejas reproductoras, superando los 1.400 nidos activos.

Sin embargo, el índice de supervivencia de los pollos ha decrecido alarmantemente. El equipo que ha realizado el censo relaciona directamente este hecho al retraso del flujo migratorio de las aves que regresan de Europa. Con una climatología más cálida, alternada con periodos tormentosos que obligan a las aves migratorias a ralentizar su viaje, los halcones ven reducida su despensa en etapas críticas del crecimiento de los pollos.

También han señalado que las águilas de Bonelli, que aprovechan tanto esa bonanza temporal de alimentos generada por la migración como por la cantidad desmesurada de pollos de Eleonora, están centrando su atención sobre estos últimos.

Naturtajo, la 1ª edición de un nuevo festival.

Naturtajo abrió sus puertas y comenzó su andadura en el cada vez más completo calendario de eventos, con el ecoturismo, la observación de fauna y la conservación, como eje central de su actividad.

La cita fue en el Centro de Interpretación del Parque Natural del Alto Tajo, en el pueblo Corduente, Guadalajara. La propuesta incluyó un buen catálogo de actividades al aire libre, un ciclo de conferencias rápidas y una pequeña feria donde los expositores podían dar a conocer sus servicios y trabajos o vender sus productos. Tres días con una agenda intensa y la promesa recurrente, inevitable y agradable, de encontrarse con un buen número de caras conocidas y algunos buenos amigos. ¿Qué más se puede pedir?

Nada. No hay que pedir nada más, porque eso es lo que quiere el aficionado y el profesional. Un lugar de encuentro donde aprender y conocer. Tener acceso a expertos que comparten sus conocimientos y sus experiencias personales. Saber de las iniciativas que empresas, asociaciones y organismos desarrollan en favor de la conservación. Dar con los guías y organizadores de tours que te ayuden a satisfacer tus expectativas. Artistas y artesanos que te deslumbren con sus trabajos.

Por suerte, el número de este tipo de eventos va sumando nuevas citas año a año. Una excelente noticia, tras las bajas que se produjeron durante el fatídico 2020.

Las hay enormes y apabullantes, como FIO o Delta Birding. Son la referencia y los lugares a los que hay que ir con cierta asiduidad. La duración de estos macro eventos está calculada para que el visitante pueda tener alguna opción de ver todo lo que allí se ofrece. Tal es su desbordante oferta.

Otras, más pequeñas, se organizan en torno a un evento natural. Como auténticos aquelarres, que en lugar de reunir a brujas y sacerdotes por tal o cual solsticio, juntan a cientos -si no miles- de pajareros y pajareras para decirles adiós a las grullas en Gallocanta o “¿hola, qué tal estás? a los vencejos” en Alange o Ávila.

Hay festivales que pretenden deliberadamente cierta intimidad, como Letras Verdes, para que fragüe la conversación de los asistentes como mortero para unir ediciones y levantar formidables parapetos que defiendan la biodiversidad.

Los hay temáticos, organizados por asociaciones no menos temáticas. Eventos ligados a una organización o un gremio, que anualmente se reúnen durante varias jornadas en las que tratar temas relacionados con la naturaleza, desde su prisma particular. La Asociación Española de Fotógrafos de Naturaleza lleva nueve ediciones de su Jornadas para la Conservación, por ejemplo.

Para terminar, están las ferias en toda regla. De tamaño más moderado, con aspiraciones locales o incluso aceptando el reto autonómico, el visitante entra en contacto muy cercano y real con los ponentes de las charlas o los exhibidores en sus carpas. Las ONGs o artesanos presentes suelen ser de la zona y conocer bien el terreno. Los organizadores de viajes de observación ofrecen rutas para acercarse a la biodiversidad de la región. Todo el mundo se conoce entre sí y si eres de fuera puede ser que te baste coincidir con un amigo para que se precipite la cascada de presentaciones que te lleve a terminar la jornada charlando con el ponente que tanto te impresionó. Y todo ello sin perder un ápice de profesionalidad ni de calidad e interés en el programa. Son esas en que la duración se estipula por el ambiente de cordialidad, que invita al asistente a poder dedicar a todo el mundo un periodo de charla adecuado. Periodos cuya duración oscila entre un café y un paseo, pasando por un “comemos juntos” o incluso un “¿cenamos y te cuento?”.

En esta agradable y necesaria categoría, por poner un ejemplo próximo, se encuentra OrnitoCyL.

Y es en el seno de este grupo donde ha nacido Naturtajo.

En un entorno así puede nacer un festival y otras muchas cosas.

Cuando se junta el hambre con las ganas de comer.

Detrás de Naturtajo está el parque natural del Alto Tajo y eso es una base muy sólida. Y detrás de este espacio protegido está su director, Ángel Vela, pajarero viajero y muy sensibilizado con la importancia de la comunicación y la promoción de la conservación. Y como persona cabal que es, esta aventura la ha emprendido con Manuel Andrés Moreno, naturalista y ornitólogo de bota puesta y buena pluma, al que le conoceréis por ser cabecilla del añorado MADbird o por sus libros y publicaciones.

Con esta experiencia acumulada en la organización de eventos y la solvencia de instituciones y personas involucradas como cimientos, era difícil que la iniciativa no fuera por buen camino.

Es complicado pensar en un sitio más adecuado que el Centro de Interpretación del parque para organizar algo así. El edificio, precioso en su arquitectura exterior, tiene un salón de actos idóneo. Su interior y bajos abiertos al bosque se prestan a futuras exposiciones estáticas. Las piscinas naturalizadas, rebosantes de vida, conectan con lo que ocurre fuera, que no es sino vida silvestre.

La avenida de la feria, dispuesta en Y, siendo la conexión de los tres extremos la ubicación de las zonas de avituallamiento y encuentro para los visitantes. Este espacio se amplía a una campa de fresca hierba, salpicada de árboles, con bancos y mesas de piedra donde almorzar o descansar.

Todo ello, bendición, bajo la cubierta de árboles de gran porte que ofrecen sombra y frescor (agradable novedad en el panorama de las ferias y festivales). Bajo ella, se disponen las carpas de exhibición. Un elenco de organizaciones, empresas y personas ligadas a la naturaleza con la característica imperante de ser locales, en su mayoría.

Esto hace del evento una excelente herramienta para el desarrollo y promoción de la comarca y región y las iniciativas turísticas, conservativas y sostenibles de sus gentes.

En el interior del edificio se sucedían a buen ritmo y en formato equilibrado y rápido de 45 minutos, las ponencias y presentaciones. La programación, variada en campos y temáticas, fue de primer orden. Merece la pena visitar la página de la organizaciónla página de la organización para tener una visión general de lo que allí se habló.

Una vez más y con buen juicio, un buen número de las ponencias se centraban en estudios y bondades del Parque, aunque no faltaron presentaciones de libros o exposiciones de temáticas más globales.

El buen ambiente, la cordialidad y los pinzones, cantando a rabiar tras semanas de lluvia, hicieron el resto.

Un debut excelente para una feria que, por situación geográfica y buen hacer del equipo de organización, está llamada a convertirse en un fijo de la agenda de muchos aficionados a la observación de fauna y ecoturistas activos.