Villafáfila nunca defrauda.

En Villafáfila es muy posible que el observador de fauna se quede con el sentido de la vista inoperativo para ver aves. Y no porque el viento polar pueda congelar el cristalino, que también. Ni porque la cencellada se una con la niebla más densa que pueda encontrarse en la estepa cerealista zamorana, que hay altas probabilidades. Ni tan siquiera, porque en verano el fulgor del sol reflejado sobre los cultivos, ya en tonos siena, sea cegador, que lo es. Es más bien el efecto ojo de halcón: la masa de avifauna puede llegar a ser tan grande que el cerebro no te permita fijar la mirada en un ejemplar en concreto. Cuesta acostumbrarse, pero tras este primer y transitorio fenómeno, la visita empieza a ser espléndida.

Este oasis, protegido y bien conservado, es parada obligada para todos los aficionados a la observación de aves. Puede ser muy interesante en verano y durante los pasos migratorios, pero es en invierno cuando el lugar alcanza su mayor esplendor. Ya sea durante el estío o durante el periodo invernal, todo dependerá de la presencia de agua en las lagunas.

Villafáfila es un sistema lacustre endorreico. Las lagunas se deben a una pequeña depresión que hay entre los ríos Esla y Valderaduey. Salinas y de poca profundidad, son perfectas para que las aves las ocupen en cantidades inverosímiles. En una sola visita, el observador puede llevarse para siempre la visión de un bando de unos cientos de cercetas comunes, indecisas ante la elección de dónde amerizar; sumar una cincuentena de avutardas caminando majestuosas; contar -entre silbones, rabudos y frisos- mil ánades y doblar esa cantidad si añade los azulones. Y puede que entre ires y venires durante 48 horas por los caminos, observatorios y carreteras, contabilice nueve mochuelos y cinco búhos campestres, las avefrías pasen de dos mil y los grupos de alondras comunes sean de más de 20 ejemplares. Jilgueros y pardillos, por cientos, y chorlitos dorados compiten en cantidad con los tarros blancos.

Sin dejar de lado las apabullantes cifras, la fama la llevaban los gansos comunes, que hace unas décadas alcanzaban varias decenas de miles, pero que este año en el censo oficial solo han llegado a 370 ejemplares gracias, en gran medida, al cambio climático. Sin embargo, esas cantidades tan elevadas de unas aves tan grandes puede que estuviesen ocultando otros tesoros. Así, en 2024, el documento citado ha arrojado las cifras de 445 grullas, 3.090 chorlitos dorados o 6.408 avefrías. Hasta un total de 17.445 ejemplares ligados a los humedales.

No olvidar que tal movimiento pajaril, tanto trajín y tanta migración hacen que sea un buen lugar para rarezas y aves fuera de su área de distribución habitual. Este año dos flamencos juveniles despistados, una barnacla carinegra y cuatro correlimos de Temminck están siendo las estrellas invitadas.

Si todos estos datos ya hablan de un excelente año para acudir a Villafáfila, la temporada alta de observación podría alargarse hasta el otoño. El conocido crecimiento cíclico de las poblaciones de topillo parece que va a tener lugar en estos meses. Si se da esta situación, se confirma la explosión demográfica de este pequeño roedor, la abundancia de presas hará que la presencia de depredadores se multiplique. El hipotético incremento de rapaces nocturnas y diurnas, ya de por sí abundantes, a las que habría que sumar los carnívoros – zorros, comadrejas y otros mustélidos son frecuentes- que también ampliarían sus poblaciones, harían de Villafáfila un lugar más que imprescindible para añadir a la agenda de fundamentales a visitar este año.

Recursos.

La reserva de Villafáfila tiene una buena red de observatorios que parece que va a aumentar con la implementación de tres más. Están equipados con telescopios que, sorprendentemente, funcionan para que las personas sin equipos ópticos puedan atisbar las lagunas. Pero estos puntos de observación tienen -y si nadie lo remedia, seguirán teniendo- un grave problema: la distancia a la que están situados. Este inconveniente, que menoscaba el interés que despierta el paraje, es debido a una reglamentación que establece una prohibición para la construcción de cualquier elemento, a menos de 50 metros del borde del agua.

La medida, que excede con creces las distancias de observación prudentes para no interferir en el comportamiento de la fauna silvestre, aplicada a un sistema lagunar endorreico como el de Villafáfila, se convierte en un serio contratiempo. Esta longitud se calcula, parece ser, desde el límite histórico del máximo caudal alcanzado, generando unas distancias de observación y fotografía que, en algunos casos, son irrisorias. Mientras que en un año bueno como el actual, los observatorios sobre las lagunas de Rosa y Barillos son aceptables, la de la principal infraestructura para avistamiento de aves de toda la reserva, situada en Otero y que vigila la laguna Salina Grande, es -a pesar de su altura elevada- frustrante para los observadores que carezcan de ópticas muy potentes. Así pues, y por desgracia, una visita de observación a Villafáfila requiere de manera indispensable el uso de telescopio.

La reserva cuenta, además, con las instalaciones de La Casa del Parque (consultar horarios de apertura). Junto a un recorrido histórico por la comarca, comprende unas lagunas que se mantienen con agua durante todas las estaciones, amén de observatorios y caminos que permiten el avistamiento de buen número de especies durante todo el año.

Existe una pista que permite rodear la laguna principal y acceder a otros puntos interesantes, pero la mayor parte de las pistas de la comarca son de uso agrícola. También es verdad que las indicaciones advierten de la circulación restringida, pero nada sobre el uso peatonal y, sin duda, merece la pena darse un paseo por ellas.

Es importante tener en cuenta que, aunque estas vías generalmente están en buen estado, hay que prestar atención a las lluvias, ya que se convierten en auténticos barrizales. Trampas que requerirán de un tractor o una grúa de tres ejes para sacar el coche.

Respecto a alojamientos, la cosa anda bastante mal. Hasta hace poco, el hostal Los Ángeles cumplía las necesidades básicas, pero desde su cierre hay que hacer más kilómetros de los deseados. Sin embargo, la alternativa ofrece una experiencia mucho mejor que la anterior. El hotel Altejo, en el pueblo de inolvidable nombre de Manganeses de la Lampreana, ofrece buen alojamiento a buen precio y con buen servicio de restauración, incluyendo desayuno a horas propias de pajareros incluso en fin de semana. Eso sí, a 14 kilómetros de Villafáfila (pero por la carretera de los mochuelos…).

Y, para terminar, si la jornada requiere una parada estratégica para reponer fuerzas, es muy recomendable hacer una visita al restaurante El Palomar. Menú del día, tapas, un pequeño colmado con bienes imprescindibles (queso, vino, cepillo de dientes y algunos dulces tradicionales) y una impresionante colección de camisas de culebras.

Tener la suerte de ir por primera vez y descubrirlas o regresar a ellas por enésima vez, ¡qué más da!: reserva un par de días para ver uno de los atardeceres más impresionantes de panorama pajarero ibérico.

Breve guía de la Sierra de la Culebra.

16 de febrero de 2015 (7:30 a.m.)

«¡Qué frío hace, por satanás!». Lo pienso, pero no lo pronuncio: no quiero bajar la moral a los demás.

Observo de reojo a los colegas que me acompañan: se mueven como si estuvieran infectados por un hongo letal. Por lo menos, cada cierto tiempo, dan saltitos para evitar congelaciones en los pies —demostrando que todavía son humanos— y así tratar de no perder dedos como Juanito Oiarzabal.

«¿Cómo es posible —prosigo con mi autoflagelación— que esté pasando más frío aquí que en enero en el Círculo Polar finlandés?».

Intentando compensar mi descenso anímico, busco ayuda en el Hagakure (el camino del samurái) y me digo: «el dolor es necesario, el sufrimiento es opcional».

—Pero, ¿cómo puede hacer tanto frío en esta pista? —farfullo diez segundos después.


Miro hacia el frente. Me cruzo con el sempiterno cortafuegos. Pienso en cuántas horas habré dedicado con los años a repasar visualmente esta sección pelada del paisaje. Aun a sabiendas de la bajísima probabilidad de un encuentro, trato de escudriñar sus límites. Como me temía, está todavía demasiado oscuro para poder apreciar contrastes.

—¿Por qué hemos venido tan pronto? —cuestiono sin especificar a quién va dirigida la pregunta.

—La culpa es tuya —contesta alguien con voz filtrada por varias capas de fibra sintética.

Sopeso interpelar, pero: «¿para qué? Si además ha señalado correctamente al culpable».

Me concentro en el frío, en el dolor gélido que lo acompaña —el sufrimiento es opcional, ¿verdad?—. Exhalo vaho: es tan denso que es reclamado inmediatamente por la gravedad. En lugar de ascender, veo como se desploma dibujando espirales y se dirige hacia uno de tantos charcos congelados para morir lo antes posible.

Levanto la cabeza de nuevo hacia el horizonte. Avanzo virtualmente por la tundra escarchada. No me extrañaría cruzarme con un mamut o con un rinoceronte lanudo. Alcanzo los picos del Lago de Sanabria. Allí comienzan a bruñirse en cobre los neveros, iluminados por un sol que detesta asomarse a la Zamora invernal. Sospecho que le tiene miedo.

Me sacudo las metáforas y estas se revuelven como arañas. Vuelvo a la pista de hielo, estudio a los extraños que nos acompañan: juzgo los motivos de los otros. Hay un pequeño grupo de zumbados a nuestra izquierda rastreando las tinieblas con un par de telescopios de marca; a nuestra derecha se erige un monolito oscuro y pétreo que debe de llevar toda la noche en la misma posición. A pesar de que parece un túmulo megalítico, realmente es un señor asido a un trípode de hierro forjado. El hombre hace lo que puede con el catalejo que llevaba Churruca en la batalla de Trafalgar.

Ayer ya estuvimos aquí por la tarde. Hizo frío, claro está, aunque no tanto. No vimos nada interesante, por supuesto; aunque, al menos, nos entretuvimos con un par de tipos de gruesas gafas empañadas que, mientras hacían el paripé con unos prismáticos que estaban ya anticuados en la época del Imperio austrohúngaro, contaban chismes sobre los agentes forestales de la Reserva. Decían que es la propia guardería la que llevaba a los señoritos a matar lobos. Aseguraron que incluso alguno de ellos había disparado en no pocas ocasiones.

—Aquí estamos perdiendo el tiempo —aseveró el más gordo de los dos—. Los guardas los asustan aposta para jodernos.

—Ya no son forestales, ahora son los mamporreros de los cazadores —dijo el otro.

«Y si no vamos a ver nada: ¿qué hacen Dumb and Dumber aquí pasando penurias con un material óptico que solo les permitiría detectar al animal si se les metiera dentro del coche?» Imaginé que su misión era, simplemente, desalentar al resto de observadores. Quizá también estén a sueldo de los cazadores y de sus mamporreros.

El caso es que trece horas después de habernos despedido de Sócrates y Aristóteles, aquí estoy de nuevo, en la dichosa pista del fantasma de Linarejos, golpeando con mi bota cristales de nitrógeno.

—¿Por qué no nos hemos quedado un día más en Galicia? —pregunto retóricamente, mientras obtengo lascas de iceberg a patadas—. Podíamos haberle hecho más fotos a la Thayer ¿A quién se le ocurrió adelantar el regreso y pasar una noche aquí?

—A ti —contesta, secamente, una voz cercana atemperada por la lana.

Encajo de nuevo la verdad y me agito para deshacerme del frío extra que esta trae siempre consigo. Valoro, otra vez, el entorno y veo que la visibilidad ha mejorado razonablemente. En el horizonte noreste, un banco de niebla cubre el embalse de Los Molinos, pero, en el páramo inmediatamente debajo de nosotros, la atmósfera se muestra ahora diáfana y la luz ya permite distinguir formas.

De hecho, se ha condensado un cuerpo al final del cortafuegos. Levanto mis prismáticos con los guantes y busco el lugar esperando encontrar una hembra de ciervo.

—Un lobo —pronuncio sin ni siquiera haber decidido hacerlo.

Corro al telescopio, quito las tapas que están recubiertas de fractales matemáticos, y busco al animal. Y allí está: un macho enorme. Parece tomarse su tiempo analizando la situación. Cuando se ha convencido de que no hay peligro, comienza a trotar por el cortafuegos. Por si fuera poco, justo al arrancar, salen cuatro ejemplares más del pinar. En fila de a uno, los cinco avanzan a buen ritmo como un comando táctico y lo hacen en nuestra dirección.

De cuando en cuando se detienen y marcan con orina y heces ambos extremos del camino. Repasan cada anomalía, olfatean cualquier novedad.

Yo, tras casi un par de minutos en apnea, respiro de nuevo y paso el telescopio a mis sufridos compañeros. Compruebo que el grupo de gente a nuestra izquierda ya los tiene localizados; me doy una carrerita para despertar al hombre del sextante y advertirle de que hay cinco lobos —¡cinco!—, ordenando el cortafuegos. El tipo regresa del sistema Hoth y me mira como si le hubiera confirmado que acaba de aterrizar el halcón milenario en Mahíde.

Vuelvo con mis amigos. Levanto los prismáticos. Cuatro de los cánidos acaban de sumergirse en el brezo. Partidas de ciervos huyen despavoridas por doquier.

El macho alfa se ha quedado otra vez estático en el centro del carril. Nos observa. Ventea el aire.

Encrespa el pelo del lomo.

Me enseña los colmillos.

Apuntes sobre la tundra

Situada en el noroeste de Zamora, haciendo frontera con la provincia portuguesa de Trás-os-Montes, la Sierra de la Culebra no es especialmente bonita. Aunque mantiene puntuales castañares y buenas manchas de robles, lo que abunda es el pino de repoblación y la pradera de arbusto impenetrable. Asimismo, a excepción de algunos serruchos cuarcíticos, su orografía no destaca por su vertiginosidad y, más bien, consiste en un mosaico de montes pizarrosos de perfil decepcionante.

Nadie, por lo tanto, visita la Culebra para escalar, pocos lo hacen por lo sugerente de sus senderos y, aún menos, es un enclave popular para el fotógrafo sensible a los paraísos de proximidad. Para colmo, tampoco cuenta con un evidente reclamo gastronómico o cultural.

En todo caso, la Sierra atraerá a cazadores, pues si algo abunda en ella esto son ciervos. Como reza en la tan casposa como desactualizada página oficial de Medioambiente del gobierno de Castilla y León , que leyéndola parece que está uno escuchando a Matías Prats narrando el NO-DO, la Reserva Regional de Caza de la Sierra de la Culebra puede ser considerada como uno de los mejores territorios no cercados para la obtención de trofeos de ciervo en el ámbito nacional.

Y al igual que son los ungulados el reclamo para escopeteros achispados, matasietes de taberna y, en definitiva, un amplio bestiario de monstruitos armados, la Reserva también atrae a depredadores genuinos. Y, al igual que le sucede a la citada gentuza (que en su enfermiza circunstancia acude al olor de la sangre), es esta precisamente la causa de que los aficionados a la observación de fauna, desde hace ya varios decenios, hayan orientado la fluorita de sus lentes hacia ella..

Bienvenidos seáis entonces a esta segunda, y penúltima, entrega de Breve Guía de [……] (Edición especial para neuróticos), de la que escaparéis embadurnados en miel de brezo, probablemente cabreados y, casi seguro, sin adquirir conocimiento útil alguno.

Un apunte personal sobre el lobo

Como he escrito en la última línea del texto introductorio, en los párrafos venideros se va a aprender poco, por lo que no hay que preocuparse de que este articulista caiga en el error de dedicar unas líneas a la ecología del lobo. Para eso ya hay expertos a patadas y, todavía más, zoólogos de red social que se pirran por las hipérboles, adoran los clichés (“el rey del bosque”, “el gran duque”, “la dama blanca”…), y venderían a su madre por un saco de epítetos.

Mi relación con el cánido salvaje no tiene explicación y he de confesar —incluso a mí mismo— que ese bicho me trae loco. Por mucho que justifique mi adicción recurriendo a los gritos de aquel pastor gritando «el loboooo, el loboooo…» en aquel capítulo ya mítico de “El hombre y la tierra” de Félix —que escuché por primera vez, ya acostado, con poco más de tres años—, rememorando la película Un hombre lobo americano en Londres de John Landis, recuperando la adrenalina adolescente de las novelas de Jack London, o reviviendo la muerte de “calcetines” —que todavía me angustia rescatarla— en Bailando con lobos de Kevin Costner, mi obsesión por este animal es injustificable.

Fotografía: Alejandro Jiménez Salmerón.

Recuerdo que, con catorce primaveras, en un puente festivo en el que mi familia se iba a pasar unos días a la playa en el Mediterráneo, yo preferí visitar a unos primos de mi padre que vivían en Maceda (Orense), porque me habían contado que cuadrillas de chavales se juntaban por las noches en las afueras del pueblo para escuchar a los lobos aullar desde las faldas de la Sierra de San Mamede.

Lógicamente, ni los vi ni los escuché en aquella ocasión, confirmando así mi pálpito de que conseguir un contacto sensorial directo con una especie tan legendariamente astuta, estaba solo al alcance de los elegidos: rastreadores navajos, tramperos del Yukón y cazadores de Manchuria.

Muchos años después (en el 99), sin buscarlos expresamente —aunque rozando los Cárpatos uno siempre los tiene en mente—, vi mis primeros lobos en Polonia. Conduciendo por el Parque Nacional de Magura, tres ejemplares cruzaron la carretera a unos doscientos metros de nuestro vehículo e, inmediatamente, se perdieron en el bosque. Fue la típica observación que te pone como una moto e, inmediatamente, echas en falta un mando a distancia para rebobinar y volver a visionar el momento en slow motion.

Cuando me planteé en serio conseguir algún avistamiento ibérico, tal y como hacía todo pichichi que no contara con información privilegiada de Riaño, Asturias, Palencia, Galicia, o, en su defecto, atesorase mucho tiempo y más paciencia, mis primeros intentos los malgasté —¿dónde si no?— en la Culebra. En ella fui acumulando el habitual calendario de fracasos —obviando aquella vez que respondieron (inquietantemente cerca) a nuestros sucedáneos de aullidos, a solo un par de kilómetros de Villardeciervos— hasta que regresé un fin de semana de mayo con mis compañeros de referencia cuando quiero que la experiencia sea un disparate: Gonzalo Gil y Manolo Lobón. En cualquier caso, los detalles de aquel entuerto los referiré más adelante porque necesito más carrerilla para atreverme a relatarlos.

He vuelto a ver lobos en un puñado de ocasiones más. Lo he conseguido varias veces de nuevo en la Culebra, una vez en Riaño, los volví a observar en Polonia, también en Israel y en Omán, lo conseguí fácilmente en Yellowstone, dos veces en Alaska (una de ellas en Denali y otra en la frontera sur con la Columbia Británica), y también he avistado algún sucedáneo de lupus como lo son el lobo etíope y el lobo dorado (ambos en Etiopía). Sin embargo, sigue sin ser suficiente para calmar mi apetito definitivamente.

En consecuencia, una vez más —no os queda otra, si me vais a acompañar— debemos regresar a la Sierra de la Culebra.

Viaje y logística en el corazón de las tinieblas

He visitado la Sierra en todas las estaciones, pero casi siempre lo he hecho en invierno. Esta época del año tiene la ventaja de que hay pocas horas atrapadas entre los momentos con más opción de realizar un avistamiento —ya he comentado que no es una zona con muchos entretenimientos más allá del obvio—y, además, los lobos cuentan en este periodo de su ciclo con un pelaje especialmente hirsuto; en diciembre, enero y febrero aseguras que las criaturitas no parezcan chacales famélicos o perros domésticos tiñosos.

Como así también sucedía con el anterior destino descrito en la muy celebrada Breve guía de la Sierra de Andújar, que representó la primera entrega de esta trilogía, ir a la Culebra desde Madrid no supone un gran esfuerzo. En condiciones normales, te plantas allí en tres horas y media —atasco en la A-6 mediante y bolsa de Doritos (con extra de aceite de palma) como cronómetro del aburrimiento—. No obstante, al haber salido de la capital al acabar la jornada escolar y completar el itinerario en máximos invernales, el destino es impepinablemente alcanzado en noche cerrada.

A la Culebra, por cierto, hay que ir abrigado. Con un equipamiento que nos permita soportar las sensaciones térmicas de ir sentado en el flap de un Boeing 737, a Mach 1 y a 9000 metros de altura, será suficiente. Tened presente que en las madrugadas de la tundra hace un frío de bigote (en invierno y en verano) y en las desiertas calles de los pueblos de la zona, es más fácil encontrar caminantes blancos que personas.

En este parque temático de la España vaciada, la cuestión del alojamiento no es un tema baladí. En el pasado, empecé quedándome en Villardeciervos, un pueblo de western filmado por Sergio Leone en el que se masca la tensión y tienes la sensación de que en cualquier momento va a descerrajarse un tiroteo, pero, con el paso del tiempo, basculé hacia Ferreras de Arriba. En este municipio localizamos La Guarida de la Lleira, un establecimiento rural que, al menos en otro tiempo, era la mejor opción de la zona calidad-precio. En general allí nos recibía una mujer aún joven que, aunque a menudo parecía haber sufrido una desgracia familiar masiva en las últimas dos horas, nos acompañaba a las habitaciones con una hospitalidad tibia y, ya en los últimos peldaños, con un principio de sonrisa. Lo interesante es que el alojamiento estaba asociado a un bar que cerraba tarde y este hecho, una rareza en la zona, convertía a Ferreras de Arriba en el Magaluf de La Carballeda. Los aficionados a la observación de fauna sabemos que siempre es un recurso acabar una jornada de reveses faunísticos empapado en destilados etílicos y acostarse con el nivel de consciencia de un saco de berzas.

He de decir que la última vez que llamamos a la Guarida —creo que antes de la pandemia— la mujer, con su vitalidad habitual, nos indicó que allí ya no había habitaciones hasta nueva orden.

En una ocasión en la que improvisé una visita relámpago, aprovechando un regreso de una escapada a la costa norte, dado que no había disponibilidad en Ferreras y, como ya he comentado, no es esta comarca precisamente Las Vegas en cuanto a capacidad hotelera, nos vimos obligados a alojarnos en San Vitero —pronto volverá a aparecer este nombre en el capítulo de gastronomía—, concretamente en un antro conocido como Restaurante Los Perales. Cochiquera de cazadores, el local es como La teta enroscada de Tarantino en Abierto hasta el amanecer, pero en estilo costumbrista.

He viajado por siete Continentes y he dormido en todo tipo de zulos, cochambreras y corrales. Pues bien, Los Perales está al nivel de repelús que me generó el Hotel Kanto en la costa occidental de Madagascar. En esta maravilla africana de la moderna hostelería —kanto significa “encanto” en malgache—, tenía que aplaudir antes de ir al baño para que las ratas me dieran un pequeño margen durante los segundos que se prolongaba mi micción.

San Vitero que estás en los cielos

Una vez solucionado el entuerto del catre, es de recibo pasar al asunto del forraje. Una vez más, alimentarse en la Sierra requiere de cierta planificación y asumir un buen número de kilómetros en el caso de no ser un fanático de las bellotas orgánicas o un apasionado de los líquenes al punto. Por lo visto, hay pueblos anexos a la Reserva que llevan tres años esperando a la furgoneta del panadero.

Para no alargarme y regodearme en críticas erosivas, solo nombraré dos establecimientos imprescindibles.

Para el almuerzo:

En el pueblo de Codesal (que podría perfectamente servir de nombre comercial a un analgésico de a 500 mg) hay un bareto escondido en una calleja que responde al nombre de Moby Dick. Allí, Celso —que trabajó durante años en pesqueros de anchoa del Cantábrico—, sirve tapas excelentes (imperdibles son las empanadillas, el bacalao y las crestas). Un almuerzo en el Moby Dick, de cara a subir temperatura corporal tras haber revisado todas las retamas desde la pista de Linarejos (habiendo cosechado el enésimo rotundo fracaso) es siempre un acierto.

Para la cena:

En San Vitero, además del nido de matarifes de Los Perales, se localiza Casa Fidel. Cuidado porque la entrada al restaurante invita a marcharse. Una luz mortecina y una austeridad castellana mantenida a rajatabla hacen pensar en un traspaso por impago del alquiler. Sin embargo, si le das una oportunidad al horizonte frontal puedes vislumbrar la cocina y, atendiendo al orden imperante y al número de pucheros burbujeantes que asoman, sabes que has acertado. El comedor fue remozado hace algunos años y ha llegado a ser acogedor. La carta se ha ampliado y acomplejado, y el personal de sala viste ahora un uniforme desenfadado. Pero todo esto son solo distracciones para los necios. La carne, especialmente el solomillo y las mollejas, es de campeonato zamorano de primera división.

La pista de Linarejos

Pero, ¿a qué hemos venido hasta esta paramera de permafrost? —¡Por todos los escribanos hortelanos!— ¿A comer, a dormir, o a ver grandes carnívoros?

Volvamos entonces a la primera vez que vi lobo en la Sierra de la Culebra. El relato que viene a continuación lo tenía reservado para PAJARERO II: Resurrection, pero, en deferencia hacia El Vuelo del Grajo, he decidido destapar aquí y ahora la verdad.

El caso es que, después de varios intentos fallidos, regresé a la Culebra —como ya he mencionado anteriormente— un fin de semana de mayo, junto a mis amigos Gonzalo y Manolo. No perderé mucho tiempo en describir a estos dos especímenes (aunque sigo con dudas respecto a si pertenecen a nuestra especie o se quedaron, en la actualmente demostrada hibridación inter-especie, con un mayor porcentaje neandertal que la media caucásica), entre otras cosas, porque no es fácil sin caer en el esperpento. Sí diré que viajar con ellos, personalmente, me viene muy bien para aprender a gestionar mi impaciencia y a tratar de controlar mi vehemencia; además, con el tiempo que he pasado con esta tragicómica pareja, he llegado a comprender y a aceptar que la evolución del sistema nervioso animal ha seguido caminos muy diferentes, por no decir retorcidos —de ahí lo de que a Dios a veces se le desequilibrase la caligrafía—, incluso dentro de nuestro género.

La cuestión es que tras una mañana infructuosa en un mirador cercano a Ferreras de Arriba, en el que antes había un muladar activo, y tras pasar por una tienda de abastos en la que los superdotados de mis compañeros compraron un botillo crudo como plato principal para el picnic del almuerzo, hicimos un estudio minucioso de nuestro mapa de carreteras y decidimos echarle un vistazo a una pista que, desde Boya, conducía a un tal Linarejos discurriendo en paralelo a la vía del tren Zamora-Orense.

Llegamos al carril en cuestión y, aproximadamente a un kilómetro de su inicio, encontramos un ensanchamiento que tenía evidentes condiciones para funcionar como mirador. Desde allí existía una visibilidad excelente sobre un cortafuegos (que nacía prácticamente desde nuestra ubicación) y que, al tiempo, nos permitía explorar desde una respetable altura todo el mosaico de brezales, matrices de colmenas, campos de cultivo, bosquetes y crestas rocosas que se extendían hacia el noreste.

El lugar, por lo tanto, cumplía con los requisitos para ser una buena referencia de búsqueda y creímos —ilusos de nosotros— que éramos los primeros humanos en apreciarlo. Asumido que habíamos descubierto las fuentes del Nilo (pasando por alto que no teníamos ni idea de si alguien había visto allí un lobo jamás) y dado que no habíamos desayunado, estábamos más pendientes de comenzar a almorzar que de calibrar las posibilidades del nuevo observatorio. Y cuando estábamos girando el trozo del botillo, adorándolo como si fuera un nuevo vellocino, y valorando si comerlo en crudo se podía considerar canibalismo, descubrimos la corona de buitres. Hacia el epílogo norte del cortafuegos, varios leonados y un buitre negro descendían altura y se echaban en algún punto oculto por los matorrales. Y aunque cuando estamos juntos no creo que sumemos entre los tres un cerebro completo y funcional, olimos al unísono la oportunidad: si había una carroña, era posible que su origen fuese un trabajo de lobos. De una u otra forma, al caer el sol, quizá la muerte no solo hubiera invitado a necrófagos alados a la fiesta.

Ahora sí verdaderamente motivados, roímos el botillo como hienas, nos encajamos una botella de vino de Toro, a gañote y, en nuestras trece de que el emplazamiento era desconocido para el resto de los mortales, descendimos caminando por el cortafuegos —que estaba minado de excrementos y huellas de cánidos— para buscar una atalaya más próxima a la carroña. Finalmente, nos detuvimos a una distancia prudencial del lugar en el que se habían tirado los buitres y nos escondimos entre los arbustos para esperar a que envejeciera la tarde.

Como hacía mucho calor y faltaban todavía varias horas para la puesta de sol, nos quedamos dormidos. Cuando despertamos, con esa aspereza que producen los taninos de la uva de Toro en la garganta, la luz se había apaciguado y, desperezándome, al cruzar mi perspectiva con el mirador desde el que habíamos empezado a caminar (al otro lado de la vía de tren, donde habíamos dejado el coche), comprobé que habían llegado nuevos vehículos y que allí se concentraban un par de grupos de observadores con material óptico, recreándose, aparentemente, en nuestro despertar de la siesta. Sabiendo positivamente que la habíamos cagado, conscientes de que nos estaban enfocando con sus telescopios, y estando claro que no tendríamos que estar allí —aunque solo fuera por respeto al resto de wildwatchers—, a esas alturas de la película, tampoco nos quedaban muchas opciones (era muy tarde ya para recoger cable) y solo se nos ocurrió concentramos en la aparición de aficionados a los despojos orgánicos.

El primero no tardó en llegar. El segundo apareció un rato después. Dio la impresión de que se desgranaron directamente de las pizarras —un segundo antes, allí, no había nada más que roca— y, por el brillo del pelaje, parecían haberse embadurnado de ceras escupidas por las jaras y maquillado frotándose con las carquesas floridas.

Antes de llegar al animal muerto, el primero de ellos se detuvo y venteó el aire en un par de direcciones. Pronto recibió lo que estaba buscando: el dulzón aroma de la descomposición. En respuesta al estímulo, el animal encrespó el pelo del lomo y, durante un instante, mostró los colmillos.

El segundo tardó un poco más en alcanzar el cadáver. Cuando lo hizo, para no tener que competir con su predecesor, separó la cabeza del ciervo del cuerpo y se la llevó para dedicarle, en soledad, el tiempo que ese trofeo merecía.

Yo que, hasta que se hizo corpórea la leyenda, pensaba que en cualquier momento iba a escuchar el motor del todoterreno del agente forestal de la Reserva, que nos llevaría detenidos —directamente y con toda la razón— hasta la Prisión Provincial de Salamanca, despegué el ojo del ocular descosido. Era la primera vez que veía un lobo ibérico y para mí, allí y en ese instante, eso lo justificaba todo.

Me giré de nuevo hacia el mirador donde el grupo de gente enfocaba desde una distancia mucho mayor a la que nosotros habíamos disfrutado. Ellos estaban en el lugar correcto y nosotros habíamos cometido una irresponsabilidad y una torpeza.

Ya de noche, salimos de nuestro escondrijo cual alimañas, y emprendimos el regreso caminando hacia la pista. Con las orejas gachas y el rabo entre las piernas, lo hicimos así para molestar lo menos posible a los animales y, especialmente, para minimizar las opciones de recibir una paliza ejecutada por una turba enfervorecida. Aprovechando el polvo de la luna trasera del coche, el contubernio que debió de acontecer durante la tarde nos había dejado un mensaje. “Terroristas ambientales”, decía la poesía. Por un momento me sentí miembro de los “12 Monos”.

Desde aquel suceso agridulce —más dulce que agrio, si me lo permitís—, cuando he vuelto a la pista de Linarejos, me he comportado como un ciudadano intachable que nunca ha sido acusado de perpetrar ignominias ecológicas y que siempre ha mirado hacia la estepa zamorana desde su correspondiente mirador (de hecho, ahora hay un parking para dejar el coche al principio del carril y debes llegar hasta el observatorio caminando).

He visto lobos unas cuantas veces más desde el observatorio que descubrí junto a Gonzalo y Manolo —y que debería en justicia llevar nuestros nombres—, pero muchas más he estado allí y no los he visto. Ha habido demasiadas mañanas de niebla, tan estéticamente maravillosa como frustrantes, que hacen que el esfuerzo y el madrugón sean completamente inútiles. He coincidido en las esperas con avistadores profesionales, como John Hallowell y Javier Talegón, comandando grupos de aficionados que depositan —con buen criterio— sus esperanzas y sus cuartos en la experiencia de los expertos. Pero, sobre todo, he compartido fríos, destemples y centelladas con buenos amigos y numerosos desconocidos.

Por último, comentar que en la Culebra, como también pasa en Andújar, sucede algo sociobiológicamente muy curioso. Entiendo que Hallowell o Talegón, que ganan dinero con esto, no se acerquen a tu posición para avisarte gratis de que hay un lobo en abierto, pero sí me llama la atención que particulares que lo hayan localizado y, aunque te tengan a menos de diez metros, se lo callen como zorros mientras lo disfrutan desde las lentes de su Swarovski con cara de conejos.

Pero así, amigos, es el wildwatcher ibérico: un ser salvaje, montuno y suspicaz.

Al fin y al cabo, no somos tan diferentes al animal que estamos buscando.

Cenizas

El 15 de junio de 2022 una tormenta eléctrica desató un incendio entre Ferreras de Arriba y Sarracín de Aliste. El fuego tardó siete días en controlarse y arrasó 29.670 hectáreas, la mayoría de ellas de alto valor ecológico. Como era de esperar, las manchas de robles resistieron mucho mejor las embestidas de las llamas y lo que más ardió fueron los foráneos pinos resineros, que, como siempre, sirvieron de combustible para la expansión del infierno..

A pesar de que el invierno de 2021-22 fue el cuarto más cálido y el segundo más seco desde que se tienen registros en España, ignorando que la primavera de 2022 fue inusualmente seca, haciendo caso omiso a que en el mes de junio se produjo la ola de calor más temprana registrada jamás en la Península y practicando oídos sordos a que AEMET advirtió de riesgo extremo a partir del 14 de junio para toda la España continental, la Junta de Castilla y León mantuvo el riesgo medio de incendios durante el mes de junio, limitando los dispositivos al 25% de su capacidad, no declarando la época de peligro alto hasta el 27 de junio, con ascuas todavía calentitas en media provincia de Zamora.

Hace unas pocas semanas visitamos La Culebra por primera vez después de lo sucedido. Fue desolador. No solo han desaparecido tramos enteros de bosque de coníferas, también lo han hecho extensiones inabarcables de matorral. Es como si le hubieran arrancado la piel a la Sierra. Y cuando buscas cómo era aquel lugar en tu memoria, y por fin lo encuentras, es como si también te la arrancaran a ti.

Fuimos a la pista de Linarejos y me concentré otra vez en ese cortafuegos por el que caminé dos veces (una de ida y otra de vuelta) el día que vi mi primer lobo ibérico, y que siempre es una referencia para los rastreos de telescopio; no hay mejor sitio, quizá en toda la Reserva, para hacer un buen avistamiento. Pero en esta última visita, no rastreaba animales porque el cortafuegos me contaba algo mucho más importante. Me explicaba sin palabras su función, porque ahora separa dos mundos contrapuestos: el de la devastación catalizada por la incompetencia humana y el de la esperanza asociada a la parte que esa brecha artificial consiguió salvar de las llamas. La sección que queda al oeste del cortafuegos está prácticamente intacta, mientras que la oriental se presenta completamente arrasada.

Y allí frente a nosotros, se mostraba dibujada, en la antítesis esquizoide más cruel, nuestra dualidad como especie.

Penumbras a lobo pasado

No ha salido aún el sol, pero sus rayos menos oblicuos ya se reflejan en la nieve de los picos al norte del Lago de Sanabria. A pesar de que la luz es suficiente para rastrear, ni siquiera he quitado la tapa al telescopio. Un manto de niebla denso como una manta zamorana, aferrado mediante pseudópodos a los pinos que flanquean la vía del tren, me hace pensar más en la corona forestal del Teide que en un páramo castellano-leonés.

Reclama un cuervo y la elasticidad de la mortaja blanca que cubre la erosión me devuelve su recuerdo en forma de eco. Chisporrotea una curruca rabilarga; chasquea un acentor común; sisean los reyezuelos listados.

Hoy, desde la pista de Linarejos, ni hay cortafuegos ni tampoco lobos. No presiento tampoco Codesal, que debería estar detrás de lomas que no existen en un norte invisible. Quiero pensar que en el corazón de las tinieblas, donde el pasado, presente y futuro se confunden, Celso estará en el Moby Dick cebando empanadillas, macerando bacalao y aliñando crestas.

Al este, en Ferreras de Arriba, me imagino a la hostelera de la Guarida de Lleira prorrumpiendo en una carcajada al correr las cortinas y comprobar que la niebla va a imposibilitar todo avistamiento faunístico a los que no nos hemos alojado en su renovado establecimiento. Esa misma niebla que la impedirá ver la tierra de su infancia completamente calcinada. Pienso que su rictus serio era producto no tanto del pasado sino de lo que estaba por venir.

En el sur, seguro que los jabalís han madrugado y ya están sentados en los taburetes del Restaurante Los Perales, esperando el primer chupito de aguardiente.

Venteo el aire y, justo al localizar el olor de las mollejas estofadas de Casa Fidel, detecto a varios leonados y un buitre negro volando bajo en evidente dirección a San Vitero.

Ahora miro al frente: el puré de patatas no se disuelve. Acuerdo con mis amigos regresar a la casa rural. Convenimos comer allí y volverlo a intentar a la tarde.

Dos horas y media después, estamos de vuelta en la pista y comprobamos que ha despejado lo suficiente para permitirnos peinar brezos y repasar tierras de labranza. Busco siempre a la izquierda del cortafuegos: me resisto a escorar el telescopio hacia la derecha. No quiero quemarme la retina en lo abrasado.

Finalmente lo hago.

Recorro las cenizas conteniendo la respiración y, cuando necesito tomar aire y sentir que regresa la vida, localizo un brote verde. Un parche de hierba ha nacido de lo más yermo. Dos ciervos se alimentan allí y rumian esperanza.

Levanto la cabeza del telescopio.

Se me encrespa el vello de la nuca.

Enseño los colmillos.

Breve guía de la Sierra de Andújar

Aunque a menudo ellos no lo quieran reconocer, es por todos sabido que los adictos a los grandes carnívoros cuelgan mapamundis en las paredes del salón esperando poder acribillarlos con chinchetas de colores. En los planisferios no solo señalan el pasado sino que en una burda topografía de dos dimensiones conjuran sus más burbujeantes anhelos de futuro. De hecho, por las mañanas, antes de salir de casa para ser explotados, vejados, ninguneados y despreciados en sus puestos de trabajo, estos obsesos de lo salvaje observan de reojo al atlas de sus frustraciones y triunfos como definitivo salvavidas de cara a afrontar la pendiente de su vida cotidiana.

Pero ay de aquellos que prolonguen más de la cuenta el pulso visual con su particular atlas del tesoro; en ese caso, los condenados deberán apretar los dientes si cruzan su mirada con las llanuras inundadas del pantanal brasileño, mascullarán al intuir las laderas más pétreas de Ladakh, escupirán sobre el parqué al rociarse en la evapotranspiración de los bosques ecuatoriales en la isla de Borneo, descascarillarán el gotelé de un puñetazo al localizar las praderas del Masai Mara, negarán a Rudyard Kipling cuando se encuentren con las junglas de Madhya Pradesh y perderán el norte detrás de las Torres del Paine.

Los más patriotas de los lectores estarán ya pensando, con toda la razón, que España también cuenta con no pocos pilotitos centelleantes para los cazadores de recuerdos placentarios. En la extensa biogeografía ibérica existe un puñado de localizaciones que son faro en la noche para polillas con prismáticos; y, entre todas ellas, un área específica de Sierra Morena bien podría erigirse como la definitiva meca del turismo predatorio. No en vano, en algún momento de su vida, todo pajarero, fotógrafo, cazador, romero de la Virgen de la Cabeza, o dominguero con ínfulas ecológicas, peregrinará a este oasis de monte mediterráneo con una motivación que se aproximará, al menos tangencialmente, a lo naturalístico. Obvia decir que allí el trofeo total es el lince ibérico (Lynx pardinus) y, por increíble que parezca, las posibilidades de éxito son aceptables incluso en un único acercamiento de pocos días.

No obstante, para el ojo sensible —o, más concretamente, en los abismos a los que se asoma un neurótico— este enclave tiene otros ingredientes que aderezan la experiencia e incluso consiguen que esta trascienda más allá de lo puramente zoológico. En ese sentido, esta publicación pretende orbitar lejos de lo ampliamente consabido y de aquello tan mundanamente presupuesto, para acercarse a las esencias de la visita mucho más allá de sus prolegómenos serranos conformados por simétricos olivares y anárquicas viñas.

Sed entonces, grajas y grajos, bienvenidos a la antesala de los secretos, al preámbulo de las comidillas y, en definitiva, a un estudio anatómico de la Sierra de Andújar.

El viaje hasta el Shangri-la

El desarrollo de este primer epígrafe podría ser muy variable en función de la procedencia de cada penitente. En mi caso, salvo en contadísimas excepciones, siempre me he desplazado desde Madrid y lo he hecho en variada compañía; de hecho, frecuentemente, he compartido vehículo con amigos que se han apuntado a la aventura más desde una motivación planamente turística o con insana curiosidad, que por genuinos intereses biológicos.

La salida desde la capital del reino suele efectuarse a las 17:00, hora a la que acabo mis obligaciones escolares. Teniendo en cuenta que mis contactos con Jaén se suceden en un arco que fluctúa entre el otoño tardío y la primavera temprana (para que todas las horas de luz sean aprovechables, sin que la combustión espontánea sea una amenaza real en el horno vegetal en el que se transforman esos altos en las proximidades del verano), los 340 kilómetros que me separan del Shangri-La andaluz los recorro casi por completo de noche.

El itinerario de descenso mesetario se produciría con más pena que gloria si no fuera por la excitación del unboxing de la bolsa de Doritos (y sus consecuentes manchas de glutamato en la tapicería), por el chute de metadona con el mocho de cocacola («Zero» de un tiempo a esta parte), por el dinamismo que generan las quejas de los pasajeros ante mi negativa a parar para tomar un «cafetito» (yo no bebo alcaloides, detesto el «momento cafelito» y, todavía más, la propia palaba «cafelito») y por la jovialidad en los motines gestados en los contubernios de los asientos traseros —pergeñados por los ocupantes con vejigas de neonato y por aquellos aquejados de diabetes insípidas— para obligarme a hacer periódicas detenciones con el objetivo de ir al retrete.

Y de esta manera, aun permeabilizados por ese optimismo endorfínico que los viernes por la tarde pone a prueba la elasticidad de nuestra barrera hematoencefálica, la conversación no comienza a fluir desenfadada hasta que la oscuridad exterior es total y atravesamos las postrimerías cuarcíticas de las crestas de Despeñaperros.

Sin embargo, mi cabeza suele estar lejos de la cháchara banal, de los radares más traicioneros y de los baches de la N-IV. A poco más de 100 km de la meta, mi cerebro es un torbellino e inventa lances altamente improbables en los que un lince, una nutria o un águila imperial me regalan epifanías y se conjuran en una suerte de visión que, de alcanzar la intensidad deseada, será harto difícil de relatar con palabras.

Los Pinos «food and wines

A lo largo de las décadas, hemos probado en estas serranías variadas opciones de hostelería —algunas de notable calidad como Villa Matilde y la Caracola— pero al final, para lo que nos gusta hacer y con el poco tiempo que realmente disfrutamos en el alojamiento, Los Pinos es (calidad-precio) nuestra madriguera predilecta.

Más allá de sus bondades rústicas (alta gama de enseres domésticos y chimenea funcional) y haciendo la vista gorda con que el agua de la ducha se derrame buscando el Guadalquivir, hagas lo que hagas para evitarlo, como si el río Zambeze hubiera sufrido una crecida, lo que marca la diferencia para mí, entre esta y otras opciones rurales de las cercanías, es el restaurante anexo y homónimo.

La primera vez que fui de paseo por la zona, dicho establecimiento todavía no tenía pretensiones de considerarse un restaurante y era más bien una venta (con todos los respetos a las ventas que, por cierto, están hoy en día en vías de desaparición). Ahora que lo pienso, no estoy seguro de si por aquel entonces, en su acceso lateral (donde también se localiza el panel de las celibrities que han pasado por su photocall), ya estaba presente la jaula conteniendo unas aves tan apropiadas para el ecosistema local como lo son periquitos y ninfas del desierto australiano. Entiendo que la dirección actual ha querido amenizar con cantos exóticos el aperitivo a los comensales que gustan de usar la terraza para colmatar de nicotina y alquitrán sus alveolos pulmonares.

Dejando a un lado inútiles añoranzas, he de confesar que es al alba, mientras la niebla del final del invierno retira su sudario y todavía algún mochuelo reclama desde uno de los postes del tendido eléctrico, cuando este lugar conecta conmigo hasta algún punto medular.

Sí que recuerdo, no obstante, que en aquella jornada iniciática la barra del bar estaba tomada por una partida de cazadores que, ruidosos y campechanos, bien calentados por sus copitas de soberanos, palomitas de anís, aguardientes y miuras, se hacían bromas pesadas entre ellos y recordaban escenas de cacerías míticas emulando disparos y teatralizando impactos en la grupa de formidables bestias. En un vértice alternativo, ubicados en un reservado del comedor y bajo una de tantas macabras cuernas de venado, había una sola mesa ocupada; en ella bebían un tinto muy rojo, sobre un mantel aún más blanco, un par de tipos de melena engominada que terminaba con un tirabuzón en la nuca, ceñidos en ropas impolutas de tanto bregar en cortijos de salón. En contraste con los triunfadores del campo, ocupando la esquina del final del mostrador y comprando una arroba del pan más barato, reconocí a Paco “el Bajo”, a Azarías y a la Régula, esta última meciendo a la “niña chica” para que no se despertase y evitando así que su maullido de gato incomodase a la selecta concurrencia. Mientras Paco contaba pesetas y céntimos, su cuñado (gorra en mano y grajilla en hombro) y su mujer (envuelta en una mantilla heredada) mantenían las cabezas gachas para tampoco importunar con su mirada pobre a los señoritos ricos.

Dejando para otro día metáforas construidas a partir de retratos costumbristas y siendo justo, Los Pinos no solo se ha reciclado sino que ya es considerado el restaurante de referencia en el entorno. Se ha diversificado su clientela (muchas miras telescópicas han sido sustituidas por teleobjetivos de alta gama), se ha ampliado el comedor añadiendo un cenador acristalado de importantes dimensiones que cuenta con una televisión de plasma (conectada de ordinario a un canal de caza y pesca) y, de cara a competir con las mejores cocinas del país por una «estrella Michelín», se ha enriquecido la carta con platos más sofisticados (especial mención debe hacerse a la ensalada de salmón del Jándula sobre lecho deconstruido de endivias belgas), lo que no es ápice para que las gastronomía local siga siendo el infierno de un ovovegetariano. Obviando el aludido remozado inorgánico, el elenco de camareros se mantiene y, con altibajos en función del grado de perroflautismo del comensal, el trato profesional sigue siendo cordial a pesar del obligado encontronazo de civilizaciones. Ni que decir tiene que el conejo con salsa de almendras, el rabo de toro y, especialmente, el paté de perdiz, bien merecen un reconocimiento estatal al buen hacer tradicional y, todavía más, un capítulo de «Las mil y una noches» en lo que a ardores y reflujos ácidos se refiere.

.

Por suerte o por desgracia, no todo ha cambiado en el mesón de los amigos del periquito. La nostalgia de otros tiempos impregna indisolublemente las paredes encaladas de Los Pinos. Allí continúan las astas de los muertos en el antiguo pabellón de celebraciones monteras y sus matarifes siguen abarrotando el local al amanecer. De hecho, los miembros del autoproclamado último bastión para la conservación de la biodiversidad hispánica, dejan bien visibles en el parking sus rehalas hacinadas en jaulas infames para que ecologistas y progres puedan rasgarse las vestiduras a tiempo real. Como toda concesión a la vida moderna, los simpáticos escopeteros han diversificado sus bebidas de calentamiento habiendo alcanzado el gremio cierta aceptación hacia el orujo de hierbas, que, quieran asumirlo o no, ha supuesto un importante bajón de virilidad con respecto a ese pasado esplendoroso en el que el personal salía del local con el arma ya cargada, un mínimo permitido de 2,5 gramos de alcohol en plasma y, por ende, un renovado apetito de sangre. En aquel idílico amanecer del estado del bienestar —hoy ya empañado por tanta protección al medioambiente, tanto ecofeminismo, tanto «ahora resulta que el plomo también es malo» y, resumiendo, tanta mamandurria— entre dios padre y sus hijos predilectos, los cazadores, solo se interponía el cielo azul de una única y grande España.

Hace muy poco estuve sentado en Los Pinos. La jornada se había dado bien y yo bebía cerveza, perlaba con aceite de oliva virgen submarinos de paté de perdiz y mojaba pan en la salsa del rabo de toro. Alcé la cabeza hacia la televisión y, justo cuando un jabalí era abatido por un disparo certero, un miembro del personal de sala cambió de canal; como toda innovación audiovisual, los clientes pudimos disfrutar a partir de ese instante del partido de la selección española. Al ser un amistoso con Albania —¿Albania tiene selección de fútbol?—, mi interés hacia el encuentro era nulo y busqué otras atracciones entre bocado y bocado. En esas andaba cuando, al mirar a mi derecha, descubrí que un grupo de jóvenes celebraba en la terraza —junto a los cautivos periquitos— una despedida de soltero: los mozos habían disfrazado al reo de mujer y unos desmesurados pechos de plástico le sobresalían por el escote de una blusa demasiado ceñida. Todos los amigotes del novio ya estaban a copas de balón y reían paroxísticamente porque en una despedida hay que pasárselo muy bien y aún más si esta se celebra en nada menos que Los Pinos. Retiré pronto la vista de ellos —soy propenso a confundir a los borrachos y conseguir que piensen que les estoy retando— y cuando en el giro abría la boca para encajarme otro barquito empapado en rabo de toro, una lágrima de salsa se derramó desde el pan para crear un lamparón perfecto en el pantalón de campo. Supe desde el primer momento que esa mancha no se quitaba ni con radiación gamma y solo recé para que Sara no me hubiera visto errar por enésima vez en el mes corriente. Levanté la cabeza del círculo de grasa para no tentar más a la fortuna y dirigí la vista distraídamente hacia la entrada del comedor. Uno de los camareros, el de mirada más aviesa, me observaba: su mueca sardónica implicaba que conocía mi secreto. Incómodo desenfoqué su gesto y busqué un poco más lejos alguna referencia para evitarle. Entonces, muchos años después de la primera vez que los imaginé, volví a ver a los Santos Inocentes: Paco “el Bajo”, Azarías y Régula, con la niña chica en sus brazos, caminaban hacia la salida. Esta vez no les habían llegado los cuartos para llenar la talega; luego, en la raya, no podrían mojar miga en la salsa de almendras que ahogaría al conejo cazado por Paco esa misma mañana.

Autopista hacia el cielo

Si hay una ruta paradigmática en la Sierra de Andújar, esta es la carretera que se dirige desde Los Pinos hacia el Salto del Jándula. Sus 17 kilómetros no tienen desperdicio y todos sabemos que, de cara a sacar petróleo moteado, debe hacerse muy despacito tanto a primera como a última hora. Desgraciadamente también es el camino que deben tomar los pescadores que fletarán sus barcas en las aguas del embalse para pasar el día capturando presas alóctonas que ellos mismos liberaron para demostrar su conocimiento de las complejas dinámicas ecosistémicas. Esta otra estirpe de cruzados en pos de la pervivencia de las tradiciones rurales siempre tiene prisa y además suelen acarrear una lancha (construida a partir de algún novísimo polímero ultraligero) en un remolque tras su todoterreno, generando con sus rebrincos socavones de muy diferente calado en el firme.

Durante el recorrido (una vez que los palangreros se pierden por delante del polvo que levantan) la presencia de gamos y ciervos en el safari-park es constante y no es raro encontrarse con algún jabalí, o con un rebaño de muflones, si se ha escogido el momento adecuado para la marcha. Las comunidades de aves son también un buen reclamo para acelerar la lentitud en el camino: en función de la época se pueden hacer fantásticas observaciones de especies invernantes, migrantes, estivales o residentes.

Otro cantar es el de las vallas cinegéticas, las concertinas, las alambradas y los verjas con los que los terratenientes de las fincas han establecido tanto los límites de sus dominios como el redil a sus poblaciones de ungulados para que no se ausente ni uno solo cuando comience el tiroteo. Los turistas nos hemos acostumbrado a circular por las avenidas de un campo de concentración, o de una cárcel modelo, porque a pesar de lo horrendo de transformar lo natural en cibernético, contamos con la fortuna de que nuestra mente borra lo artificial y lo rellena con recuerdos orgánicos. Tampoco es sencillo conseguir que la sangre no te hierva cuando uno piensa que, dentro de la más pulcra legalidad —dios nos libre de osar a pensar lo contrario—, esas dehesas milenarias pertenezcan, incomprensiblemente, a un puñado de oligarcas con apellido compuesto de salvapatrias legendario.

Corriendo un tupido velo sobre los anacronismos feudales y volviendo a concentrarnos en el camino, aunque las manchas mediterráneas que atravesamos no tienen ya parangón a escala global, todos los que hemos pisteado durante años este capilar andujareño contamos con nuestros enclaves favoritos. Sin excepción, cada cual tendrá en el imaginario su especie totémica posando en el ápice de un conglomerado granítico tapizado por musgo fresco.

En conclusión, el área recreativa del Encinarejo —y no voy a escribir más de ella porque llegados a este punto las palabras sobran— es el Rolls-Royce de los merenderos de este puto planeta.

En durísima competición con los prados de la ganadería Flores-Albarrán, cuyos responsables sacrifican pingües recursos y océanos de tiempo con el único objetivo de salvar al toro bravo de la extinción para que lo puedan disfrutar las generaciones venideras libres del yugo comunista, probablemente el culmen del trayecto se produce cuando en el último kilómetro (antes de que comience el descenso hacia la presa) la pista bordea el precipicio que delimita la finca de Los Escoriales de la de Cabeza Parda. Con el tamaño de Moldavia, estos dos cotos son un universo en sí mismos y las curvas en el cortafuegos que los secciona sirve a rastreadores de cinco continentes (y últimamente también a empresas cuyos tourlíderes se coordinan cual comandos tácticos mediante walkie-talkies) como trinchera para conseguir encontrar un ejemplar del cotizado felino de penachos.

La primera vez que recorrí el sancta sanctorum jienense lo hice guiado por mi colega Miguel Ángel Díaz Portero (él, por aquel entonces, era responsable del seguimiento de la colonia de buitre negro en la Sierra) y allí no había ni cristo; bien es cierto que era mayo y que el calor era insufrible hasta para los lagartos ocelados. En cambio, desde hace algunos años la afluencia ha aumentado espectacularmente. Hay señaladas fiestas de guardar que aquello parece una feria ornitológica y solo faltan foodtrucks vendiendo hamburguesas de tofu. Es por esto que actualmente se han tenido que habilitar observatorios con un aforo máximo de vehículos que el personal se pasa con mucho tacto por la zona inguinal.

En un obligado análisis sociodemográfico, el perfil de la concurrencia a pie de trocha fluctúa desde el arquetipo de familias gritonas con un riguroso outfit de Decathlon, hasta el de etólogos profesionales que juzgan con evidente desprecio a la chusma. Y luego, en otro plano existencial, está la hipnótica pareja que ha acampado allí a perpetuidad. Ellos, a los que se les ha cronificado la humedad en el tuétano y van abrigados como el pueblo inupiat de Alaska, no solo conocen todos los enigmas gatunos sino que se han autoproclamado guardianes de los peñascos y centinelas de los cantuesos.

Tengo personalmente muchos recuerdos en este tramo de carril. Allí, hace ya muchos lustros, vi mi primer lince un domingo muriente que a la postre explotó como una supernova. En otra ocasión, inmersos en una primavera tardía, vi llegar un bando espectacular de halcones abejeros en migración prenupcial buscando copas de encina para pasar la noche tras haber cruzado ese mismo día el Estrecho. Ese mismo día, en el que, todo sea dicho, ningún gato se dignó a aparecer, atendí angustiado a cómo una culebra de escalera se llevaba varias crías de un nido de lirones caretos mientras sus progenitores salvaban a los hijos que podían; también rememoro con aprensión la tarde que Frida (la perra beagle que alguna vez me acompañó en las jornadas de pajareo) engulló un murciélago que había perdido pie en la oscuridad del túnel atravesado por el carril una vez cruzada la presa; de hecho, y a este respecto, he de confesar a título póstumo —de Frida, me refiero— que no creo que el tsunami del coronavirus comenzara en Wuhan: sospecho que la pandemia arrancó a orillas del Jándula.

Pero quizá lo mejor que me ha pasado allí sucedió en una escapada en la que mi amigo Edu se vio obligado a pasar la jornada de aguardo sentado en una sillita de playa —a lo Stephen Hawking— aquejado de una lumbociática aguda. Así llevaba postrado horas cuando un fotógrafo ya talludito se le acercó para interesarse por su dolencia. Edu le explicó los detalles médicos con rictus de veterano de la guerra de Vietnam, a lo que el tipo, restándole importancia a su cuadro clínico, le confirmó que él le iba a dar la solución para resolver sus pinzamientos discales en un santiamén. «Mira así…Así tienes que hacer…», le explicaba mientras, para espanto de Edu y mi absoluto deleite, el sujeto repetía perfectas sentadillas al más puro estilo de la gimnasia que se describía en El florido pensil. «Pero yo no puedo hacer eso», se justificó Edu con voz meliflua, igual que Clara lo hacía con Heidi, a lo que el señor como toda respuesta aceleró el ritmo de sus rígidas flexiones. Todavía hoy cuando vuelvo a Andújar busco entre los observadores presentes al que apodamos ese día como «el doctor»: quiero darle las gracias por aquel rato y por tamaña lección de comedia alternativa.

Dejando a un lado inútiles añoranzas, he de confesar que es al alba, mientras la niebla del final del invierno retira su sudario y todavía algún mochuelo reclama desde uno de los postes del tendido eléctrico, cuando este lugar conecta conmigo hasta algún punto medular. Al disponer de suficiente claridad, enfoco el telescopio hacia los eucaliptos que dan sombra a las ruinas del cortijo y es habitual que en uno ellos alguna de las imperiales esté esperando impaciente —como así mismo yo lo hago— a la llegada del primer rayo de sol. Entonces se romperá el estatus quo del monte y el depredador (un cazador de verdad, no como la caterva que desayuna alcohol en Los Pinos), se levantará aprovechando el aumento de desorden en el aire y matará un conejo (como Paco “el Bajo”) o una perdiz para vivir.

El paraíso está en el Encinarejo

En animada charla, siempre que tengo oportunidad, aprovecho para apuntar —con el fin de hacerme el interesante y buscando algo de polémica— que en la periferia de los entornos protegidos con elevado valor ecológico, se deberían construir merenderos, barbacoas y columpios, junto a llamativa cartelería anunciando los méritos biológicos del espacio natural en cuestión; de esa manera, las familias con camadas insoportables y los omnipresentes macarras acompañados de su música ratonera, podrán decir que pasaron un día en tal Parque Nacional o en aquella Reserva de la biosfera sin dar el coñazo a la fauna, a la flora y, especialmente, a los auténticos wildlifers.

A pesar de estar de capa caída, pues en las últimas dos décadas el desarrollo vertical del bosque de ribera y el avance horizontal de la cobertura vegetal próxima, ha empeorado sensiblemente la visibilidad desde los miradores tradicionales, el área recreativa del Encinarejo (a menos de 8 km de Los Pinos) cumple con todos los requisitos que proponía en el anterior párrafo pero con un matiz fundamental: en ese maldito sitio, puedes estar asando morcillas o pegándole un capón al más insufrible de tus sobrinos y, al mismo tiempo —mirando hacia el río—, ver la cabeza de la nutria arrastrando una carpa; pero no solo eso, allí tienes opción —mirando hacia arriba— de observar a las águilas imperiales cortejándose, no sería descabellado —mirando a tu espalda— que un lince caminase entre las matas de jaras buscando la merienda y a última hora de la tarde, si bajas el volumen del reguetón y después de abrirte la lata de cerveza número 23 en lo que va de sábado, es más que factible escuchar el canto de uno de los búhos reales residentes. De tal forma que habría holandeses, ingleses y finlandeses que se prestarían gustosos a una orquiectomía (extirpación de uno o dos testículos), sin anestesia y ejecutada con cuchillo y tenedor, por tener la oportunidad de —además de contar con un mínimo chance de presenciar lo anteriormente descrito— fotografiar un bando de azure-winged magpie (“rabilargo” en español), mientras les chorrea manteca de lomo por la comisura de los labios y se les vidrian sus ojitos azules.

En conclusión, el área recreativa del Encinarejo —y no voy a escribir más de ella porque llegados a este punto las palabras sobran— es el Rolls-Royce de los merenderos de este puto planeta.

Bonus-track: El santuario de la Virgen de la Cabeza

Mal que me pese, lo siento sinceramente, si hay algo en la Sierra de Andújar tan emblemático como su aclamada biocenosis, debo reconocer que es el Santuario de la Virgen de la Cabeza.

Estés donde estés en el Parque Natural, ya sea viendo un lince copular, al rececho de un berraco, rebañando una cazuela de paté de perdiz o, tranquilamente, haciendo de vientre a la umbría de un lentisco, el Santuario es siempre apreciable en lontananza; o mejor dicho, tú eres apreciable para el Santuario, porque el Santuario te observa, te vigila y te juzga constantemente desde el momento en el que reservaste el alojamiento en Los Pinos.

Aun habiendo estado bien cerca de él tantas veces, no lo he visitado nunca y he aguantado estoicamente las solicitudes que en alguna ocasión se me han hecho por parte de acompañantes respecto a la posibilidad de pasarnos por allí para añadir un plus cultural al viaje.

Cuando lo miro por encima de las nubes, un escalofrío recorre mi piel y siempre me viene a la cabeza «el ojo de Sauron» escrutando desde el centro de Mordor las debilidades, vergüenzas y miserias más inconfesables de todos aquellos herejes que voluntariamente deciden no presentar sus respetos en el complejo religioso.

Asimismo, repaso neuróticamente los fallos estratégicos: tenía que haber madrugado un poco más, no aguardamos suficiente tiempo en aquella curva de la pista, me sobró la última cerveza en Los Pinos…

Sé que existe una multitudinaria romería en honor a la Virgen de la Cabeza —la más antigua de España, tengo entendido, con la friolera de 800 años de historia— en la que se exalta la devoción litúrgica, se consume rebujito a espuertas y se practica twerking y petting como si a la conclusión de este evento, de supuesta índole mística, fueran a desatarse sobre Jaén las diez plagas de Egipto (a saber: conversión de agua en sangre, invasión de ranas, piojos/mosquitos, moscas, peste del ganado, úlceras, tinieblas —mi favorita—, langostas y saltamontes, lluvia de fuego y granizo y, no por ser la última menos letal, Isabel Ayuso presidenta de España).

Ahora hablando en serio, no penséis que la inclusión de este capítulo en el texto es simplemente una frivolidad atea. La realidad es que lo he añadido porque se asevera en los mentideros de la Plaza Rivas Sabater (en la mismísima almendra de la villa de Andújar) y en los mercadillos de fruta de la comarca que los últimos domingos del mes de abril las facciones romeras más ultraortodoxas sacrifican un lince adolescente en culto a un dios animista, el cual, según refieren los historiadores de la Universidad de Sevilla, fue representado en unos pocos grabados del siglo XIII con forma de huito de aceituna.

Tristemente y sin necesidad de practicar ritos paganos, es raro el año en la que algún imbécil, a más velocidad de la permitida —seguro que exaltado por el fervor mariano y probablemente escuchando a Camela, Malú o algo peor si cabe, a todo decibelio— no atropelle un ejemplar de uno de felinos más amenazados del planeta.

El regreso a ninguna parte

Cuando vuelvo a Madrid desde Andújar, habitualmente un domingo por la tarde, las endorfinas ya se han disuelto, la conversación es más espesa y le doy muchas vueltas compulsivamente a lo que fue pero no tantas como a lo que podía haber sido: el lince no estaba en aquella piedra donde yo esperaba, no vi al águila imperial cazar, la nutria no emergió a comer un pez en una de sus orillas favoritas y, especialmente, me castigo al recordar que tampoco en esta ocasión conseguí esquivar el goterón de salsa de rabo de toro.

Asimismo, repaso neuróticamente los fallos estratégicos: tenía que haber madrugado un poco más, no aguardamos suficiente tiempo en aquella curva de la pista, me sobró la última cerveza en Los Pinos… y sé muy bien que cuando vi de reojo al lince sobre la tapia, a menos de seis metros de mi ventanilla, no debía haberme detenido y, en su lugar, tenía que haber avanzado con temple 50 o 100 metros y así evitar primero que el coche que iba detrás —cuyos ocupantes con alta probabilidad no habrían visto al animal— me cerrara el paso impidiéndome recular y, por otro, que estos no bajarán las ventanillas con la música puesta en el interior, espantando al bicho y disparatando mis remordimientos.

Pero en el fondo sabéis que todo lo aquí escrito es exageración y artificio, no hay rencores hacia nada y, aún menos, hacia nadie, porque Andújar —con foto de lince en la tapia o sin ella— es sencillamente un regalo (quiero pensar que de parte del dios con forma de huito de aceituna) para un urbanita.

Hace unos pocos fines de semana, a finales del pasado marzo, volvía desde allí en compañía de Sara. Íbamos en silencio, cada uno pensando en las emboscadas que nos aguardaban en nuestra inminente semana laboral y, al tiempo, en todo lo que habíamos aprendido en nuestra reciente visita a la Sierra. Justo cuando me planteaba si se reproducirían en cautividad los periquitos de la jaula de Los Pinos, levanté la vista por encima del volante y descubrí un gran bando de milanos que volaban junto a ejemplares dispersos de mis primeras calzadas, culebreras y aguiluchos laguneros del curso. Las planeadoras seguían exactamente el trazado de la N-IV y nos acompañábamos mutuamente en nuestra necesidad de volver al norte. Ellas regresaban de la ausencia de invierno en el trópico y nosotros habíamos buscado oxígeno y el comienzo de la primavera en un bosque templado.

Mientras veía a los migrantes tomar altura justo encima de la carretera, me pregunté qué opinarían ellos de las vallas metálicas en la Sierra de Andújar, qué pensarían cuando sobrevuelan el Santuario, qué sensaciones les merecerían los cazadores… y, lo más importante, con esa vista de águila y desde ese techo manchego que parece un mosaico de azulejos de Talavera, ¿serían capaces las rapaces de detectar, como hizo el camarero de Los Pinos, el lamparón de salsa de rabo de toro en mis pantalones de campo?

Algo más que un parque: el Isabel la Católica de Gijón

Refugio de ciudadanos en los días de calor, visita fundamental para turistas, plató improvisado para sesiones de fotos, lugar recurrente para que el niño estrene la bici y la pelota que le trajeron los reyes, sueño predilecto del perro urbanita, megaescenario donde dar la turra con los tambores o lugar romántico para cientos de primeros besos, los parques urbanos cumplen incontables funciones.

Parque de día, dormidero de noche.

Otros, se ve que más sensibilizados con asuntos importantes, destacan sus funciones potabilizadoras del aire que se respira en las urbes. Los llaman pulmones y les aplican una función tan antropocéntrica como las anteriores.

Luego están los parques urbanos pensados y organizados como recursos naturales para la fauna silvestre. Como variante de los anteriores, nos encontramos con los jardines que, aun habiendo nacido como lugares de evasión humana, alguien, tras ver cómo reaccionan los animales autóctonos, toma la decisión de mantener y fomentar esa interacción con lo salvaje. De los primeros se puede citar el anillo verde de Vitoria -conjunto de parques periurbanos de la capital alavesa en el que se han citado cerca de doscientas especies de aves y existe, incluso, una población del amenazadísimo visón europeo- o la renaturalización del Manzanares a su paso por Madrid, que se concibió como canal natural para el tránsito de fauna, entre las zonas protegidas del norte de la ciudad y el parque regional del sureste y que ha sido un absoluto e inusitado éxito. Para hablar de los segundos, nos fijaremos en el Parque de Isabel la Católica, de Gijón.

Un parque no muy antiguo

Isabel la Católica está situado en unos antiguos cenagales originados por la desembocadura del río Piles. Debía de ser un foco de infecciones demasiado próximo a la ciudad y en los años 30 del pasado siglo decidieron colmatarlo con escombros. En 1941, el ayuntamiento consideró adecuado convertir lo que de facto era un basurero, en un parque. Hasta el año 55 no tuvo nombre y fue a partir de esa fecha que se sucedieron la inauguración del Parador Nacional, el parque infantil o la estatua del Doctor Fleming.

El parque tiene, además, una arboleda muy racional con variedad de especies y portes, un estanque de mediano tamaño y un canal, rodeado de amplias praderas de césped. Aunque al sur y el oeste la ciudad encorseta el jardín, hacia el este limita con el río Piles y al norte, prácticamente, con la playa. En un momento dado, se incorporó a la dotación de entretenimientos un aviario y en el estanque se inició una colección muy variada de aves ornamentales. Los grandes jaulones del aviario albergan un muestrario de pájaros tropicales y, tras él, una amplísima colección de animales de corral con muchas razas sorprendentes de gallinas y unos inmensos emúes. Por su parte, al estanque se incorporaron una surtida variedad de aves de colección, típicas de este tipo de instalaciones: cisnes, patos espectaculares y barnaclas, todos ellos preparados para que no puedan volar y convertirse en un problema para la fauna autóctona.

Especies bioindicadoras compartiendo espacio con humanos.

Este conglomerado de aves domésticas y domesticadas no dejaría de ser un mero zoo plumífero -aceptable para la educación y sensibilización, aunque delicado para la fauna y la ética humana si su gestión y cuidado cae en manos poco adecuadas- que no tendría cabida en el espacio de El Vuelo del Grajo, de no ser porque, de manera casual, se ha convertido en foco de biodiversidad y refugio de aves silvestres. Su situación geográfica, el inequívoco reclamo que supone para los pájaros el movimiento de tanta ave y, quizá lo más importante, la voluntad y actitud de brazos abiertos hacia los visitantes silvestres, han hecho del Isabel la Católica un parque de visita muy interesante para aficionados a la ornitología y fotógrafos de aves.

Por supuesto, no todo es de color de rosa y existe cierta presión política que considera que aquello es un foco de infecciones y que la salubridad es deficiente. Puede ser que tras esas palabras exista algo de verdad, aunque la querencia de las aves silvestres por el lugar y la presencia de pájaros bioindicadores, como los esquivos y montaraces zorzales alirrojos o los martines pescadores, parecen decir lo contrario. Probablemente se trate, una vez más, de ese omnipresente terror a que lo animal comparta espacio con lo humano. O, más probablemente, una china convertida en “pedrolo” que arrojar de una bancada política a la otra, con intención de hacer pupa en el temple del votante.

Las aves del parque están especialmente acostumbradas a la presencia humana.

Un buen equilibrio

Aunque nosotros entendamos que las cosas tienen un límite físico (que el Piles esté pegado al parque no quiere decir que sea parte del parque, faltaría más), los animales se empeñan en unir: que el parque esté unido al Piles, el Piles a la playa, la playa al mar Cantábrico y este te lleve hasta Inglaterra, para un petirrojo británico significa “mira que chalecito invernal tan majo he encontrado”. Por ello, sugerimos al visitante aficionado a estos temas que entienda que el “biotopo Isabel” incluya el río, su desembocadura y aledaños marítimos.

Es perfecto para iniciar a terceros o autosumergirse en este fascinante mundo y esto incluye a los niños y niñas, a los que se quiere acercar al conservacionismo dada la cercanía y confianza de los animales.

Cuentan, incluso, de un tiempo en que una familia de nutrias residente en algún punto del Piles visitaba con asiduidad el estanque, al que consideró como buffet libre repleto de suculentas aves y que esa es la razón por la que la lámina de agua cuenta con un pastor eléctrico. Otras fuentes orales dicen que fue para impedir la depredación y molestias causadas por parte de perros de dueños desaprensivos.

Aunque se eliminase el muy deseable equilibrio natural proporcionado por el mustélido amigo del agua y de los patos, la naturaleza tiende a instalarse en el parque. Así, además del control que ejercen las numerosas ardillas y urracas -especies que no mirarán a otro lado en caso de toparse con unos huevos- la pareja residente de cárabo y la de peregrino, que parece empeñada en instalarse, se imponen en lo alto de la pirámide alimenticia del lugar. Ese punto cuenta, además, con la ventaja de que en el parque no hay ni una sola colonia de gatos, evitando así el desgaste sobre la fauna que podría suponer la presencia de felinos domésticos.

Para los amantes de la fotografía, las posibilidades son muchas. En ocasiones, son especies muy comunes como el carbonero garrapinos.

Pero ahí no queda la querencia de la fauna por esta manzana verde y la noche lo deja bien claro. Con la caída del sol, la isleta del estanque empieza a recibir una nutridísima población de aves que acuden a tan seguro lugar para pernoctar, especialmente en invierno. Cientos de garcetas con aires japoneses, negros cormoranes, garzas grises que se piensan invisibles y muchas otras especies tienen al parque por dormidero.

Las especies presentes que allí -siempre teniendo en cuenta la desembocadura del Piles- se pueden localizar llegan hasta las 150, en números redondos. A las gaviotas de varias especies frecuentes se añaden citas de otras menos habituales, de manera puntual: vuelvepiedras y correlimos oscuros extrañamente amigables, una buena gama de fringílidos, entre los que se encuentran los siempre vistosos camachuelos y picogordos, y todas las aves que uno puede esperar encontrarse en un parque, en invierno. En épocas de migración el observador puede incorporar a sus registros citas muy satisfactorias.

O no tan frecuentes, como este vuelvepiedras, fotografiado en el entorno de la desembocadura del Piles.

Para iniciarse, para matar el gusanillo y para fotógrafos y fotógrafas.

El contacto cercano y directo entre aves y humanos, la vegetación muy espaciada y el hecho de que las aves situadas en la famosa isleta tengan un protector brazo de agua, hacen que el lugar sea idóneo para el observador de aves. Independientemente del nivel de conocimiento. Es, por supuesto, perfecto para iniciar a terceros o autosumergirse en este fascinante mundo. Esto incluye a los niños y niñas, a los que se quiere acercar al conservacionismo y el estudio de la fauna, dada la cercanía y confianza de los animales.

Todo ello, no descarta el interés para pajareros más avezados. Siempre es interesante ver el baño de un reyezuelo, localizar a un rascón en la maraña o toparse con una garceta cangrejera cazando en el río. Sin olvidar las sorpresas con que uno pueda encontrarse dentro del paquete de aves migratorias, que no hay que obviar esta posibilidad tratándose de una localización pegada al Cantábrico.

José, responsable y cuidador del aviario y estanque del parque.

Definitivamente, es un oasis para los amantes de la fotografía de aves. Esa misma tranquilidad que muestran las aves ante la presencia humana es una ventaja. Una ventaja -y esto es muy importante subrayarlo- que no causa un impacto sobre las aves, ya que están curadas de espanto y aceptan, sin perjuicio alguno, ver a una persona a escasos metros, con un enorme teleobjetivo y tirada en el suelo buscando el mejor encuadre.

Que el parque esté unido al Piles, el Piles a la playa, la playa al mar Cantábrico y este te lleve hasta Inglaterra, para un petirrojo británico significa “mira que chalecito invernal tan majo he encontrado”.

Por supuesto, un sitio así también da refugio a ornitólogos y ornitólogas que encuentran en el Isabel y alrededores un sitio perfecto para desarrollar su afición y estudios. La lectura de anillas a distancia, en especial de gaviotas, que lleva a cabo de manera infatigable Ignacio Vega, es un excelente ejemplo de ello: la información que suministra sobre avistamientos a diversos proyectos europeos de anillamiento es muy cuantiosa y de indudable valor.

Aunque se habla de mejores tiempos pasados y a pesar de que existan sectores de la población que no acepten la intromisión de lo silvestre, y, por tanto, les desagrade el parque, no cabe duda de que el Isabel la Católica es ejemplo de que una gestión adecuada puede hacer de un jardín de tamaño medio un recurso natural de primer orden.

Y sí: es una visita ineludible para cualquier aficionado a la observación de fauna.

Los carabos están en el vértice de la pirámide del parque. Y las palmeras, bueno, es Ásturias.

Valle del Guadarranque

El valle de Guadarranque, un lugar para la observación de ungulados.

Desde rocas en sierra hasta valles planos, pasando por bosques húmedos, este es el paisaje que puedes recorrer en Las Villuercas. Toda la variedad de verdes que nos ofrecen sus robles, alcornoques, encinas y madroños, se ven flanqueados por grandes tajos de cortafuegos que atraviesan el paisaje como una cicatriz. El valle está incluido dentro del Geoparque Villuercas Ibores Jara con un marcado interés, debido a la antigüedad del terreno y los fósiles encontrados en él. Este relieve apalachense huele a jara y a tomillo.

El amanecer siempre es un momento especial, el cuerpo aún está pesado y calmo y parece que ese estado alerta aún más nuestra percepción. Entramos por un camino de la carretera CC-20.2 entre Navatrasierra y Guadalupe. Estamos rodeados de montañas. Atravesamos la enorme herida que dejan entre ellos. Desde aquí, vemos la cima de dos riscos coronada por una nube. Los robles que se concentran en esta zona son viejos y grandes, los pequeños duran poco, debido a las necesidades alimenticias del mayor habitante herbívoro del lugar, el ciervo. Es por esto que vemos muchos pequeños árboles plantados y rodeados con red, para evitar ser comidos. Sobre ello nos cuenta Pepe que hay que cuidar de la regeneración de este lugar y propone que incluir a un depredador natural podría ser una buena solución..

Ahora accedemos a un llano. Por encima del amarillo del suelo se ven los verdes y grises del paisaje. La luna todavía mantiene su huella en el cielo. Cualquier lugar del camino es apto para refugiar un ciervo o acompañar su carrera. Subiendo una pequeña loma con el mínimo ruido que pudimos, nos cruzamos de frente con una cierva. Ni ella ni su cría ni nosotros esperábamos un encuentro tan cercano, unos cuatro metros. Es imponente escuchar la salida del aire filtrado por su nariz y esas pequeñas pezuñas frenando en seco y buscando el camino hacia la libertad.

La sierras se suceden en paralelo hasta llegar a los riscos cuarcíticos.

Donde crees que no vas a encontrar asentamiento reciente humano, ahí aparece humilde una construcción de los años 90, la quesería bioclimática construida por José Luis Martín, más conocido como Martín Afinador y en la que se concibió el queso, muy premiado, de Guadarranque. Los perros vienen a saludarnos, conocen muy bien a Pepe, nuestro guía y regalo caído del Facebook. Pepe no solo conoce a los perros y la historia de la quesería, sino que casi podría mimetizarse con el lugar, igual que los muchos rabilargos y arrendajos que cruzan entre las ramas de los árboles abriendo el camino a nuestros oídos.

Al llegar a la Lorera de la Trucha, donde podemos encontrarnos con una acumulación importante de Prunus lusitánica -la mejor considerada de España-, recordamos casi instantáneamente un lugar de Madeira. Esta isla está arropada por la poca laurisilva que ya queda en las antiguas selvas y, al igual que aquí, tiene esa esencia mágica de los lugares sabios. Volvimos con nuestros recuerdos a aquel lugar, al intuir la luz que entraba por las grandes copas y esos verdes brillantes del musgo que tapiza todo a su paso. Sabes que estás en un sitio húmedo, aunque no veas agua. En un primer vistazo, sientes que ahí también podrían ser reales los cuentos de hadas y duendes.

Sabes que en cualquier centímetro de tierra explota la vida a nivel micro, ese nivel que es difícil ver y al que cada vez tratamos de acercarnos con mayor conocimiento y respeto.

Parece que entre la historia natural de este geoparque también hay historias de humanos. Dicen que es una zona empobrecida y que fue tierra de maquis. Allí también, escondidas en las cuevas, las mujeres parían, cuidaban, mataban y formaban parte de la naturaleza de una manera salvaje y sencilla (no en cuanto a penurias) que hemos querido abandonar y que poco entendemos ya.

Ahora también hay historias de humanos, unos que hacen carreras montados en dos ruedas atravesando Las Villuercas, sin ningún miramiento hacia el lugar, por simple diversión personal, que no revierte en nadie más ni en nada más y que, por supuesto, perjudica todo a su alrededor.

Las actividades humanas en entornos naturales deberían conllevar cierto grado de participación, comunicación y aportación, con respecto, a lo que tienes bajo tus pies y no bajo tu bolsillo. Apelemos a esa diversidad de sensibilidades ocultas tras siglos de educación y cultura, que son las que verdaderamente hacen cambiar los comportamientos y empatías necesarios para la convivencia mutua.

Seamos motoristas y naturalistas y abramos así los múltiples y ricos contextos que nos rodean, las prioridades, las opciones y las decisiones para poder encontrar así nuestro verdadero poder: la capacidad de flexibilidad y adaptación sobre lo que nos une.

Con este pensamiento, dirigí mi mirada a la Canchera del Ajo, llena de buitres leonados. Subimos hasta allí y vemos de cerca los aviones comunes y zapadores, de paso hacia el estrecho, que vuelan con agilidad en torno al pico, rodeándolo y haciendo cabriolas en el aire, mientras van cogiendo todos los insectos que se encuentran. Juegan y comen. Ahí, en ese lugar, podíamos divisar toda la heterogeneidad del paisaje. Girabas a la derecha y era completamente diferente de si lo hacías hacia la izquierda o delante o detrás. Veíamos el campo amarillo con encinas diseminadas, los bosques bajos, las piedras grises que componen los riscos con sus afiladas puntas y su perfil fino (extrañamente fino, delgado, de hecho), la jara mano a mano con los madroños. Las nubes, con esa luz dura de la mañana, creaban sombras sobre los valles y, de repente, todo tenía un volumen especial. Los colores formaban capas múltiples y relieves que demarcaban los espacios, tan claramente que podían ser únicos. Era como si pudieras quitar trocito a trocito, recortando por los bordes bien definidos de cada color y llevarte en el bolsillo una calidad única e indivisible de toda esa belleza. Como si alguien hubiera puesto las cosas juntas pero muy ordenadas, sin mezclarse.

Y yo me pregunto:¿cómo es posible que se cumplan todas las necesidades que cada lugar requiere, si están en un mismo espacio? Y pienso que tenemos la diversidad diseminada en nuestra tierra, pero creo que, en el fondo, aunque lo entendamos, aunque tengamos respuestas científicas, nos cuesta abrazarlo. Parece que no deberíamos ni alejarnos ni contemplarnos como especie, fuera de lo que ocurre en la naturaleza y, muchísimo menos, como especie a extinguir. Formamos parte de esta ecuación y podemos, de hecho, ayudar a resolverla. ¿Estamos preparados para comprendernos dentro de ella?

El Pardo, Madrid

Este enorme encinar, en su mayor parte adehesado, pero con parte de carrasca, tajado por el río Manzanares, se encuentra embalsado en la mitad norte del paraje. También hay piñonero, quejigo, alcornoque y enebro, todo tapizado con jara, especies que van dejando hueco a los chopos, álamos y otros árboles propios del bosque de ribera, según descendemos hacia el río y sus arroyos tributarios. Esta riqueza y variedad, el estado de conservación y las posibilidades que ofrece el pequeño pantano y su cola, hacen de El Pardo una riquísima reserva animal. Sin duda, hoy en día, la ausencia de una presión cinegética real y la absoluta protección del lugar también han favorecido que se dé está situación. De las 16.000 hectáreas que ocupa, solo 900 son visitables por el público. Las otras 15.100 están detrás de una verja -y del antiguo muro- y están continuamente vigiladas por un nutrido equipo de agentes forestales y vigilantes de seguridad que dependen directamente de Patrimonio Nacional. Solo algunas organizaciones científicas y conservacionistas obtienen la autorización para pasar a hacer algunos trabajos muy determinados. La biodiversidad se ve reforzada con la presencia de núcleos urbanos, palacios, los jardines de estos últimos, construcciones aisladas y algunos establos de equinos. Todo ello junto hace que sea un lugar excepcional para la observación de fauna… al que, por suerte y por desgracia, no se puede entrar.

El Pardo es una riquísima reserva animal de la que solo son visitables 900 ha.

La buena noticia

De acuerdo que casi toda la riqueza de El Pardo se queda detrás de la reja y del muro, pero llegado este punto hay que recordar que: 1º el cielo es muy permeable a las aves y 2º los equipos de observación y fotografía permiten tener una buena perspectiva desde puntos elevados y, por suerte, el monte de El Pardo es una sucesión de colinas y cerros con buenos balcones a la zona prohibida. Desde el norte, y ya en el Parque Regional de la Cuenca Alta del Manzanares, hay buenas vistas sobre la cola del pantano, desde algunos puntos. Alrededor de estos puntos, se congregan gran cantidad de aves y durante las migraciones nos puede sorprender la presencia de cualquier especie, incluso en bandos muy notables.

En El Pardo se observan todas las especies características del monte mediterráneo



Al oeste, detrás del restaurante El torreón, el paisaje es adehesado, muy abierto, y es un buen punto para ver los cásicos -a corta distancia-, ciervos, gamos, jabalíes, con suerte algún zorro, y todas las aves propias del bosque mediterráneo: desde el águila imperial y el buitre negro, hasta las paseriformes que cabe esperar. Todos, aves y mamíferos, muy habituados a la presencia humana, para lo bueno y para lo terrible (gente dando de comer porquerías como espaguetis y pan duro a los de pelo). Al este, los caminos que parten de la zona recreativa de El Pardo, junto al Lar de Domingo, nos llevarán hasta la verja en una zona también muy interesante para observar ungulados, esta vez, con su carácter silvestre más inalterado.

Muy recomendable, especialmente para los más interesados en pequeñas aves, es el paseo a ambos lados del Manzanares, desde el barrio de El Pardo hasta la presa del pantano. Aunque quizá demasiado frecuentado por gente no siempre silenciosa, en las horas más tranquilas, el paseo puede depararnos buenos avistamientos. El bosque de galería y la vegetación de ribera, además de ser ricos en biodiversidad y con un buen grado de conservación, ofrecen ese resquicio de frescor en los veranos castellanos capitalinos.

En definitiva

En definitiva, es un paraje al que puedes llegar subido en un autobús municipal desde el centro de la ciudad, bajarte y ver un águila imperial en su posadero, mientras en el cielo ves perderse una cigüeña negra que ha salido disparada, asustada por el berrido de un ciervo, para, poco después, mientras descansas sentado a orillas del río, sobresaltarte por el chapoteo de una nutria. Y aunque este cuadro es complicado conseguirlo, sí puede estar en tu lista de deseos: al ir a El Pardo ya la posibilidad es real.

Si eres de Madrid, El Pardo es un lugar perfecto para iniciarte o, si ya posees experiencia, para introducir al tema a otros. Y si no eres de la capital, pero las cosas de la vida te llevan a ella a pasar unos días, no olvides los prismáticos y prepárate para disfrutar de los mejores paseos de avistamiento que puedes hacer sin salir -geográficamente- de la ciudad.

Cazadero real

Para comprender cómo es posible este grado de conservación a menos de diez kilómetros del centro de la capital, es importante conocer, de manera esquemática, un poco de la historia del lugar. Tan pronto los Austrias instalaron su corte en Madrid, pusieron sus ojos y sus manos en el monte de El Pardo. Carlos V convirtió, en el siglo XVI, un antiguo pabellón de caza de la época de Enrique III (1405), en él vivieron, de manera temporal, todos y cada uno de los monarcas. Fernando VI, decidió levantar un muro de 66 kilómetros de longitud para hacer un gran corral para sus presas y ponérselo difícil a los cazadores furtivos. Luego llegó el dictador e instaló allí su residencia permanente. Y fue este mismo señor bajito el que el 24 de diciembre de 1961 tuvo un accidente de caza allí. Su sucesor en la jefatura del Estado, Juan Carlos I, se instaló en el palacio de la Zarzuela, también situado en ese monte. La propiedad de los terrenos recaía en los sucesivos monarcas hasta que en 1931 el gobierno de la República optó porque la importante cantidad de palacios, parques, tierras, conventos y obras de arte a nombre de la corona, pasasen a ser de titularidad pública agrupados en el ente Patrimonio de la República. En 1939 el organismo pasó a llamarse Patrimonio Nacional y su disfrute se mantuvo más o menos de la misma manera: las residencias oficiales de los jefes de estado (Palacios del Pardo y Zarzuela sucesivamente) y el 95% del Monte de El Pardo quedaban para uso y disfrute exclusivo del dictador y posteriormente de la Casa Real.