Alaska salvaje.

Una pradera inabarcable tapizada de tussoks1 y amplias zonas empantanadas llenas de larvas de mosquitos y reznos; caribús, osos, zorros, lobos, carneros de Dall, bueyes almizcleros, glotones, ardillas terrestres; ni un solo camino, ni una sola pista de que Homo sapiens existe y domina el mundo. En sus entrañas, la tunda ártica esconde restos de mamuts y otros animales prehistóricos; también de civilizaciones pasadas que no pudieron adaptarse a los tiempos modernos. Aquellos antiguos habitantes del Ártico medraban gracias a lo que obtenían de la tierra. Vivían en un entorno severo e implacable, y se servían de habilidades aprendidas de generación en generación para sobrevivir. Eran indígenas para los conquistadores, aunque ellos se identificaban simplemente como personas. En la distancia solo se distinguen montañas, ríos cubiertos de aufeis2s, valles, acantilados…

Cantos y bailes tradicionales del pueblo gwitch’in. Fotografía: Tato Roses.

Para muchas personas esta somera descripción del ecosistema ártico no resulta especialmente atractiva. Poca gente estaría dispuesta a explorar un lugar así durante varias semanas en total autonomía y sin ninguna comodidad, exponiéndose a elevadas dosis de riesgo e incertidumbre. Nosotros lo vamos a hacer. Será nuestra tercera ruta por Alaska, quizá la más ambiciosa. 

A lo largo de casi 400 km recorreremos a pie y en packraft3 una de las zonas más prístinas de Alaska y de la Tierra, actualmente amenazada por la avaricia del ser humano. Nuestra ruta discurre por uno de esos escasos y preciados lugares que todavía se pueden calificar como verdaderamente remotos. En inglés existe un término para ese conjunto de virtudes que describen la naturaleza salvaje: wilderness. Nuestro propósito es realizar un documental de aventura centrado en la conservación de la naturaleza para enfatizar y transmitir la importancia de conservar las últimas zonas sin humanizar que quedan en la Tierra.


Debajo de la superficie de la tundra se extiende una capa helada de varios cientos de metros de espesor llamada permafrost y que alberga ingentes cantidades de carbono y metano procedentes de épocas pasadas. Más allá de esta capa helada, a varios kilómetros de profundidad, la Tierra esconde energía solar empaquetada desde hace millones de años en forma de hidrocarburos: una mezcla de átomos de carbono e hidrógeno que sustenta a la sociedad moderna, que con más de 8200 millones de personas somete de forma abrumadora al resto de especies. El origen de ese “sol concentrado” se remonta al Carbonífero y a la era mesozoica, cuando el Ártico de Alaska era muy diferente y estaba poblado por enormes bosques inundados. Con el paso del tiempo, la materia vegetal y los microorganismos enterrados dieron lugar a gigantescos depósitos de hidrocarburos, que permanecieron ocultos hasta que el ser humano descubrió su enorme potencial energético.

Dos caribús se aproximaron prestándonos atención. Fotografía: Tato Roses.


“Petróleo” es una palabra mágica que despierta en muchas personas un renovado interés por el Ártico basado en el dinero y el poder. El nuevo gobierno de Estados Unidos, liderado por el iracundo e ignorante Donald Trump, ha dado luz verde a la explotación de hidrocarburos en el Ártico de Alaska, aduciendo la necesidad imperiosa de expoliar extensas zonas antaño reservadas a la naturaleza por su extraordinario valor estratégico, tanto para Estados Unidos como para el resto del mundo. 


Si no conoces este lugar quizá te resulten convincentes los argumentos a favor de su explotación: “Es una zona inmensa, y solo vamos a perforar en una parte muy pequeña, donde no hay prácticamente nada salvo hierba, turba y mosquitos”; “los nuevos y modernos sistemas de prospección, perforación y extracción apenas dañan el medio ambiente”; los caribús y los osos polares tienen terreno de sobra para hacer lo que quieran”; “la nueva América necesita petróleo y gas para no depender de mercados extranjeros que podrían poner en riesgo nuestra hegemonía”; “es nuestra tierra y los recursos están ahí para que los podamos aprovechar en beneficio de todos”.

“Petróleo” es una palabra mágica que despierta en muchas personas un renovado interés por el Ártico basado en el dinero y el poder. El nuevo gobierno de Estados Unidos, liderado por el iracundo e ignorante Donald Trump, ha dado luz verde a la explotación de hidrocarburos en el Ártico de Alaska

Pero cuando has recorrido a pie este prístino ecosistema sin rastro de artificialidad y has visto de cerca cómo se entrelaza la existencia de los innumerables seres vivos que lo habitan, ya sean vegetales o animales, entonces las palabras de esas personas distantes, poderosas y bien vestidas, sin tierra en sus zapatos, son como un puñetazo en la cara, un insulto despreciable e ignorante hacia el valor intrínseco de la naturaleza 

La sombra de nuestra avioneta se proyecta sobre el mar de Beaufort, en el océano Ártico. Fotografía: Marta Bretó.

Vamos a retroceder un poco en nuestro relato, porque creemos que conviene explicar por qué la explotación de hidrocarburos en el Ártico de Alaska es especialmente dañina. 

En esta vasta extensión de tierra, decenas de miles de caribús (Ranfiger tarandus) migran anualmente desde las zonas de invernada en Canadá hasta las zonas de cría en la llanura costera de Alaska, donde se encuentran más seguros frente a los depredadores, los mosquitos y los reznos.

Para el pueblo gwich’in, el lugar donde los caribús dan a luz es tierra sagrada. Esta gente, que habita Alaska desde mucho antes de la llegada del hombre blanco, ha dependido tradicionalmente de la migración del caribú. Cuando eran nómadas seguían constantemente los movimientos de este animal, y hoy en día el caribú sigue siendo el símbolo de su existencia. No en vano se hacen llamar “el pueblo del caribú”.

Lamentablemente, las perforaciones para extraer petróleo, de llevarse a cabo, se ubicarían exactamente en este terreno sagrado, modificando las rutas migratorias anuales del caribú, y la vida y la identidad de los gwich’in se vería trastocada para siempre. Es probable que con el paso de los años acabaran siendo asimilados por el mundo moderno, o borrados del mapa de la humanidad.

Algo similar sucede con los inupiaq, situados más al norte, junto al océano Ártico. Este pueblo vive principalmente de la caza de ballenas, que realizan de forma artesanal desde hace siglos. Sin embargo, el ruido y las vibraciones de las plataformas de perforación, tanto en tierra como mar adentro, interferirían con el sistema de comunicación de los cetáceos, que se alejarían para siempre de la costa ártica. Como consecuencia, los inupiaq perderían su fuente tradicional de alimento, y con ella su identidad.

Un lobo de la tundra nos observa con curiosidad antes de continuar su camino. Fotografía: Marta Bret

Además de multitud de aves, la costa es el hogar de una de las especies que más sufren las consecuencias de la crisis climática: el oso polar. Este superdepredador hiberna bajo la tundra y es muy sensible a las perturbaciones de su hábitat, por lo que sin duda su existencia se vería amenazada por la presencia de los pozos de petróleo y las infraestructuras asociadas: carreteras, vehículos de gran tonelaje, viviendas, oleoductos…

En 2022 documentamos el Ártico de Alaska por primera vez. El Arctic National Wildlife Refuge, en el noroeste de Alaska, llevaba años en el punto de mira de muchos políticos. Durante su primer mandato, la administración de Donald Trump apoyaba vehementemente la idea de perforar el Ártico, argumentando que esa zona remota era un lugar desértico y sin ningún interés. 

Tres años más tarde nos proponemos documentar otra zona de alto riesgo para el medioambiente. Reserva Nacional de Petróleo en Alaska es sin duda un nombre poco atractivo, pero su significado es engañoso, pues se trata de un lugar más extenso que Andalucía totalmente virgen, sin domesticar por humanidad. 

Nosotros no esperábamos documentar un contraste tan brutal con dichas palabras: jamás hemos visto tanta vida salvaje. Durante los 18 días que pasamos recorriendo el ANWR vimos miles de caribús, tres osos grizzly, un lobo de la tundra, decenas de ardillas terrestres del ártico, centenares de carneros de Dall, puercoespines, perdices nivales, águilas calvas y otras rapaces, sin contar la presencia a través de sus rastros de otras especies como el zorro rojo, el zorro ártico y el alce.

Un grupo de carneros de Dall juguetean de madrugada, bajo la suave luz del sol de medianoche. Tato Roses.

El resultado de ese proyecto documental fue Los caminos del Caribú. Una película creada con un presupuesto mínimo en la que no había más participantes que nosotros dos: protagonistas, directores, guionistas, cámaras, editores y todo lo que podáis imaginar. Este filme participó y continúa participando en festivales internacionales, ha recibido algunas menciones de honor y actualmente se proyecta en los consulados de Argentina, Honduras, Paraguay, Bolivia, Perú, Uruguay, México, Costa Rica, El Salvador, Chile, República Dominicana, Guinea Ecuatorial, Guatemala, Nicaragua, Panamá y las embajadas de Colombia, Cuba, Ecuador y Venezuela. Todo esto contribuye a difundir el mensaje de conservación que queremos transmitir, pero no vamos a detenernos aquí.

Tres años más tarde nos proponemos documentar otra zona de alto riesgo para el medioambiente. Reserva Nacional de Petróleo en Alaska (National Petroleum Reserve in Alaska) es sin duda un nombre poco atractivo, pero su significado es engañoso, pues se trata de un lugar más extenso que Andalucía totalmente virgen, sin domesticar por humanidad. Esta zona remota, situada en el noroeste de Alaska, está permanentemente desprotegida de la explotación de hidrocarburos y su futuro depende del hambre energética del mundo, del gobierno de Estados Unidos y de la voluntad del pueblo.

Este inmenso territorio, de algo más de 93.000 km2, fue designado en 1923 por el presidente Warren Harding como suministro de emergencia de hidrocarburos para uso militar. Alberga hábitats de extraordinario valor ecológico en los que medran especies como el oso polar y el grizzly, el lobo de la tundra, el glotón, el buey almizclero, el zorro ártico y el rojo, diversas rapaces, el colimbo, el éider y otras aves acuáticas.

En esta valiosa reserva se encuentra la zona de cría de una de las mayores manadas de caribús del país (164.000 ejemplares en 2023). Aquí crían millones de aves de los seis continentes y de la mayoría de los océanos del mundo. Es la tierra ancestral de los primeros pobladores de Alaska desde hace más de 10.000 años. Aquí se encuentra el yacimiento de Liscomb Bonehead, el depósito más prolífico de huesos de dinosaurio de todas las regiones polares de la Tierra. El porcentaje de protección permanente frente a la explotación de hidrocarburos es del 0 %.

Nuestro destino es la zona especial de Utukok River Uplands, el mayor ecosistema intacto de praderas que queda en Estados Unidos. Tenemos la intención de recorrer los casi 300 kilómetros del río Utukok desde las proximidades de su nacimiento en las montañas Delong, en las estribaciones de la Sierra de Brooks, hasta su desembocadura en Kasegaluk Lagoon y el mar de Chukchi, en el océano Glacial Ártico. Hasta la fecha, solo un puñado de personas han visitado este lugar. 

Chorlito dorado americano. Fotografía: Marta Bretó.

El siglo IX fue el siglo de oro de la exploración: hollar la cima del Everest, encontrar el paso del Noroeste, circunnavegar el planeta, alcanzar el polo Sur… Fueron grandes hazañas y sus protagonistas encontraban patrocinio en la realeza, en grandes empresas y en los bolsillos de adinerados comerciantes y filántropos. Asimismo, las conferencias que impartían los exploradores tras sus extraordinarios viajes les proporcionaban pingües beneficios.

Esa época dorada de la exploración y el descubrimiento hace tiempo que quedó atrás. Hoy se persigue la rapidez y la dificultad; la integridad de la naturaleza está en un segundo plano.

En INDOMITUS queremos formar parte de la naturaleza de un modo intenso y contagiar el espíritu de la aventura, la ecología y la protección del mundo natural. Para ello tenemos herramientas muy potentes: determinación, creatividad y espíritu aventurero. Fatalmente, el tema económico, un pilar que por desgracia es importante, no lo llevamos tan bien. Una sola persona no cambia el mundo, pero puede añadir su voz para crear una revolución. Nosotros queremos sumar nuestro documental a un mar de propuestas e iniciativas que defienden la protección de la naturaleza por su valor intrínseco. Si piensas así, puedes aportar tu granito de arena colaborando en nuestra campaña de micromecenazgo en Verkami.

Los jefes indios Noah Sealth y Toro Sentado resumieron de forma simple y efectiva la importancia de frenar la depredación del ser humano: “Solo cuando el último árbol esté muerto, el último río envenenado y el último animal muerto, nos daremos cuenta de que el dinero no se puede comer”. 

Nuestras sombras se proyectan sobre el paisaje. Fotografía: Marta Bretó.

  1. Tussocks: Grupo de especies de gramíneas de la familia Poaceae. Suelen crecer en matas formando montículos de hasta casi un metro de altura, cubriendo grandes extensiones en praderas y pastizales. Las raíces pueden alcanzar dos metros o más de profundidad, lo que contribuye a la estabilización de taludes, al control de la erosión y a la porosidad del suelo, facilitando la absorción del agua. Los tussoks son muy resistentes al fuego y proporcionan hábitat y alimento a insectos, aves y roedores. Son un incordio para caminar, pero sin ellos las praderas árticas no existirían tal como las conocemos. ↩︎
  2.  Aufeiss: Cuando llega el invierno y los ríos comienzan a congelarse, se forma una capa superficial de hielo que va aumentando de grosor a medida que baja la temperatura, que en el ártico puede alcanzar los 40 ºC negativos. El agua que circula por debajo sale a la superficie a través de grietas y se congela rápidamente. El canal por el que fluye el agua se estrecha, lo cual incrementa la presión, provocando nuevamente el flujo del agua hacia el exterior, que se congela. La acumulación sucesiva de láminas de hielo forma el aufeiss u overflow ice (hielo desbordante), que en algunos ríos llega a alcanzar más de dos metros de grosor y cubrir grandes extensiones. ↩︎
  3. Packraft: Se trata de una embarcación hinchable, portátil y resistente parecida a un kayak pero más ancha y estable. Los modelos diseñados para realizar viajes de larga duración suelen rondar los 3 kg de peso.  ↩︎

El vuelo del vencejo.

Uno piensa en suaves atardeceres primaverales y urbanitas, con las ventanas abiertas y los visillos mecidos por una cálida brisa en un océano de tranquilidad.  Es justo entonces cuando bajan de las alturas para atronar las calles con su griterío. Los británicos, que son muy básicos y efectivos a la hora de poner nombres, a estos alborotadores juveniles los llaman bangers. Y a mí, que soy igual de básico, la imagen mental que me brota cuando leo banger es la de un tierno Piolín chocando un par de sinfónicos platillos sobre la cabeza de un Silvestre dormido.  Sí, los vencejos han venido para llamar a tú ventana y para joderte los atardeceres.

Un día estás pasmado de frio y con las botas mojadas, y al otro escuchas un chillido rasgando el cielo y sabes que ya está aquí la primavera. Durante años, primero vía SMS y luego a través de la aplicación de color verde, mandaba a una lista reducida a una persona un explícito: “¡vencejo!”, para anunciar cada primavera la llegada de los dragones. Era una forma de decir: “eh, aunque no hablemos, te tengo presente hasta al escuchar un pájaro”. Curiosamente, esa relación se interrumpió abruptamente cuando el hecho de salvar toda una colonia de vencejos afectó a terceros cercanos y yo hice una mala gestión de los contactos. La colonia se salvó, pero hace dos años que ni envío ni recibo el grito escrito.

Si vives en la ciudad o en un pueblo con iglesia y campanario medianamente alto, preferiblemente construido en piedra, y tienes un poco de conciencia sonora de lo que te rodea, probablemente identifiques la primavera y el verano al desgarrado grito de los vencejos. Volando en grupos numerosos, muy unidos, describiendo un circuito de manera reiterativa que, inevitablemente, tendrá curvas muy ceñidas que les obligará a pasar a escasos centímetros de una pared a una velocidad vertiginosa. Los vencejos pasan las horas frescas del día haciendo eso. Esas juergas aéreas le valieron al vencejo en el Reino Unido otro apelativo: pájaro del diablo. Pero en realidad no son todos. Son los juveniles de entre uno y dos años. Que sea de propiedad satánica lo podemos dar por descartado, pero eso sí, su vuelo es endiablado.


Como las águilas son fuertes, poderosas y sanguinarias, la práctica totalidad de las sociedades humanas proyectaron sus anhelos y deseos en la figura de estas aves. Desde las tribus indígenas de las llanuras del norte de América hasta todos y cada uno de los reinos e imperios europeos; desde con la protectora romana hasta con la bicéfala austrohispánica, la práctica totalidad de los reinos que pretendían dar a conocer su poderío en sus símbolos patrióticos lucían un bicho del género Aquila. Quizá por eso recordamos a los guerreros sioux lakota y sin embargo nos olvidamos de los mucho más poderosos mayas, que tenían de referencia al quetzal, muy colorido y brillante, pero que se alimenta de frutas. ¿Para qué ha quedado Guatemala, que tiene en el escudo y la moneda un quetzal? Para servir de prisión a los que tienen un águila calva por escudo y un presidente con pelo naranja.


Si las aves que representan a los países las eligiesen los jóvenes, que para eso son el futuro, sin duda elegirían a los vencejos. Bueno, si se informasen un poco al respecto y fuesen consecuentes con sus deseos antes de elegir. 


Está claro que un país con un vencejo por escudo no parece que fuese a llegar muy lejos. “Soy Saladino y mi califato se creará bajo la sombra del águila dorada, desde Egipto hasta Siria”; “Soy Pedro El Grande y como zar de todas las rusias mi imperio se expandirá a este y oeste con la vigilancia del águila bicéfala”; “Soy Felipe II y en mi imperio no se pondrá el sol gracias a Dios y al águila de San Juan”; “Hola, muy buenas, yo me llamo Antonio Jesús y Sildavia, más o menos, sobrevivirá como un vencejo”.

Si en lugar de grandeza e inmortalidad -todo muy varonil y senecto-, un estado buscase lo que hace grande a la adolescencia, tendría por escudo un vencejo orlado con el lema “dum volare potes” -vuela mientras puedas-.

Ah, pero si en lugar de grandeza e inmortalidad -todo muy varonil y senecto-, un estado buscase lo que hace grande a la -por otro lado, despreciable- adolescencia, tendría por escudo un vencejo orlado con el lema “dum volare potes” -vuela mientras puedas-. Y es que los grupos de bangers y sus vuelos aparentemente inútiles, que consisten en perseguirse en un sinsentido mientras gritan, son lo más parecido a una manada de adolescentes a la salida de un instituto.

Si las lagartijas volasen, seríamos lagartijeros. La codiciada virtud del vuelo es la característica, por encima de cromatismos y singularidades, que nos pasma ante la presencia de un ave. Unos sentirán predilección por las aves de presa, otros por las esteparias y los hay que por las marinas, pero el sesgo común de admiración, el que compartimos todos los amantes de las aves, es el vuelo. Y como en toda norma general existe la excepción, y en este caso es a los que les implotan las neuronas con los pingüinos. 

Si aceptamos que el interés básico y primigenio del pajareo tiene por centro el vuelo, la migración es el epicentro. Y no es para menos. La capacidad de orientación, la fuerza inagotable, la aparente libertad de movimiento, el dominio salvaje del instinto no menos salvaje, ¡caray!, ¿quién los pillase para uno mismo, no? Viajeras circunnavegantes, pequeños paseriformes transatlánticos y limícolas chifladas que se hacen medio globo dos veces al año. Toda una locura que cuesta entender. De hecho, durante 2.000 años la teoría de la trasmutación de Aristóteles fue dada por válida. Así, los colirrojos y petirrojos eran el mismo pájaro, pero tenían una fisonomía u otra, dependiendo de la estación. Era más fácil teorizar eso que darle a un animal irracional de 12 gramos la capacidad de viajar de forma consciente unos cientos de kilómetros. Los vencejos, siempre a tope, se sumergían en los lagos durante ocho meses para aparecer en abril.

Una vez descubierto el engaño del ave anfibia, el vencejo en el terreno de la migración perdió mucho glamur. ¿Y por qué, entonces, es el ave que todos los pajareros y las pajareras deberíamos llevar tatuada en nuestra piel? Por sus primeros casi dos o tres años -parece ser que va en ejemplares- de vida, que pasan en el aire, sin posarse. Que no es cierto del todo, pues en realidad sí paran en nidos vacíos pensando en el futuro familiar y entran en otros, ya ocupados por congéneres, para ver qué es lo que allí sucede. Pero el resto del tiempo estarán volando. ¡Entre 22 y 34 meses sin descansar! Es demencial.

Lo que nos lleva de nuevo a la adolescencia humana. Puede ser que tanto tiempo fuera de casa, saliendo de aquí para allá y vuelta a empezar, a un juvenil humano se le haga un poco cuesta arriba. Pero aún queda un último argumento: la cópula aérea. Aunque sea por puro romanticismo, epítome del amor volátil de la edad, a eso nadie con menos de 22 años se podría resistir o, al menos, poner una mueca y asentir con ojos entrecerrados.

Pero aún queda un último argumento: la cópula aérea. Aunque sea por puro romanticismo, epítome del amor volátil de la edad, a eso nadie con menos de 22 años se podría resistir

Así pues, nos encontramos con una especie que, si bien genéticamente está más cerca de un Tiranosaurio rex que de cualquier humano, etológicamente guarda profundas semejanzas con nosotros, como ya hemos visto. Y aún queda otra realidad científica: tan pronto descubrieron las cálidas y bulliciosas ciudades, con sus confortables construcciones de piedra, abandonaron los inhóspitos acantilados. Prefirieron pues la vida urbana a la rural. Somos bro y estamos ligados.

Ahora que probablemente estés, humano, absolutamente convencido de la sincera hermandad entre los apusy los sapiens, solo te queda cuidar de ellos, ponerlos a salvo si los ves en tierra y no dejar de hacer pública tu admiración por ellos. Son especie paraguas. 

Si El vuelo del Grajo no fuese tan buena cabecera, debería llamarse El vuelo del Vencejo. 

eBird, Bad Religion y cuadernos de campo.

Salvo las generaciones más recientes de aficionados a la naturaleza, cualquiera que naciera antes de los años noventa ha visto antes o después o, incluso, ha tenido en sus manos, los míticos cuadernos de campo de Félix Rodríguez de la Fuente, ilustrados magistralmente por Iván Fernández de la Viña. En mi opinión, este último, debió tener más reconocimiento del que se llevó, como mucha otra gente que trabajó alrededor de la estrella mediática, pero ese es otro tema que no toca hoy. En aquellas libretas, de manera artesanal, se nos presentaban notas manuscritas acompañadas de increíbles dibujos de fauna. En los textos se describían los comportamientos de los animales que se observaban, así como otros datos que pudieran aportar información, más o menos “científica”, al estudio de tal o cual especie. Los niños y jóvenes de los setenta y ochenta “mamamos” esa forma de generar recursos en pos del conocimiento de nuestra fauna. Se nos inculcó una manera sencilla de sumar a la cultura de la biodiversidad. 

Bad Religion en directo con Greg Graffin al frente.

Yo pertenezco a esa generación de Félix. Quedé hipnotizado desde muy pequeño con sus documentales y bebía lo vientos por su oratoria. Todos los fans queríamos ser naturalistas de mayores y una manera sencilla de empezar era escribiendo nuestros primeros cuadernos de naturaleza. 

La primera vez que escribí notas de campo fue una primavera a mediados de los ochenta, antes de cumplir los diez años. En la terraza de enfrente de mi casa, en un tercer piso, una pareja de colirrojos tizones decidió sacar a su prole a una vieja maceta abandonada. ¡Tenía ante mí la oportunidad de aportar mi granito de arena al conocimiento de la biología del colirrojo tizón! Recuerdo perfectamente esa sensación de sentirme como un explorador ante el hallazgo de algo completamente singular. Por supuesto, le pedí a mi madre que me comprara una libreta; pero no una cualquiera. Yo quería una de esas de tapa negra, sin alambres y con una goma para cerrarla, o sea, “como las que llevaba Félix” -una clásica Moleskine-. El boli tampoco podía ser cualquiera. No me conformaba con un Bic y solicité algo más “académico”, un bolígrafo que hiciera un trazo como si fuera una pluma. Todo muy decimonónico.


Con mi “kit de naturalista” compuesto por libreta, bolígrafo negro de calidad y mis primeros prismáticos, unos “rusos” de 8×30, pasé decenas de horas sentado en una silla de playa en mi terraza sin quitar ojo al balcón de enfrente y a esa maceta solitaria y vacía colgada de la pared, en el rincón más sombrío. Recuerdo que los primeros días eran tediosos. La hembra incubaba mientras el macho le hacía relevos, pero muy pocos. Yo, obviamente, apuntaba todo eso: “el macho releva a las 11:37 horas, la hembra se va y baja a los jardines a alimentarse durante 13 minutos; vuelve al nido y se va el macho a las 11:52 y sube a la cornisa y se pone a cantar durante 16 minutos…”. Lo bueno vino cuando nacieron los pollos y mi actividad se aceleró con ellos a medida que crecían: “ceba la hembra a las 19:12; ceba el macho a las 19:23; ceba otra vez el macho a las 19:36 y se lleva un saco fecal; ceba la hembra y solo levanta la cabeza un pollo…”. El trabajo se había multiplicado, pero yo era un auténtico científico experto en colirrojos tizones. El día que saltaron los pollos del nido y empezaron a moverse, primero por la terraza y después por todo el edificio, ya fue la hecatombe porque ahora tenía que estar atento a muchos puntos a la vez. Pero yo quería hacer ciencia y esos discretos pájaros me lo permitían. Tenía un cuaderno de campo donde, además de escribir datos con todo el rigor que lo puede hacer un niño, hacía dibujos de lo que veía.

Cuaderno de campo de Félix en la serie “El Hombre y la Tierra”


Esa fue mi primera libreta de campo y, a partir de ahí, vinieron muchas más, hasta formar toda una biblioteca de cuadernos con mis apuntes. “Félix estaría orgulloso de mí”, pensaba.


Pero Félix no fue el primero en hacer cuadernos de campo, obviamente. Mucho antes que él lo hicieron los grandes naturalistas y exploradores de la historia de la humanidad. Ya Plinio el Viejo tomaba notas de las aves que observaba y eso no es otra cosa que un cuaderno de campo. Por mi parte, con los años y cuando llegó el primer ordenador a casa, compatibilicé mis libretas con la introducción de registros en una base de datos creada en Access, donde además de tenerlos ordenados podría manejarlos con rapidez, sin necesidad de pasar y pasar hojas. Si, por ejemplo, quería sacar todas las observaciones de codorniz, solo tenía que hacer un filtrado y lo tenía todo gracias a un movimiento de ratón. Así que volvieron las horas del tedio y pasé, ni corto ni perezoso, todos mis cuadernos de campo, los que tenía hasta ese momento, a esa base de datos. Durante unos cuantos años sucesivos, mi rutina después de llegar del campo fue completar el cuaderno y, en cuanto tenía un hueco, pasarlo todo al ordenador. ¡Me había modernizado y entraba en el siglo XXI siendo un animal digital! Mucho fardé de mi Access frente a los cuadernos de campo tradicionales de la mayoría de mis amigos, por muchas ilustraciones que tuvieran -algo que, obviamente, yo dejé de hacer en cuanto me senté delante del ordenador y renuncié a las hojas de papel-.

Félix no fue el primero en hacer cuadernos de campo (…) Ya Plinio el Viejo tomaba notas de las aves que observaba y eso no es otra cosa que un cuaderno de campo.

Y llegó internet. Y con la conexión en casa llegaron los foros donde compartir datos y conocimientos con todos los aficionados a la observación de aves del país. Y esa transmisión de información se volvió rápidamente de tal calibre que yo comencé a viajar por el territorio nacional y multipliqué mis observaciones de aves a la misma velocidad. Consecuentemente, se multiplicó también el trabajo del cuaderno de campo –ya sin el más mínimo rastro de figuras- y de pasarlo luego al Access. Por no hablar de que no era lo mismo gestionar una salida de campo con 35 especies que con 85, donde muchas veces aportas menos detalles por mera pereza, debido a que con el aumento de la experiencia la detección de aves se multiplica por diez. Todo se volvió muy engorroso.

E internet saltó a los teléfonos móviles que se habían democratizado ya, siendo asequibles para la mayoría a principios de siglo, y se convirtieron en smartphones durante la segunda década. Y con la posibilidad de hacer consultas en el momento en cualquier punto de la geografía, nacieron varias webs, con sus respectivas apps un poco más tarde, que nos iban a servir como cuaderno de campo.

Entre ellas nació eBird (año 2002). Primero fue una gran base de datos exclusiva para el hemisferio occidental pero rápidamente se expandió por todo el globo. Con la aparición de la web, el éxito que tenía y el rápido avance de la tecnología de los smartphones, rápido se creó una app que permitía a los observadores de aves añadir los datos de lo que iban viendo en tiempo real. Y, con un solo click, podía compartirlo al instante y su lista de observaciones se añadía a dicha base al momento, quedando disponible para la consulta de cualquiera que estuviera dado de alta. El precursor de eBird es el Laboratorio de Ornitología de la prestigiosa Universidad de Cornell, en Ithaca, Nueva York, en Estados Unidos. Y es prestigiosa, al menos para mí, porque, entre otras muchas cosas, en ella se doctoró nada menos que Gregory Walter Graffin, más conocido como Greg Graffin, el cofundador y vocalista de la mejor banda de punk-rock, al menos para mí también, de la historia, Bad Religion. Su tesis trató sobre biología evolutiva. De hecho, una de sus aficiones reconocidas es la observación de aves. Actualmente, es profesor de ciencias en la Universidad de Los Ángeles y el resto del tiempo lo dedica a componer canciones de reconocida crítica social, religiosa y política y a poner patas arriba al público que osa colocarse ante el escenario donde toca su banda, con la que lleva más de 45 años.

Greg Graffin en la biblioteca de la Universidad de Cornell con su libro Punk Paradox. Cornell es la entidad detrás del universo eBird, Merlin y Birds os the world (BoW)

El asunto estaba claro: “¿un cuaderno de campo global gestionado por una universidad?”. Acababa de nacer la “ciencia ciudadana” de manera digital, siendo además rápida, precisa y sencilla. Y, puntualizo, de “manera digital” porque ya unas décadas antes muchas personas, voluntarias en su mayoría y sin titulación académica en ciencias en muchas ocasiones, trabajaron de manera altruista en la recolección de datos de especies y lugares de interés. Por ejemplo, aquí en España, SEO lo hizo con sus programas de seguimiento de aves, censos de especies protegidas o para el Atlas de Aves Reproductoras de España (donde también participé a finales de los noventa) coordinando a una gran comunidad de personas que no hacía otra cosa que ciencia ciudadana; término que hace referencia a la participación del público en general, en actividades científicas. 

Sin duda, eBird y su app han supuesto la mayor revolución en la recopilación de datos de aves de la historia. Hoy en día, tenemos lo que no podríamos haber soñado hace solo un par de décadas: llevar nuestro cuaderno de campo en un dispositivo que cabe en una mano, que manejas con un dedo, y donde puedes añadir todos los datos que quieras y todas las fotos y audios que consideres, para compartirlo después en un tiempo mínimo. Es el arma perfecta para gestionar nuestra afición. eBird recoge datos de abundancia y presencia de aves en todo el mundo y los pone a disposición de las entidades o particulares que los necesiten para su análisis, en favor del conocimiento y protección de las aves. A cambio de nuestros datos nos ofrece un paquete de análisis básico que puede disfrutar cualquier usuario, por lo que es ideal para llevar al día y gestionar desde nuestras listas generales hasta las listas por lugares, el archivo de fotos y audios personal, nuestras estadísticas por días, semanas, meses o años, etc… Creo que pocas veces se nos dio tanto con tan poco, en el mundo de la ornitología. Y el uso es gratuito.

Llevo usando eBird desde el año 2016. He ido aprendiendo sobre la marcha, pero me di cuenta rápidamente de que este era el lugar donde debían estar todos los datos recopilados desde mi infancia.

Llevo usando eBird desde el año 2016. He ido aprendiendo sobre la marcha, pero me di cuenta rápidamente de que este era el lugar donde debían estar todos los datos recopilados desde mi infancia. Así que, nuevamente y por segunda vez en mi vida, me encerré una temporada y volví a repetir el tedio de pasar todos esos registros de los cuadernos y de mi vieja base de Access a la plataforma eBird, algo que acabé de hacer durante la pandemia. Después, hice lo mismo con todas mis fotos. Fue en pandemia también cuando tomé la decisión de democratizar todas mis observaciones y, qué mejor manera de hacerlo, que dando la misma importancia a un gorrión común que a un cóndor andino. Así, me autoimpuse hacer una lista diaria, dónde fuera y cómo fuera, a sabiendas de que muchos días solo habría esos gorriones y un par de tórtolas turcas que llevarse a la lista. Pero tengo claro que todas esas citas serán importantes en algún momento.

Así es como ha evolucionado la recopilación de datos de aves en las últimas cuatro décadas en España, desde poco antes de morir Félix y mientras Bad Religion sacaba su primer disco, Bad Religion (EP), hasta los más de 100 millones de registros que tiene hoy eBird. Hemos pasado de lo artesanal a lo digital, pero el fin es o debe ser, el mismo: trabajar en favor de las aves en particular y de la biodiversidad en general para garantizar su protección desde el conocimiento, lo que nos permitirá argumentar a su favor frente a un futuro lleno de hostilidades hacia el medio natural.

Cuaderno de campo del autor (8 años).

De cuando un zarapito fino cabalgó el peixe cavalo.

A principios de abril del año 1999 me encontraba con Juan José Ramos Melo y un par de amigos más (Silvia y Abel), en el interior de una barca de madera. Acababa de amanecer entre la bruma y nuestra embarcación rasgaba las aguas turbias y calmas de la Merja Zerga, la enorme albufera ubicada en la costa atlántica marroquí.

La chalupa era tripulada por un único sujeto de facciones incómodas que, además, para rematar su áspero sex appeal, presentaba un ojo inerte e insondable. Con la capucha picuda de su chilaba cubriendo parcialmente sus encantos, el timonel nos aproximaba a las islas de arena aún emergidas, en una marea baja ya creciente, todo lo que el calado permitía. Cuando conseguía estabilizar la nave, yo disponía mi telescopio en un precario equilibrio y barría las manchas de limícolas con la esperanza de encontrar algún tesoro en plumaje de transición. 

Zarapito fino (Numenius tenuirostris), obra de Nacho Sevilla.

Solo en ocasiones muy puntuales, Caronte nos solicitó echar un vistazo por el telescopio —él estaba empecinado en aproximarnos a la mancha rosa de flamencos— y, para mi incomprensión, siempre lo hizo aplicando la cuenca ocular vacía, hábito que confirmó la enorme valía ornitológica del guía que habíamos contratado.

Regresamos a tierra firme, pagamos lo acordado a Willy “el tuerto”, y, aunque teníamos un muy escaso margen temporal, estuvimos los cuatro de acuerdo en tomar un té en alguno de los tugurios que había dispersos en el tan azulado como destartalado paseo portuario. Nos sentamos en la terraza de uno que tenía por nombre “Milano”, pues, por razones obvias, nos pareció que era el que mejor encajaba con nuestro carácter.

Andaba distraído observando a los ácaros trepar por la hierbabuena, en su desesperado intento de esquivar una dolorosa muerte por ebullición, cuando reparé que en una mesa contigua había un gato doméstico durmiendo sobre lo que parecía un libro de visitas. Me llamó mucho la atención que un negocio hostelero tan poco glamuroso invitara a que los clientes redactaran una valoración perdurable. Espanté al felino y abrí aquel cuaderno de hojas húmedas carcomidas por el salitre. Comprobé sorprendido que en las reseñas, firmadas sin excepción por turistas extranjeros, nadie hacía referencia al excesivo punto de la fritura de la morralla que servía el local, ni tampoco a la limpieza superficial de los vasos en los que no era descartable que hubiera trazas biológicas de las mucosas de Abderramán III. La realidad era que todos los comentarios estaban asociados a las aves del entorno y en ellos no se perdía ni una línea en aludir a la belleza de los dichosos flamencos o a la plasticidad de los bandos de gaviotas contra el sol del atardecer. En definitiva, el cuaderno era una suerte de bitácora en la que se enumeraban los avistamientos ornitológicos más interesantes que se habían realizado a lo largo de casi un decenio. 

Como era predecible, dos singulares especies acaparaban el protagonismo del local patch alauita: la lechuza mora (ahora conocido como búho moro) y el zarapito fino. La primera estaba puntualmente presente en los listados desde los albores de los registros hasta la última entrada. Sin embargo, el zarapito fino sufría un hachazo en 1995: justo el año en el que se produjo la postrera observación confirmada de la especie en el entorno.

Algunos pulgones sobrevivieron, el té se enfrió, y yo devoré los datos de los lustros previos al desvanecimiento del santo grial de los limícolas en el paleártico. Como no podía ser de otra manera, envidié insanamente a aquellos pajareros que llegaron a tiempo de disfrutar orgánicamente de la leyenda.

Pagamos la cuenta y, al poco de abandonar el restaurante, un tipo local, al reparar en nuestros prismáticos y en el telescopio que yo llevaba apoyado en mi hombro, nos detuvo presentándose como Hassan. Inmediatamente reparé en que en el libro de visitas del Milano aparecía con mucha frecuencia ese mismo nombre propio, trufado entre las frases de agradecimiento con las que los birders reconocían el rendimiento de su guía al haberles encontrado los targets más esquivos. En dichas reseñas, el paisano que ahora teníamos frente a nosotros aparecía íntimamente entretejido a la suerte del zarapito fino.

El tal Hassan nos preguntó si estábamos interesados en contratarle para ver la lechuza mora. Le contestamos que nos habría gustado hacer un intento dirigido, pero, además de que nuestro presupuesto nos había alcanzado para pagar por un solo ojo, cuatro vasos largos de té, y un saco de zanahorias como todo sustento alimenticio, debíamos seguir camino hacia el sur al disponer de una ventana muy exigua de cara a cumplir nuestro definitivo objetivo del viaje. La realidad es que nosotros habíamos venido a Marruecos para ver un ibis eremita y debíamos llegar hasta el estuario asociado a Tamri, ubicado a más de 700 kilómetros de Moulay Bousselham (el pueblo donde ahora estábamos) y a muchas horas de luces antiniebla y adelantamientos de pilotos kamikazes, en una carretera infame.

Hassan se encogió de hombros y convino que sería entonces en otra ocasión: “¡inshallah!”

Cuando estaba a punto de darnos la espalda, emití una pregunta que ni siquiera había pensado formular.

—¿Y qué pasa con el zarapito fino?

El guía marroquí dibujó entonces una sonrisa melancólica.

—A ese lo verás en la otra vida.

En el año 1994 —un año antes de la última cita en la Merja Zerga— Birdlife International estimaba una horquilla poblacional de entre 50 y 270 zarapitos finos (Numenius tenuirostris) a escala global. El 3 de mayo de 1999, menos de un mes después de mi paso fugaz por el famoso humedal marroquí, hubo una observación no confirmada de un individuo en Grecia; ese mismo año se vieron aves (avistamientos, de nuevo, sin homologar) en febrero y en agosto en Omán. Desgraciadamente y desde entonces, no ha vuelto a remitirse una cita fiable.

La falta de información sobre la ecología del ave en cuestión se resume perfectamente con el dato de que solo haya referencias fidedignas de un único nido localizado en Omsk (Siberia Occidental). Sobra decir que nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que ha provocado su dramático descenso poblacional. Las nebulosas causas de su desaparición pasan con toda seguridad por dos de los sospechosos habituales: la pérdida de hábitat y la caza indiscriminada.

Los últimos bandos de una especie que antaño se consideró común, se encontraron también en Marruecos. Una mareante cifra de entre 500 y 800 ejemplares fueron vistos en la laguna de Khenifiss durante el mes de abril de 1964. Asimismo, hasta 123 individuos se contaron en un bando cerca de Chebika en diciembre de 1974 (el año en que yo nací). Lejos de esos guarismos y en territorio europeo, hay un sorprendente registro de 20 ejemplares en Italia, dentro del golfo de Manfredonia (una zona habitual de paso migratorio de tenuirostris), en las marismas asociadas al Lago Salso durante el invierno de 1994.

Desde entonces, los observadores de aves sufrimos tres decenios de sequía hasta que el reciente 17 de noviembre de 2024 quedó confirmada la temida pero esperada extinción del zarapito fino, certificándose la primera desaparición de un ave continental europea en tiempos modernos.

Veinticuatro horas después del anuncio oficial, a primera hora de la mañana del día 18, recibí la noticia con esa frialdad que es inherente a la lectura de un whatsapp. Antonio Sandoval, antes de salir hacia el cabo de Estaca de Bares para censar aves marinas, se había cruzado con el artículo (firmado por Buchanan, Chapple, Berryman, Crockford, Jansen y Bond) que acreditaba la peor de las conclusiones y daba paso a las primeras notas fúnebres de un réquiem por una muerte anunciada. Antes de que su cobertura electromagnética fuera engullida por el Cantábrico y los toxos, Sandoval decidió enviarme el link del paper. Antonio, después del mazazo, concluyó su responso con un aséptico abrazo virtual.

A lo largo de mi jornada laboral, fui recibiendo avisos de amigos que, con toda su buena intención, pensaron en mí al ser conscientes de que acabábamos de pasar al otro lado del espejo. Los mensajes se iban acumulando en la nube mientras yo impartía Matemáticas y Biología a grupos de alumnos adolescentes que eran totalmente ajenos a la devastación que asolaba al mundo ornitológico.br>

Una noche primaveral de confinamiento soñé con un zarapito fino en migración activa. Al despertar sabía que iba a escribir un relato de ese viaje. Hablé con María Álvarez —actualmente, mi cuñada— y le propuse ilustrar el recorrido; ella primero confirmó su participación y luego preguntó: “zarapito… ¿qué?”; con esas buenas sensaciones, el siguiente paso era contactar con Juan José Ramos Melo, mi compañero de barca en la Merja Zerga y esa persona que vive en una tierra de nadie social a la que debes recurrir cuando se te ocurre una idea —o directamente una chorrada— que sabes positivamente que nadie más va a entender. Juanjo, para sorpresa de propios y extraños, acababa de abrir por aquel entonces una línea editorial en su empresa Birding Canarias. Establecí la llamada y le conté que iba a embarcarme en la epopeya literaria de un limícola que quizá ya ni siquiera existiese. Tras un silencio en la línea, Juanjo me contestó: ”A BichoMalo Libros le interesa ese proyecto”.

«Es este el relato de un viaje, pero no uno de placer. Esta es la crónica de un recorrido iniciático e inevitable»: así comienza la sinopsis del resultado en la contraportada del libro.

En el mar de frases que componen las 237 páginas necesarias para contar la aventura, hay dos palabras que no solo se repiten constantemente sino que además están implícitas en cada situación descrita; una de ellas es “extinción” y la otra es “esperanza”. Además de permitirme la licencia narrativa de dramatizar las emociones que me gustaría creer que vive un migrante de largo recorrido, mi voluntad siempre fue la de transmitir la sensación de desolación que un pájaro debe percibir cuando al alcanzar los lugares en los que se supone debe encontrarse con sus semejantes, no sea capaz de localizar a ninguno de ellos.

He llegado a entender que los desplazamientos espaciotemporales, tanto en aves como de peces, mariposas o mamíferos, tienen un potente componente innato y, lógicamente, están muy lejos de representar para los viajeros una decisión consciente; por ello, me interesaba mucho jugar con los devaneos mentales de un ejemplar que se sabía perteneciente a una especie prácticamente condenada a la desaparición y que, una vez interiorizado que su única oportunidad de salvación pasaba por continuar moviéndose, no tuviera ya ánimo ni siquiera de cumplir las obligaciones genéticas comprometidas muchos millones de años atrás.

Fino, que así se llama el protagonista, se plantea en la obra con mucha frecuencia el motivo por el cual debe seguir peleando en pos de lo que él empieza a entender como una utopía; es en este contexto de incertidumbre existencial en el que aparece la otra palabra clave del texto. La respuesta que los otros miembros de la clase aves que se va encontrando en su camino le ofrecen como solución a su declive anímico, es que nunca, bajo ninguna circunstancia, debe perder la esperanza (“¿Cuál es la otra opción?”, le plantean como estéril disyuntiva).

Como entiendo que le ha pasado a todos los que hemos seguido la evolución de los acontecimientos respecto a la marcha definitiva de los Numenius tenuirostris, a mí me ha costado mucho —y ahora, después de la puntilla del 17-N, todavía más me cuesta— encontrar motivos para la esperanza. Aparte de por Marruecos, pasé en mis viajes por lugares donde los zarapitos finos dejaron recuerdos y huellas en los limos o en las praderas húmedas; visité Omsk en Rusia, Túnez, Grecia, Omán, Hungría, Rumanía, Italia y Turquía, y siempre me planteé infantilmente la frivolidad de detectar un ejemplar en alguno de esos hotspots en los que el mito había recalado en un pasado borroso; precisamente aquí va implícito otro de los temas tratado en mi texto, que también ha sido valorado seriamente por los especialistas: la posibilidad de que existan casos de pajareros que hayan visto un zarapito fino y, o bien por soberbia, o bien por mediocridad, lo identificaran como alguna de las otras especies todavía comunes de Numenius.

Estos últimos años he hecho todo lo posible por ser fiel al ideario de mi propio libro y así darme una oportunidad para creer en lo muy improbable. A menudo, buscando algo a lo que agarrarme, ya fuera una serendipia o, directamente un “cisne negro” estadístico, regresé con cierta frecuencia a la fotografía de un ejemplar en Yemen en 1984; “¿quién coño ha mirado pájaros en Yemen desde entonces?”, siempre me he dicho para insuflarme ánimos. También me resultó moderadamente esperanzador el análisis radioisotópico realizado en tiempos recientes sobre ejemplares naturalizados que indicaba que la zona de reproducción no estaba tan asociada a la taiga —como siempre se había pensado a partir del nido en Omsk— sino mucho más a la estepa asiática. Desde que leí esa posibilidad, he entrado no pocas veces en Google Maps para viajar virtualmente por las llanuras al norte de Kazajistán y convencerme de las enormes extensiones que quedan todavía allí por peinar, muy a pesar del terrorífico avance de la agricultura intensiva en un país que aspira a ser productivamente competitivo.

Y cuando había recuperado la esperanza, cometí el error de ponerme filosófico, analizando neuróticamente el significado más íntimo del concepto “extinción” y, en consecuencia, disolviendo las certezas alcanzadas.

Incluso en un contexto ecológico, pensamos en las acciones humanas como algo artificial. Sin embargo, si una civilización extraterrestre con un nivel de inteligencia superior al nuestro auditara este planeta, no estoy muy seguro de que diferenciase con claridad las ciudades humanas de un complejo hormiguero o de un sofisticado panal de abejas.

No pretendo decir con esto que justifique la eliminación de especie alguna como una consecuencia natural a nuestro relativo éxito, pero sí creo que la obsesión antropocéntrica llega incluso a afectar al juicio social respecto de las causas y las consecuencias de nuestros propios actos. Es plausible que el problema real, desde una aproximación desapasionada y pragmática, es que la incomprensión de la importancia crucial del mantenimiento de la biodiversidad necesaria para el correcto funcionamiento ecosistémico, nos vaya a conducir a nuestra propia desaparición. Es decir, los sentimientos asociados a la belleza o la tristeza estética debieran quedar relegados muy por detrás de la asunción de los daños colaterales provocados por la función perdida en la biocenosis y el desgarro informativo generado en la red trófica.

La civilización extraterrestre que, según los expertos del programa Horizonte, actualmente analiza nuestros devaneos sociopolíticos, además de sentirse abochornadísima al observarnos, estará ahora pensando que el proceso de extinción en el que estamos trabajando —hombro con hombro, todos a una a una escala global, y no sin cierto orgullo— es ridículo e insignificante frente al que provocó la aparición del oxígeno, producido en masa por unas desalmadas pero muy exitosas —como lo somos actualmente los sapiens— bacterias fotosintéticas hace 2400 millones de años. Esos insensibles procariotas no solo liberaron un gas letal causando la muerte de todo aquel que no estuviera capacitado para gestionar los efectos oxidativos de una molécula tan aparentemente insignificante, sino que debido a la desaparición del efecto invernadero que ejercía el dióxido de carbono, al ser este fijado a mansalva en el amanecer metabólico del ciclo de Calvin, fue conjurado uno de los cataclismos en forma de cambio climático (glaciación Huroniana) más salvajes que la vieja Tierra recuerda. Tanto fue así que las cianobacterias consiguieron que el planeta, en su loco anhelo de terraformación, se convirtiera en una esfera —o en un pastilla, que dirían los terraplanistas— de hielo flotando en el Sistema Solar. Lo cierto es que no es descabellado creer que, de no haberla liado tan parda esas bacterias tan verdes, no habría ahora humanos con prismáticos colgados rasgándose las vestiduras de sus propias fechorías. Incluso podríamos llegar a pensar —seguro que esos alienígenas, que abducen cada cierto tiempo a votantes de Trump en el sur profundo de EEUU, también lo dan por hecho— que estamos siendo demasiado duros con nosotros mismos simplemente por creernos mucho más listos, más libres y más éticos de lo que realmente somos capaces de ser por imperativo genético.

Aun con todos estos paños calientes que nos permitirían quitarle hierro a la devastación sistemática del planeta —total, no tenemos un control real sobre nuestros instintos y ya se había hecho antes por seres mucho más simples y de una forma notablemente más efectiva—, el desperdicio evolutivo y la obsceno eliminación de variabilidad nucleotídica asociado a la exterminación definitiva de una especie que fue cincelada durante océanos de tiempo, es inasumible salvo que tengas kombucha en las venas o una freidora de aire por cerebro.

No obstante, y esto es lo peor en mi opinión, en el fuero interno de una pajarera o un pajarero —por mucho que nos cueste reconocerlo—, el dolor fundamental, el más rabioso e intrínsecamente humano, cuenta con un componente tan egoísta como infantil. Tenga la culpa quien la tenga, a los observadores de aves nos han hurtado la oportunidad de ver enmarcado en las tinieblas del telescopio un zarapito fino. Ya no podremos tacharlo: nos ha sido vetada la opción de subir a eBird el “pepinazo mayúsculo” para así fardar con los colegas en el RARO.

El 17 de enero de 2023, gracias a la inestimable y generosa mediación de Javier Gómez Aoiz —el Alfred Russell Wallace de nuestro tiempo y el definitivo maestro del uso del plural mayestático— María, Juanjo y yo presentamos “¡Por todos los escribanos hortelanos!” en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Rozando el lleno en la sala, conseguimos generar un muy buen ambiente (la presentación está grabada y es todavía posible visualizarla en youtube). Tras firmar unos pocos ejemplares de uno de los libros más infravalorados en lo que llevamos de siglo, fuimos a tomar unas cervezas con algunos de los asistentes. Ya era tarde cuando despachamos a los más crápulas y, como teníamos un ingrato tránsito de transporte público desde Nuevos Ministerios hasta Fuenlabrada, Juanjo una vez más se erigió como un héroe trágico y se sacrificó por los inocentes pagando un Uber de su bolsillo.

A los pocos minutos nos recogió un coche negro conducido por un tipo más negro todavía. Avanzando por el Paseo de la Castellana, Juanjo, que como siempre ocupaba el asiento del copiloto para así dormirse en un santiamén, cuestionó —en plan Cocodrilo Dundee— al chófer respecto de su procedencia, confirmándole este que era originario de Cabo Verde. Juanjo, que ha visitado en varias ocasiones esos yermos macaronésicos (ha participado allí en un proyecto audiovisual), entabló una surrealista conversación con el conductor —que a duras penas hablaba español—, en la que departieron sobre temas tan dispersos como la belleza de las mujeres caboverdianas, las arribadas de tortugas verdes y, sobre todo, divagaron sobre una especie de pez pelágico con cierto valor económico. Juanjo nos explicó a todos que “peixe cavalo” era además la manera con la que se conoce al hipopótamo en los países africanos con influencia portuguesa. Los dos isleños, que habían conectado entiendo que por compartir ancestros aborígenes, se estaban carcajeando con el enésimo conflicto semántico, cuando el cúbico tinerfeño recibió un aviso desde su móvil. Sacó su teléfono del bolsillo del forro polar y un fulgor azulado iluminó la oscuridad del vehículo. Nos informó de que era un mensaje de voz de Tomás Velasco, un pajarero mítico (presente esa misma tarde en el Museo en un discreto quinto plano, sentado junto a Jorge Fernández Layna) que lleva censando aves en La Mancha desde antes de que muriera Rocinante. Aun con lo poco resolutivos que son sus deditos, Juanjo acertó a activar la reproducción del audio para que los presentes, incluido su nuevo amigo tropical, lo escuchásemos.

“Juanjo, que no me he podido despedir, me ha encantado la charla. Comentarte que yo vi dos zarapitos finos a principios de los noventa en la Merja Zerga. No sé si le interesará a Carlos, coméntaselo como curiosidad. Un abrazo”, pronunció Velasco.

Entonces se cuajó en el coche un silencio espeso y a mí se me tragó la oscuridad.

“No sé si le interesará a Carlos” —repetí mentalmente mientras descendía hacia el abismo—; «¡no sé si le interesará a Carlos!”», grité desesperado desde el asiento trasero.

“Malditos sean Juanjo, Tomás Velasco, el peixe cavalo y todos los escribanos hortelanos”, mascullé, reconociendo, por otra parte, lo bien que funcionaban las dos palabras de “pez caballo” para describir a un hipopótamo.

El fatídico 18 de noviembre —fecha en que me informó Sandoval—, al llegar a mi casa, desde la carpeta del ordenador en la que recopilé información durante la escritura del libro, extraje la foto del zarapito fino obtenida en Yemen en el 84; luego, en una ventana contigua, abrí la captura del ave adulta filmada en Marruecos a principios de los 90. En esa escalofriante toma, el fantasma caminaba por una pradera salpicada de ranúnculos por la orilla oriental de la Merja Zerga. Compulsivamente, amplié ambas imágenes hasta tal punto que las transformé en un cúmulo amorfo de píxeles. Apagué el monitor en un arrebato y me fui a la cama frustrado y cabreado, convencido de que los zarapitos finos nunca habían existido.

Esa noche soñé que un Numenius tenuirostris llegaba exhausto a una charca tropical en una densa negrura africana. En lugar de posarse en las aguas someras, el zarapito lo hizo sobre el lomo de un hipopótamo. Tras atusarse las primarias se giró hacia las estrellas como si tratara de decidir algo importante a partir de su configuración. Pareciendo haber encontrado lo que buscaba, emitió su burbujeante reclamo y voló utilizando como referencia una constelación particular.

(Llegados a este punto, es necesario recordar que, para las aves migratorias, Géminis representa a dos chorlitejos patinegros idénticos que se consuelan recíprocamente en la tétrica espera de que les llegue su turno).

A la mañana siguiente, al despertar, tuve la sensación de que Fino y yo habíamos coincidido por última vez: yo en mi vida y él en su muerte.

Escribiendo las últimas líneas de este bonus track de “¡Por todos los escribanos hortelanos!”, he rememorado ese momento del texto en el que Fino mira su gemelo especular —su personal “géminis”— en una lámina estática de agua; en la imagen que recibe de vuelta, le acompañan sus desaparecidos progenitores. Me ha emocionado mucho pensar que algún día también yo, estudiando mi reflejo en una pátina líquida, pueda descubrir allí a mi padre acompañándome.

Leí hace poco que en la piedra de la lápida de John Keats, el exquisito poeta romántico inglés que murió a los 25 años de tuberculosis, hay inscrito el siguiente epitafio: “Aquí yace alguien cuyo nombre estaba escrito en el agua”.

Si los individuos más sensibles de la civilización extraterrestre que nos juzga han leído esta brutal frase de Keats, sospecho que habrán convenido que no somos tan idiotas. A este respecto, y a pesar de que nuestra inteligencia permite exquisitas anomalías etológicas, tengo serias dudas de que la Ciencia por sí misma, sin el apoyo de la emoción y de la poesía, vaya a ser capaz de salvarnos del destino que llevamos codificado en nuestro ADN de superdepredador.

Lo que sí sé es que Fino habría elegido las palabras de Keats para decorar su tumba cubierta de níveos ranúnculos en los suburbios de la Merja Zerga.

De hecho, yo le escuché pronunciar —a su manera— esa misma frase.

Bajo la noche iluminada, a lomos de un peixe cavalo, Fino declamó ese verso para certificar su desaparición definitiva de mis sueños.

Poesía Rural.

En la agricultura, además del sustento, está la cultura. Decía Cicerón que la de agricultor es la profesión del sabio, la más adecuada al sencillo y la ocupación más digna para todo hombre libre. 

El volumen resultante, editado por BichoMalo.

Ahora, en el Antropoceno, en un mundo en el que las personas hemos pasado de haber sido otra más de las decenas de miles de especies existentes, a la que gobierna el destino de todos; en un planeta donde hemos cambiado el paisaje en los últimos treinta años más de lo que lo habíamos hecho en los tres mil anteriores; en una civilización que más que correr, huye a las ciudades; tenemos en el medio rural el gran reto colectivo. Porque es el territorio natural con presencia humana más extenso (en España, casi el 90%) y porque es en el medio rural y agrario donde se concentra la mayor biodiversidad. Del medio rural proceden nuestros alimentos, nuestra agua, nuestra energía, nuestro aire limpio, y también la tabla de salvación al despropósito de un neoliberalismo que se ha tornado bufón y libertario.


Demasiado se ha criticado la alienación que genera la vida en la ciudad, desde luego falso para todos aquellos que hunden su árbol genealógico en hormigón y asfalto, pero sí es cierto que el medio rural nos sigue evocando lo puro, lo auténtico, lo genuino. De eso se aprovechan innumerables compañías que más que alimentarnos lo que quieren es vendernos productos que se anuncian como naturales, ecológicos, artesanales, de pueblo, de la abuela, rústicos o campesinos.

Cuando el río suena es porque agua llevará, y ojalá que la siga llevando, aunque sea nimiamente para respetar los caudales ecológicos, así que algo de cierto y lógico hay en ensalzar los valores de nuestros pueblos, de su gente y del medio rural. Un mundo, una manera de vivir que nos ha permitido llegar hasta aquí y que sigue atesorando una inabarcable ciencia popular, unos conocimientos, unos procedimientos y saberes y, ante todo, una cultura indisociable del territorio, de su clima y sus especies.

Las costumbres, creencias, manejos, supersticiones de cada pueblo -perdurados en forma de cuentos, esculturas, vestimentas, guisos, semillas o amuletos- son una amplia ventana hacia la que orientar la incansable curiosidad por el saber y el disfrute que supone comprender el mundo que nos rodea, para encontrar estímulos reconfortantes y, quien sabe, lo mismo llegar a la epifanía del regocijo de tocar, oler, saborear, ver, oír, la belleza. Tenía toda la razón Ramón Trecet cuando nos apelaba a que buscásemos la belleza, que es lo único que merece la pena en este asqueroso mundo.

La literatura en su expresión más excelsa, la poesía, es, para muchos, la forma más exquisita y elaborada de compartir sensaciones y emociones. La poesía que tiene como temática la naturaleza y el medio rural, la poesía rural, es el canal más potente para plasmar y compartir la belleza rural y natural.


En ello hemos pensado un grupo promotor y organizador que nos lanzamos a impulsar un certamen internacional de poesía rural en castellano. Porque estamos convencidos de que fomentar la escritura y la lectura de poesía que fija su atención en el medio rural y natural es una propuesta que permite, a través de las bellas artes, llegar a círculos, foros, personas que lastimosamente tienen demasiada adormecida e incluso olvidada la importancia que el medio rural tiene para la vida de todos. Porque es el que nos provee de todos los recursos básicos como decíamos antes, pero también es el que nos conecta con los ciclos naturales, con la relevancia de mantener los equilibrios entre producción y conservación, ahora, en un momento en el que no estamos en posición de asegurar que la próxima generación, en términos globales, pueda vivir, al menos tan bien como lo estamos haciendo nosotros. Ahora, en un momento en el que algunos tenemos ya la sensación de que a las generaciones futuras, más que una herencia, lo que vamos a dejarles es un castigo.

Estamos organizando un certamen internacional de poesía rural para generar contenido, actividades. Para que cada día más gente piense en estos asuntos, aumente su conciencia, su grado de participación e implicación en la búsqueda de un futuro de esperanza. La esperanza, no lo olvidemos, es verde.

Y por el camino, además, generamos recursos. Buen ejemplo son los libros de poesía editados, cuya distribución contribuye de manera clara al objetivo final, pues es la lectura un ejercicio, en la mayor parte de los casos individual, en el que el grado de receptividad de las personas es enorme, está por tanto abierta a ideas y mensajes. Igual que lo son los recitales, las lecturas compartidas, en las que las vibraciones se contagian al grupo, favoreciendo un clima, una identificación, una movilización conjunta. Es necesario aprovechar la oportunidad.


Otro fruto de la experiencia que nos está proporcionando enormes alegrías es la creación de un bosque poético. En alianza con la Finca Bonilla, en Torres de Albanchez, en el corazón de la Sierra de Segura en Jaén, se están colocando, en un espacio de enorme valor natural por su riqueza de flora y fauna, una serie de placas en las que aparecen fragmentos de poemas y referencias a los autores. Además, los propietarios están complementando la acción mediante la creación de itinerarios, colocación de bancos y mesas, librerías, de tal manera que la visita a la finca se transforma en una experiencia vivencial única al aunarse brillantes pensamientos hilvanados en versos, junto al despliegue de los sentidos que supone hacerlo en un entorno natural.

La propuesta, en resumen, persigue la puesta en valor del medio rural y natural utilizando la poesía como caballo de troya en la conciencia individual primero, y colectiva a continuación, para que todos visualicemos claramente que es en el territorio donde hundimos nuestras raíces y donde tenemos que desplegar las alas de un futuro verde, integrador, igualitario, justo y libre.

Datos técnicos del Concurso Internacional de Poesía Rural.

  • Organización: Fundación Savia por el Compromiso y los Valores, Finca Bonilla.
  • Colabora: Diputación de Jaén, Ayuntamiento de Torres de Albanchez, BichoMalo Libros, Ecortijo, Comunicación&Desarrollo.
  • Jurado:Presidente: Alejandro López Andrada Secretario: Antonio Aguilera Nieves.
  • Miembros del Jurado: Ezequiel Martínez Jiménez Maria del Carmen Alvarez Marín Lola Almeida Concha Montes Martín Josefa Parra Ramos
  • Galardonados 2022. Ganador adulto: Jorge Fernández Gonzalo Accésit adulto: Felipe Gracia Pérez Ganador Juvenil: Andrés Felipe Vargas Coronado Accésit juvenil: José Andrés Ludeña Martínez
  • Galardonados 2024. Ganador adulto: Pedro Porres Oliva Accésit adulto: Francisco Javier Sánchez Durán Ganador Juvenil: Nicolás Muñoz Villacañas.
  • Libros Publicados: I Concurso Internacional de Poesía Rural, Editorial Trifaldi. ISBN.-978-84-125257-6-2 Poesía Rural´24, Editorial BichoMalo libros, ISBN.- 978-84-123548-6-7

Antonio Aguilera, autor del artículo y miembro de la fundación Savia.

Sobre zorros y hombres.

Desde pequeña, mi animal favorito ha sido siempre el zorro. Por ello, no es de extrañar que verlo fuera uno de mis intereses vitales cuando visité el país de fuego y hielo por primera vez. Sin embargo, la ilusión acumulada a lo largo de los años se convirtió en decepción y preocupación cuando descubrí que la relación entre el ser humano y el zorro ártico en Islandia se asemeja a la situación que tenemos con el lobo en España. Tras más de quince viajes a mis espaldas y de haber vivido algunos de los momentos más mágicos fotografiando fauna salvaje, me pregunto si esto podrá cambiar algún día y de qué modo puedo contribuir a ello.

El primer poblador, un ser odiado.

El zorro ártico es el único mamífero nativo de Islandia. Llegó antes de la retirada del hielo hace unos 12 000 años, convirtiéndose en el primer poblador de esta tierra, antes de que cualquier ser humano pisara la isla. Aun así, los islandeses siempre lo han considerado una plaga a erradicar.

El folclore islandés está plagado de ejemplos sobre la relación entre la gente y el zorro: canciones que hablan de un animal siniestro, peligroso y sanguinario; cuentos infantiles; sagas islandesas. Un ejemplo curioso de esta relación atávica se puede ver en el museo de la brujería de Hólmavík, que alberga símbolos mágicos grabados en boles, en graneros e incluso en las mismas ovejas, para protegerlas del ataque de los zorros.

Históricamente siempre se ha creído que el zorro ártico es una alimaña que hay que erradicar. Los granjeros estaban convencidos de que sus ovejas eran asesinadas indiscriminadamente por esta temible criatura. Tanto era así que se dictó una ley que obligaba a todo aquel que poseyera seis o más ovejas a matar un zorro adulto o dos cachorros al año. Para demostrar que se había cumplido con la ley esta persona debía presentar el cráneo del animal, que las autoridades rompían en público para que no pudiera ser utilizado de nuevo al año siguiente. Si un granjero no cumplía con su obligación debía pagar una multa, conocida con el nombre de fox tax -el impuesto del zorro-, cuyo importe se utilizaba para contratar a un cazador profesional. Esta ley estuvo vigente aproximadamente seis siglos. La persecución histórica del zorro ártico se recrudeció en 1958, año en que se redactaron nuevas leyes que animaban a eliminarlo totalmente de Islandia.

El motivo principal de esta persecución incesante es que siempre ha existido la creencia de que el zorro ártico ataca y se alimenta del ganado. Sin embargo, estudios realizados por el biólogo Páll Hersteinson demostraron ya en la década de los 80 que el 90 % de las ovejas encontradas en las madrigueras de los zorros habían muerto por causas naturales. Pese a ello, y aunque a día de hoy está prohibido cazar fauna salvaje en Islandia, cualquier granjero puede solicitar un permiso para defender sus tierras, además es recompensado económicamente por ello.

La histórica relación entre el ser humano y el zorro ha convertido a este animal en un ser huidizo, de costumbres nocturnas y reticente a dejarse ver en zonas habitadas. Sin embargo, más allá del pueblo pesquero de Ísafjördur existe un paraíso donde los zorros no se pueden cazar. Se trata de la reserva natural de Hornstrandir, un área protegida de 600 km2 habitada por entre 45 y 47 parejas fértiles (datos facilitados por Ester Rut Unnsteinsdóttir, directora del Arctic Fox Center e investigadora en el Icelandic Institute of Natural History).

Aun así, muchas personas, arrastradas por la tradición, siguen mirando al zorro con recelo, temiendo que esta pequeña zona protegida se convierta en una fábrica de zorros que amenace la avifauna y el ganado.

Un superviviente del Ártico.

El zorro ártico es un superviviente de las zonas más frías del hemisferio norte, un animal capaz de medrar durante los duros meses del invierno sin apenas alimento y bajo temperaturas extremas. Su tamaño, su visión, su olfato, su oído y su pelaje están perfectamente adaptados a las duras condiciones climatológicas que debe soportar. Según explica el escritor Garry Hamilton en su libro Arctic Fox: Life at the Top of the World, “El zorro ártico es un superviviente. Gracias a su pequeño tamaño -no es mucho más grande que un gato doméstico- puede vivir casi de la nada, en medio de ninguna parte y en condiciones tan duras que parecen incompatibles con la vida”. Estas extremas condiciones de su hábitat obligan al zorro ártico a alimentarse de todo lo que su estómago puede digerir: algas, frutas silvestres, pequeños insectos y sus larvas, moluscos y mariscos, cangrejos, peces, aves y sus huevos, pequeños mamíferos, etc. Además de una adaptación metabólica específica para entornos gélidos, sin apenas disponibilidad de alimento, el zorro ártico posee un sistema de aislamiento térmico muy eficiente, compuesto por una capa de grasa subcutánea y dos capas de pelo de diferente densidad y grosor. Según han demostrado experimentos científicos realizados en un ambiente controlado, el zorro ártico no muestra estrés por frío hasta -80 °C.

La población de zorro ártico en Islandia es muy elevada, sobre todo si la comparamos con la extensión de terreno que ocupa. Aun así, después de alcanzar su pico máximo en 2008 (aproximadamente 10.000 ejemplares), su número ha ido descendiendo hasta los 6.000 que se calcula existen hoy en Islandia. La causa de este descenso de población se desconoce, pero se estudian varias posibilidades. A saber: algunas presas comunes del zorro, como el fulmar boreal, han experimentado una reducción considerable en los últimos años; recientemente se ha descubierto que muchos zorros tienen altos niveles de mercurio en su organismo; en los últimos tiempos se han identificado familias infértiles, que consecuentemente no tienen descendencia; y, finalmente, el cambio climático, que afecta de forma directa a las poblaciones de animales que depreda el zorro.

El zorro azul.

A nivel global el zorro ártico cuenta con dos fuentes de alimento: los lemmings (pequeños roedores muy fáciles de cazar) y los restos de animales cazados por otros depredadores, como el oso polar. En Islandia, sin embargo, los hábitos alimenticios del zorro ártico han de ser obligatoriamente distintos, pues no hay lemmings ni osos polares. De hecho, esta es la razón fundamental por la cual los zorros de Islandia son mayoritariamente de pelaje oscuro (blue morph) y no blanco (white morph), a diferencia de lo que sucede en otras regiones del planeta.

Un minúsculo porcentaje de la población mundial de zorro ártico es blue morph, mientras que el resto es white morph. En Islandia el porcentaje de zorros con este raro pelaje de color oscuro es el predominante. Esto se debe a que el tono marrón proporciona un camuflaje más eficiente entre las rocas de la costa, donde las fuentes de alimentación son más abundantes. También por este motivo la mayoría de las madrigueras se encuentran cerca del agua salada, sobre todo en la parte oeste y en los fiordos, donde la línea de costa es más larga que en el resto del país.

Cruzar la mirada con el zorro libre.

Como decía al comienzo de este artículo, mi ilusión por ver al zorro ártico en libertad en mi primer viaje se vio truncada. El único ejemplar de zorro que pude ver no solo estaba cautivo, sino que además jamás volvería a la naturaleza: se acaba de redactar una ley conforme a la que ningún animal salvaje que ha tenido contacto con el hombre podrá devolverse a la naturaleza. Aquel zorrito quedó huérfano porque un granjero disparó a sus padres y el cachorro fue trasladado al Centro del Zorro Ártico, donde viviría el resto de sus días en una pequeña jaula. Aquel día decidí que quería ver a estos animales en libertad y no enjaulados, de modo que me preparé para realizar mi primera expedición por la península de Hornstrandir, un lugar deshabitado, inaccesible por carretera y sin apenas caminos con la intención de ver a estos bellos animales en libertad.

Con mi mochila de 75 litros, mi tienda, mi saco de dormir, el hornillo, la comida para 10 días y mi equipo fotográfico recorrí cimas y valles, crucé gélidos ríos y dormí bajo el sol de medianoche. Todo por un momento de suerte. Por verlos libres.

Hasta el día de hoy he visitado la zona diez veces, tanto en verano como en invierno, a través de excursiones en autosuficiencia y también acompañando a otros fotógrafos que quieren compartir esta experiencia conmigo. ¿Será posible que los islandeses se percaten de que hay grupos de personas viajando a Islandia con la única intención de cruzar su mirada con este bello animal? ¿Podrá esto generar dudas sobre el trato que se le da actualmente?



No conseguiremos un cambio radical con este libro, ni haremos que los cazadores dejen de matar a este bello animal, pero ayudaremos a introducir este tema de conversación en las sobremesas islandesas.


Melrakki: the hidden lord of Iceland. Un libro para difundir el mensaje.

Cada año miles de zorros mueren a manos de los cazadores islandeses, pese a que los estudios científicos confirman que esto no sirve para regular la especie, además de certificar que el zorro no es realmente un problema para el ganado. Aun así, el gobierno sigue motivando y premiando estas prácticas atroces.

Por ello, quiero hacer este libro y llevarlo a las librerías islandesas. Con esta finalidad en mente, la mejor opción es sin duda editarlo allí, pero las editoriales islandesas no se sienten cómodas con todo lo que explico en él. Así que debo autoeditarlo e importarlo por mi cuenta. Ahí es donde entras tú y el motivo por el que necesito tu ayuda.

No conseguiremos un cambio radical con este libro, ni haremos que los cazadores dejen de matar a este bello animal, pero ayudaremos a introducir este tema de conversación en las sobremesas islandesas. Si quieres ayudarme y llevarte un bonito libro con mis mejores fotografías, puedes participar en la campaña de micromecenazgo que he iniciado en la plataforma Verkami.

Puedes consultar la campaña, difundirla o hacer tu aportación en este enlace.

¿Cómo funciona esto del Verkami (micromecenazgo)?

El micromecenazgo no es una donación económica, sino una compra anticipada de un producto. Como comprador puedes hacerte con él a un precio rebajado, a la vez que adelantas el dinero para que el autor tenga fondos suficientes para crearlo, en este caso el libro (no te preocupes, haré una versión en inglés y otra en castellano).

Entra en la página de mi campaña y escoge tu aportación económica. Cada aportación tiene relacionada una recompensa. Cuando aportes al proyecto se te pedirá un método de pago, pero no se cargará el importe a menos que alcancemos el objetivo de la campaña, en un plazo máximo de 40 días. Todos los mecenas seréis informados del avance del proyecto hasta obtener vuestras recompensas.

Si llegado el último día de la campaña no se alcanza el objetivo económico, no se te cobrará nada y el proyecto no podrá realizarse, así que no esperes al último momento para participar..

GRACIAS POR TU APOYO A MI PROYECTO Y AL ZORRO ÁRTICO.

¡No te olvides de darle a “seguir” a la campaña para estar atento a las actualizaciones!.

Los piquituertos de la sal.

Luisa Abenza, rastreadora de fauna silvestre, vive en los pinares de Soria. Invierno tras invierno se topa con el lado oscuro -el que nadie quiere ver o que ni siquiera saben que existe- de la realidad de las acciones del ser humano.

Esparcir sal, como método para mejorar la seguridad vial cuando nieves y heladas están a la orden del día, es una de esas acciones que se llevan a cabo y que se dan por buenas por que “es lo que hay que hacer”. La sal es natural, aparentemente se disuelve en el agua y, si no se concentra demasiado, parece inocua. Es blanca en todos los sentidos. Y, obviamente, evita peligros para la vida de los humanos en sus fabulosos coches.

Basta echar un vistazo a la historia para darse cuenta de la barbaridad que seguimos ejecutando en España. Antiguamente, para disminuir la capacidad del ejercito enemigo se quemaban los cultivos que les servirían de alimento. La famosa estrategia de la tierra quemada. La alternativa a dar fuego cuando se quería generar daños más perdurables no era otra si no esparcir sal. Era más trabajoso, pero te asegurabas la hambruna del enemigo durante varios años.

En los países del norte de Europa -que de nieves y hielos algo saben- la sal se desterró y desde hace décadas se apuesta por el uso de gravilla fina. En Alemania este dañino sistema de descongelamiento está prohibido incluso para particulares que pueden conseguir una multa de hasta 10.000€

Pero nosotros seguimos erre que erre y sin medias tintas. Da lo mismo si es autopista que pista comarcal, el tráfico que lleve, que esté a la sombra o expuesta al sol, en recta o curva, llano o rampa. Si es invierno y puede helar: sal como si no hubiera un mañana.

Y hay daños numerosos colaterales tras nuestros bombardeos salinos.






27 diciembre 2019

Todavía calientes.

Todos los inviernos la misma escena un día tras otro. Los piquituertos bajan a la carretera a comer la porquería de sal que se desparrama continuamente para que nosotros podamos correr más en nuestra errática existencia.

Apartando los cadáveres podemos salvar la vida de alguno de los implicados en la terrible escena, siempre se quedan al lado de pareja desesperados.






29 de diciembre 2019

29 de diciembre, un sol maravilloso y las carreteras cargadas de innecesaria sal. Los piquituertos siguen muriendo por atropello al bajar a comer la sal. Si vemos algunas de estas aves muertas sobre el asfalto podemos apartar los cadáveres para evitar la muerte en cadena de sus parejas.






8 de marzo 2020

En estos extraños tiempos, en los que entre la mayor parte de la población reina una sensibilidad extrema ante algo tan natural como la sangre, la muerte o las vísceras, sorprende una falta de empatía absolutamente desproporcionada.

Reflexionemos:

-No estamos solos en este planeta y debemos ser respetuosos con todo ser vivo.

-La casi carencia de invierno, nieve y hielo hace absolutamente innecesaria la sal, además de existir otras medidas mucho menos dañinas.

-Ayudar a otras especies no daña al ser humano, por lo tanto, se puede hacer sin que se extinga la tan preciada especie.

Podría seguir editando esto largas horas…

Aparte de los numerosos atropellos de piquituertos en especial y otros animales de manera más puntual, lo que me cuesta de verdad comprender es el porqué de reacciones a la defensiva cuando se trata sencillamente de intentar ayudar a otras especies.

Este animal ha sido atropellado al ser atraído hacia la carretera debido al innecesario aporte de sal. Caen cientos a diario. En su pico, semillas de pino y sal. Probablemente otra vez me censuren la imagen, tampoco te dejan publicar ni una liebre depredada. ¿En qué tipo de seres absurdos nos estamos convirtiendo?

(Publicación realizada como contestación a una anterior en la que la autoría sufrió un aluvión de críticas irracionales. Nota EVdG)






22 de enero 2024

Los piquituertos y la sal, otra vez.

Hace unos años golpeé con el coche un precioso macho de piquituerto que permanecía en la carretera al reclamo de la sal, intenté esquivarlo y justo cuando parecía estar todo controlado, dio un quiebro. Colisionó y perdió la vida. Al parar pude ver a una hembra del mismo grupo volando alrededor muy nerviosa. Nunca podré saber si eran pareja, familia o simplemente parte del grupo. Retiré el cadáver ya que de lo contrario seguro que aquella hembra hubiera acabado en las mismas circunstancias.

Hoy he contado 17.

Lo mínimo que debemos hacer en estos casos es la retirada del cadáver para evitar otros atropellos, ya sea de otros piquituertos o de carroñeras que acudan al alimento. Lo óptimo es llamar al 112 para que avisen a las autoridades competentes (especificando que no es competencia de guardia civil de tráfico) y que se proceda a la recogida con el protocolo correspondiente. Al final, esas pequeñas cosas tienen resultados.






20 de febrero de 2024

Se me rompe la cabeza y se me revoluciona el tic del ojo intentando entender porqué somos así como especie.

Este es solo uno más de las decenas que veo a diario, la única razón por la que lo he fotografiado es porque lo he encontrado en el centro de un pueblo.

Y si, podemos lanzar sal con máquinas, limpiar pueblos y ciudades con máquinas ¿No podemos recoger la sal de las carreteras? Hace días que brilla el sol, apenas ni ha nevado este año, unas discretas heladas tiñen las mañanas de blanco y no hay riesgo en las carreteras.

La cantidad de muertes de fauna que se producen a diario es terrible y alarmante. Pero lo más alarmante es la indiferencia, el egoísmo y nuestra actitud.

Todos podemos hacer algo, vamos ya…






29 de febrero 2024

Cansada y triste.

Cansada y triste pero mejor que este piquituerto, a mí no me ha colisionado un coche.

A veces se me acumulan muertes, el dolor de los otros, la indiferencia. Y me peta la cabeza intentando entender por qué somos así, por qué hacemos tanto daño y por qué, además, vivimos sin más sin asumir la más mínima responsabilidad.

Me sirven las redes para vomitar la frustración y el rechazo hacia mi especie en general y así no terminar golpeando mis piernas de rabia. Hay días de todos los colores.

A parte de excretar por el teclado, haré lo que esté en mis manos y se me ocurra para intentar corregir o suavizar todo lo que haga daño a la vida de los que intentan vivir en el campo.

Lo que no se intenta es lo que nunca se consigue.

No entiendo nada más.

Ni siquiera ha llegado vivo al centro de recuperación.

Mierda ya.

Los que nos emocionamos con los pájaros.

Somos muchas personas las que sentimos de manera especial todo lo que rodea al mundo de las aves. Haremos cosas absurdas, fenomenales, trascendentales o anodinas, pero siempre empujados por la fascinación que tenemos por estos animales. Sin embargo, justo cuando este texto iba tomando forma en mi cabeza, he leído un caso que pone de manifiesto que no todos los que nos emocionamos con los pájaros somos iguales.

El sábado por la tarde nos juntamos en El Nido del Grajo un buen puñado de personas para ver Soñando con alas, de Juanjo Ramos Melo y Germán Pinelo Castro. Este documental, gracias al relato de la experiencia de cinco personas, profundiza en diferentes formas de aproximación a eso que conocemos como “pajareo”. El adolescente que lo descubre tímidamente, el que disfruta y deja que ocupe todos los espacios intracelulares de su vida, el que lo adopta para no dejarse llevar por la vejez, el profesional que ha triunfado en ello, el que está en esto porque no conoce otra forma de estar, el pajareo visto por estos cinco personajes ofrece un abanico enorme de posibilidades sobre cómo acercarse a esta forma de respirar la vida. 

Grullas sobre El Retiro trompeteando hacia el lejano norte.

Los amigos de los protagonistas amplían, aún más, el espectro: la eminencia que tanto ha aportado; el compañero de vida que se subió al carro; el cazador que colgó la escopeta y ahora sus trofeos son fotográficos; el artista que descubrió sus musas con plumas… ¡Cuántas personas interesantes conmocionadas por la existencia de los pájaros! ¡Cuántas personas emocionadas por las aves!

En el encuentro posterior surgió una pregunta buena para entender el papel que juega la conservación en el mundo de la observación. Algo que siempre hay que tener presente. La cinta, no tiene por tema los trabajos en defensa de la biodiversidad. Es posible que algunos de los que aparecen no dediquen a ello de manera consciente nada más que una mínima fracción de su tiempo, de la misma manera que otros están en esa guerra 50 horas a la semana. Pero todos, de una u otra manera, están en el frente de los preocupados por la biodiversidad. Cada uno a su manera y cavando su trinchera como puede.

Dándole vueltas a esto andaba -nunca mejor dicho- hoy cuando reparé en dos torcaces echadas sobre eso que hacen ellas y que reconocemos a duras penas como nido. Estaban pegadas. Una de ellas recorría con su pico la distancia que iba desde el culmen hasta la nuca de la otra. Pequeños, suaves e insistentes picados eran recibidos con placer reflejado en unos ojos entornados. La escena, casi normal en una falsa y aterradora primavera como esta, me entretuvo varios minutos. La acacia, desprovista de hojas, no ofrecía ninguna intimidad ni cobertura a las aves. ¿Se atreverían a algo así si no estuvieran en entorno urbano que las protege de casi todos los depredadores? ¿Cuántas generaciones de torcaces urbanas son necesarias para que la presencia de humanos no las preocupe hasta el hecho de exponerse de tal manera? 

La curruca cabecinegra macho del retiro

Antes de entrar en el parque de El Retiro, lugar al que voy frecuentemente a combinar lo de andar y lo de mirar aves, trato de localizar a la pareja de peregrinos que anida por allí. Si observo algún hecho relevante se lo envío a la persona que lidera los cuidados y protección de los halcones urbanos madrileños. Tal y como contamos en su día (Los peregrinos urbanos), ella es profesional en una importante ONG conservacionista y, en su tiempo libre y sin ningún tipo de ayuda económica o institucional, cuida de las once parejas establecidas en las urbes de la comunidad. Gracias a una importante red de observadores voluntarios y fotógrafos que la informan de cópulas, nidificaciones, cazas, idas y venidas, ella puede coordinarse para anillar, recuperar pollos imprudentes o atender a cualquier emergencia. 

Ya en la llamada Montaña Artificial del parque y con la lista de e-bird abierta, y buscando el trío (HHM) de azulones que suele estar en el pequeño estanque que hay a sus pies, una persona se me acerca.

– “Que bien equipado vas”, dice señalando mis prismáticos. –“Yo traigo esto para los gorriones”. Y me enseña una bolsa nueva de alpiste pelado, comprado en herbolario.

– “¡Qué bueno! ¿Sabes que, si en lugar de eso traes cacahuetes tostados sin sal, se te subirán encima?” Casi me arrepiento nada más terminar la frase, por promover acciones que requieren de cierta conciencia de lo que se hace.

– “Yo no vengo a dar de comer a los pájaros. Yo vengo a andar. A andar como Pulgarcito, dejando un rastro de alpiste para los gorriones”, me responde con cierto tono de dignidad.

– “Podrías ayudar a otras aves”, insistí rápidamente para que no se me notase en el gesto que mis neuronas acababan de sufrir un shock eléctrico.

– “A mí me gustan los gorriones. A veces se me acercan gorriones verdeamarillentos, como ese -señala a un mosquitero- otras, unos que tienen el pecho naranja. Y una vez se me posó en la mano un gorrión chiquitito azul con los pelos de punta”. Antes de que pudiera empezar a elegir una respuesta, esta persona se dio la vuelta y mientras caminaba me dijo: -“¡Como Pulgarcito! ¡Me voy a andar como Pulgarcito dejando un rastro de alpiste!”

Los tres patos estaban en su territorio, pero habían salido a estirar las patas y estaban pastando entre la rocalla y las diversas matas. Se aprovechaban de los trocitos de hierbas que dejaban tras de sí las desbrozadoras, cuyos operarios andaban en su tiempo de descanso. A uno de ellos se le había acercado un señor acompañado de un teckel de pelo duro. Si por cada teckel que pasea por El Retiro me diesen una colleja, ahora estaría decapitado. Es impresionante lo que ocurre cuando una raza se pone de moda. 

Cada pajarero se emociona con lo que le da la gana.

El caso es que el dueño del perro andaba sugiriendo a la persona al cuidado de los jardines que hiciese algo con las orugas de la procesionaria, porque son muy peligrosas para los perros.

– “Ya hacemos. Ponemos sistemas que impiden que las procesionarias bajen”.

– “Sí, lo he visto. Pero no es suficiente, porque hoy he visto varias hileras en el suelo. Deberían fumigar o echar algo”, insistió el del teckel.

– “Verá, señor, si fumigamos, los pajaritos tendrían un problema. No porque puedan comerse una oruga envenenada, sino porque no solo muere la procesionaria”, explicó muy didácticamente, pero decidió ser más explícito: “Si echamos veneno, nos lo cargamos todo y las aves se quedan sin comida”.

– “Ya entiendo, pero… “, quiso insistir tímidamente el de la salchicha con pelos.- “Antes de hacer nada hay que pensárselo mucho por lo que pueda pasar”, zanjó el operario.

Tengo una razón especial para andar hoy en el parque. Ayer me llegó el aviso de que habían avistado una garza real cerca de las pistas de tenis. Estoy en un grupo de WhatsApp en el que unas cuantas personas, básicamente observadores de distintos plumajes, nos mantenemos al día de las novedades ornitológicas del parque. Media docena de ‘taraos’ por las aves que estamos atentos a todo lo que vuela en un parque urbanita, atentos a lo que pueda suceder de bueno y de no tan bueno, interviniendo si es necesario. O eso supongo, porque llevo poco en esto de los grupos, los avisos y las listas. Concretamente, menos de dos meses.

De camino a mi destino, paso por la zona donde suele dejarse ver una pareja de currucas cabecinegras. Sé que son siempre las mismas, o al menos el macho lo es, porque una persona la anilló. Siempre trato, con las fotografías que le hago, de descifrar lo que pone. El trabajo que se hace con las anillas, el esfuerzo de la persona -normalmente voluntarios- que se da la pechada de montar el tenderete con las redes y balanzas, que gestiona los datos obtenidos y el estrés que sufre el animal durante el proceso, solo cobra sentido cuando se recuperan los datos de esa anilla. Así, el mero observador puede convertirse en un valioso colaborador de la comunidad científica.

Y sí, venga, es muy goloso recibir un día un email contando que tal ave fue anillada tal año, en tal pueblo, por tal persona.

Algunos de los asistentes a la proyección claramente emocionados. (Foto: J.C. Quintana).

La garza gris no estaba. No tenía muchas esperanzas de verla. Ese estanque no es lugar para ardeidas. Sin embargo, me topé con una pareja de tarros canelos y a un viejo conocido con el que me he encontrado muchas veces, pero nunca en El Retiro. Este cuchara es un ejemplar escapado de alguna colección o zoológico, como indican las anillas de pvc y el hecho de que ande tan despistado, volando de un sitio antrópico a otro, en compañía de azulones. Sin migrar y sin incorporarse a los bandos de su especie con los que sin duda se habrá cruzado.

A mí estas cosas me dan mucha lástima. Quizá la razón por la que estaba en cautiverio esté más que justificada. Pero esa soledad, ese no saber quién es… me parte el alma cada vez que me lo encuentro en Casa de Campo o en el Manzanares.

El caso es que los gansos naranjas -descendientes de escapados- y el pato solitario se convierten en las especies número 49 y 50 que he avistado en el parque en lo que va de año.

Sí, hago listas y las comparto. Así, además de tener un cierto control sobre el cuándo, quién y dónde de mis paseos, quizá pueda ayudar a personas de carácter científico a extraer datos, a que otros pajareros estén avisados de lo que pueden encontrar o facilitar información a algún fotógrafo que tenga pendiente captar una especie.

Tras informar a las personas que forman el grupo del parque -secretamente orgulloso por ser mi primera aportación de cierto valor- de la novedad canela, me paro un buen rato a disfrutar del canto de un picogordo. Normalmente es discreto y emite una llamada parecida a la de un agateador. Sin embargo, en este febrero tan anormal, un macho a media altura de un aliso emite un suave canto. No es ni muy variado ni muy potente, pero recuerda a ciertos fragmentos de la estrofa principal del jilguero. Casi acordes sueltos de esta.

Luego pude comprobar, gracias a las aportaciones que hacen miles de personas de todo el mundo en la plataforma E-bird, que no estaba equivocado y que efectivamente el parecido era real. Sonideros aficionados y profesionales que se desplazan con sus cacharros con la única intención de documentar el sonido de las aves y facilitan el resultado de su trabajo de manera altruista en internet.

Regreso a casa rápido. Durante la caminata compruebo, cierro y envío mi lista y añado mi granito de arena a esa red de seguridad para las especies. Gracias a ello, estoy en ese tejido de personas, observadores, científicos, jardineros, caminantes emuladores de Pulgarcito, fotógrafos, sonideros, profesionales, voluntarios y aficionados que protegen, cada uno a su manera, a las aves.

Conceptos de emoción.

Mientras escribo esto veo en redes una noticia que me conmociona. Me enfrento a una nueva forma de entender el título que he escrito para este texto. Un significado diferente para “los que nos emocionamos con los pájaros”.

La noticia va de un tipo que ha estado un mes tratando de encontrar un ave muy especial. Se trata de una chocha perdiz totalmente blanca. La ha visto de refilón. Vecinos suyos también la vieron.

Gracias a un programa de seguimiento satelital, se sabe que otros ejemplares de esta especie, presentes en el norte de la península, han migrado desde Siberia para pasar el invierno en estas tierras: 6199 kilómetros en 61 días y 14 etapas, tal y como especifica el perfil digital Naturaleza Cantábrica.

Fuente: redes sociales Clubcaza.

Ramón Redondo, que es como se llama esta persona tan apasionada por esta ave, acabó con su vida al segundo disparo.

Para describir la emoción del deportista, la redactora de Club caza, emplea frases como “Un cazador abatió ayer la becada de su vida”, “cumplió el sueño de cualquier becadero (…) Después de muchos días de búsqueda, logró hacerse con un ejemplar prácticamente único: una becada de plumaje blanco” o “Con la segunda detonación, la arcea cayó y los nervios se convirtieron en una inmensa felicidad. El cazador y su equipo (dos perros) habían conseguido el pájaro”. (Fuente: club-caza.com)

Mientras exista la caza deportiva en busca de trofeos en general y la caza de aves migratorias en particular, el listón de la conservación puede estar situado tan bajo como que manejes unos 8×42 o una calibre 12.

Y luego están los que al escuchar 300 grullas regresar trompeteando al lejano norte se les encharcan los ojos. 


Moana, mi zarapito favorito de Baldaio.

En ornitología las anillas cuentan historias, muchas veces, de aves migratorias que realizan viajes épicos atravesando mares y continentes entre zonas de reproducción e invernada.

El protagonista de esta historia es un zarapito real (Numenius arquata), marcado con anilla blanca y código negro EAXE. En este caso, gracias a la anilla conocemos su historia que, en efecto, va de migraciones, entre el centro y el suroeste de Europa, pero también va de otras cosas: va de lucha, va de superación, va de logros y también va de fracasos.


Moana en Baldaio.

Realmente, nuestra protagonista no es un zarapito, sino una zarapita, una preciosa hembra de la especie a la que, durante un tiempo, le llamábamos, precisamente, como la inscripción de su anilla. “Allí está EAXE”, pensaba cuando me la encontraba en el campo. “Sigue la hembra con anilla blanca e inscripción EAXE”, anotaba en la correspondiente lista de e-Bird. Baldaio es el lugar en el que nos encontramos, y es donde siempre nos vemos en una quedada nunca programada, como cuando en los viejos tiempos, sin teléfonos móviles, simplemente bajabas al sitio de siempre porque sabías que era la manera de encontrarte con tus amigos. Y ella, para mí, ya se ha convertido en una amiga, aunque sólo yo lo sepa, y allí, en Baldaio, una de las primeras cosas que hago al llegar es buscarla.

Al ir aumentando el trato y la correspondiente confianza, llegó un momento en que creímos que se merecía tener un nombre de verdad. “Moana” fue el elegido. ¿Por qué? Lo contaremos más adelante.

A lo que íbamos. Estamos en Bélgica, a unos 30 km. al este de Bruselas. Resulta que una de las parejas reproductoras locales de Zarapito Real abandonó su nido en la fase de incubación, en ese momento entró en el juego otra de las protagonistas de esta historia. Otra chica, otra guerrera, otra heroína, esta vez humana: Griet Nijs.

Griet es una ornitóloga que forma parte de un equipo de gente apasionada por la naturaleza que realiza seguimiento de la población local reproductora de zarapito real, además de acometer una serie de intervenciones centradas en la conservación de esta población. En este caso, Griet recolectó los huevos de este nido abandonado. Según me comenta, recogen los huevos de los nidos abandonados para intentar sacarlos adelante artificialmente, con el fin de compensar la bajísima productividad de la especie. Al explicarme esto, su frase final fue “cada individuo cuenta”, que, por sí misma, ya nos da una idea bien clara de la cruda situación de conservación que atraviesa la especie.

Griet trasladó los huevos al Centro de Recuperación de Fauna Salvaje de la zona (llamado Oudsbergen), donde fueron incubados artificialmente hasta que, el 18/05/2020, llegó al mundo Moana. Puedo hacerme una idea del cariño con el que el pollo fue criado por el personal de dicho centro, al mismo tiempo que se intentaba minimizar el contacto directo con los humanos para evitar la improntación. Todo discurrió estupendamente y, con el paso de varias semanas, llegó el día en que Moana se convirtió en un precioso juvenil de zarapito real, capacitado para volar, así que, el 30/06/2020, fue liberado en el mismo lugar de su malogrado nido. .

Zona de reproducción de zarapitos reales donde recuperaron el huevo del que salió Moana.

Ahora entra en la historia el que escribe y mi más apreciado local patch, el complejo húmedo de Baldaio, en el ayuntamiento de Carballo, en la provincia de A Coruña. Es un humedal conformado por una laguna y marisma situadas en la costa, tras una de las playas más grandes de Galicia, con un amplio cordón dunar asociado, y está comunicado con el mar por un canal, que supedita su nivel de agua al régimen mareal. Así, con marea baja quedan al descubierto amplias superficies de intermareal que son el hábitat ideal de buena cantidad y diversidad de aves acuáticas. Entre ellas destacan especialmente las limícolas, que constituyen el principal interés ornitológico de este espacio, que alberga notorias concentraciones de este grupo de aves en invernada y, principalmente, en ambos pasos migratorios, habiendo sido registradas, a día de hoy, un total de 42 especies de esta familia. Particularmente, es una localidad de invernada tradicional de los zarapitos reales, en números que, en los últimos años, parecen ir a menos, y que fluctúan entre los 40 y los 80 ejemplares.

En mi visita rutinaria del día 7 de marzo de 2021 conocí a Moana, aunque en ese momento no lo sabía. Realmente lo que vi fue un zarapito real que portaba una pequeña anilla amarilla en una pata y, en la otra, una anilla de mayor tamaño, blanca, con una inscripción que no pude descifrar, y que, de hecho, me costaría un buen número de visitas, ya que los zarapitos reales en esta localidad suelen ser muy esquivos y no se dejan observar a distancias cómodas. Lo que sí aprecié desde esa primera observación es que era una hembra. Tenía un largo pico que la identificaba como tal, pues en los zarapitos son ellas quien, en promedio, tienen un pico de mayor longitud que ellos, además de un mayor tamaño corporal en general.

Una vez por fin leída la anilla comprobé, en Cr-birding, la web de referencia de los ringwatchers, la gente fanática de las anillas, que correspondía a un proyecto de marcaje belga. Y al otro lado apareció Griet, que no tardó ni un día en responderme al correo. Griet y yo hablamos de “EAXE” por e-mail, por Facebook, por Messenger… Griet rebosaba ilusión por saber que “aquel pollo de zarapito” no sólo había sobrevivido, sino que había completado su migración postjuvenil, y a un lugar totalmente esperable para cualquier ejemplar de su especie nacido en Centroeuropa. Es decir “su pollito de zarapito”, a pesar de ser criado por la mano humana, era un zarapito más, que se comportaba como un zarapito más, y que migraba como un zarapito más. De algún modo, era la certificación de un trabajo bien hecho, por su parte y por parte del personal del centro de Oudsbergen. Griet quería saber cómo era Baldaio. Me pidió videos, fotos y descripción de la zona.lo quería conocer todo del lugar elegido por su zarapito para su dispersión postjuvenil. Y, por supuesto, yo estaba encantado de contar cosas de la belleza de mi pequeño trozo de tierra sagrado al que la gente pajarera llamamos “local patch”.

Grupo de zarapitos en Baldaio.

Moana estuvo presente en Baldaio durante todo el resto del año 2021 y se quedó hasta finales de Marzo de 2022, cuando desapareció. De hecho, creo, aunque no puedo probarlo, que estuvo todo el invierno 2020-21, pero durante el mismo, los zarapitos reales estuvieron especialmente esquivos y es muy probable que haya pasado por alto la presencia de uno anillado.

Comuniqué a Griet que, a finales de marzo, el ave había dejado de verse en Baldaio. Ella me trasladó su terrible curiosidad y emoción por saber si aparecería en alguna zona criando. Es sabido que las hembras de zarapito real pueden intentar criar por primera vez en su tercer año calendario, es decir, cuando tienen cerca de 2 años de edad. Moana abandonaba Baldaio después de una larga estancia de 12 meses seguros y, con probabilidad, hasta puede que unos 18, en caso de que, como también parece probable, haya llegado aquí en su primer verano-otoño. Por cierto, también en eso se habría comportado como cualquier ejemplar de su especie.

Avanzado ese verano, Moana reapareció en Baldaio, concretamente el 6 de agosto. Le conté emocionado a Griet que estaba de vuelta, quien me informó de que no se habían tenido noticias de ella fuera de mi local patch. Pasó el resto del verano, todo el otoño y todo el invierno en Baldaio, acompañándome en cada visita al lugar, hasta que volvió a desaparecer a finales de febrero. Durante esa temporada, con cada visita, la fui conociendo mejor. Ella es una más del tradicional grupo de zarapitos de Baldaio, que constituyen una figura icónica de este humedal (si hubiera que elegir un ave que represente a Baldaio, sin duda sería el zarapito real), y que ponen frecuentemente banda sonora a mis mañanas de pajareo, con sus “curlíes” muchas veces emitidos a coro. Todos los zarapitos reales de Baldaio se juntan para dormir y reposar. También la mayoría se mantienen juntos mientras se alimentan. En cambio, Moana suele buscar comida en solitario, eligiendo para este fin zonas de la laguna con aguas someras donde parece que tiene una extraordinaria habilidad para atrapar invertebrados poliquetos. Lo digo por las tasas de éxito en la captura, en comparación con otros zarapitos reales presentes. Es curiosa la querencia de Moana para alimentarse por zonas con un nivel de agua que le llega a la parte superior de sus patas. Cuando la pandilla local de zarapitos reales, con marea mediada o baja, aprovechan la bajada del nivel de agua para alimentarse, es habitual que las anillas de Moana queden sumergidas y resulten invisibles, pero el que la conoce sabe que Moana será “el zarapito que se alimenta con el agua por los muslos”. El hecho de ser una hembra y, por consiguiente, ostentar un pico bien largo, probablemente le permita explorar esas zonas cubiertas por agua, quizá vetadas para los machos, de pico más corto.

Estuvo en Baldaio al menos hasta el 28 de febrero. Cuando desapareció, se lo comuniqué inmediatamente a Griet. A comienzos de abril ella me escribe con una buena noticia y una promesa asociada. La buena noticia es que se había localizado a Moana emparejada con un bonito macho en la zona donde había sido liberada, en el entorno de Glabeek. La promesa es que no escatimaría esfuerzos para localizar su nido y conseguir protegerlo. Según me explicó Griet, la mortalidad de pollos es altísima, sobre todo en su primera semana de vida, debido a la predación y a trabajos agrícolas en las parcelas donde crían, así que protegen el mayor número de nidos que pueden, usando un sistema basado en una especie de pastor eléctrico dispuesto alrededor del nido. Por lo visto, en lo que se refiere a la predación, los “infractores” son muy variados: zorros, mustélidos, erizos y rapaces diurnas y nocturnas.

Moana instantes después de su liberación.

Semanas más tarde, Griet me volvía a escribir, esta vez con malas noticias. El nido de Moana y su pareja, su primer nido, había sido depredado, puesto que la persona propietaria de la parcela no había dejado entrar a protegerlo. Tampoco a las personas salvadoras de los zarapitos les habría dado tiempo a retirar los huevos para intentar incubarlos artificialmente como, en su día, habían hecho con el huevo que le dio vida a ella. Según me cuenta Griet, buena parte del éxito de las medidas de gestión de la población depende de la predisposición de la persona propietaria de la parcela agrícola donde se instala el nido, con la que intentan acordar su protección y, a veces, medidas como el retraso de la fecha de siega o la reducción del número de cabezas de ganado en dicha parcela. En todos los lugares cuecen habas, un refrán muy de nuestro país que, precisamente, nos recuerda que no sólo en él hay personas insensibles con cosas de la naturaleza.

Griet y su equipo buscaron una posible puesta de reposición de Moana y su pareja, sin éxito. De ese modo, en fracaso absoluto, acaba su primer episodio de cría.

Ese fue el momento en que me di cuenta de lo injusto que era que nuestra querida ave no tenía nombre más allá de “EAXE”, así que Griet y yo acordamos que, si después de este episodio de cría fallido, a final de verano regresaba de nuevo a Baldaio, la obligación de ponerle un nombre de verdad sería inexcusable.

Y el pasado 26 de agosto de este año allí estaba, de nuevo, reluciente por momentos al ser iluminada intermitentemente con los rayos de sol de una mañana de nubes y claros, en Baldaio, mi Baldaio, su Baldaio. Fue entonces cuando empecé a pensar en cómo se podría llamar. Le dediqué horas, en diferentes días, buscando la inspiración, varias veces allí mismo, observándola directamente con el telescopio, pero su nombre no salía. Sabía que esa ave había nacido con un nombre, pero ese nombre estaba por descubrir. Tenía la sensación de que sólo había que quitar lo sobrante, como en aquella popular historia de la escultura que ya existía dentro de la piedra. Finalmente fue una persona de mi entorno, de mi confianza y de mi cariño, dotada de dosis extra de sensibilidad y, al igual que nuestra ave, graduada cum laude en tesón y en aquello de plantar cara a las cosas de la vida, la que sacó a la luz su nombre, por esto, mil gracias, Belén. Belén me lo contó a mí, y yo lo cuento aquí. Moana significa “océano” en la cultura hawaiana. La lucha por la supervivencia de nuestra zarapita, el hábitat elegido por ella para pasar la mayor parte del año, así como otras cosas sólo aptas para corazones sensibles, invitan a sumergirse en esta cultura que se caracteriza por un profundo respeto por la naturaleza, y también por una profunda conexión de las personas con esta. Es en este contexto donde el océano constituye un elemento significativo: es fuente de vida, de belleza y de fuerza: Océano, Moana…ese, sin duda, era el nombre.

Y el día en que estoy acabando de escribir esta historia, precisamente he estado en Baldaio visitándola, a ella y al grupo de, exactamente, 39 zarapitos reales que está pasando el otoño-invierno allí. Yo tengo más ojos para ella que para ningún otro zarapito, de lo que, espero, estos nunca se enteren, para que no puedan sentirse menospreciados. Me gustan los zarapitos, pero Moana me gusta mucho más.

Ya lleva 2 meses aquí tras su reproducción fracasada y, si todo va bien, estará aproximadamente otros cuatro meses hasta que, con el final del invierno, cada zarapito de ese bando de 39 regrese a su casa de primavera, con la excepción de unos pocos, presuntos segundos años, a los que no se le supone prisa porque no van a criar, que se quedarán con nosotros todo el verano.

Sólo toca desear que, llegado ese momento, regrese con fuerzas a sus pastizales de Glabbeek y, esta vez sí, tengan, ella y su compañero, una reproducción exitosa y nos lo venga a contar a Baldaio, a su manera, a final de verano.

Mientras tanto, puede pensarse que desde aquí poco podemos hacer, aparte de los obvios buenos deseos. En cambio, sí podemos, y de hecho lo hacemos siempre que tenemos ocasión. Poner en valor, bien alto, bien claro, allí donde nos dejen, la importancia de este espacio natural, y otros que, como este, son lugar de parada migratoria e invernada de aves acuáticas, y pedir, asimismo, bien alto y bien claro, que las figuras de protección que tiene lo sean también de facto.

Moana en Baldaio.

Sin ir más lejos, en mi penúltima visita a Baldaio, el grupo de zarapitos donde reposaba Moana, en medio del intermareal, fue perseguido por 3 perros cuya persona propietaria llevaba sueltos, algo que ocurre y, por desgracia, no sólo de manera habitual, sino sistemática. Recuerdo cuando, hace unos años, toda la sociedad de mi comunidad gallega se indignó cuando alguien hizo una pintada en la fachada del majestuoso Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela, por considerarlo, como no puede ser de otra manera, un atentado contra nuestro patrimonio. Se agradece esa indignación en masa, pero… ¿Por qué, cuando cambiamos de patrimonio (de arquitectónico a natural, en este caso) mucha gente no sólo no se indigna, sino que le quita importancia al problema? Baldaio es un Pórtico de la Gloria, y cada una de nuestras zonas húmedas costeras, son un Pórtico de la Gloria, y para poder seguir contando la historia de Moana, y de otras muchas de nuestras aves, necesitan que las leyes en materia de conservación de la naturaleza, que ya existen, se cumplan y se hagan cumplir.

Y la historia continuará, espero que durante mucho tiempo, al menos el correspondiente a la esperanza de vida media de un zarapito real.

Sin más, dar mil gracias a Griet, por ser la heroína del mundo de los zarapitos, y por ofrecerme tanto volumen de información sobre nuestras queridas limícolas de pico largo y decurvado. Y a Belén, por aceptar el reto de quitar lo sobrante para así descubrir el nombre de Moana y ostentar los superpoderes para hacerlo. A ti, Moana, te veo el sábado por la mañana en Baldaio.

Ciudades de cal y plomo.

La de cal.

Hace unos años decidimos ceder el usufructo de nuestra terraza a la fauna silvestre. Empezamos por poner agua y un comedero con aporte diario para gorriones. En él, añadimos alimento vivo durante la temporada de cría para ayudar a sacar adelante polladas numerosas y sanas. En invierno ponemos contenidos grasos. Y siempre disponible, semillas a granel. Dentro de la dieta viva, incluimos lombrices en las jardineras para que los mirlos obtengan algo más sabroso que los tenebrios.

También estamos trabajando la vegetación, para que aporte cobijo en verano e invierno y, teniendo en cuenta los periodos de floración y fructificación, para que sirva de fuente de alimentación a insectos y aves durante las cuatro estaciones.

Hemos incluido cubículos que puedan servir de refugio para gekos, que, muy beneficiados por los dispensadores de insectos, parecen haber aumentado su población. Y, para terminar, tenemos instalados doce nidales para vencejos que, por ahora, solo son utilizados como protección los días de tormenta.

El resultado de todo esto, por el momento, se manifiesta principalmente en un ostensible éxito en la reproducción de gorriones. Al mismo tiempo, los dragoncillos han aumentado su población y cada año podemos ver un mayor número de crías. Por supuesto, la variedad de aves que visitan nuestra pequeña área de rewilding urbano empieza a ser extensa. No puedo dejar de enumerar las especies, como muestra de nuestra satisfacción: mirlo, verderón, verdecillo, herrerillo, petirrojo, colirrojo tizón, mosquitero, urraca, paloma doméstica, gorrión y torcaz.

Quizá el momento en que entendimos que todo iba bien, que nuestro aporte continuo de alimento -alimento que no está presente por acción directa del humano, más allá de que sea una ciudad- fue cuando un cernícalo nos dejó su tarjeta de visita. Encontrar una pluma de esta ave confirmaba su presencia como depredador más o menos habitual, ya que con anterioridad presenciamos en directo cómo se le escapaba un mirlo.

Mirla y gorriona compartiendo el alijo de gusanos

Todo ello, en el último piso de un edificio situado en el centro de Madrid, que, como única ventaja especial para la fauna, tiene enfrente un colegio con una zona ajardinada con algunos pinos y cuatro grandes cipreses.

Sin embargo, el domingo 25 de junio se batieron todas nuestras expectativas: un juvenil de paloma zurita descansaba en la terraza. La especie en sí no era ninguna novedad, ya que conocemos la presencia de una pareja reproductora en uno de los cipreses, desde 2020. Pero el hecho de que un ave tan discreta y desconfiada utilice nuestra terraza, un pájaro que no es fácil de ver en los bosques, corroboraba la opinión de otro buen número de especies respecto a nuestro proyecto.

La de plomo.

Al día siguiente, lunes 26, un amigo nos avisó de que tenía una urraca que parecía tener algún problema y no podía volar. Había aparecido en la puerta de un aparcamiento de la calle Santa Hortensia, en el centro capitalino..

Se trataba de un juvenil aparentemente sano que, sin embargo, ni tan siquiera batía las alas. Con apetito y sed, el animal era muy manso. Demasiado manso incluso si hubiese sido criado por un humano. Hasta la urraca más improntada, si la coges chillará como si cien azores la estuviesen desplumando pluma a pluma.

Una radiografía nos mostró lo impensable: un perdigón alojado en la cara interna del muslo. El plomo habría seguido una ruta incierta a través del cuerpo de la urraca, sin fracturar ningún hueso, hasta quedar allí.

Después, todas las acciones terminadas en “ción” asociadas a estas situaciones: hospitalización, operación, medicación, recuperación…

La potencia del equilibrio..

No hay nombre mejor otorgado a un fenómeno del medio ambiente que equilibrio natural. Es el paradigma de la cabezonería; el catálogo de las mil y una estrategias; es la excepción de la tostada de Murphy: la naturaleza siempre cae de pie.

Tres rollizos hermanos verderón y un dragoncillo: todos beneficiados y beneficio para todos.

Ya la podemos exprimir, retorcer, ahogar o romper, que casi siempre se repone. Tarde o temprano y, en ocasiones, usando los caminos más largos, la naturaleza se recompone de la tortura de turno a la que ha sido sometida y trata de manera desesperada de alcanzar de nuevo el balance 0.

No hace mucho, publicamos este artículo en el que comprobábamos como un territorio machacado por los usos tradicionales (recientes) del campo había prosperado tras cuarenta años con una intervención humana mucho menor y especulábamos sobre las razones de ese magnífico cambio. Pero la ciudad es un ejemplo que va más allá. Vierte asfalto candente, sella las juntas de los sillares de granito y elimina cualquier atisbo de soporte vital y a los dos meses tendrás un diente de león brotando entre las baldosas de la acera, unos gorriones anidando en el registro de una farola y unos huevos de salamanquesa eclosionando en la caja de una persiana.

Se abre paso entre nuestros edificios, como cuchillo caliente sobre mantequilla. Apenas necesita tiempo para reaccionar. Lo vimos con la renaturalización del Manzanares a su paso por Madrid, llevada a cabo por la corporación de Manuela Carmena. Se abrieron las compuertas y dos años más tarde se vio una nutria y, poco después, un zorro. ¿Cuántos años llevaban las esclusas cerradas creando esa pútrida lámina de agua?

Sé bien que ese disparo -y a saber cuántos como ese- amparado en el silencio del arma neumática, lo efectuó un adulto, cazador de facto y furtivo por ley, al que, o bien le molestaba la vida silvestre, o bien se aburría. Y decidió matar a un animal.

Así, en medio de una ciudad como Madrid puedes encontrarte con una inmensa población invernante de currucas capirotadas en las calles del Barrio de Salamanca, con un nido de pito ibérico en un plátano de sombra, al pie de una freiduría de entresijos regentada por una pareja de chinos en Vallecas, o con siete parejas reproductoras de halcón peregrino poniendo las cosas en su sitio. De verdad que es asombroso.

La fauna ha conseguido sobreponerse a todo lo que le hemos puesto enfrente: contaminación, trampas de cristal, hormigón en el suelo. Les quitamos los sitios donde anidar, las fugas de agua donde beber y soplamos con máquinas ruidosas todas las hojas y flores en las que encontrar comida. ¿Y lo superan?

La naturaleza reacciona rápido y con furia para recuperarse, incluso en estas situaciones, pero el ser humano es intrínsecamente nocivo. Puede que el herrerillo aprenda a nidificar en un aparato de aire acondicionado, pero con lo que no podrá es con la capacidad humana para innovar y sorprender con nuevas fórmulas con las que joderle la existencia.

Quiero pensar que el que disparó a la urraca es un adolescente aburrido tras haber terminado el colegio y que no tiene otra cosa que hacer que pegarle un plomazo a todo lo que vuela por su ventana. Quiero echarle la culpa a la insensatez de la edad, al desconocimiento de la media docena de leyes que quebrantó dándole plomo a la urraca en mitad de una ciudad.

Pero no. Sé que los adolescentes, cuando se aburren, sacan el móvil del pantalón. Sé que, con sus excepciones, lo de ir pegando tiros a animales no les va.

Sé bien que ese disparo -y a saber cuántos como ese- amparado en el silencio del arma neumática, lo efectuó un adulto, cazador de facto y furtivo por ley, al que, o bien le molestaba la vida silvestre, o bien se aburría. Y decidió matar a un animal.

Repito: o bien le molestaba la vida silvestre, o bien se aburría. Y decidió matar un animal.

Veo a la urraca recuperarse una semana más tarde, tratándola con distancia para impedir la impronta y poder liberarla con potencial éxito. Aún le quedan un par de semanas de cautiverio. Todavía respira con alguna dificultad y la herida le molesta lo suficiente como para preferir estar echada.

La miro y no puedo impedir desear que al malnacido de la escopeta le rebote uno de sus perdigones y haga blanco en uno de sus ojos.

Furia.