¿Era tan buena la tradición rural para la biodiversidad?

Cuarenta años después de que una pedrada en el cerebro me convirtiese en un entusiasta de las aves, regreso al lugar donde, con unos prismáticos terribles, una guía imposible y el más absoluto de los desconocimientos, me empeñaba en ver pájaros. Sorprendentemente, todo ha cambiado para bien.

Entonces, con más ganas que fortuna, con entre 12 y 16 años, me echaba al monte deseando ver todas las aves que aparecían en los pósteres de ICONA y en los programas y los Cuadernos de Campo de Félix. Todos los fines de semana que pasaba con mis padres en aquella casa, madrugaba tratando de calcular que el amanecer me sorprendiese en un buen lugar. Iba poniendo un puntito de color azul en el índice de mi traqueteada Guía INCAFO de las aves de la Península Ibérica y Baleares. La nota era roja si al espécimen lo veía en otra localización. La lista de especies, tras 3 o 4 años empeñado en aquel local patch forzoso, era frustrantemente corta y me temo que algunas de ellas habían sido identificadas más por el deseo que por el rigor científico.

Desde buitre negro hasta chochín pasando por algunas auténticas delicadezas.

El lugar era una finca de labor situada a escasos 36 kilómetros del centro de Madrid. A norte y este, la frontera era una carretera. Al sur, otra finca, imponente, cubierta de encinas y al oeste el límite era el río Guadarrama. En ese terreno había una zona ajardinada, una pequeña plantación de pinos piñoneros y dos huertas. La parte mayor se dividía en tres zonas bien definidas. Según bajabas al río, tres vaguadas con encina de porte mediano y pequeño definían el paisaje. Antes de llegar a ellas, una zona de monte bajo con retamas raquíticas y tomillo. Y enfrente de la casa, una parcela dedicada al cultivo de cereal. También, al sur, había un par de hectáreas plantadas con olivos y vides. Aunque no había ganado, una vez terminada la cosecha o si la tierra estaba en barbecho, un rebaño de ovejas se encargaba de “limpiar” y abonar todo el terreno. La finca formaba parte de un coto de caza social, aunque en la familia nadie esparcía plomo.

Agua, grano, huerta, higueras y hasta un río: todo parecía indicar que el sitio era sencillamente perfecto para la observación de aves.

Cuando por fin conocí a alguien a quien le iba lo de los pájaros, le pregunté por el número de aves diferentes que podía localizar en un sitio así. Y él, Pablo aka “Zuri” aka “Aves nítidas” Martínez Zurimendi me decía que entre 50 y 60 especies y que a lo largo de un año la cifra subiría mucho, sobrepasando con facilidad las 100.

Pero no era así, al menos para mí, ni por casualidad. Bajaba regularmente al barranco de la Fuente Blanca, con agua corriente todo el año, con sus chopos, encinas, zarzas y hasta cuatro frondosas moreras, para ver una pareja de carboneros y encontrarme, en ocasiones, con un pito ibérico. Lógicamente, en ese punto solía haber algo de movimiento, pero nunca satisfacía mis expectativas más elementales.

La acacia donde un carbonero me indicó que le siguiese.

No tenía ni conocimiento, ni experiencia, ni mucho menos equipos apropiados, pero esas no eran razones suficientes para justificar mi tierna frustración: no había pájaros. En mi cabeza, ahora, resuena la cifra de 37 aves diferentes avistadas como resultado de esos años de pajareo tardo-infantil y antes de que la adolescencia me apartase de las aves durante muchos años.

Usos tradicionales, prácticas agropecuarias y otras guerras.

Dándole vueltas a qué podía explicar que un sitio así careciese en 1983 de una biodiversidad mínima que satisficiera mis expectativas de joven naturalista, estos días atrás, cuando regresé, hice una lista de todas aquellas cosas que a mi entender de aficionado podían haber afectado.

El paso cíclico de ganado durante décadas, “limpiando” y colaborando con el adehesado humano de los encinares, impedía el desarrollo de sotobosque y el crecimiento de vegetación en los terrenos baldíos y de monte bajo.

El maltrato generalizado que se infligía a todos los animales que podían ser potencialmente dañinos para las cosechas también tuvo que dejar una larguísima resaca, en cuanto a las cifras de animales silvestres. Hablamos de principios de los años 80 y, por ejemplo, el dicloro difenil tricloroetano (DDT) no había sido prohibido hasta 1977. Sus efectos bioacumulativos estaban aún perfectamente presentes en toda la cadena trófica.

Y cómo no, la caza y todo lo relacionado con ella, que por la época convertía los fines de semana de la temporada de plomo en una verbena de tiros. Era brutal la cantidad de hombres que acumulaban sus coches en el camino de la cañada. Su prepotencia los llevaba a instalar sus puestos de caza a menos de 50 metros de la casa. Aunque en ocasiones la pareja de la Guardia Civil aparcaba el Renault 4 en el patio y se daba una vuelta para regresar cargados de escopetas decomisadas, la sensación era que no había ninguna ley que pusiese límites a sus ansias. Como aquel mes de julio que un hurón de caza escapado, perfectamente manso, se metió en casa. O ese domingo que perdí toda la mañana tratando de incomodar a un trampero de aves con una inmensa red desplegada en el barbecho. En cualquier paso abierto bajo una verja encontrabas lazos y en las escorrentías, tras las lluvias, aparecían las costillas para atrapar pajaritos olvidadas por el cazador.

Una primavera localicé en la dehesa al otro lado de la cañada -fuera de los límites de mis paseos, pero tremendamente tentadora- un nido de ratonero. Era la única ave rapaz diurna que se dejaba ver por allí. Era, a mi entender, el mayor de los logros que había conseguido: podría seguir cada fin de semana la evolución de los pollos. Dos semanas mas tarde, encontré a los dos pollos ya crecidos y a un adulto, muertos.

Siete parejas reproductoras de alcaudón común y cinco de colirrojo tizón: aforo máximo.

Las Juntas de Extinción de Animales Dañinos habían desaparecido hacía tan solo una quincena de años y sus devastadores efectos, imagino, todavía se dejarían sentir.

Fuera a causa de venenos o por sobredosis de plomo, lo cierto es que el número de aves muertas que encontraba en mis paseos era suficientemente amplio como para que me empujase a desarrollar técnicas para limpiar huesos. Mientras que mi lista de avistamientos era paupérrima, mi colección de cráneos era sorprendente: ratonero, lechuza, búho chico, oropéndola, pito real y toda una lista de aves mucho más comunes completaban un inventario tristemente amplio.

En el Guadarrama, justo a la altura de mi área de campeo, funcionaba una fábrica de la empresa Uralita. Si este hecho ya podía ser significativo, lo peor era que extraían la arena que necesitaban del cauce del río. Movían la retroexcavadora según sus necesidades, destrozando cualquier atisbo de vegetación de ribera y ocasionando que el curso estuviese totalmente socavado, creando embalsamientos de agua. Agua que ya de por si bajaba sucia por los vertidos sin depurar de pueblos e incipientes urbanizaciones de lujo.

El número de aves muertas que encontraba en mis paseos era suficientemente amplio como para que me empujase a desarrollar técnicas para limpiar huesos. Mientras que mi lista de avistamientos era paupérrima, mi colección de cráneos era sorprendente.

Para terminar la lista de desastres humanos que pienso que habían alterado tanto la biodiversidad, el lugar donde se levantó más tarde la casa fue durante el verano del 37 una importante posición fortificada de la XV Brigada Internacional, durante la batalla de Brunete. Todos los alrededores se sumieron en una orgía de fuego y sangre durante 21 largos días. Este dato sobre la presencia histórica de voluntarios antifascistas norteamericanos y británicos viene a cuento como explicación de la ausencia de un número aceptable de árboles de gran porte o encinas centenarias en la zona. Ni siquiera en las dehesas adyacentes. Jugar con fuego en pleno mes de julio no suele ser una buena idea y aunque ya habían pasado 40 años, los incendios causados por los bombardeos también habían dejado su huella.

A modo de ejemplo del maltrato sistemático de las viejas costumbres de uso del monte y agrupando varias de las causas tratadas, estaba el caso de F., cuyo nombre voy a ocultar, ya que se trata de una historia escuchada pero nunca comprobada. F. vivía en una pequeña casa en la margen del río apañándose la vida con trabajos y chapuzas temporales. Tan pronto era vigilante, como huertano, como propietario de un chiringuito/chabola que servía botellines frescos a los que pasaban el domingo en el río. De él se decía que aprovechaba la acumulación de peces en las grandes balsas de agua generadas por la draga de la fábrica para pescar, arrojando en ellas alguna de las granadas de mano abandonadas durante la guerra y que frecuentemente se encontraban por la zona.

40 años más tarde.

Hace años todo cambió. Se sigue sembrando cereal y la ausencia de amapolas y manzanilla hace patente el uso de glifosato, a raudales. Ya no se guarda el grano en la casa. Las vides desaparecieron, aunque el olivar se mantiene intacto. Los jardines que rodean la casa se conservan, pero total y maravillosamente asilvestrados. Ya no pace ganado y las huertas dejaron de cultivarse. Por desgracia, la Fuente Blanca dejó de manar.

Hace 40 años, un escribano soteño hubiese sido una enorme sorpresa. Hoy, allí, son relativamente frecuentes.

En el río, la fábrica de fibrocemento pasó a ser una yeguada. Ya nadie hace balsas profundas, hay una estupenda y enmarañada vegetación de ribera y F., que en paz descanse, ya no lanza -presuntamente- explosivos en ellas. Incluso el agua ya no baja pestilente.

El coto sigue funcionando, pero las parcelas en cuestión, dadas las limitaciones de espacio, caminos, carretera y viviendas, fueron relegadas a la función de “reserva del coto” y hace años que no hay ningún estampido. Las grandes fincas adehesadas situadas a norte y sur explotan la caza mayor de forma privada y por tanto están mucho más controladas. Además, los agentes rurales, el SEPRONA y la conciencia ciudadana -muy urbanita ella- ha erradicado el furtivismo y las “artes” de caza tradicionales en la zona.

Sin haber mediado ninguna guerra o incendio en estas cuatro décadas, los árboles ya empiezan a ser maduros. Sin ganado ni faenas de “limpieza”, los bosquetes tienen su sotobosque y el monte bajo ya no es tan bajo y tiene buenas manchas de carrasca.

La colonia de golondrina de la casa desapareció, pero la antigua fábrica tiene ahora algunas parejas.

Y la acacia donde vi posado el carbonero que hizo que me explotase la cabeza, resiste. Vieja y achacosa, vive gracias al empeño de mi hermano.

Ahora, que galopamos hacia la sexta extinción masiva, que el 60% de las especies de aves han visto disminuir sus efectivos de manera notable a nivel mundial y que ver una nube de mosquitos es una excepción, ahora que todo es más difícil para la fauna silvestre, me bastaron 5 horas para avistar 54 especies de aves.

Desde mi desconocimiento, saco una conclusión y sonrío con una esperanza.

Quizá, los añorados usos y prácticas tradicionales del campo no eran tan buenos y respetuosos como se suele decir. O quizá sea que, para referirse a una época gloriosa de la cohabitación, uno tenga que remontarse más de un siglo.

Lo bueno -y de verdad que me hacía falta una dosis de Esperancina500mg.- es ver, una vez más, que basta dejar unos años en paz a la naturaleza, aunque solo sea aparentemente, para que la biodiversidad recupere lo perdido durante décadas.

Frankdelajunglers: Cazadores de likes.

Observo con cierto estupor, desde hace mucho tiempo, cómo una corriente de nuevos youtubers y demás “creadores de contenido” se va abriendo paso entre la sociedad en nombre de la divulgación, teniendo como referente a Frank Cuesta -conocido popularmente como Frank de la Jungla-, un extenista español que se dedicaba a sacar serpientes venenosas que se colaban en las casas en Tailandia.

Las redes sociales están llenas de vídeos de gente estresando, molestando y manejando de forma incorrecta cantidad de animales, con la excusa de que se trata de divulgación ambiental. Los que tuvimos como referentes a Félix Rodríguez de la Fuente o a David Attenborough aprendimos la importancia de las culebras por controlar las poblaciones de roedores o por servir de alimento a otras especies que también aportan numerosos servicios ecosistémicos, por lo que deben ser conservadas. En la actualidad, parece ser que la divulgación trata de enseñar al público que no hay que matar a las culebras porque no son peligrosas, aunque den miedo, y, aunque no conozcan el papel que tienen estos animales en los ecosistemas. Para ello, capturan una enorme culebra y graban un vídeo mostrando que no debes tenerle miedo y que puedes cogerlas sin problemas y, sobre todo, mostrando el mayor número posible de primeros planos de aguerrido/a cazador/a de serpientes. Da la sensación, viendo algunos de estos vídeos, de que la conservación de la fauna y su bienestar pasan a un segundo plano, dando más importancia y protagonismo a las personas que llevan a cabo la “actividad divulgativa” y a darle a like y seguir el canal.

No me gusta ver el camino que ha tomado esta mal llamada divulgación científica donde podemos ver a estos “creadores de contenido” manipulando anfibios sin guantes o haciéndolos posar con muñecas, tan solo por el egocentrismo de conseguir visitas.

Cuando no había redes sociales y era más importante la conservación que hacerse famoso, los que nos dedicábamos a la divulgación y al rescate de fauna lo hacíamos desde el respeto, observándola sin interferir y divulgando las bondades de los animales para que la gente entendiera su importancia en los ecosistemas. Cuando se trataba de efectos trampa, la prioridad era construir rampas para acabar con el problema. En la actualidad, en vez de acabar con el problema, lo que se viraliza son cientos de vídeos de animales atrapados en estos lugares que son rescatados por los protagonistas. En muchas de estas grabaciones vemos cómo, después de ser rescatados, algunos de estos animales son retenidos, manipulados y estresados para hacer vídeos “divulgativos” al más puro estilo Frank de la Jungla, ya sea para hacer ver que una culebra no muerde por mucho que la molestes o que un sapo segrega veneno si lo estresas.

Todo esto parece justificado porque sus autores lo consideran divulgación, por eso también me parece justificado este texto, ya que, con él lo que pretendo es difundir buenas prácticas (y legales) a favor de la conservación de la fauna y, no olvidemos, sus ecosistemas. Manipular, perseguir o molestar a la fauna es ilegal. Lógicamente, si hay un animal atrapado, está justificado que lo manipules para liberarlo, pero no lo está que lo tengas en la mano diez minutos para grabar un vídeo de tu hazaña. Estos registros deberían hacer más énfasis en acabar con estos efectos trampa que en animar a la gente a coger culebras porque no son peligrosas.

Está claro que gran parte de culpa la tenemos aquellos naturalistas y profesionales del medio ambiente que, ya con una edad, no hemos sabido hacer que la divulgación fuese interesante para las nuevas generaciones. Debemos cambiar ese rumbo perverso que ha tomado esta pseudo divulgación y convencer a la gente de que a las serpientes hay que conservarlas porque tienen un papel fundamental en los ecosistemas y no porque sean inofensivas y te permitan cogerlas para hacerte fotos y ganar suscriptores.

Me gustaría acabar con estas palabras de la científica Elsa Sendra donde resume muy bien el problema que afecta tanto a los creadores de contenido como a aquellos que lo consumen.

«Entre matar a pedradas sin razón a una serpiente o toquetearla y estresarla, a la serpiente le viene mejor lo segundo.
Entre toquetearla y estresarla u observarla a distancia, a la serpiente le viene mejor lo segundo.
Hay personas que siempre optan por toquetear y estresar, alegando que los humanos no podemos aprender a respetar si no es toqueteando y estresando…
…cada uno enseña y aprende como puede».

Conocimiento, Preocupación e Ironía salieron a ver pájaros

Conocimiento, Preocupación e Ironía se conocieron siendo poco más que unos niños. Aun con la disparidad de caracteres, su común afición por la observación de aves funcionó como catalizador para que los tres se hicieran inseparables.
De jóvenes, cuando salían a ver pájaros, Conocimiento —de los tres, era el que atesoraba mayor experiencia y cultura— siempre era el primero en identificar las especies, Preocupación —aportando sensibilidad en todas sus formas— compartía con ellos sus profundas inquietudes sobre el estado local o global de cada familia aviar, e Ironía —la más inteligente del trío de pajareros—, fuera cual fuese la circunstancia, siempre era capaz de arrancarles una sonrisa, cuando no una carcajada, por muy negro que fuera el pozo del humor del que había bebido para coagular sus ocurrencias.
Con muy poco dinero, recorrieron todos los rincones verdes del país. Con sus propios ojos, fueron observando todas esas especies que tantas veces anhelaron y envidiaron en las ilustraciones de las guías de campo. La meteorología y la logística hostelera eran solo aspectos secundarios para sus juveniles y tozudas motivaciones. Sus objetivos aviares eran solo excusas para ser felices, pero, en aquel entonces, todavía no lo sabían.
Pasaron los años, aumentaron sus posibilidades económicas, viajaron a lo largo y ancho del planeta, completaron una envidiable lista de aves y experiencias, al tiempo que, en las distancias cortas, exprimían su local-patch. En definitiva, se convencieron de que habían encontrado su lugar en el mundo.
Con el tiempo, según sus vidas privadas se acomplejaban, las escapadas a destinos exóticos desaparecieron y, asimismo, las salidas de proximidad redujeron su frecuencia. Por si fuera poco con sus compromisos profesionales, por una cosa o por otra, accedieron a —o decidieron—reproducirse.
Conocimiento tuvo un hijo al que llamó Excelencia; su exigente educación le suponía mucho tiempo y no menos sacrificios.
Ironía también fue madre y dio a luz a un niño al que bautizó como Sarcasmo (al igual que su desconocido padre), cambiando por completo sus prioridades.
También Preocupación se apuntó a lo de pasar sus genes a la siguiente generación. Llamó a su hija Angustias y, a pesar de los obvios agobios que la niña le provocaba —la pequeña padecía alergias a una interminable lista de alimentos—, fue él, arrastrado por su característico exceso de responsabilidad, quien mantuvo viva la relación entre los tres amigos. Acuciado por los remordimientos, Preocupación no dejaba pasar un mes sin llamar a Ironía y, dado que rara vez tenía tiempo de cogerle el teléfono, salvo que fuera por temas profesionales, nunca se olvidaba de mandar un mensaje de texto a Conocimiento para saber cómo le iban las cosas.

Tras mucho insistir, Preocupación —¿quién si no?— consiguió que, después de un periodo extensísimo sin hacerlo, los tres compartieran de nuevo una salida para ver aves. Se citaron en la esquina de siempre convenida y, como todos sabían que iba a pasar, Ironía llegó tarde. Por supuesto, y con su sorna habitual, esquivó las críticas y quejas de sus dos compañeros sin despeinar uno solo de los mechones rubios de su flamante corte de pelo.
Alcanzada la zona húmeda elegida, esa misma que habían visitado en tantas ocasiones, y después de montar el telescopio en el observatorio estratégico habitual, escasos minutos hicieron falta a Conocimiento para identificar, sexar y datar todas y cada una las especies presentes. Preocupación, como se esperaba de él, expresó muy intensamente sus inquietudes acerca del bajo número de ejemplares para la época en la que estaban. En respuesta a tan familiares sofocos, Ironía valoró que probablemente había menos pájaros porque se habrían espantado al detectar el color de la bufanda de Conocimiento y, los que no tuvieron esa suerte, habrían muerto al reparar en la especie de antena de telefonía que lucía Preocupación sobre su cabeza —un chuyo andino especialmente puntiagudo—, con la peregrina excusa de proteger su incipiente calva de los rigores meteorológicos (todos sabían que lo llevaba porque habiendo perdido casi todo el pelo, no había sucedido así con su coquetería).
Como ya tenían una edad, ampliamente superado el mediodía, comieron en un restaurante —a la carta, por supuesto— y dejaron intactos los envoltorios de papel de aluminio en los que llevaban conservados los tradicionales bocadillos que, fueran cuales fuesen las condiciones atmosféricas, antaño degustaban a la intemperie. Aprovechando una extensa pausa entre platos, Preocupación llamó a su hija Angustias para saber cómo evolucionaba su última y reciente erupción epidérmica. Conocimiento hizo lo propio con Excelencia para asegurarse de que su hijo había obtenido otro diez en el último examen. E Ironía mandó un mensaje a Sarcasmo en el que solo aparecía el meme de un mono mirando a través de unos prismáticos.
Tras el postre, resbalaron hacia una plácida sobremesa e Ironía y Conocimiento pidieron varias rondas de chupitos. Preocupación, por su parte, se abstuvo alegando que tenía que conducir. Durante varias horas se relataron anécdotas —las mejores siempre las contaba Ironía, que, a menudo, provocaba que se les saltaran las lágrimas—, rememoraron tiempos que a los tres se les antojaron mejores y cayeron en el error de regodearse en la nostalgia. Coincidieron en lo afortunados que habían sido al haber encontrado su común afición por la observación de aves y enumeraron los lugares del mundo tan fascinantes a los que habían viajado con la excusa de ver una determinada especie. A colación de la buena fortuna que les había acompañado a lo largo de su relación de amistad, Ironía valoró que su hijo Sarcasmo lo llevaba claro si pensaba vivir una juventud tan plena de posibilidades y alegremente despreocupada como la que ella había podido disfrutar. Conocimiento —¿quién si no?— aprovechó para aportar precisos y fríos datos climáticos relacionados con la pérdida de poblaciones especialmente sensibles. Preocupación se lamentó recordando que la ignorancia era una bendición y la lucidez una maldición. El ambiente se ensombreció y, de forma unánime, decidieron solicitar la cuenta.
Mientras el camarero iba a por el datáfono, Ironía les miró de forma alternativa y, finalmente, preguntó al aire por qué creían ellos que veían pájaros. Ante la cara de aturdimiento que compusieron Preocupación y Conocimiento, Ironía reformuló la cuestión: «¿qué tiene de especial para vosotros la observación de aves?».
Después de un vacío sensorial tenso y largo, ya con el camarero esperando a una profesional distancia, Conocimiento contestó que él lo hacía porque necesitaba saber. «Mi cordura —se sinceró—, aunque creáis que exagero, me va en ello».
Tras una nueva pausa, Preocupación confesó que, en su caso, miraba aves para que su belleza y la sensación de libertad salvaje que transmitían, le distrajesen de sus constantes desasosiegos y le hicieran olvidar la opresión de sus cadenas. «Es lo único que realmente me permite desconectar y, además, alivia el peso de mi vida», concluyó.
Ironía asintió despacio y, cambiando premeditadamente de tema, confirmó que se iba a hacer cargo del total de la cuenta. Tras las tibias quejas de rigor, cuando ya guardaba la tarjeta en su cartera, Preocupación recordó que faltaba ella por dar sus razones.
«Es lo único que sé hacer bien», comentó Ironía desenfadadamente.
«La verdad, no sé a qué te refieres —replicó Conocimiento— ni eres especialmente buena identificando, ni tampoco atesoras conocimientos teóricos relevantes».
Ironía dibujó, primero, una sonrisa maléfica en su cara y, después, se levantó despacio, alcanzó la posición de su amigo y se volcó sobre su oído.
«Soy lo mejor viendo aves que jamás hayas conocido —susurró—, porque nadie, escúchame bien, ¡NADIE!, disfruta con ellas como yo lo hago. Algo parecido dijo aquel torillo en el libro del zarapito fino que me recomendaste, ¿recuerdas? Y ahora, si me disculpas, tengo que ir al baño: me estoy meando». Acto seguido, con la rapidez con la que clava sus colmillos en la presa una mamba verde, le besó en la mejilla para, inmediatamente después, perderse entre las mesas de camino a los aseos.
Preocupación no pudo evitar una carcajada al ver cómo la cara de Conocimiento se enrojecía de la misma manera que lo hacía la de su hija Angustias al consumir trazas de cacahuetes.
Ya de regreso, recorrieron en silencio todos los kilómetros —que parecían haber engordado desde la ida— hasta su ciudad, sumidos en abismos reflexivos. Al llegar a la esquina donde se habían encontrado esa misma mañana, los tres se bajaron del coche. Conocimiento —inesperadamente, aunque a su manera— se rompió y, con voz también quebrada, valoró que, aunque no habían visto nada intelectual y ornitológicamente interesante, le había gustado mucho pasar un día con ellos de nuevo. Ironía dijo que había estado bien, pero que no hacía falta repetirlo hasta el siguiente siglo. Preocupación, con el chuyo todavía cubriendo su cabeza y como toda respuesta, abrazó a Conocimiento con demasiada fuerza y besó a Ironía en la mejilla, sonoramente, como si nunca fueran a volverse a ver.
Y cuando todo apuntaba hacia una disolución trágica, Ironía —¿quién si no?— rompió el luto. Dijo que ella no había quedado con ellos para terminar dando pésames en un funeral y propuso quedar en quince días para realizar una nueva salida («por mucho que me cabree desdecirme y ofrecerme para repetir plan en la presente centuria», masculló), con la condición de que lo hiciesen acompañados por sus respectivos hijos. Esto —continuó— les daría la oportunidad de aportar excelentes conocimientos a la prole, evitarles angustiosas preocupaciones y enseñarles el arte de afilar con sarcasmo esa ironía que tanto le servía a ella para sobrellevar los embates más espinosos en su rutina.
«Ya es hora de que vayamos dando paso a la siguiente generación, porque los tres (vosotros dos especialmente) estamos obsoletos», apostilló.
Tras un eléctrico silencio, Conocimiento hizo un amago de consultar su agenda en el móvil. Antes de completar el gesto, buscó a Ironía con la mirada y algo debió ver en la oscuridad de sus ojos porque, acto seguido, escondió el terminal en un bolsillo al tiempo que confirmaba que podían contar con él y con Excelencia.
Preocupación estuvo tentado de poner alguna excusa —no hubiera sido la primera vez que utilizaba interesadamente la precaria salud de Angustias para evitar un plan de fin de semana—. Solo dijo que su hija y él no se lo perderían por nada del mundo.
Conocimiento, Preocupación e Ironía se separaron. Cada uno se fue alejando por un camino distinto con la seguridad de que su común historia —y la nuestra, no me seáis angustias— todavía no había acabado.

¿Cómo proceder ante el encuentro con fauna atropellada? El programa SAFE.

Todos los profesionales, los naturalistas o simplemente los ciudadanos con un poco de respeto por la fauna hemos tenido que pasar por el trago amargo de encontrarnos un animal muerto, por atropello, en nuestras salidas camperas o en los desplazamientos que hacemos para disfrutar del medio natural, para irnos de vacaciones o visitar a la familia en el pueblo. Generalmente, nos fijamos en los animales grandes como jabalíes, corzos, ciervos, zorros o tejones porque son los que detectamos fácilmente. Sin embargo, es sencillo entender que por cada animal grande que vemos, deben de ser cientos (o miles) los que no detectamos por su pequeño tamaño o el poco tiempo que pasan en la carretera antes de desaparecer.

El problema de los atropellos de fauna

Los impactos que generan las infraestructuras lineales de transporte (I.L.T. en adelante para abreviar) son complejos e incluyen desde cambios en el comportamiento de la fauna frente a las I.L.T. (positivos o negativos) a efecto barrera que condiciona la conexión entre poblaciones o la distribución de las especies. Además, las ILT son la vía de entrada de especies “de borde” en hábitats forestales o incluso la vía de dispersión de especies exóticas invasoras, plantas o animales, a lo largo de las cunetas y márgenes. Todos estos impactos son “grises” y poco evidentes, pero van afectando poco a poco a los hábitats naturales, a las especies que los habitan y a los procesos de conectividad que los unen.

Los atropellos en cambio son el efecto más conocido y llamativo, bien por la mortalidad de especies amenazadas, como el lince ibérico y otros medianos carnívoros, bien por los accidentes que genera la colisión con ungulados silvestres. Todos somos conscientes de haber visto una rapaz nocturna, un erizo, culebras, un jabalí o un corzo muerto por colisión y se sabe que son una amenaza importante para la fauna terrestre. Y no menos importante es la siniestralidad que generan las colisiones con animales grandes (especialmente en el caso de ungulados silvestres como jabalíes, corzos o ciervos). Para complicar más aún el problema, los animales muertos en la calzada o la cuneta atraen a una numerosa comunidad de carroñeros que pueden a su vez ser atropellados cuando acuden a alimentarse. Tenemos todos los ingredientes juntos para generar un problema gordo.

A pesar de la evidente importancia del problema, desconocemos totalmente la magnitud de este. Los estudios que han abordado la problemática son parciales y no aportan estimas ajustadas al impacto que generan los atropellos de fauna.

Por estos motivos, se necesitan datos representativos, bien repartidos por la geografía nacional, que cubran todas las estaciones del año y que permitan valorar adecuadamente el impacto de las infraestructuras de transporte sobre la fauna de vertebrados.

¿Qué podemos hacer?

Lo primero cuando encontramos un animal atropellado es tener precaución con otros vehículos. Nunca parar si ponemos en riesgo la seguridad vial. Si no podemos parar, podemos anotar el punto kilométrico, la especie (si la identificamos) y la hora y fecha; posteriormente, podemos incorporarlo a alguna plataforma de ciencia ciudadana para que el dato no se pierda. Más adelante explicamos un ejemplo.

En caso de especies protegidas o de especies grandes que puedan generar un riesgo para la seguridad vial, conviene llamar al 112. Desde Emergencias se pondrán en contacto con el servicio de mantenimiento de la vía, la empresa concesionaria, el cuerpo de agentes medioambientales o la propia Guardia Civil para que retire el animal, levante acta, si se trata de una especie protegida, y lleve la carcasa al CRAS correspondiente para las necropsias y análisis que sean requeridos. Y para que, en definitiva, no se desperdicie ese material biológico que puede ser muy útil para estudiar muchas especies poco conocidas.

Si podemos parar, es recomendable hacer alguna foto para la identificación, anotar la coordenada y quitar el animal de la calzada dejándolo en la cuneta (de nuevo insistiendo en la seguridad, con chaleco reflectante, que deberíamos llevar siempre en el coche, bici o caminando, si vamos junto a una carretera). Así evitamos el riesgo de una colisión entre coches y buitres, zorros, jabalíes, perros o cualquier animal que vaya a aprovechar la carne del primer animal atropellado..

Recordad que no es buena idea llevarse partes del animal (cráneo, piel, cola, etc.) ya que se requieren permisos de tenencia de restos biológicos, mucho más si se trata de especies cinegéticas o de especies protegidas. Podemos meternos en una buena si nos encuentran con un cráneo de corzo, de búho real o de nutria en el coche, por haber querido añadir algo a la colección de restos de fauna que tenemos en casa, si no contamos con permisos en regla.

Existen proyectos en marcha para conocer la magnitud del problema

Aunque no sea especialmente conocido, lo cierto es que existen proyectos específicos que intentan registrar el impacto de los atropellos sobre la biodiversidad. Lo hacen aprovechando la tecnología como una herramienta, es lo que se conoce como “ciencia ciudadana”. Muchas de las Apps que probablemente conozcas permiten introducir datos de presencia de fauna, en determinados casos, con el dato adicional de si es un animal atropellado. Pero, además, existen proyectos y trabajos específicamente diseñados para la problemática de los atropellos. Por este motivo, vamos a comentar a continuación uno de los principales proyectos específicos de seguimiento del problema: el proyecto SAFE, Stop atropellos de fauna en España (podéis buscar el hashtag #proyectoSAFE en Twitter o Facebook).

El SAFE es una iniciativa promovida por el MITECO, en el marco de los trabajos del GTFHT (Grupo de Trabajo sobre Fragmentación de Hábitat por I.L.T). El proyecto intenta hacer un diagnóstico de mortalidad de fauna en carreteras españolas, con una iniciativa de ciencia ciudadana y un diseño científicamente establecido por la E.B.D-C.S.I.C., que aporta la solidez científica a la estructura?, evaluación y análisis de los trabajos.

Para la realización del proyecto se cuenta con una parte profesional, llevada a cabo por la EBD-CSIC, con la colaboración ciudadana, canalizada mediante las sociedades científicas más directamente implicadas en el problema: La AHE (Asociación Herpetológica Española), la SECEM (Sociedad Española para la Conservación y Estudio de los Mamíferos, a la cual pertenezco como socio y miembro de la Junta Directiva) y SEO/Birdlife (Sociedad Española de Ornitología).

¿Cómo tomamos los datos y registramos los atropellos?

Fácil: para la toma de datos de forma estandarizada se están usando plataformas de ciencia ciudadana de registro de datos. Desde la SECEM por ejemplo, colaboramos utilizando la plataforma y las Apps de observation.es (descargables a cualquier móvil Android o IOS) con las que ya tenemos amplia experiencia. Por cierto, también mantenemos un portal de datos propio en el que cualquier interesado puede subir información acerca de la distribución de los mamíferos españoles, incluyendo fotos del animal, sus huellas y otros rastros para facilitar la identificación. Y atropellos puntuales, que no están dentro de un transecto, pero aportan mucha información acerca de la distribución de algunas especies, las épocas en las que más se mueven y muchas más cosas.

Si os interesa echar un vistazo podéis consultarlo aquí.

Adicionalmente, el portal de observation.es cuenta con una App de identificación de fauna y flora basada en inteligencia artificial, denominada ObsIdentify, que es realmente interesante para iniciarse en el estudio de otros grupos faunísticos con los que estemos menos familiarizados. En este enlace podéis descargar cualquiera de las Apps para “cacharrear” y aprender con ellas.

Incluso los menos amigos de la tecnología móvil pueden participar, anotando los datos y posteriormente introduciéndolos en la plataforma desde un ordenador en casa. En este caso, sí sería recomendable utilizar un GPS para poder referenciar correctamente los atropellos detectados con el punto exacto

Hay que recordar que en cualquiera de las modalidades de participación voluntaria (en bicicleta, a pie o en automóvil) el proyecto SAFE tendrá especialmente en cuenta la seguridad de las personas que realicen el trabajo y de las que circulen por las vías. La acumulación de informaciónn de múltiples itinerarios fijos, recorridos en repetidas ocasiones y distribuidos por todo el territorio español, proporcionará una oportunidad única para cuantificar la mortalidad de fauna por atropellos en el país, evaluar qué especies se ven más afectadas por esta problemática y conocer qué factores (qué tipos de hábitats y vías, qué épocas del año) influyen en que se atropellen más o menos animales.

Además, la visión de la iniciativa es que se mantengan las visitas a los itinerarios más allá del final del proyecto, de forma que nuevas personas voluntarias se incorporen con itinerarios adicionales, dando lugar a una red de seguimiento de los atropellos de fauna, basada en ciencia ciudadana.

¿Qué pasa con esos datos? ¿Quién puede usarlos o para qué se utilizarán? ¿Cómo se garantiza la seguridad de las especies protegidas o amenazadas?

Son preguntas que nos hacemos continuamente. Y es fácil de responder: los datos se guardan en un repositorio público ligado al Banco de Datos de la Naturaleza del MITECO. Así se garantizan la transparencia y la custodia, para que puedan ser utilizados en trabajos para la conservación de la biodiversidad.

Adicionalmente, los datos almacenados en la plataforma de observation.org (que es de tipo open access) también están bajo el paraguas de una institución pública sin ánimo de lucro (una fundación) y las especies protegidas o amenazadas se mantienen siempre con la localización oculta, salvo en el caso de que se cedan para la realización de tesis o estudios de conservación.

Así que toda la información generada por el proyecto SAFE quedará almacenada en repositorios públicos, por lo que será utilizable de forma permanente para investigaciones, gestión de carreteras, identificación de problemas de conservación de especies o para cualquier otro uso.

¿Como se puede colaborar en el proyecto?

Si te apetece y te animas, puedes colaborar. Es muy fácil y no se requiere ser socio de ninguna sociedad científica ni experto en fauna, ya que el proyecto cuenta con una serie de revisores expertos que ayudan a identificar las especies detectadas cuando hay alguna duda. Solo es necesario tener ganas y dedicar algo de tiempo, una vez al mes, a realizar un itinerario (preferentemente en bicicleta o a pie) cerca de tu casa o de tu segunda residencia, los fines de semana. Si te apuntas a colaborar, puedes contactar con cualquiera de las sociedades científicas involucradas en el proyecto. Si conoces la SECEM o quieres contactar con nosotros, puedes escribirnos a safe@secem.es para que resolvamos tus dudas, apuntarte al #proyectoSAFE y comenzar a aportar datos de la zona por la que te muevas habitualmente.

A tener en cuenta para participar:

– El esfuerzo es pequeño: se solicita a los voluntarios que elijan un itinerario, que deberá ser realizado, idealmente, en bicicleta o andando; si no es posible, también podría realizarse en coche.

– Cada itinerario se repite una vez al mes, como mínimo. Si se pueden hacer más repeticiones mejora la calidad de los datos. Personalmente, intento hacer dos repeticiones al mes, que en algún caso han llegado a ser cuatro o seis, en verano.

La longitud mínima ideal del itinerario sería aproximadamente de:

– 3-5 kms. caminando (un paseo corto que puede hacerse sin problema, disfrutando del sol y del aire)

– 12 kms. en bicicleta (una hora aproximadamente)

– >20 kms. en coche (siempre realizado con copiloto, que es el encargado de anotar, por seguridad)

En cada recorrido se apuntan los vertebrados terrestres detectados que hayan muerto por atropello, bien en la calzada o en la cuneta cercana. Por este motivo, es recomendable hacer los recorridos a baja velocidad y muy atentos. Es muy adecuado hacer fotografías de cada registro para ayudar a tener una identificación validada por el panel de expertos de observation.es. Así que, si no sabes identificar una especie no te preocupes: ¡tendrás ayuda!

De nuevo insistiremos en que la prudencia y la seguridad son fundamentales. El uso de chaleco reflectante y luces de señalización, en la mochila o en la bicicleta, es vital para evitar riesgos, así como estar cubierto por un seguro. De estas cuestiones logísticas se ocupan las sociedades de conservación que participan en el proyecto.

En caso de detectarse animales muertos en la vía, deben ser retirados (siempre con toda la prudencia y únicamente cuando sea posible, sin riesgo) hacia la cuneta, para evitar atropellos por carroñeo y conteos repetidos, si sigue habiendo restos del animal en la calzada en el itinerario siguiente.

Más información general del proyecto

SAFE Stop atropellos de fauna

Proyecto SAFE: evaluando la mortalidad de fauna por atropello.

Si lo que quieres es comenzar ya a colaborar, puedes seguir los enlaces siguientes para consultar instrucciones detalladas y de uso de la plataforma de ciencia ciudadana Observation.es con sus respectivas Apps en Android y en iOS. Recuerda escribir antes a alguna de las SS.CC. para arreglar los temas del seguro y para recibir tu chaleco y las luces de señalización.

Más información general del proyecto

1. Tutorial 1 SAFE. Date de alta en

2. Tutorial 2 SAFE. Haz un itinerario

3. Tutorial 3 SAFE. Vincula tus datos a SAFE

Búhos pardos, búhos blancos.

El viento, bautizado como polar por los hombres y mujeres del tiempo, se hacía sentir muy presente. Definitivamente, yo no estaba suficientemente abrigado y el catarro que se venía presagiando en mi garganta y pulmones se empezaba a manifestar.

Había llegado pronto, a eso de las 17:10, mucho antes de que los búhos reales se sientan empujados a moverse. En el lugar ya había una pareja muy jovencita de aficionados a las aves. Ella estaba realmente excitada buscando los pájaros. Según me contaron, llevaban tras ellos horas, sin suerte. Justo en ese momento, escuché a una urraca hacer cosas de urraca. Les avisé de que ahí iba a estar uno de los búhos. El córvido, importunando a la magnífica rapaz, hacía que todo fuese mucho más fácil. La muchacha me miró con gesto de asombro mil veces ensayado y dijo: “qué crack”. Al oírlo procuré no hinchar el pecho por dos razones: para que no se me notase especialmente orgulloso por mi sagacidad – que lo estaba- y para evitar que la entrada masiva de aire desencadenase un ataque de tos echando por tierra ese momento de gloria ante la chica que seguía repitiendo “qué crack”, mientras negaba teatralmente con la cabeza y los ojos exageradamente abiertos.


El viento polar levantaba insistentemente una tercera oreja al paciente búho.

La sensación térmica empujó a los búhos a colocarse en ramas en las que podían aprovechar los últimos rayos de sol para calentarse, dejándose ver con buena luz. Aficionados de todo plumaje se iban congregando en torno a los dos pinos. La cita se había dado hacía diez días, quizá más. Desconectado como ando de ese modelo de teletipos, ni me había enterado. Pero estaba claro que el resto de la comunidad pajarera madrileña estaban más que informados sobre el tema.

A los treinta pajareros congregados se sumaban curiosos de paso, de cualquier edad y procedencia, que necesitaban saciar la curiosidad. No es normal, se mire por donde se mire, ver a un grupo así mirando fijamente y con emoción en sus rostros en dirección a unos pinos. Algunos y algunas paseantes se mostraban sorprendidos ante la buena nueva. A uno le decepcionó porque pensaba que iba a ser un pavo real que había subido hasta tan alta copa. Y dos chavalas muy zangolotinas, de probable origen eslavo, andaban haciéndose selfies.

Cuando hace un año y pocos meses llegaron los tres búhos nivales a la costa cantábrica, lógicamente, el revuelo fue mayor. Eran visitantes mucho más lejanos y además estaban emparentados, ni más ni menos, que con la mascota de Harry Potter. Esto sirvió para que periódicos de tirada nacional, provincial o local, de todo el estado, tuviesen un titular graciosillo y reiterativo. Fuentes mucho más solventes e interesantes especulaban sobre su forma de llegada, con varias opciones que no vienen al caso, pero no recuerdo que nadie se mostrase esperanzado con su futuro. A comienzo de marzo de 2022, el segundo ejemplar aparecía muerto en la plaza de toros de Santoña. Hasta la noche anterior siguió congregando a fotógrafos y observadores que habían peregrinado desde todos los rincones del país. Del tercero, nada más se supo.

Los aficionados, cuentan, fueron muy respetuosos con los búhos blancos. Sí hubo un fotógrafo que forzó un vuelo para obtener mejor fotografía y, dicen, que cuando el dispositivo de seguridad que se organizó miraba para otro lado, algunos aprovechaban para avanzar la línea unos metros. Por desgracia, generalmente basta que uno se sienta empujado a acortar distancias – como si eso sirviera de algo- para que el resto se vea perjudicado. Especialmente el bicho. Siempre el bicho.

En el parque de El Retiro la expectación no es tan grande. La especie es frecuente y está en expansión. Pero la proximidad, confianza y localización son sorprendentes. Nada parece afectarles. Nada les asusta. No dejan de ser unos búhos reales, los Jim Dinamita de la noche silvestre: en su barrio ellos imponen la ley de la vida y nadie les dice lo que tienen que hacer. Así que ahí pueden estar eso seres ruidosos y torpes con sus grandes ojos de cristal, sus bicicletas, sus crías chillonas y sus asquerosos coches, que esta parejita afincada en la urbe seguirá copulando a la vista de todo el que sepa mirar.

Los polizones del norte, aquellos tres nivales que de alguna manera – todo apunta a ello- cometieron el error de buscar refugio en el barco equivocado, no estaban en el sitio adecuado. Hambrientos y deshidratados del viaje no pudieron reponerse. Sea lo que fuere que estos depredadores estuviesen acostumbrados a cazar en su lugar de origen, aquí no lo tendrían muy a mano. Sus técnicas de caza, la climatología, la vegetación, la densidad humana… nada les era propicio. Estaban desnortados. Estaban fuera de su hábitat. Tenían mínimas oportunidades de encontrar el camino a casa y ninguna de sobrevivir aquí.

Los de El Retiro sí están en su sitio. Estos juegan en casa. Es precioso y magnífico ver cómo lo silvestre se comporta como un fluido. Por mucho que se lo pongamos difícil, por más obstáculos vitales que interpongamos, la naturaleza aprovechará cualquier fisura de nuestra locura destructiva para filtrarse y ocupar su lugar. Es emocionante
-eso pensaba ya más allá de las 18:20- sentir cómo estas dos gotas de salvajismo se escapan del cuenco formado por las manos humanas. ¡Plick! ¡plick!: ¡toma!, dos puntas de la pirámide trófica follando en el centro de la capital.

Es tan aburrido leer titulares en la prensa encabezados por un “invade” cada vez que se hace referencia a que un animal autóctono se ha dado un garbeo por una zona urbanizada. Y habrá quien lea esto y piense “ya está uno que cree que el monte es como en las películas de Disney”. Y probablemente añada “pues si tanto le gustan, que se los lleve a su casa, que aquí hay demasiados y se comen los conejos/ovejas/terneros/caballos”. (Esto puede parecer disparatado, pero si a los meloncillos de 3 kilogramos se les acusa de matar vacas de 200 kilos…)

Por el contrario, lo realmente disparatado, lo más que humanizado, el verdadero paraíso Disney es una sociedad que piensa qué por el hecho de construir, ocupar o cultivar un territorio, ese espacio le pertenece en exclusiva. ¡Idiota! En cuanto te des la vuelta, la naturaleza se irá escurriendo por las grietas.

Creer que unas hectáreas de pinos, encinas, cedros, con abundante agua y comida a espuertas no es un paraíso para cualquier depredador por el hecho de que tenga una vallita alrededor, es infravalorar mucho a los bichos desde nuestra perspectiva humana. Y pensar que no tratará de establecer el equilibrio natural -mira que son cabezones estos animales salvajes- es para partirse la caja. Solo habrá que esperar a ver cómo comienzan a aparecer alas de paloma desmembradas y bajar los efectivos de la colonia de gatos sobre la que están asentados, para darse cuenta de que lo silvestre se manifiesta a todos los niveles.

En estas cosas pensaba yo mientras esperaba a que esos dos bichos hiciesen algo que satisficiera las expectativas de los feligreses del santo momento allí reunidos. Esta tarde parecían reacios a hacer su vuelo en la penumbra, su giro de cabeza de 290º para clavar la mirada en el objetivo de un afortunado, o anunciar que el bufé queda abierto con un sonoro ulular.

De regreso a casa, tras desvanecerse la última luz solar sin que se movieran de sus perchas, no era consciente aún de que no ir suficientemente abrigado a debatir conmigo mismo sobre hábitats, búhos y humanos haría que tres días más tarde esté apuntando esta nota para un artículo y que los 38,9º de fiebre no fundan estas ideas junto al resto de mi voluntad.

«Eso ha sido así toda la vida».

La primera parte de la receta es el texto y la imagen compartida por el gran Alex Richter-Boix en twitter: “Visualización gráfica del síndrome de las referencias cambiantes y su implicación en la conservación del medio ambiente. Cada generación aceptamos como referencia de «normal» la naturaleza que conocimos de pequeños, usándola como referencia para evaluar los cambios”

Días atrás, discutimos con frecuencia sobre temas como el auge de las especies exóticas invasoras, el movimiento progatos callejeros, el declive acelerado de especies silvestres, los ríos secos que antaño corrían sin mayor problema o las fuentes que manaban en la sierra y de las que bebíamos y bebía toda la fauna. También comentábamos acerca de momentos clave en nuestra niñez que nos hicieron guiar nuestros pasos infantiles hacia la naturaleza y el campo, en vez de hacia otros menesteres que diesen dinero o fama. Y como ingrediente final, hoy al llegar a Madrid afinando oreja (algo que muchos hacemos por defecto o porque muchas veces trabajamos mirando al suelo y así podemos saber qué especies de aves nos acompañan) me he dado cuenta de que solo escuchaba dos especies en el portal y en el jardín: cotorra argentina y cotorra de Kramer. Aunque luego han aparecido unas urracas que han sido recibidas casi con ovación cuando han osado, impertinentes, romper la cacofonía cotorril.

Apoyemos a los científicos, igual que apoyamos al cirujano que opera de corazón a nuestra madre sin discutir su técnica, no cuestionamos al profesional que nos arregla la lavadora, la instalación de fontanería o el embrague del coche, sin intentar parecer “todólogos” expertos que discuten lo que no se puede discutir.

Como contrapunto, mientras repaso estas líneas que envié a Javier Marquerie (El Vuelo del Grajo) en versión preliminar y que me ha hecho repasar y ampliar, mientras escucho los últimos abejarucos y golondrinas daúricas en el pueblo, alistándose para cruzar en pocos días el Estrecho (donde espero verlas en breve). Una tórtola turca y unas oropéndolas dan la turra en la cálida tarde, mientras un bando de gorriones comunes, unos estorninos y algunos pardillos y jilgueros revuelan entre el nogal y el huerto hasta la parra del vecino, se desplazan por los tejados y buscan agua y comida en el seco domingo de agosto, cuando los pollos aún pían intentando camelar a sus progenitores para que les alimenten de gorra, aunque están ya emancipados. Nada que ver con el aburrídisimo, estomagante y monocorde coro de cotorras, que cada vez va a más, mientras la biodiversidad urbana va a menos.

No escribo estas líneas por capricho. Las escribo porque no es solo la biodiversidad urbana, es también la rural, la marina o la de montaña la que está en un declive que, como señala la imagen que acompaña a estas líneas, solo percibe quien trabaja en el tema o quien ha tenido la oportunidad de conocer por actividad y edad durante las pasadas décadas. En este momento, el consenso científico apunta a que estamos sumergidos hasta el cuello en la sexta extinción, la que se produce en el Antropoceno, debido principalmente a la actividad humana. La misma actividad despegada de la naturaleza que nos hace ser responsables del calentamiento global (que no cambio climático), del incremento de eventos catastróficos, del calentamiento del Mediterráneo hasta superar los 30º C en el agua (veréis que gota fría más divertida vamos a tener a finales de verano). Somos los responsables de la desaparición de los glaciares del Pirineo, de que el Danubio o el Rhin bajen casi secos en Centroeuropa, de que en UK mueran docenas de personas por golpe de calor o de que en USA haya migrantes climáticos que abandonan la zona de los tornados o las grandes inundaciones buscando no perder sus casas y sus granjas cada año. Vamos, que estamos de mierda hasta el cuello. Por nuestra culpa. Pero alguien dirá “esto ha sido así toda la vida”. Y ese es el problema.

Pero, además, y en una escala más local, somos los responsables de que las especies exóticas invasoras aumenten y afecten a las delicadas especies mediterráneas, ya de por sí al límite. No tomamos las decisiones correctas y mareamos la perdiz por capricho, queriendo aprobar “listas positivas de mascotas” en modernas leyes escritas por gente sin formación ni información científica. Hay asociaciones y agrupaciones, cinturones ciudadanos y partidos buscando “alternativas éticas”, “soluciones no cruentas”, o simplemente dilatar un proceso que no nos gusta a nadie como es el de capturar y erradicar aquellas especies a las que la ley nos obliga a capturar y erradicar, para proteger (también por ley) a aquellas especies autóctonas protegidas por nuestra legislación. Pedimos derechos para los animales que tenemos cerca, como el ganado doméstico y las mascotas, lo que es altamente recomendable y loable, vaya por delante. Pero a la vez negamos los derechos de las especies silvestres que garantizan el funcionamiento correcto de los ecosistemas de los que depende nuestra supervivencia, y nos negamos a sacrificar de forma rápida e incruenta animales a los que, según algunos, es mejor condenar a cadena perpetua hacinados en jaulas “porque es ético” desoyendo el consenso de los científicos y los expertos.

Conseguimos quemar cientos de miles de hectáreas de naturaleza por diversos motivos, entre los que abundan la codicia, negligencia, mala gestión y egoísmo y escasean los pirómanos reales (los considerados como enfermos mentales). Cuando pasa el tema incendios aparece la sequía y los “todólogos”, que no asistieron a clase el día que se explicó el ciclo del agua, nos hablan de más embalses, de imposibles transvases y de otras milongas, para perpetuar un modelo de gestión imposible de mantener. Son los mismos que niegan la contaminación del Mar Menor o la ilegalidad del dragado del Guadalquivir, la desecación de Doñana o el mercantilismo y las mafias ligadas a la extracción ilegal de agua en Levante, el Jerte o Doñana, asociadas a la moderna técnica de poner en regadío hasta los almendros y los olivos (o los cerezos). Los que consideran que la contaminación por purines de las macrogranjas o los nitratos agrícolas no deben preocupar a la ciudadanía, que solo debe consumir sus productos, que nos matarán a medio plazo, por agotamiento de los recursos naturales. “Esto ha sido así de toda la vida”, volverá a decir alguien.

Aún más: frente a los hechos irrefutables que hablan de extinciones, agotamiento de los recursos naturales y calentamiento global por causas antrópicas, aparecen los que llaman “ofendiditos”, “preocupaditos”, “progres”, “ecolojetas” o “genocidas” a quienes intentan poner coto y freno a la sarta de barbaridades sin sentido; a los que luchan por preservar Doñana, por evitar el expolio del agua, la contaminación por fosfoyesos en Huelva o por lindano en Aragón, las presas absurdas en terrenos deslizantes, las urbanizaciones de lujo en espacios naturales protegidos o los hoteles en dominio público hidráulico. Y así, la mierda que llegaba hasta el cuello empieza a estar insoportablemente cerca de la boca, mientras nos ponemos de puntillas para no tragarla.

Ahora mismo creo, cada vez más, que en muchas ocasiones todas estas discusiones a causa de las EEI, el calentamiento global, las mascotas y la pérdida de biodiversidad urbana, rural, planetaria o cósmica se dan con gente muy ligada a entornos urbanos, o muy jóvenes. O ambas cosas. Sin contar a los que tienen claros intereses económicos y niegan todo por sistema, claro. Gentes con las que a veces me siento tentado de citar a Rutger Hauer en el tremendo monólogo final de la épica Blade Runner con aquel “he visto cosas que vosotros jamás creeríais”. Cambiando las naves de ataque más allá de Orión y las ráfagas de rayos cerca de la puerta de Tanhauser por bandos de miles de sisones en invierno en La Serena, baños en el Duero en Zamora capital, millones de saltamontes en los caminos y campos en verano, explosiones de efémeras en el Ebro, que ya casi no se dan, muchísimas golondrinas, tórtolas, codornices y vencejos en primavera… o compartir poza con un desmán ibérico un septiembre en Gredos cuando era estudiante de Biología. Y es que, como ilustra Alex en su hilo, no tenemos las mismas referencias de partida. Y es una pena y un problema, pero a la vez nos conciencia de la importancia, la urgencia y la necesidad de luchar por recuperar la biodiversidad, sin necesidad de que nos lo imponga nadie más que el más elemental sentido común.

Lo positivo es que hay varias generaciones que podemos dar la batalla; generaciones que casualmente coinciden con los que crecimos con las grabaciones de radio y los programas de Félix Rodríguez de la Fuente, los documentales de Jacques Cousteau y David Bellamy, la sabiduría y divulgación científica de Sagan, Attenborough o Asimov, con el Fauna Ibérica, el Fauna Mundial y los cuadernos de Félix. Los que pasábamos en el campo los fines de semana, los veranos y cualquier momento disponible, escapándonos a correr pollos de perdiz, buscar nidos de cernícalo, dormideros de búhos chicos, cuevas con murciélagos, ríos con cangrejos o canchales con lagartos que, de vez en cuando, nos propinaban algún que otro pellizco o mordisco para espabilar al listo de las rodillas sucias que los cogía a mano desnuda.

Esas generaciones tenemos que espabilar ahora de nuevo. Y muy especialmente los que nos dedicamos a la conservación, a la divulgación, a la ciencia o al ecologismo. Porque tenemos lo que poca gente tiene: datos, información veraz, experiencia de campo y un bagaje acumulado que nos hace ver con perspectiva y mantener esas referencias de partida donde la biodiversidad era muy alta. Y explicársela a quienes se ven limitados por la falta de información y conocimientos. Nos toca remangarnos como tantas otras veces. Y alzar la voz y defender lo que el sentido común dicta, y que coincide con las recomendaciones de los grupos de especialistas en las materias que nos ocupan: el Grupo de Especialistas en Especies Invasoras de la IUCN, el Panel Intergubernamental de Cambio climático (IPCC) de la ONU, la “satánica” Agenda 2030 de la UE y hasta el Papa Paco, que al paso que lleva me obligará a replantearme mi ateísmo si no sufre antes un “misterioso accidente” por su posicionamiento en tantos temas incómodos. Todos insisten en actuar rápido, en atajar el problema identificado de forma rápida y efectiva antes de que vaya a más, en contar con la opinión de los expertos y científicos y dejar de tocar las narices, básicamente.

Hay que volver a hacer las cosas bien, no porque nos lo marque la política europea o el Tratado de Kioto, o el de Estocolmo, que lleva desde los años 80 penando por los rincones sin que le hagan mucho caso los políticos y magnates del mundo. Si ya en el siglo XIX había científicos avisando del potencial problema en el planeta si se seguía quemando carbón a lo loco, ¡joder!. Y eso que la cosa acababa de empezar. Aquellos científicos no eran muy sospechosos de estar comprados por el NOM, Soros, Gates, los comunistas judeomasónicos de la Agenda 2030 o los illuminatti, pienso yo. Pero ya decían lo mismo que hoy con más del 97% de consenso científico. Y eso, aunque Aznar, el primo de Rajoy, “Isidoro” (solo los de cierta edad entenderán esta referencia) o los negacionistas de ultraderecha quieran que cerremos los ojos y traguemos.

Debemos hacerlo aún a riesgo de tener que tomar posturas y decisiones impopulares entre políticos y gente con otras referencias o sin ellas (especialmente referencias científicas y de infancia natural). Debemos hacerlo a pesar de lo que nos duele a quienes, con una profunda vocación, nos pusimos a militar en el ecologismo y el naturalismo y a estudiar biología, veterinaria, forestales, ecología o a intentar ser divulgadores o “bichólogos”, porque nos gustaban los bichos y su conservación. Porque nos gustaban – y nos gustan- todos los bichos, pero en los ecosistemas en los que son funcionales y no un problema. Igual que nos gustan los eucaliptos y los pinos en su justa medida, los cultivos de regadío donde tocan y son legales, el bienestar animal y que la gente tenga mascotas (perros y gatos) en casita, y dejemos los animales silvestres en paz. Y apoyemos a los científicos, igual que apoyamos al cirujano que opera de corazón a nuestra madre sin discutir su técnica, no cuestionamos al profesional que nos arregla la lavadora, la instalación de fontanería o el embrague del coche, sin intentar parecer “todólogos” expertos que discuten lo que no se puede discutir.

Y es que al final, lo que buscamos es mantener viva la llama de la esperanza y dejar un medio natural a quienes vengan detrás, mejor que el actual, o incluso mejor que el que recordamos de niños. Porque (y con esto termino), no queremos acabar como Roy Blatty con su “…all those moments will be lost in time, like tears in rain. It´s time to die…

Lo que más me jode es que quienes discuten y niegan la pérdida de biodiversidad o el calentamiento global tampoco habrán visto Blade Runner. Y si la han visto, no han entendido nada…

No, el ecologismo no quema el monte.

La durísima temporada de incendios forestales que están padeciendo España, Portugal y Francia está movilizando a la opinión pública. Las recientes declaraciones de Carlos Suarez-Quiñones, Consejero de medio ambiente de la comunidad de Castilla y León, no han hecho sino avivar las llamas dialécticas que ya devoraban las redes sociales. De sus respuestas a la SER y de la información vertida por los medios de comunicación se extrae que las causas de este empeoramiento se deben a la despoblación, a la política de protección de los espacios naturales y al cese de actividades del primer sector de producción agroganadera, entre otros factores. Toda la crítica parece centrarse en los planteamientos ecologistas y conservacionistas y en la demonización de la mal llamada maleza, que no es sino el monte bajo y, especialmente, el sotobosque. Frente a esta corriente de pensamiento aparentemente única, surgen voces de profesionales del medio ambiente que llaman a la reflexión y al estudio de los datos históricos. En este artículo, Juan Miguel de la Fuente, técnico ambiental, especialista en seguimiento de fauna (Pandion Estudios de Fauna y Medio Ambiente) y autor del libro monográfico El Gallipato (Pleurodeles waltl) tratará de contestar a las numerosas cuestiones que se plantean al respecto, analizando los datos oficiales de los que se dispone.

¿Arde el monte debido a la despoblación rural?

Contrariamente a lo esbozado por los medios de comunicación no especializados, la disminución de habitantes del medio rural no está ligada al aumento de la superficie perdida por el fuego. En una contraposición de datos, podemos ver que en 1985 el pico histórico de superficie incinerada, desde que existen datos fiables, con 484.474 hectáreas quemadas, se dio cuando la población rural aún era el 26% de la población total. A partir de ese momento hay un evidente descenso en el número de hectáreas quemadas (salvo años puntuales), como las menos de 24.000 hectáreas del año 2018, coincidiendo con un censo de la población rural más bajo, situándose por debajo del 20% de los habitantes de España. Si analizamos estos datos, nos damos cuenta de que la superficie arrasada por el fuego disminuye a lo largo de la historia, al mismo tiempo que crece la despoblación rural. No parece, por lo tanto, que tenga alguna relación con el aumento de superficie quemada. Incluso, podría parecer lo contrario. Según datos del MITECO, en la década de los 80 el número de grandes incendios forestales fue más del doble que las dos siguientes décadas.

Por supuesto que los medios contra el fuego han cambiado mucho en estas décadas. Equipos, vehículos y conocimiento han evolucionado mucho. Y el músculo, potencia y profesionalidad, que puntualmente ofrece la Unidad Militar de Emergencia (UME) también ha de ser tenido en cuenta respecto a las estadísticas, desde que este cuerpo se fundó en 2006, durante el primer gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Además, la implementación de sistemas digitales y satelitales, así como otros medios de vigilancia y lucha activa, como drones, han ayudado a que las cifras aterradoras de la devastación de los incendios de los años 80 hayan disminuido drásticamente. Pero aceptar esta idea, desmonta aún más el concepto creado de que el fuego cabalga a lomos de la despoblación.

¿Arde el monte porque no dejan pastorear?

Basta con darse una vuelta por el monte para ver que se puede pastorear. De hecho, no solo no está prohibido, sino que recibe ayudas directas e indirectas de la Unión Europea, el Gobierno Central y las Comunidades Autónomas. Además, estamos viendo incendios forestales de grandes dimensiones en Ávila, provincia que reúne el 85% de la trashumancia de todo el país, o en Málaga, que es el territorio español con el mayor censo de cabras domésticas. De hecho, es en el noroeste ibérico -la zona más afectada por incendios de manera recurrente y de manera histórica- donde se concentra la mayor parte de la ganadería extensiva. Una vez más, los datos y estadísticas confirman esta realidad. Si miramos las causas de los incendios forestales intencionados, vemos que los relacionados directamente con el pastoreo suponen casi un 30%, solo por detrás de la quema agrícola ilegal.

La ganadería tradicional no es, por supuesto, un agente incendiario sistemático. Lo es la gestión que hacen de los recursos naturales un número indeterminado de ganaderos y la costumbre tradicional de dar fuego al monte bajo – e incluso bosques- con el fin de obtener espacios abiertos, facilitando así las labores de pastoreo. Al respecto, ya el Ingeniero de Montes Santiago Pérez Argemí arranca el VIII capítulo de su libro Las Hurdes, escrito en 1921, con esta contundente frase: “No puede ser más deplorable el aspecto que nos ofrece las montañas hurdanas. La codicia e ignorancia de los pastores han destruido la riqueza forestal, quemando los árboles dejando limpias las superficies carbonizadas (…) las llamas que destruyeron las semillas han consumido las raíces que aprisionaban la tierra, han quemado el manjar de las abejas y han abierto paso al pedregal, que avanza como ola de muerte sobre la yerba destrozada”.

¿Arde el monte por las leyes de los ecologistas?

Desde los años 90, coincidiendo con el aumento de la conciencia sobre la conservación del medio ambiente, la profesionalización del sector y la renovación de leyes redactadas, cuando la gestión solo se centraba en el rendimiento económico y no en el conocimiento científico, la superficie forestal ha aumentado casi un 10% en España. Contrariamente a lo dicho frecuentemente en medios de comunicación y redes sociales, las gráficas indican, que, aun habiendo aumentado la masa forestal, el total de la superficie quemada ha disminuido en un 50%. La ampliación de esos espacios forestales y la disminución del impacto de los fuegos está directamente relacionada con las leyes de protección, conservación y gestión de los recursos naturales.

Estas leyes, que generalmente son atribuidas a los ecologistas, como si estos fueran una entidad con capacidad legislativa, han sido escritas e implementadas por los sucesivos gobiernos estatales. Estos gobiernos, de uno u otro signo y en mayor o menor medida, han ido aceptando que la defensa del medio natural es fundamental. La protección de los ecosistemas, la defensa de la biodiversidad y el cambio climático están, sin duda, sobre la mesa de los consejos de ministros desde hace décadas. Pero son los gobiernos autonómicos, en muchos casos, los responsables en ciertas materias medio ambientales que inciden directamente sobre el tema que tratamos. Es el caso de los dispositivos antiincendios, la delimitación de zonas de pastoreo o las autorizaciones para la gestión de los recursos. Y para quitar toda duda sobre el origen ecologista de las mencionadas leyes, basta recordar que son gobiernos autonómicos como el Castilla y León o el de Asturias, que se manifiestan públicamente a favor de cazar especies estrictamente protegidas o en contra de los Parques Nacionales, los que regulan sus espacios naturales y que no se les puede tachar de ecologistas.

Como se aprecia en la gráfica, casi el 70% de los incendios intencionados son provocados por la quema para regeneración de pastos y las quemas ilegales agrícolas. Ambas prácticas prohibidas por leyes creadas para evitar los incendios forestales. ¿Son estas las leyes de los ecologistas?

¿Arden los bosques porque no se limpian?

No: arden porque se les prende fuego. Los incendios naturales por rayos suponen tan solo un 4% de los incendios totales. El resto se podría evitar con más vigilancia, sanciones más duras y leyes que prohíban pastorear, construir, cultivar o cazar durante décadas en zonas quemadas para evitar la especulación posterior al siniestro.

Esto no quiere decir que no haya que limpiarlo. Si hay cartuchos, restos de plástico de la agricultura o cualquier otro tipo de basura hay que limpiarlo y denunciarlo a las administraciones. Pero el matorral y el sotobosque, lo que el desconocimiento hace que se le llame maleza, forman parte del bosque. Son parte de la biodiversidad y de ella dependen un sinfín de especies de animales y vegetales. Eliminarlo sistemáticamente para que no se queme, sería como eliminar los árboles para que no se quemasen. Más bien habría que protegerlo.

¿Los cazadores son los primeros que apagan los fuegos? ¿Antes se gestionaba mejor? ¿Hay suficientes medios?

Preguntas como estas y otras muchas más, lanzadas como afirmación, son las que estos días aparecen continuamente en los medios. En ocasiones, son ideas repetidas, como mantras tradicionales, transmitidos de unos a otros y en los últimos tiempos amplificadas por las redes sociales. Son parte de ese cúmulo de verdades dogmáticas que dominan el conocimiento tradicional de lo rural. No podemos solucionarlas todas, pero algunas se contestan por sí solas. Los que apagan los fuegos son los bomberos. Si hay un incendio y te acercas a ayudar, no te lo van a permitir. Es un trabajo de profesionales. No obstante, se da por hecho que, cualquier ciudadano que vea un fuego hará lo que esté en su mano, independientemente de su hobby. Tampoco se debe llevar agua ni comida a los animales después de un incendio. Los supervivientes buscarán nuevas zonas, pero si se les ceba, no se marcharán y evitarán la regeneración de la superficie calcinada. El buenismo y la visión Disney de algunos colectivos es perjudicial para el medio ambiente en general, por lo que la gestión debe estar en manos de profesionales, con formación y sin intereses económicos.

Antiguamente la gestión se basaba en el rendimiento económico, por lo que se plantaban monocultivos, en muchos casos de especies pirófitas, a lo que llamaban bosque y que son los que se queman sin control en la actualidad. La evolución de los conocimientos sobre el medio ambiente está haciendo que, poco a poco, se camine hacia una gestión forestal sostenible, realizada por profesionales, que sirva para que el número de hectáreas quemadas siga descendiendo, la masa forestal crezca y se vayan reconvirtiendo los monocultivos en bosques de verdad, donde la biodiversidad sea la que esquive los incendios de forma natural, gracias a los cambios en la vegetación, que evitan que se propague el fuego.

En todo lo anterior, lo más importante son los medios de los que disponemos para seguir luchando contra los incendios. Hace falta más vigilancia, más sanciones y más duras, más profesionalización e investigación y, sobre todo, que se empiece a dar a los bomberos forestales el valor que se merecen. No consiste en abrir los telediarios diciendo que son héroes, sino con sueldos y contratos dignos, formación y medios materiales para hacer su trabajo con todas las garantías de seguridad.

Quedan muchas cuestiones y temas en el tintero, como la propiedad privada, que en muchas ocasiones impide la gestión correcta de la zona, el acceso a los dispositivos antiincendios o que los animales escapen del fuego. Se necesitan mayor número de torres de vigilancia antiincendios ocupadas por personal permanente en temporada alta, caminos y pistas practicables y mantenidos durante todo el año, que permitan el acceso adecuado en caso necesario. También acabar con la descoordinación entre comunidades autónomas a la hora de aplicar protocolos o dispositivos. Y, finalmente, que la realidad medioambiental que nos ha tocado vivir esté presente en las mesas de todos los políticos a la hora de tomar decisiones.

Reflexión

A veces este ritmo de la vida me viene grande. Imagino que este tiempo, en el que todo pasa tan deprisa, me está pasando factura. Observo tantos cambios a mi alrededor que me cuesta asimilarlos.

Realmente quisiera que el tiempo se tomase su tiempo. Cada vez que voy al campo, me han cambiado algo: Olivos de regadío, placas, roturaciones donde antes había un vergel para las esteparias. Sombras donde antes veía luz.

Extremadura está cambiando a pasos agigantados y me duele. No encuentro palabras para describir tanta pena. Lágrimas que quisieran hacer ríos donde ya no fluye el agua. ¡Qué le estamos dejando a nuestros hijos! Cojo aire y respiro…

Soy lo que fui, sigo siendo, pero no entiendo como la especie humana puede ser tan destructiva con su propio medio, para ella, para sí.
No es fácil entender este mundo de humanos… si hubiera sido un lobo, viviría al día, aún con todas las trabas que me hubieran puesto. Quizá sí. Tengo que serlo en cuerpo y alma, aguantado hasta el final, pero es tan difícil. Tanto, entender todo esto que me cuesta la misma vida.

Seguiré siendo libre. Dónde me dejen, dónde pueda, con los míos. Con mi manada, hasta el último suspiro. Y aún me quedan fuerzas y nunca desistiré en dejar a nuestros hijos lo que se merecen. Aullidos que retumbaran siempre en lo más profundo del bosque.

Resistiremos, manada.

¡Auhhhhhhh!

12/11/21

CABS: A la caza del cazador furtivo.

Leo el título que le hemos puesto a este vídeo y pienso que se ha apoderado de nuestras entendederas el mismísimo cabrón de Harvey Weinstein. Creo que nada más darle al play aparecerá cualquier estrella rutilante de Hollywood repartiendo hostias con mucho glamur. Y algo hay de eso.

Cuando el activista anónimo del vídeo me llamó para proponerme que los grajos volásemos un par de semanas junto a ellos para ver, en primera persona, cómo localizan, persiguen y denuncian delincuentes, le pedí algunos datos, cifras y detalles. En realidad, no hacía falta: estaba absolutamente interesado de antemano. Pero me hice el interesante. Vino bien esa conversación. Al pensar luego en todo lo que me había contado, vino a mí, cual rayo luminoso y textual, la frase: “Mi nombre es Aldo Raine y estos son los Bastardos. Nos dedicamos a matar nazis y eso lo hacemos de puta madre”.

Claro que aquello era ficción, con mucho de comedia y acción a borbotones en gama de rojos. Y esto es la realidad. Realidad a las 5 de la madrugada y con la caza ilegal como tema principal: La tensión de la búsqueda y el acecho. El hecho de andar en equilibro inestable sobre el pretíl de cazar a los cazadores furtivos con técnicas y medios furtivos: jugar en su propio terreno y con sus propias armas. Si, emoción y acción brotan a chorros.

En determinados entornos hostiles, cuando hablas de la matanza masiva de aves migratorias te proponen que cruces el Mediterráneo y se lo digas a los del otro lado del charco, que se pasan la ley por el forro y matan mucho más que ellos y con artes carentes de toda moral. Hacen esa propuesta de viaje cultural con la letanía implícita, reiterada y machacona de “a ver si tiene huevos de decírselo a ellos”. Pues bien, estos activistas lo hacen. Se meten en el mismísimo Líbano a tocar las narices en el lugar más complicado que quepa imaginar. Y te cuentan que “lo más importante para actuar en Malta, es saber conducir bien para poder huir rápido”. O en su Instagram ves a un tipo con la cabeza reventada por un palo que le dio un furtivo en Chipre. Y entonces ya sabes que contestar en esos ambientes hostiles.

CABS, que así se llama la organización de origen alemán, actúa en los países mediterráneos desde hace 40 años. Primero se dedicaban a destruir y fastidiar las trampas y lugares de caza. Veinte años más tarde cambiaron de estrategia: se habían dado cuenta que aquello solo paraba la matanza el tiempo justo que tardaba el vicioso del delincuente en comprar una nueva red o levantar un nuevo parapeto. Fue entonces cuando se pasaron a la acción en cooperación con las autoridades. El cambio fue radical. Por ejemplo, cuando desembarcaron en España hace once años, lo primero que hicieron fue un censo de lugares donde los tramperos le daban matarile a la fauna. Salió una lista de cerca de 3000 instalaciones permanentes. Hoy en día quedan muy pocas operativas y por el camino se han llevado por delante a más de 300 cazadores furtivos. ¿Cuántas aves han podido salvar?

Y al final resulta que si: Se llaman CABS, se dedican a cazar cazadores furtivos y eso lo hacen de puta madre.

Disfrutad del vídeo y celebrad la existencia de CABS. Por cierto, el acrónimo es de Committee Against Bird Slaughter, que significa Comités Contra la Matanza de Aves.

Fotografía para la conservación.

La vinculación de esta asociación con la conservación viene de muy lejos. Esta potente organización, formada por un número aproximado de 600 miembros, tiene una sección dedicada por entero a este asunto. De ella han salido productos tan reconocibles y reconocidos como el Decálogo Ético del fotógrafo de naturaleza, que, junto al Manual de buenas prácticas del fotógrafo de naturaleza (actualmente este título se está poniendo al día), forman la guía que contiene los principios que deberían regir el comportamiento de un fotógrafo que se identifique como “de naturaleza”. De hecho, en la página web de AEFONA se puede leer como descripción de esta comisión que su existencia es debida a la necesidad de “mantener de una forma colaborativa y dinámica, los más altos estándares éticos y conservacionistas en nuestros diversos ámbitos de actuación, con el ánimo de ser un ejemplo de integridad y comportamiento, especialmente para las nuevas generaciones de fotógrafos y para los que se acercan a la fotografía de naturaleza”. Entre sus objetivos está, en primer lugar: “impregnar en todas las actividades de AEFONA, la esencia de la fotografía de conservación, para que formen y sean seña de identidad de nuestra organización”.

El Decálogo Ético del fotógrafo de naturaleza y el Manual de buenas prácticas del fotógrafo de naturaleza forman la guía que contiene los principios que deberían regir el comportamiento de todo fotógrafo que se identifique como “de naturaleza”.

Con estos fines convocan anualmente el premio Fotógrafo Conservacionista del Año, promueven la formación para que la práctica de la fotografía de naturaleza tenga el menor de los impactos y, por supuesto, organizan estas interesantes jornadas.

Inspiración. Motivación. Ciencia.

Con el fin de conocer de primera mano el estado de los proyectos de conservación más interesantes que se desarrollan en España, la Comisión de Conservación y Ética propuso para el sábado 13 una serie de conferencias muy sólida.

Iván Parrillo, biólogo, coordinador del grupo local SEO/Birdlife en Córdoba y miembro de la Plataforma por la Conservación de las Aves Esteparias y sus Hábitats, habló sobre el estado de los espacios y especies en la campiña, ante los nuevos usos. Antonio Marín Cañones, director del Parque Natural Sierra de Andújar detalló los recursos disponibles en el Parque para la fotografía y observación de fauna y las medidas que se toman para mantener un ecoturismo sostenible en ese entorno. Los avances en la recuperación del águila imperial en Andalucía, fue el tema tratado por Agustín Madero Montero, coordinador del programa de recuperación de esta especie en la comunidad autónoma. Y Germán Garrote, técnico de la Agencia de Medio Ambiente y Agua de Andalucía, hizo una interesante exposición sobre los avances realizados con respecto al lince ibérico.

La conservación, la preocupación por el medioambiente y la biodiversidad son asuntos que deberían estar muy presentes en la agenda de todos aquellos que, de forma regular, salen al monte por cualquier razón:

Tras estas tremendas dosis de trabajo, constancia y ciencia, en proyectos bien realizados y con mejores resultados, se planteó una mesa redonda sobre el papel de la fotografía. Una vez comprobado que todos -organismos, ONG, asociaciones, empresas y fotógrafos- estaban de acuerdo en que la fotografía es un elemento fundamental en el desarrollo de este tipo programas y en su posterior difusión, el manido -y nunca resuelto- tema del voluntariado: las ONG, la fotografía y el papel que desempeña el dinero y la compra de fotos, ocupó una buena parte del debate sin que se llegase a una conclusión de validez universal. En el proceso de conversación si quedó claro que lo deseable y a lo que hay que aspirar es a que todo proyecto tenga adjudicada una partida presupuestaria o, al menos, incorpore en su equipo humano la figura del fotógrafo.

Fotografía aplicada a la conservación.

Tras las inspiradoras conferencias del sábado, el domingo se reservó para manifestar que, efectivamente, el movimiento se demuestra andando. Porque así, a priori, uno puede pensar que la fotografía de denuncia o un brillante artículo de investigación o fotos de animales que sirvan para dar a conocer la biodiversidad y su estado son las únicas opciones para situarse en el lado conservacionista de la vida. Pero, aunque fuera así, luego quedaría el asunto de “colocar” esos reportajes y que lleguen al medio de comunicación adecuado. Tiene que existir ese “algo más”. Trascender más allá del muro social del que participe el autor: esa es la cuestión. ¿Pero y si la propuesta es mucho más creativa y rompe esos corsés? Sin duda, como se pudo ver durante la mañana del domingo, las posibilidades son mucho más amplias.

El domingo, tras una tranquila salida al Parque Natural de la Sierra de Andújar, fue el turno de exposición para personas que, de una manera u otra, aplican la fotografía en proyectos vinculados a la conservación. El programa de intervenciones tocaba por todas sus aristas el complejo poliedro que es la conservación.

Fotografía para ilustrar ciencia ciudadana.

Un hombre, preocupado por el número de animales que mueren atropellados, comienza a recopilar datos. Fecha, hora, punto geográfico y, por supuesto, especies accidentadas pasan a formar parte de una base de datos que arroja una valiosísima información, al tiempo que proporciona datos estadísticos muy interesantes. El paso de los años hace que la recopilación de datos ascienda hasta las 700 entradas. Con algo así, ya se podría empezar a pensar en censos y fluctuación de las poblaciones. Pero, además, si documentas fotográficamente cada uno de esos atropellos y decides buscarle un sentido estético tendrás Réquiem, el trabajo de Luis Alberto Domínguez. Un proyecto que además de lo dicho, conciencia de un problema muy grave.

Fotografía para cambiar conciencias.

Andújar, hasta hace poco, era el reservorio genético esencial del lince ibérico. Sin esta sierra la especie se hubiese perdido. Pero también era, y es, una zona eminentemente cinegética donde no se entiende el campo y su propiedad si no va de la mano de la caza. Esto significaba que la presencia de depredadores silvestres no era muy bien acogida por parte de los gestores de las fincas, lo que llevaba a una persecución activa de todo animal que pudiese representar una posible competencia. Al lobo ya se lo llevaron por delante y el lince hubiese seguido la misma suerte de no haber sido por la política de conservación y reintroducción de la especie.

Pero en Andújar no todo el mundo salía al monte con un rifle al hombro. Este era el caso de un jovencísimo José Luís Ojeda, que desde chaval militó en las filas del ecologismo de acción en el monte y al pie de las manifestaciones. Desde bien pronto entendió que la fotografía era un elemento esencial para la conservación. Con el tiempo, se convirtió en un eje fundamental de su vida. Fundador de la empresa Iberian Linx Land, de sobra conocida por sus hides y rutas por las sierras de Andújar, Cazorla y Mágina, con el lince y las grandes águilas como protagonistas absolutos de su trabajo, José Luís, con sus compañeros e iniciativas, logró, desde dentro, ayudar a cambiar la mentalidad de los, hasta ese momento, enemigos acérrimos de los depredadores. Con la fotografía como elemento y herramienta fundamental, consiguió que el lince no solo fuese apreciado en su naturaleza misma, sino también como un animal que puede generar movimiento turístico muy respetuoso con el medio ambiente, brindando muchas oportunidades económicas a la comarca.

Fotografía para ayudar a financiar un proyecto de conservación.

Dejamos para el final el caso expuesto por Vicent Ferri, miembro de la Fundación Victoria Laporta, operativa desde 2003. Sus objetivos se centran en: el conocimiento de los ecosistemas, su flora y fauna, y su preservación; mejorar la puesta en valor del patrimonio cultural y etnográfico de la Sierra de Mariola; la formación de profesionales en medio ambiente y en educación ambiental. Todo ello, en un territorio de 600 hectáreas, en mitad del parque natural de Serra de Mariola, Alicante. Recuperar cultivos en ecológico, plantar especies autóctonas, recuperar terrenos y fauna y, además, participar en la formación de gestión ambiental de futuros profesionales y de introducción a la naturaleza a edades tempranas suena fenomenal, pero requiere de una financiación nada fácil de obtener. En este punto, entra a jugar la fotografía. Media docena de hides, caracterizados por ser gestionados de manera absolutamente ética y responsable, ayudan directamente en el aspecto económico de la fundación. Por ellos pasan una media de 150 fotógrafos al año y sirven para realizar talleres de fotografía de fauna, al tiempo que cumplen la importantísima misión de permitir a los más jóvenes estar cerca de la naturaleza y tener contacto visual con animales, lo que de otra manera sería imposible.

Estas tres intervenciones son en sí mismas una muestra de hasta dónde puede llegar la fotografía ligada a la conservación, pero también podrían servir para ello las propuestas que hicieron el resto de los ponentes. Las impresionantes fotografías de Roberto Garcia-Roa que ilustraban su alocución, “La otra Fauna: Fotografía para su conservación”; Lola López Fernández y su “Escucha la Naturaleza”, y Gabi Llorens y el libro Los dominios del lince ibérico, completaron el programa de intervenciones de esa mañana.

La conservación, la preocupación por el medioambiente y la biodiversidad son asuntos que deberían estar muy presentes en la agenda de todos aquellos que, de forma regular, salen al monte por cualquier razón: laboral, de ocio o deportiva. Quizá -y como poco- deberíamos entenderlo como una compensación, justiprecio o donación, debida a eso, a la naturaleza, que tanto nos da. Y los fotógrafos que desarrollan su trabajo -en todo o en parte- profesional o amateur, en el medio natural, no escapan a esta deuda ética para con la naturaleza.