Una pradera inabarcable tapizada de tussoks1 y amplias zonas empantanadas llenas de larvas de mosquitos y reznos; caribús, osos, zorros, lobos, carneros de Dall, bueyes almizcleros, glotones, ardillas terrestres; ni un solo camino, ni una sola pista de que Homo sapiens existe y domina el mundo. En sus entrañas, la tunda ártica esconde restos de mamuts y otros animales prehistóricos; también de civilizaciones pasadas que no pudieron adaptarse a los tiempos modernos. Aquellos antiguos habitantes del Ártico medraban gracias a lo que obtenían de la tierra. Vivían en un entorno severo e implacable, y se servían de habilidades aprendidas de generación en generación para sobrevivir. Eran indígenas para los conquistadores, aunque ellos se identificaban simplemente como personas. En la distancia solo se distinguen montañas, ríos cubiertos de aufeis2s, valles, acantilados…
Cantos y bailes tradicionales del pueblo gwitch’in. Fotografía: Tato Roses.
Para muchas personas esta somera descripción del ecosistema ártico no resulta especialmente atractiva. Poca gente estaría dispuesta a explorar un lugar así durante varias semanas en total autonomía y sin ninguna comodidad, exponiéndose a elevadas dosis de riesgo e incertidumbre. Nosotros lo vamos a hacer. Será nuestra tercera ruta por Alaska, quizá la más ambiciosa.
A lo largo de casi 400 km recorreremos a pie y en packraft3 una de las zonas más prístinas de Alaska y de la Tierra, actualmente amenazada por la avaricia del ser humano. Nuestra ruta discurre por uno de esos escasos y preciados lugares que todavía se pueden calificar como verdaderamente remotos. En inglés existe un término para ese conjunto de virtudes que describen la naturaleza salvaje: wilderness. Nuestro propósito es realizar un documental de aventura centrado en la conservación de la naturaleza para enfatizar y transmitir la importancia de conservar las últimas zonas sin humanizar que quedan en la Tierra.
Debajo de la superficie de la tundra se extiende una capa helada de varios cientos de metros de espesor llamada permafrost y que alberga ingentes cantidades de carbono y metano procedentes de épocas pasadas. Más allá de esta capa helada, a varios kilómetros de profundidad, la Tierra esconde energía solar empaquetada desde hace millones de años en forma de hidrocarburos: una mezcla de átomos de carbono e hidrógeno que sustenta a la sociedad moderna, que con más de 8200 millones de personas somete de forma abrumadora al resto de especies. El origen de ese “sol concentrado” se remonta al Carbonífero y a la era mesozoica, cuando el Ártico de Alaska era muy diferente y estaba poblado por enormes bosques inundados. Con el paso del tiempo, la materia vegetal y los microorganismos enterrados dieron lugar a gigantescos depósitos de hidrocarburos, que permanecieron ocultos hasta que el ser humano descubrió su enorme potencial energético.
Dos caribús se aproximaron prestándonos atención. Fotografía: Tato Roses.
“Petróleo” es una palabra mágica que despierta en muchas personas un renovado interés por el Ártico basado en el dinero y el poder. El nuevo gobierno de Estados Unidos, liderado por el iracundo e ignorante Donald Trump, ha dado luz verde a la explotación de hidrocarburos en el Ártico de Alaska, aduciendo la necesidad imperiosa de expoliar extensas zonas antaño reservadas a la naturaleza por su extraordinario valor estratégico, tanto para Estados Unidos como para el resto del mundo.
Si no conoces este lugar quizá te resulten convincentes los argumentos a favor de su explotación: “Es una zona inmensa, y solo vamos a perforar en una parte muy pequeña, donde no hay prácticamente nada salvo hierba, turba y mosquitos”; “los nuevos y modernos sistemas de prospección, perforación y extracción apenas dañan el medio ambiente”; los caribús y los osos polares tienen terreno de sobra para hacer lo que quieran”; “la nueva América necesita petróleo y gas para no depender de mercados extranjeros que podrían poner en riesgo nuestra hegemonía”; “es nuestra tierra y los recursos están ahí para que los podamos aprovechar en beneficio de todos”.
“Petróleo” es una palabra mágica que despierta en muchas personas un renovado interés por el Ártico basado en el dinero y el poder. El nuevo gobierno de Estados Unidos, liderado por el iracundo e ignorante Donald Trump, ha dado luz verde a la explotación de hidrocarburos en el Ártico de Alaska
Pero cuando has recorrido a pie este prístino ecosistema sin rastro de artificialidad y has visto de cerca cómo se entrelaza la existencia de los innumerables seres vivos que lo habitan, ya sean vegetales o animales, entonces las palabras de esas personas distantes, poderosas y bien vestidas, sin tierra en sus zapatos, son como un puñetazo en la cara, un insulto despreciable e ignorante hacia el valor intrínseco de la naturaleza
La sombra de nuestra avioneta se proyecta sobre el mar de Beaufort, en el océano Ártico. Fotografía: Marta Bretó.
Vamos a retroceder un poco en nuestro relato, porque creemos que conviene explicar por qué la explotación de hidrocarburos en el Ártico de Alaska es especialmente dañina.
En esta vasta extensión de tierra, decenas de miles de caribús (Ranfiger tarandus) migran anualmente desde las zonas de invernada en Canadá hasta las zonas de cría en la llanura costera de Alaska, donde se encuentran más seguros frente a los depredadores, los mosquitos y los reznos.
Para el pueblo gwich’in, el lugar donde los caribús dan a luz es tierra sagrada. Esta gente, que habita Alaska desde mucho antes de la llegada del hombre blanco, ha dependido tradicionalmente de la migración del caribú. Cuando eran nómadas seguían constantemente los movimientos de este animal, y hoy en día el caribú sigue siendo el símbolo de su existencia. No en vano se hacen llamar “el pueblo del caribú”.
Lamentablemente, las perforaciones para extraer petróleo, de llevarse a cabo, se ubicarían exactamente en este terreno sagrado, modificando las rutas migratorias anuales del caribú, y la vida y la identidad de los gwich’in se vería trastocada para siempre. Es probable que con el paso de los años acabaran siendo asimilados por el mundo moderno, o borrados del mapa de la humanidad.
Algo similar sucede con los inupiaq, situados más al norte, junto al océano Ártico. Este pueblo vive principalmente de la caza de ballenas, que realizan de forma artesanal desde hace siglos. Sin embargo, el ruido y las vibraciones de las plataformas de perforación, tanto en tierra como mar adentro, interferirían con el sistema de comunicación de los cetáceos, que se alejarían para siempre de la costa ártica. Como consecuencia, los inupiaq perderían su fuente tradicional de alimento, y con ella su identidad.
Un lobo de la tundra nos observa con curiosidad antes de continuar su camino. Fotografía: Marta Bret
Además de multitud de aves, la costa es el hogar de una de las especies que más sufren las consecuencias de la crisis climática: el oso polar. Este superdepredador hiberna bajo la tundra y es muy sensible a las perturbaciones de su hábitat, por lo que sin duda su existencia se vería amenazada por la presencia de los pozos de petróleo y las infraestructuras asociadas: carreteras, vehículos de gran tonelaje, viviendas, oleoductos…
En 2022 documentamos el Ártico de Alaska por primera vez. El Arctic National Wildlife Refuge, en el noroeste de Alaska, llevaba años en el punto de mira de muchos políticos. Durante su primer mandato, la administración de Donald Trump apoyaba vehementemente la idea de perforar el Ártico, argumentando que esa zona remota era un lugar desértico y sin ningún interés.
Tres años más tarde nos proponemos documentar otra zona de alto riesgo para el medioambiente. Reserva Nacional de Petróleo en Alaska es sin duda un nombre poco atractivo, pero su significado es engañoso, pues se trata de un lugar más extenso que Andalucía totalmente virgen, sin domesticar por humanidad.
Nosotros no esperábamos documentar un contraste tan brutal con dichas palabras: jamás hemos visto tanta vida salvaje. Durante los 18 días que pasamos recorriendo el ANWR vimos miles de caribús, tres osos grizzly, un lobo de la tundra, decenas de ardillas terrestres del ártico, centenares de carneros de Dall, puercoespines, perdices nivales, águilas calvas y otras rapaces, sin contar la presencia a través de sus rastros de otras especies como el zorro rojo, el zorro ártico y el alce.
Un grupo de carneros de Dall juguetean de madrugada, bajo la suave luz del sol de medianoche. Tato Roses.
El resultado de ese proyecto documental fue Los caminos del Caribú. Una película creada con un presupuesto mínimo en la que no había más participantes que nosotros dos: protagonistas, directores, guionistas, cámaras, editores y todo lo que podáis imaginar. Este filme participó y continúa participando en festivales internacionales, ha recibido algunas menciones de honor y actualmente se proyecta en los consulados de Argentina, Honduras, Paraguay, Bolivia, Perú, Uruguay, México, Costa Rica, El Salvador, Chile, República Dominicana, Guinea Ecuatorial, Guatemala, Nicaragua, Panamá y las embajadas de Colombia, Cuba, Ecuador y Venezuela. Todo esto contribuye a difundir el mensaje de conservación que queremos transmitir, pero no vamos a detenernos aquí.
Tres años más tarde nos proponemos documentar otra zona de alto riesgo para el medioambiente. Reserva Nacional de Petróleo en Alaska (National Petroleum Reserve in Alaska) es sin duda un nombre poco atractivo, pero su significado es engañoso, pues se trata de un lugar más extenso que Andalucía totalmente virgen, sin domesticar por humanidad. Esta zona remota, situada en el noroeste de Alaska, está permanentemente desprotegida de la explotación de hidrocarburos y su futuro depende del hambre energética del mundo, del gobierno de Estados Unidos y de la voluntad del pueblo.
Este inmenso territorio, de algo más de 93.000 km2, fue designado en 1923 por el presidente Warren Harding como suministro de emergencia de hidrocarburos para uso militar. Alberga hábitats de extraordinario valor ecológico en los que medran especies como el oso polar y el grizzly, el lobo de la tundra, el glotón, el buey almizclero, el zorro ártico y el rojo, diversas rapaces, el colimbo, el éider y otras aves acuáticas.
En esta valiosa reserva se encuentra la zona de cría de una de las mayores manadas de caribús del país (164.000 ejemplares en 2023). Aquí crían millones de aves de los seis continentes y de la mayoría de los océanos del mundo. Es la tierra ancestral de los primeros pobladores de Alaska desde hace más de 10.000 años. Aquí se encuentra el yacimiento de Liscomb Bonehead, el depósito más prolífico de huesos de dinosaurio de todas las regiones polares de la Tierra. El porcentaje de protección permanente frente a la explotación de hidrocarburos es del 0 %.
Nuestro destino es la zona especial de Utukok River Uplands, el mayor ecosistema intacto de praderas que queda en Estados Unidos. Tenemos la intención de recorrer los casi 300 kilómetros del río Utukok desde las proximidades de su nacimiento en las montañas Delong, en las estribaciones de la Sierra de Brooks, hasta su desembocadura en Kasegaluk Lagoon y el mar de Chukchi, en el océano Glacial Ártico. Hasta la fecha, solo un puñado de personas han visitado este lugar.
Chorlito dorado americano. Fotografía: Marta Bretó.
El siglo IX fue el siglo de oro de la exploración: hollar la cima del Everest, encontrar el paso del Noroeste, circunnavegar el planeta, alcanzar el polo Sur… Fueron grandes hazañas y sus protagonistas encontraban patrocinio en la realeza, en grandes empresas y en los bolsillos de adinerados comerciantes y filántropos. Asimismo, las conferencias que impartían los exploradores tras sus extraordinarios viajes les proporcionaban pingües beneficios.
Esa época dorada de la exploración y el descubrimiento hace tiempo que quedó atrás. Hoy se persigue la rapidez y la dificultad; la integridad de la naturaleza está en un segundo plano.
En INDOMITUS queremos formar parte de la naturaleza de un modo intenso y contagiar el espíritu de la aventura, la ecología y la protección del mundo natural. Para ello tenemos herramientas muy potentes: determinación, creatividad y espíritu aventurero. Fatalmente, el tema económico, un pilar que por desgracia es importante, no lo llevamos tan bien. Una sola persona no cambia el mundo, pero puede añadir su voz para crear una revolución. Nosotros queremos sumar nuestro documental a un mar de propuestas e iniciativas que defienden la protección de la naturaleza por su valor intrínseco. Si piensas así, puedes aportar tu granito de arena colaborando ennuestra campaña de micromecenazgo en Verkami.
Los jefes indios Noah Sealth y Toro Sentado resumieron de forma simple y efectiva la importancia de frenar la depredación del ser humano: “Solo cuando el último árbol esté muerto, el último río envenenado y el último animal muerto, nos daremos cuenta de que el dinero no se puede comer”.
Nuestras sombras se proyectan sobre el paisaje. Fotografía: Marta Bretó.
Tussocks: Grupo de especies de gramíneas de la familia Poaceae. Suelen crecer en matas formando montículos de hasta casi un metro de altura, cubriendo grandes extensiones en praderas y pastizales. Las raíces pueden alcanzar dos metros o más de profundidad, lo que contribuye a la estabilización de taludes, al control de la erosión y a la porosidad del suelo, facilitando la absorción del agua. Los tussoks son muy resistentes al fuego y proporcionan hábitat y alimento a insectos, aves y roedores. Son un incordio para caminar, pero sin ellos las praderas árticas no existirían tal como las conocemos. ↩︎
Aufeiss: Cuando llega el invierno y los ríos comienzan a congelarse, se forma una capa superficial de hielo que va aumentando de grosor a medida que baja la temperatura, que en el ártico puede alcanzar los 40 ºC negativos. El agua que circula por debajo sale a la superficie a través de grietas y se congela rápidamente. El canal por el que fluye el agua se estrecha, lo cual incrementa la presión, provocando nuevamente el flujo del agua hacia el exterior, que se congela. La acumulación sucesiva de láminas de hielo forma el aufeiss u overflow ice (hielo desbordante), que en algunos ríos llega a alcanzar más de dos metros de grosor y cubrir grandes extensiones. ↩︎
Packraft: Se trata de una embarcación hinchable, portátil y resistente parecida a un kayak pero más ancha y estable. Los modelos diseñados para realizar viajes de larga duración suelen rondar los 3 kg de peso. ↩︎
Los que viajamos motivados por ver las glorias del mundo natural que se desvanece ante nosotros, somos unos afortunados. Somos de los pocos que, en ocasiones, podemos decir: “yo he hecho un viaje”.
Lago Iriki, 1 de enero 2025.
Si Roy Batty hubiese dicho “he visto atascos kilométricos a las afueras de Burdeos que no creeríais; vi encender las luces de navidad de Vigo desde el puente de Rande sobre la ría”, hubiese dado lo mismo que sus recuerdos se perdieran como lágrimas en la lluvia o como detritus intestinal por el sumidero. Su “autoepitafio” no habría pasado a la historia del cine como la frase más épica que un robot jamás pronunció, y la cita más recurrente de los cinéfilos de tres al cuarto podría haber sido: “como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación que os debo os la voy a pagar”.
Ese gato del pantanal transoceánico que has inmortalizado es el mismo magnífico ejemplar que han fotografiado 52 turistas antes que tú, ese mismo día. Y ¡mira que madrugaste!
No sabemos si el personaje encarnado por Rutger Hauer, en su misión como “supersoldado”, viajó hasta la constelación de Orión para quemar naves de ataque o estaba allí de paso hacia las puertas de Tannhäuser. No sabemos, por tanto, si esos eventos increíbles fueron el objetivo del viaje o fruto de la contemplación durante el trayecto.
Mucho se dice que lo importante del viaje es el trayecto y no el destino, que es algo muy bonito. Pero se dice en un tiempo en que el trayecto se compone, en la mayor parte de los casos, de fase 1, avión, fase 2, Uber. Destino: centro ciudad.
Y, a su vez, ese objeto del deseo por el que se han atravesado continentes enteros (en tres horas de vuelo, si no hay retraso) es algo que sabes encontrar porque lo tienes localizado en Google maps con una chincheta que le copiaste a un influencer, con varios millones de seguidores.
Hay viajes, por muy costosos, exóticos y lejanos que sean, que directamente se pueden guardar en la lata de las anécdotas y solo ser sacados de ahí si las condiciones sociales son muy determinadas o se quiere acabar con una reunión en casa que ya va durando demasiado.
Esto también puede decirse de esos viajes en el que nuestro codiciado destino natural -paisaje o animal, da lo mismo- sea algo localizado, seguido y, en cierta medida, garantizado.
Ese gato del pantanal transoceánico que has inmortalizado es el mismo magnífico ejemplar que han fotografiado 52 turistas antes que tú, ese mismo día. Y ¡mira que madrugaste! Esas 186 imágenes obtenidas en ráfaga de cámara sin espejo, en el 99% de las ocasiones, solo van a tener un valor realmente trascendental para el autor de las mismas.
Sí, tenemos que aceptarlo: somos parte de ese contingente turístico responsable del 8,8% de las emisiones de CO2. La diferencia es que las colas que hacemos para ver un quetzal en mitad de la selva son mucho más discretas que las que hay frente a la Gioconda.
Sin embargo, hay ocasiones en las que surge la oportunidad de hacer un viaje al que llamar viaje. Un ir en el que tanto el camino como el destino suman los componentes esenciales para que el que está en ello sienta lo excepcional, lo único.
Paisajes de noche y paisajes diurnos: ambos inolvidables.
En el camino y en el destino.
Imagino que los que han hecho el Camino de Santiago tendrán en su memoria la satisfacción por haber llegado a la plaza del Obradoiro. Pero apostaría a que lo que cuentan a familia y amistades, más que el abrazo al santo, serán los problemas con las ampollas a partir del sexto día, el calor terrible al pasar por San Miguel del Camino o lo cerquita que el narrador se sintió de aquella atractiva persona de procedencia austrohúngara.
Si se lee En el camino, de Jack Kerouac, en la juventud, es fácil recordar algunos pasajes treinta años más tarde. ¿Pero cuál era su destino al comenzar el viaje?
Alejandro, por conquistar la India, llegó a Samarkanda. Y los comerciantes de seda que iban y volvían de la China tenían en Samarkanda el punto central de la ruta. ¿Cuántos hoy se acuerdan de cuál fue la última ciudad que tomó el conquistador o en qué comarca se compraba la seda? La ciudad Uzbeka era el hito en el viaje, el lugar de encuentro donde hacer aguada y conseguir víveres. Era el viaje y hoy es la ciudad con resonancias épicas.
Quizá la más conocida de las excepciones fue el viaje de Colón, que iba a la India, se topó con un continente -claramente un componente de la parte viaje de la expedición de Cristóbal- y se olvidó del destino.
Cuando los cuervos grandes dejan espacio a los cuervos desertícolas.
Especulando y generalizando a lo loco, podríamos decir que el destino es el objetivo de comerciantes y conquistadores. Y de la misma forma charlatana, apuntar que el trayecto es lo codiciado por geólogos, biólogos y literatos.
Pero la realidad es que son muy pocos los que en 2025 pueden disponer de tres meses -o años- y las perras para viajar, y son muchas las facilidades para poder ir y volver en el día a ver un eider de anteojos a Holanda. Y menos mal que es así.
Y, sin embargo.
Sin embargo, este pasado cambio de año viajamos. Y lo hicimos en el más amplio sentido del concepto. Con su destino, su objetivo y su trayecto, como fines en sí mismos.
Tras cuatro años de intensas lluvias, el lago Iriki, al sur de Marruecos y en el borde noroccidental del Sahara, se había inundado. Hacía 50 años que el humedal, si acaso, no pasaba de charca.
A consecuencia de lo anterior, los reportes de viajeros atentos hablaban de “desierto florido”.
Objetivo: cabalgar por las dunas saharianas teñidas de verde hasta alcanzar el espejo del lago Iriki y quitarse el polvo del camino en sus saladas aguas. Y, además, pasar el fin de año en su orilla norte.
1.739 kilómetros a Mhamid para llegar al punto de partida y 1.609 desde Foum Zguid hasta Madrid, para regresar. Entre esos dos pequeños pueblos, 139 kilómetros de arena, piedras, dunas. En medio Iriki, el destino.
Hacer de un camino algo interesante se puede lograr de varias formas. Esos 139 kilómetros como viaje con mayúsculas, con una distancia tan ridículamente corta y con la mística reventada por un número asombroso de todoterrenos con chofer, dedicados a pasear a turistas a toda velocidad, se sostenía en este capítulo por algo más que el paisaje y el omnipresente sentimiento de aventura que invade a la mayor parte de europeos, en cuanto salimos del asfalto y el alfabeto latino.
Cuando los franceses se apropiaron de las tres cuartas partes occidentales del Sahara, se encontraron con su impenetrabilidad. El mismo borde ya da miedo. Incluso hoy en día, en cuanto te adentras unos cientos de metros en la arena y compruebas que el GPS del móvil tiene una señal débil, se acciona un motorcito que hace que el esfínter de cola pase a estar sometido a un sobresfuerzo sorprendente.
Ellos, los colonizadores franceses, trataban de trazar rutas dirección sur desde los puertos mediterráneos hasta las ciudades situadas al otro lado del desierto, ya en el Sahel, ciudades que eran conocidas o supuestas. Tampoco era muy importante. El asunto era atravesar el infierno. Ya en el purgatorio encontrarían lo necesario.
A principios del XIX, dieron con una ciudad llamada Tombuctú. Laing y Caillé fueron los primeros occidentales que pusieron sus ojos en ella, pero el primero murió en un asalto de los tuaregs durante el viaje de regreso y el segundo almacenaba suficiente carga microbiana como para despedirse del mundo poco después de llegar a Francia.
Hasta 1880 se lanzaron un buen número de expediciones que se saldaron con la muerte de la mitad de los exploradores que lo intentaron. No fue hasta 1913 que se materializase la unión entre el Mediterráneo y Tombuctú y para 1920 llegó la primera columna mecanizada. Cinco auto-orugas Citroën lo lograron.
Pero mucho antes de que los blanquitos llegásemos para buscar algo que robar hasta en el mismísimo desierto, alcanzar la ciudad de Mali era ya una necesidad para los habitantes del norte y centro de África. Las rutas comerciales llegaban a Tombuctú desde los cuatro puntos cardinales.
Camachuelo trompetero y el desierto tapizado de manzanilla.
En 2019 Mar y yo peregrinamos en Tánger, a la tumba de uno de los más grandes viajeros que nunca pisó la tierra: Ibn Battuta. En su ir, que comenzó en 1.325, cuando contaba con 22 años, con la inocente idea de cumplir con el mandato de acudir a La Meca, recorrió el noroeste, las costas orientales y norte de África; parte del sur y el este de Europa; Oriente medio, Asia central y, haciendo la Ruta de la Seda, grandes zonas de China; el sureste asiático y la India. Para cuando regresó a su Tánger natal 24 años más tarde se calcula que había recorrido 120.000 kilómetros. En cuestión de viajes, se merendó a su contemporáneo Marco Polo.
Cuatrocientos años antes de que los franceses soñasen con la ciudad dorada al otro lado del Sahara, Ibn Battuta había estado ya en Samarkanda y Tombuctú.
Varios siglos después de que las caravanas bereberes de dromedarios cargados de sal se arriesgasen a una ruta transahariana de 50 días, expuestos a la climatología y los asaltos de las tribus del desierto, los grajos recorríamos un tramo de aquella pista. Sin ningún riesgo, sin más peligro que un pinchazo, con aire acondicionado y las app de orientación y de listas de música, por si la cosa se alargaba, sí. A todo, sí. Incluso cerveza fría, sí. No es comparable, pero estábamos recorriendo un tramo de la mítica ruta transahariana a Tombuctú.
31 de diciembre de 2024. Acampamos a la orilla del Iriki. El lago tenía agua, pero estaba claro que meses atrás la superficie inundada debía de quintuplicar su tamaño. Con apenas unos centímetros de profundidad, la idea del baño reparador desapareció más rápido que mis pies engullidos por la masa viscosa sobre la que trataba de caminar.
Habíamos llegado tarde. El paso postnupcial debió de ser un absoluto espectáculo. Fosilizadas en el que fuera el limo más fino que uno pueda imaginar, las huellas de miles de aves de todos los tamaños tapizaban la superficie, a 200 o 300 metros de donde estaba ahora el agua.
Al día siguiente, lo primero que escuchamos fue el “cur-liii” de un zarapito real. 50 tarros canelos sobrevolaban nerviosos la superficie del agua, mientras un faraón oteaba desde la cresta de una loma hacia el oeste. Por la perspectiva, daba la sensación de que la hubara caminaba demasiado expuesta al búho, mientras otros dos ejemplares volaban de manera más ligera de la que cabía esperar.
En el suelo había zonas donde las huellas indicaban que allí se habían reunido las gangas, pero ninguna apareció esa mañana. Hacía dos tardes, siete Lichtenstein en vuelo, a través de la depresión entre dos dunas, fueron la gran alegría pajarera del viaje.
La noche anterior encendimos una buena hoguera con encina acarreada desde Madrid. Guisamos un estofado durante cuatro horas en una olla de hierro fundido. Bebimos cerveza y brindamos con vino. Mantuvimos los ojos abiertos con esfuerzo el tiempo suficiente para ver el 00:00 en el reloj y descansamos.
Estábamos haciendo un viaje y el desierto florido olía a manzanilla.
Nuestro influencer ornitólogo está de vuelta. Antonio Cerecillo, también conocido como Toni el Cáspico, regresa en exclusiva a nuestro canal de Youtube para seguir difundiendo su conocimiento y su concepto del pajareo.
Toni nos comenta algo importante
Toni El Cáspico no es muy de felicitar las fiestas, sin embargo, es muy consciente de las tradiciones nacionales y por eso quiere regalar a todos los aficionados un poco de su experiencia.
En este derroche especial de conocimiento nos habla de la importancia de la capacidad asertiva y la generosidad, especialmente cuando se comparte un tiempo de observación con nuevos aficionados que se dejan llevar con facilidad por sus ganas de ver especies raras.
En El Vuelo del Grajo nos sentimos muy honrados con la confianza que Toni tiene en nosotros y conscientes de su valor queremos que este vídeo, ahora si y por nuestra parte, sirva de felicitación de fiestas para todos nuestros lectores.
Nuestro influencer ornitólogo está de vuelta. Antonio Cerecillo, también conocido como Toni el Cáspico, regresa en exclusiva a nuestro canal de Youtube para seguir difundiendo su conocimiento y su concepto del pajareo.
En esta ocasión Toni ha volado a Tenerife para disfrutar no solo de la fauna si no que, gracias a un guía local, ha descubierto la flora, la cultura y las tradiciones locales. Su experiencia, don de gentes y discreción habitual le llevan a firmar uno de los vídeos más didácticos de cuantos circulan por las redes sociales mundiales y que sin duda será comentado durante años.
Toni señala con certeza el camino pajarero a seguir.
Obviamente nada de lo anterior es cierto. Toni sigue siendo él, fiel a sus ideas y principios, impasible el ademán que está presente en su afán por mostrar la riqueza de la fauna nacional.
Estad atentos, que las grandes esencias vienen en videos pequeños.
¿Qué puede empujar a 60 aficionados y aficionadas a la observación de aves, a reunirse en un remoto lugar? ¿Qué es lo que hacen cuando están todos juntos? El secreto mejor guardado de Estaca de Bares.
El pajareo, la sana práctica de realizar salidas periódicas con el único fin de disfrutar con las aves, presenta múltiples facetas: desde el sencillo ánimo de pasear por un parque urbano con unos prismáticos que te permiten ver las más próximas, hasta formidables viajes al confín del mundo con la intención de cruzarte con ese animal que te quita el sueño desde hace años. Puedes colaborar con programas de recuperación de espacios, elaborar listas y pequeños estudios estadísticos, coleccionar recuerdos avícolas en forma de fotografías o tener una excusa para mover un poco las piernas. Y puedes conocer gente, tener un quehacer los fines de semana o desarrollar el musculo neuronal aprendiendo datos, etologías y cantos. Mil razones, todas buenísimas, para guardar un poco de tu corazón, tiempo y cuenta bancaria para las aves.
¿Qué es lo que hacen cuando están todos juntos?
Sea como fuere, todos y todas asociamos esto a paseos de mayor o menor intensidad, a adentrarnos por los caminos en biotopos magníficos y variados; a pasar unas horas dinámicas en las que el cuerpo y mente funcionan en perfecta sincronización para luego regresar satisfecho al hogar con otro día -fin de semana, vacaciones o intenso mes- para el recuerdo.
Enseguida se aprende, aunque hay singularidades, a hacer las cosas bien para no molestar a la fauna. Tener paciencia, no intentar acercarte más de lo prudente, esperar sabiendo que regresará o incluso tener presente que siempre se puede volver al día siguiente a ver si hay más suerte con ese pajarito que viste pasar. La observación de aves casi siempre se ve satisfecha con ese tipo de máximas. Estas criaturas, salvo excepciones, se dejan ver. Es una afición generosa.
Obviamente, requiere del aficionado poner de su parte y estar alerta a movimientos entre ramas, en el cielo, cerca y lejos; escuchar cantos y ruidos entre las hojas, moverse con discreción e ir a los puntos adecuados. Como decíamos antes, se trata pues de una afición muy dinámica.
Y la bendita experiencia, que hace que, a cada paso que das, las cosas sean más fáciles.
Y con esta alabanza para rendir devota pleitesía a los que realmente saben de esto, se acaba la lista de tópicos más o menos constatables.
Bienvenido a donde las cosas no son así.
– Muy buenas. ¿Qué tal? – Bien. Llegué ayer y ya se me está haciendo el ojo.
Y esto te lo dice alguien que sabes perfectamente que lleva veinte años pegado a un telescopio y que su mano se siente incompleta si no está sujetando sus viejos prismáticos. ¿Hacen falta 24 horas para acostumbrarse a qué?
Predomina el gallego, pero se escuchan los acentos vasco y manchego (del suave de Albacete y también del bien curado, quizá de Ciudad Real). Al fondo a la izquierda, a la vuelta de la casa, junto al deje andaluz, suena murciano, y a la derecha, muy cerca, el inconfundible soniquete francés, pero con castellano muy trabajado. Observadores de aves venidos desde cualquier coordenada geográfica se reúnen en el punto más norteño de la península, en torno a una solitaria casa.
En realidad, la casa es el objeto físico reconocible, la esquina popular para todos, que es buena para citarse y luego ir al vermú. Es un refugio-observatorio que sirve de lugar para la intendencia y de plataforma para los observadores. Pero la referencia real no es una construcción, es una persona. Antonio Sandoval -del que pronto conoceremos más, ya q es el protagonista de Local Patchers 2– y su tenaz trabajo de conteo de aves, divulgación y promoción de este espacio, es la referencia -en todos los sentidos- en Estaca de Bares. Él pasa allí interminables jornadas, durante meses. Y eso lo lleva haciendo desde hace más años que edad tienen algunos de los entusiastas que allí recalan. Se puede decir para quedar: “donde el observatorio”, pero sería mucho más sabio decir: “nos vemos donde Toño”.
Sandoval venía diciendo que el sábado, dadas las condiciones meteorológicas de esos días y según la sucesión y progresión de cambios que se avecinaban, iba a ser un día histórico. Estaba claro que no era magia, pero el conocimiento y las aplicaciones meteorológicas, cada vez más precisas, hacen que suene como tal. Si hace 500 años hubiese dicho: “y al quinto día los vientos de poniente cambiarán, el amanecer será tan oscuro que las candelas de los carros se encenderán solas, las olas romperán con fuerza y las escasas aves apenas podrán avanzar en el aire y nada podrá indicar que exista más vida hacia el horizonte: pero en verdad os digo, que al llegar el sol a lo alto, las nubes se abrirán y miles de aves negras volarán ante vosotros” lo hubiesen quemado en la plaza del pueblo. Bien por bocachancla, bien por acertar, hubiese acabado carbonizado.
Este mensaje caló con fuerza en WhatsApp y para cuando llegó el sábado se habían congregado 60 fieles con telescopio y otros 30 con grandes teleobjetivos venidos de Alemania.
Ir donde Toño tiene un poco de peregrinación. No por devoción, sino por cuestiones mucho más físicas. Estaca de Bares está al norte, no puede estar más al norte, pero también está muy próximo a ser lo que está más al oeste. Y encima es el extremo de un cabo. Lo de que todos los caminos llevan a Roma es broma en este caso. Para llegar allí hay que ir allí: no pilla de paso a ningún lado, ni por él se llega a nada. Aunque, por la dureza del clima, cuando Dante escribió “Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor” quizá se refería a que por Estaca de Bares sí se llega a algún sitio.
– ¡Grissea a las 10! – ¿A qué diez? – Al de la esquina de la casa. Media distancia, donde el segundo liso.
En el camino del bosque se anda. En la cola del embalse incluso reptas. Y en Cazalla te quedas de pie, girando 360º alrededor del telescopio, siguiendo a los miles de aves que cruzan el Estrecho. Aquí te traes una confortable silla plegable y te pegas diez horas sentado.
– Cerca. Paiño europeo.
Cerca, para estos bestias, es 300 o 500 metros de distancia. Y un paiño es menor que un palmo…
Normalmente, en cualquier salida al campo, ves con los ojos, localizas con los prismáticos y observas con el telescopio. Este orden te permite batir con la mirada todo en el aire, la vegetación y la tierra que te rodean. En Estaca acoplas el ojo al ocular del telescopio -con el zoom quizá no al mínimo- y elijes un lugar al que mirar. Que cubra una buena cantidad de mar en dirección al horizonte, pero permitiendo encuadrar una línea de cielo y quizá un punto de referencia (una boya, un pesquero faenando quieto). Y esperas a que algún bicho cruce tu retina.
– ¡Peterodroma! Ahora pasando detrás del barco. ¡Es Madeira!
¿Pero estás de broma? ¿Cómo has podido ver eso? ¿Y cómo lo has identificado? Sobre todo, eso: ¿cómo sabes lo que es?
Esa actitud pasiva de esperar a que pase un ave se rompe cuando te lanzas a la locura de seguir las instrucciones que da el que ha cantado ese grupo de charranes. Lo que es una divertida prueba de interpretación de una mezcla de referencias para llegar al punto donde las aves blancas andan cazando, se torna en agonía contrarreloj cuando lo avistado es un petrel de Madeira. Ahora es difícil mantener la calma necesaria. No es una aguja en un pajar, pero ojito con lo de encontrar, por muchas pistas que te den, un ave de mediano tamaño en un mar agitado.
– ¡Ocho pichonetas! Cerca.
Esta vez has sido tú el que has cantado. Es la más frecuente y la que pasa más cerca de las aves de las que ese día se lleva un conteo preciso. Pero las has visto tú el primero y gracias a eso el dato de estas pardelas pasa a estar contabilizado.
Has necesitado más de 24 horas, pero ya tienes el ojo hecho. Al ver las texturas del mar ya entiendes con claridad lo que es “un liso”. Consigues no sonreír irónicamente ante la idea de buscar el paiño “a media distancia” que Antonio ha cantado. Pero, sobre todo, te das cuenta de que, dirijas donde dirijas tu óptica, no tardarás en ver aves. Han estado ahí todo el rato, pero no habías hecho el ojo. No estabas viendo, solo mirabas.
Y llegó el día.
Temprano y frio, a pesar de que la lluvia es inminente ya hay una veintena de personas ocupando la práctica totalidad de los dos laterales utilizables del observatorio. En realidad, ocupan cualquier sitio al resguardo de los vientos de oeste-noroeste que ya traen gotas.
Unos lo dan ya por imposible y aceptan que la lluvia y el mojarse van a ser inevitables. La mayoría, en cambio, se las apañan de forma misteriosa para sujetar un paraguas, al tiempo que manejan un telescopio.
Ni los potentes alcatraces son capaces de vencer al viento y cuando alguno se asoma al alcance de los pajareros, permanece clavado en el espacio. Bate alas inmóvil. Lucha de titanes. La lluvia hace de bruma difusa que sirve de telón mágico por el que brotan y se desvanecen las pardelas, siluetas borrosas que tan pronto se materializan, como se deshacen. El océano es más vasto si se camufla tras las gotas de lluvia horizontal.
Todo ese infierno meteorológico es lo que está reteniendo. Cuando el viento role y cesen las lluvias, se verá si al profeta hay que quemarlo o invitarlo a chipirones.
A pesar de las condiciones un grupo de irreductibles permanece oteando y cantando lo poco que ven. Contad y otros lo contarán.
El día anterior, que no era el señalado, se triplicó el conteo máximo histórico de págalo rabero para una sola jornada. ¿Y si el día mágico hubiera sido el día anterior al vaticinado? Espera e incertidumbre.
Y la lluvia cesó y el sol picante calentaba a retazos. La luz brillante y directa hacía resaltar todo en aquel escenario. Sobre el océano oscuro -daba miedo ver las pesadas olas del mar de fondo- los pechos blancos de los págalos brillaban incandescentes.
Para cuando el desembarco de aves amainó, las expectativas se habían cumplido.
Los 60 allí reunidos terminaron la jornada con 1.353 págalos raberos anotados. Pero, al igual que el Sil lleva el agua y el Miño la fama, tras esa cifra histórica, en la lista “oficial” subida por Ana Rivas para ese 24 de agosto del 24, también se citaron delicias como petrel de gongón o pardela chica macaronésica. Quizá, entre las estrellas de ese teatro solo faltó el págalo polar, pero se dejaron ver 7.000 aves de 38 especies.
Al mago de Bares, definitivamente, había que invitarlo a chipirones.
Hardcore.
Pasadas las horas de adaptación al medio, el famoso hacer el ojo; aceptado el quitar y poner ropa que va desde la manga corta hasta el forro polar, con cortavientos y paraguas y vuelta a empezar; sobrepuestos al hecho de haberse cambiado los pantalones empapados, aprovechando para renovar el protector solar – y todo en lapsos temporales brevísimos- uno llega a la savia que mana de la amapola blanca que es el pajareo en Estaca de Bares.
Ver a una persona sentada en una silla y mirando, quieto, a la infinidad del océano a través de un telescopio ya da para mucho pensar. Durante horas. Desde lejos casi se podría hablar de inactividad física: de vez en cuando la mano derecha se mueve para ajustar el enfoque o variar el zoom. Por lo demás, ojo pegado al ocular y postura inamovible. ¿Es observación o contemplación?
En ocasiones las aves pasan cerca. En otras, detienen su viaje para poder alimentarse. A veces la actividad aérea es muy intensa y la variedad de especies y numero de ejemplares fascinante. Pero las más, victoria total, las aves pasan lejos, rápidas, sin pausa.
Ir a Estaca, definitivamente, es otra cosa muy diferente a lo que se entiende normalmente por pajarear. Allí el pajarero no busca. Al menos no lo hace como acostumbra a hacerlo. No vale de nada tener buen oído o un micrófono para el Merlin. Por supuesto, no hay dormideros, sitios dónde acudan a bañarse, comer o beber. No hay leks para ver displays. Y, por supuesto, ni hides, cebaderos o reclamos sonoros.
En Estaca (y por extensión en todos los cabos) las citas de “megas” duran el tiempo proporcional a la velocidad de vuelo que la especie es capaz de desarrollar.
Se puede ir a tachar especies de la lista, pero tacharás si a los pájaros les da la gana y quieren.
El pajarero amante de la velocidad en los resultados de su salida de observación allí puede ir de lado.
Y no hay guía de campo que resuelva las complicadísimas dudas de identificación que surgen al pie del acantilado.
A Estaca hay que ir con tiempo, paciencia, conocimiento y, si eres nuevo en los cabos, de la mano de alguien que sea capaz de enseñarte a diferenciar el vuelo de una sabine a dos millas de distancia, o a apreciar en la silueta el estado de la muda de las primarias de un skua polar. Hay que ir cargado de ropa y mucha, en plan derroche, humildad.
A Estaca se va a pajarear. A nada más. No hay cobertura, conversaciones las justas -para que se note que eres humano- y delante, tan solo el gran océano.
Ves al ave a una milla. Identificas, y, en ese momento, ya solo estas tú y el págalo. Los dos juntos, en la soledad del océano del telescopio.
Probablemente nos habíamos cruzado muchas veces, pero, al menos para mí, él era uno más, otro “surfero” del viento sin identidad, hasta aquella mañana de mediados de mayo de 2019.
Era un día de descanso entre grupos de “guiris pajareros” y, aprovechando que estaba libre y cansado, puse comida para ver si comenzaban a bajar los buitres y observar a los recién llegados milanos negros, que en esa época son un espectáculo de vuelos, picados y bailes aéreos.
El Tuerto en el peor de sus momentos.
Cualquiera que haya observado el comportamiento de los milanos sabe que, si pueden evitarlo, no se posan cerca de la comida, sino que hacen vertiginosos ataques para coger pequeños trozos y comer mientras vuelan, o se la roban a otros milanos o córvidos pequeños, como cornejas o urracas. Especialmente en primavera, los milanos negros son muy peleones y en el momento en que uno se posa aparece otro desde arriba y, a gran velocidad, ataca e intenta hacer presa sobre su rostro.
Yo andaba entretenido intentando averiguar el pequeño guiño que precede al inicio de un picado y disfrutando del reto de intentar congelar con la cámara la velocidad del momento, cuando lo vi en el suelo. Por la distancia, no observé nada raro, salvo este comportamiento tan extraño en esas circunstancias: comía como pasta una oveja, sin que aparentemente le preocuparan los ataques de otras aves. Enfoqué con el objetivo y disparé. Cuando miré la foto vi su cara con el perfil derecho destrozado, y donde debería estar su ojo había una masa sanguinolenta con puntos blancos. Pensé que serían partes de su globo ocular.
Era 17 de mayo y aquella fue la primera foto que hice a “el Tuerto”, desde aquel momento se convirtió en el más especial de los milanos reales para mí. Aparte de su cara como un Picasso, lucía una librea bastante penosa, con las plumas descolocadas y en mal estado, sin brillo, sin ese porte chulesco que distingue a los milanos reales.
Nunca había visto un adulto con este problema. Sí me he cruzado un par de veces en el comedero con volantones que habían sido víctimas de sus congéneres y habían perdido el ojo. En esos casos supongo su inexperiencia y dudo que salgan adelante, pero nunca había visto un ejemplar maduro con este problema.
Decidí ayudarle en la medida que me permitían mis posibilidades, en sus circunstancias y por la época -ya posiblemente criando- podría tener serios problemas para sobrevivir, tanto él como su pollo de ese año. Lo que hicimos fue poner cada día algo de carne en el hide de pequeños pájaros que hay pegado al edificio y rodeado de pinos, donde sería más difícil que lo atacara otro milano.
Durante toda la primavera fue recuperando su apostura, se le fueron colocando las plumas y volvió a mirar erguido con su único ojo, en forma seria y desafiante, en todas direcciones, al tiempo que volvía a brillar. Pero nos seguía preocupando la pérdida de su ojo y el hecho de crear una dependencia de nuestros aportes, que tampoco pretendíamos que se hicieran eternos.
En el transcurso de un mes, hasta mediados de junio, no faltó a la cita ni un día, comía parte y, cuando podía transportarlo, volaba con el resto.
Evolución de las heridas y lesiones.
Pero, a partir del 15 de junio, apareció en el comedero un precioso volantón de milano real, de considerable tamaño, con su plumaje dorado y sus ojos completamente negros, que comía e incluso se bañaba en la poza, sin ningún pudor, secándose luego al sol en los posaderos de los paseriformes. En tres días no coincidió con “el Tuerto”, que no se presentó, pero, al cuarto día, varios milanos negros comenzaron a importunar al pollo y a atacarle disputando la comida, momento en el que apareció repartiendo caricias y defendiendo al pollo, que, me quedó claro, era el suyo.
Cuando puso en fuga al resto y se quedó vigilando como se alimentaba su hija, pude comprobar que se le había caído la costra de sangre seca y fue una sorpresa que el ojo derecho, aunque aún velado, seguía en su sitio. Aunque ya no lo sea, para mí siempre será “el Tuerto”, pese a que en aquel momento parecía el fantasma de la ópera.
Han pasado ya casi cuatro años, no ha dejado de venir a los dos comederos ocasionalmente, pero sin dependencia alguna. Desde aquel primer año nunca ha vuelto a presentarnos a sus vástagos, aunque si ha venido varias veces con su pareja, y no he dejado de fotografiar su evolución. A veces el agujero que hay entre el ojo y el pico está hueco, otras veces blanco e infectado, pero siempre se recupera. Aunque pienso que algún día será una infección lo que le mate, espero que tarde, es un auténtico superviviente. Le he fotografiado en vuelo, relajado, enfadado, en guardia…, en todas las actitudes, pero aún me quedaba una sorpresa más.
En invierno, cuando el hostal está cerrado, vivimos en nuestra casa, en medio del pueblo de Navarredonda de Gredos. Nuestro salón está en el último piso, es una buhardilla con dos balcones y en cada balcón hay una jardinera, donde, en lugar de plantas, en invierno, ponemos comida para los pájaros. Hace tres años, comenzamos a ver que por las noches subía una garduña a rebañar las jardineras de restos, así que empecé a poner algunas sobras de comida de carne para los mustélidos.
Un día que no había nada, subí al hostal a por alguna carcasa de pollo o algo similar para que la garduña no perdiera la costumbre, la pusimos en el balcón, eran más o menos las tres de la tarde, nos pusimos a comer, cuando vimos una gran sombra pasar, por dos veces, rozando la barandilla del balcón. A la tercera, para nuestro enorme asombro, “el Tuerto” se posó como un gorrión más, apoyado en la maceta, comiendo tranquilamente donde jamás pensé que vería a un milano real, salvaje y en absoluto humanizado.
Tuve la sensación -aunque nunca lo vi de cerca sin un cristal espía de por medio- de que él a mí sí me tenía visto, me había fichado cuando le ponía la comida. Loli siempre dice que me conoce por la calva y me siguió hasta casa, a mí también me gusta pensar que para él soy un humano especial, quizá “el calvo”. Tengo bastante claro que me reconoce, en otro caso nunca vendría a comer al balcón, de hecho, ningún otro milano lo hace.
Cuando ocurren estas cosas es cuando te das cuenta de lo gratificante que es poder ayudar a un animal libre y salvaje sin que deje de serlo, es una de las sensaciones más reconfortantes que existe, cuando le reconoces en vuelo o lo ves correr y desconfiar, como el “Zorrigato”, pero esa es otra historia.
Los pajareros que saben de esto recomiendan a los nuevos aficionados a la observación de aves un destino para comenzar en el mundo de los viajes ornitológicos, un lugar donde los paisajes son diferentes y donde observar especímenes que solo allí se ven: desiertos y selvas relecticas, reptiles y aves endémicas e, importantísimo, aires nuevos que respirar. Todo ello, con la facilidad añadida del idioma: las Islas Canarias.
Saludemos a Pinzón canario como nueva especie.
Gracias a Sucesos en la naturaleza canaria, de Juan José Ramos (Bichomalo libros, 2021), sabemos que Darwin quería haber desembarcado en Tenerife. Le constaba, con datos fehacientes, la diversidad de su fauna y flora y sus diferencias con respecto a las continentales. Desgraciadamente, una vez hubieron fondeado el Beagle en la bahía, las autoridades no dejaron bajar al personal sin antes pasar una prolongada cuarentena. Reino Unido estaba bajo los rigores de la peste y el temor al contagio de la población isleña hizo el resto. El estupendo libro, anecdotario curioso y científico a partes iguales, deja caer la posibilidad de que el bueno de Charles -en el caso de que hubiese llegado a patear el Teide y los bosques de laurisilvas- elucubrase los principios de su teoría de la evolución al conocer lo que en la isla acontecía. ¿Y si los pinzones azules, las variedades locales y otras especies le hubiesen bastado para hacer sus razonamientos antes de haber visto los famosos 18 pinzones?
Lo cierto es que hoy en día la avifauna de todo el archipiélago es un “a medio camino” entre unas cosas y las otras. Especies y subespecies sufren continuos cambios de estatus nominal, gracias a los quebraderos de cabeza de los taxónomos. Esto hace que los pajareros que visiten cualquiera de las islas estén obligados a fijar su atención en todas las aves residentes, sean o no excepcionales, ya que en cualquier momento puede que aquella subespecie de pinzón vulgar tan diferente que las habita, pase a ser especie diferenciada. Ya sabéis: líos de listas. Un sindios.
Mosquitero canario: probablemente el ave mas frecuente.
De pajareo por Tenerife
Si la literatura sobre Colón se hubiese limitado a explicar que el tal Cristóbal describió una tierra que nadie parecía conocer, ahora no se harían chistes sobre lo poco oportuno que es decir que alguien descubrió algo con, no sé, 300 millones de años, y que ya estaba habitado por seres humanos.
Esa parece ser la diferencia entre “describir” y “descubrir”. Los naturalistas, con esa manía de la precisión científica, se limitan a decir lo que han visto y cuando. Y luego ya si eso llega otra persona o equipo de personas y decide que eso que describió ese alguien hace 200 años es diferente a todo lo visto. Pero nadie, absolutamente nadie, se atreve a descubrir nada que lleva ya unos millones de años por aquí.
Así, por ejemplo, Vieillot en 1817 dijo que había un pajarete muy parecido a los pinzones vulgares en Tenerife. Tan parecido era, a pesar de colores y tamaño notablemente más grande, que decidieron que se iba a llamar Fringillia coelebs canariensis y que era una subespecie del continental.
Y así ha sido hasta que hace muy poco las diferencias fisionómicas, estéticas, sonoras y genéticas han hecho que el coelebs volase y el Fringillia canariensis pasase a engrosar la lista de especies del mundo. Incluso tiene dos subespecies, radicadas una en La Palma y otra en El Hierro.
Los picapinos locales tienen el pecho de un gris muy llamativo. A la derecha, un ejemplar con un curioso plumaje.
Curiosamente, hace un par de años era el Petirrojo europeo (Erithacus rubecula), en su subespecie superbus, el que parecía en el disparadero para independizarse y convertirse en una nueva especie. Sin duda, el ave en cuestión tiene matices bien diferenciados a simple vista. El vientre es blanco nuclear, naranja el pecho y pardas las alas, manto y píleo están separados por una ancha y bien definida franja de un gris azulado. Aunque es igual de bullicioso, definitivamente, no tiene nada que ver su afabilidad con la de los ejemplares peninsulares, siendo más huidizo y, por lo general, más difícil de fotografiar.
Otra ave canaria que físicamente parece considerablemente diferente a la de su especie nominal, es el pico picapinos (Dendrocopos major). La subespecie canariensis, que encontramos en los pinares de la corona forestal de Tenerife, tiene el pecho entre gris claro en unos ejemplares y negruzco carbonoso en otros. Pero, quizá su mayor diferencia se encuentre en lo relativo a su comportamiento social. Lejos de ser un gruñón territorial, incluso en invierno, estos pájaros tienen un notable comportamiento social y se los puede observar en pequeños grupos y sin problemas aparentes por compartir espacio con otras especies, como canarios o pinzones azules. Así, con lo dicho, lo mismo vas a visitar los pinares canarios y en una sola imagen te llevas el pack de tres.
Hablando de diferencias, la subespecie canaria bien diferenciada de la nominal es el reyezuelo sencillo. El Regulus regulus teneriffaese aleja de la imagen graciosa, simpática e inofensiva de los ejemplares de la variedad nominal. Con unos colores más contrastados y un aro ocular negro, este pajarillo pasa a tener un aspecto inquietante. Es como un bicho de la noche. Esto de los ojos negros y aparentemente más grandes le pasa también al petirrojo y al pinzón. Puede ser una apreciación y que no responda a dimensiones reales, pero mientras este detalle se comentaba ante la presencia de un reyezuelo, alguien muy solvente afirmó que bien podría ser que se hubieran desarrollado así ante las necesidades que genera vivir en un entorno tan oscuro como la laurisilva.
El herrerillo africano, otra singularidad. El reyezuelo sencillo y su peculiar expresión facial.
Los muy frecuentes mosquiteros canario, los desafiantes bisbitas caminero, las escasas palomas turqué y las preciosas, mágicas, huidizas, y tristemente escasas palomas rabiche, junto al mundo pardela y gaviota, completan el elenco indispensable de aves de Tenerife.
Pero todo en Canarias, como bien dirá ese experto que recomienda al novel la visita al archipiélago, es particular. Casi todo allí es una subespecie y dejar que pase el tiempo captando las sutiles diferencias, un ejercicio de observación muy recomendable. Por ejemplo, los pequeños cuervos grandes (Corvus corax canariensis); los ligeros matices del busardo ratonero local (Buteo buteo insularum) o los difícilmente diferenciables cernícalos vulgares de las islas (Falco tinnunculus dacotiae).
Otra cuestión diferente es la tenebrosa experiencia de conocer una isla cuyas costas son un cinturón de ladrillo y cristal, sus bosques más carismáticos un par de manchas, y su Parque Nacional -El Teide- un parque de atracciones. Pero esa es otra guerra. Perdida, me temo.
En ornitología las anillas cuentan historias, muchas veces, de aves migratorias que realizan viajes épicos atravesando mares y continentes entre zonas de reproducción e invernada.
El protagonista de esta historia es un zarapito real (Numenius arquata), marcado con anilla blanca y código negro EAXE. En este caso, gracias a la anilla conocemos su historia que, en efecto, va de migraciones, entre el centro y el suroeste de Europa, pero también va de otras cosas: va de lucha, va de superación, va de logros y también va de fracasos.
Moana en Baldaio.
Realmente, nuestra protagonista no es un zarapito, sino una zarapita, una preciosa hembra de la especie a la que, durante un tiempo, le llamábamos, precisamente, como la inscripción de su anilla. “Allí está EAXE”, pensaba cuando me la encontraba en el campo. “Sigue la hembra con anilla blanca e inscripción EAXE”, anotaba en la correspondiente lista de e-Bird. Baldaio es el lugar en el que nos encontramos, y es donde siempre nos vemos en una quedada nunca programada, como cuando en los viejos tiempos, sin teléfonos móviles, simplemente bajabas al sitio de siempre porque sabías que era la manera de encontrarte con tus amigos. Y ella, para mí, ya se ha convertido en una amiga, aunque sólo yo lo sepa, y allí, en Baldaio, una de las primeras cosas que hago al llegar es buscarla.
Al ir aumentando el trato y la correspondiente confianza, llegó un momento en que creímos que se merecía tener un nombre de verdad. “Moana” fue el elegido. ¿Por qué? Lo contaremos más adelante.
A lo que íbamos. Estamos en Bélgica, a unos 30 km. al este de Bruselas. Resulta que una de las parejas reproductoras locales de Zarapito Real abandonó su nido en la fase de incubación, en ese momento entró en el juego otra de las protagonistas de esta historia. Otra chica, otra guerrera, otra heroína, esta vez humana: Griet Nijs.
Griet es una ornitóloga que forma parte de un equipo de gente apasionada por la naturaleza que realiza seguimiento de la población local reproductora de zarapito real, además de acometer una serie de intervenciones centradas en la conservación de esta población. En este caso, Griet recolectó los huevos de este nido abandonado. Según me comenta, recogen los huevos de los nidos abandonados para intentar sacarlos adelante artificialmente, con el fin de compensar la bajísima productividad de la especie. Al explicarme esto, su frase final fue “cada individuo cuenta”, que, por sí misma, ya nos da una idea bien clara de la cruda situación de conservación que atraviesa la especie.
Griet trasladó los huevos al Centro de Recuperación de Fauna Salvaje de la zona (llamado Oudsbergen), donde fueron incubados artificialmente hasta que, el 18/05/2020, llegó al mundo Moana. Puedo hacerme una idea del cariño con el que el pollo fue criado por el personal de dicho centro, al mismo tiempo que se intentaba minimizar el contacto directo con los humanos para evitar la improntación. Todo discurrió estupendamente y, con el paso de varias semanas, llegó el día en que Moana se convirtió en un precioso juvenil de zarapito real, capacitado para volar, así que, el 30/06/2020, fue liberado en el mismo lugar de su malogrado nido. .
Zona de reproducción de zarapitos reales donde recuperaron el huevo del que salió Moana.
Ahora entra en la historia el que escribe y mi más apreciado local patch, el complejo húmedo de Baldaio, en el ayuntamiento de Carballo, en la provincia de A Coruña. Es un humedal conformado por una laguna y marisma situadas en la costa, tras una de las playas más grandes de Galicia, con un amplio cordón dunar asociado, y está comunicado con el mar por un canal, que supedita su nivel de agua al régimen mareal. Así, con marea baja quedan al descubierto amplias superficies de intermareal que son el hábitat ideal de buena cantidad y diversidad de aves acuáticas. Entre ellas destacan especialmente las limícolas, que constituyen el principal interés ornitológico de este espacio, que alberga notorias concentraciones de este grupo de aves en invernada y, principalmente, en ambos pasos migratorios, habiendo sido registradas, a día de hoy, un total de 42 especies de esta familia. Particularmente, es una localidad de invernada tradicional de los zarapitos reales, en números que, en los últimos años, parecen ir a menos, y que fluctúan entre los 40 y los 80 ejemplares.
En mi visita rutinaria del día 7 de marzo de 2021 conocí a Moana, aunque en ese momento no lo sabía. Realmente lo que vi fue un zarapito real que portaba una pequeña anilla amarilla en una pata y, en la otra, una anilla de mayor tamaño, blanca, con una inscripción que no pude descifrar, y que, de hecho, me costaría un buen número de visitas, ya que los zarapitos reales en esta localidad suelen ser muy esquivos y no se dejan observar a distancias cómodas. Lo que sí aprecié desde esa primera observación es que era una hembra. Tenía un largo pico que la identificaba como tal, pues en los zarapitos son ellas quien, en promedio, tienen un pico de mayor longitud que ellos, además de un mayor tamaño corporal en general.
Una vez por fin leída la anilla comprobé, en Cr-birding, la web de referencia de los ringwatchers, la gente fanática de las anillas, que correspondía a un proyecto de marcaje belga. Y al otro lado apareció Griet, que no tardó ni un día en responderme al correo. Griet y yo hablamos de “EAXE” por e-mail, por Facebook, por Messenger… Griet rebosaba ilusión por saber que “aquel pollo de zarapito” no sólo había sobrevivido, sino que había completado su migración postjuvenil, y a un lugar totalmente esperable para cualquier ejemplar de su especie nacido en Centroeuropa. Es decir “su pollito de zarapito”, a pesar de ser criado por la mano humana, era un zarapito más, que se comportaba como un zarapito más, y que migraba como un zarapito más. De algún modo, era la certificación de un trabajo bien hecho, por su parte y por parte del personal del centro de Oudsbergen. Griet quería saber cómo era Baldaio. Me pidió videos, fotos y descripción de la zona.lo quería conocer todo del lugar elegido por su zarapito para su dispersión postjuvenil. Y, por supuesto, yo estaba encantado de contar cosas de la belleza de mi pequeño trozo de tierra sagrado al que la gente pajarera llamamos “local patch”.
Grupo de zarapitos en Baldaio.
Moana estuvo presente en Baldaio durante todo el resto del año 2021 y se quedó hasta finales de Marzo de 2022, cuando desapareció. De hecho, creo, aunque no puedo probarlo, que estuvo todo el invierno 2020-21, pero durante el mismo, los zarapitos reales estuvieron especialmente esquivos y es muy probable que haya pasado por alto la presencia de uno anillado.
Comuniqué a Griet que, a finales de marzo, el ave había dejado de verse en Baldaio. Ella me trasladó su terrible curiosidad y emoción por saber si aparecería en alguna zona criando. Es sabido que las hembras de zarapito real pueden intentar criar por primera vez en su tercer año calendario, es decir, cuando tienen cerca de 2 años de edad. Moana abandonaba Baldaio después de una larga estancia de 12 meses seguros y, con probabilidad, hasta puede que unos 18, en caso de que, como también parece probable, haya llegado aquí en su primer verano-otoño. Por cierto, también en eso se habría comportado como cualquier ejemplar de su especie.
Avanzado ese verano, Moana reapareció en Baldaio, concretamente el 6 de agosto. Le conté emocionado a Griet que estaba de vuelta, quien me informó de que no se habían tenido noticias de ella fuera de mi local patch. Pasó el resto del verano, todo el otoño y todo el invierno en Baldaio, acompañándome en cada visita al lugar, hasta que volvió a desaparecer a finales de febrero. Durante esa temporada, con cada visita, la fui conociendo mejor. Ella es una más del tradicional grupo de zarapitos de Baldaio, que constituyen una figura icónica de este humedal (si hubiera que elegir un ave que represente a Baldaio, sin duda sería el zarapito real), y que ponen frecuentemente banda sonora a mis mañanas de pajareo, con sus “curlíes” muchas veces emitidos a coro. Todos los zarapitos reales de Baldaio se juntan para dormir y reposar. También la mayoría se mantienen juntos mientras se alimentan. En cambio, Moana suele buscar comida en solitario, eligiendo para este fin zonas de la laguna con aguas someras donde parece que tiene una extraordinaria habilidad para atrapar invertebrados poliquetos. Lo digo por las tasas de éxito en la captura, en comparación con otros zarapitos reales presentes. Es curiosa la querencia de Moana para alimentarse por zonas con un nivel de agua que le llega a la parte superior de sus patas. Cuando la pandilla local de zarapitos reales, con marea mediada o baja, aprovechan la bajada del nivel de agua para alimentarse, es habitual que las anillas de Moana queden sumergidas y resulten invisibles, pero el que la conoce sabe que Moana será “el zarapito que se alimenta con el agua por los muslos”. El hecho de ser una hembra y, por consiguiente, ostentar un pico bien largo, probablemente le permita explorar esas zonas cubiertas por agua, quizá vetadas para los machos, de pico más corto.
Estuvo en Baldaio al menos hasta el 28 de febrero. Cuando desapareció, se lo comuniqué inmediatamente a Griet. A comienzos de abril ella me escribe con una buena noticia y una promesa asociada. La buena noticia es que se había localizado a Moana emparejada con un bonito macho en la zona donde había sido liberada, en el entorno de Glabeek. La promesa es que no escatimaría esfuerzos para localizar su nido y conseguir protegerlo. Según me explicó Griet, la mortalidad de pollos es altísima, sobre todo en su primera semana de vida, debido a la predación y a trabajos agrícolas en las parcelas donde crían, así que protegen el mayor número de nidos que pueden, usando un sistema basado en una especie de pastor eléctrico dispuesto alrededor del nido. Por lo visto, en lo que se refiere a la predación, los “infractores” son muy variados: zorros, mustélidos, erizos y rapaces diurnas y nocturnas.
Moana instantes después de su liberación.
Semanas más tarde, Griet me volvía a escribir, esta vez con malas noticias. El nido de Moana y su pareja, su primer nido, había sido depredado, puesto que la persona propietaria de la parcela no había dejado entrar a protegerlo. Tampoco a las personas salvadoras de los zarapitos les habría dado tiempo a retirar los huevos para intentar incubarlos artificialmente como, en su día, habían hecho con el huevo que le dio vida a ella. Según me cuenta Griet, buena parte del éxito de las medidas de gestión de la población depende de la predisposición de la persona propietaria de la parcela agrícola donde se instala el nido, con la que intentan acordar su protección y, a veces, medidas como el retraso de la fecha de siega o la reducción del número de cabezas de ganado en dicha parcela. En todos los lugares cuecen habas, un refrán muy de nuestro país que, precisamente, nos recuerda que no sólo en él hay personas insensibles con cosas de la naturaleza.
Griet y su equipo buscaron una posible puesta de reposición de Moana y su pareja, sin éxito. De ese modo, en fracaso absoluto, acaba su primer episodio de cría.
Ese fue el momento en que me di cuenta de lo injusto que era que nuestra querida ave no tenía nombre más allá de “EAXE”, así que Griet y yo acordamos que, si después de este episodio de cría fallido, a final de verano regresaba de nuevo a Baldaio, la obligación de ponerle un nombre de verdad sería inexcusable.
Y el pasado 26 de agosto de este año allí estaba, de nuevo, reluciente por momentos al ser iluminada intermitentemente con los rayos de sol de una mañana de nubes y claros, en Baldaio, mi Baldaio, su Baldaio. Fue entonces cuando empecé a pensar en cómo se podría llamar. Le dediqué horas, en diferentes días, buscando la inspiración, varias veces allí mismo, observándola directamente con el telescopio, pero su nombre no salía. Sabía que esa ave había nacido con un nombre, pero ese nombre estaba por descubrir. Tenía la sensación de que sólo había que quitar lo sobrante, como en aquella popular historia de la escultura que ya existía dentro de la piedra. Finalmente fue una persona de mi entorno, de mi confianza y de mi cariño, dotada de dosis extra de sensibilidad y, al igual que nuestra ave, graduada cum laude en tesón y en aquello de plantar cara a las cosas de la vida, la que sacó a la luz su nombre, por esto, mil gracias, Belén. Belén me lo contó a mí, y yo lo cuento aquí. Moana significa “océano” en la cultura hawaiana. La lucha por la supervivencia de nuestra zarapita, el hábitat elegido por ella para pasar la mayor parte del año, así como otras cosas sólo aptas para corazones sensibles, invitan a sumergirse en esta cultura que se caracteriza por un profundo respeto por la naturaleza, y también por una profunda conexión de las personas con esta. Es en este contexto donde el océano constituye un elemento significativo: es fuente de vida, de belleza y de fuerza: Océano, Moana…ese, sin duda, era el nombre.
Y el día en que estoy acabando de escribir esta historia, precisamente he estado en Baldaio visitándola, a ella y al grupo de, exactamente, 39 zarapitos reales que está pasando el otoño-invierno allí. Yo tengo más ojos para ella que para ningún otro zarapito, de lo que, espero, estos nunca se enteren, para que no puedan sentirse menospreciados. Me gustan los zarapitos, pero Moana me gusta mucho más.
Ya lleva 2 meses aquí tras su reproducción fracasada y, si todo va bien, estará aproximadamente otros cuatro meses hasta que, con el final del invierno, cada zarapito de ese bando de 39 regrese a su casa de primavera, con la excepción de unos pocos, presuntos segundos años, a los que no se le supone prisa porque no van a criar, que se quedarán con nosotros todo el verano.
Sólo toca desear que, llegado ese momento, regrese con fuerzas a sus pastizales de Glabbeek y, esta vez sí, tengan, ella y su compañero, una reproducción exitosa y nos lo venga a contar a Baldaio, a su manera, a final de verano.
Mientras tanto, puede pensarse que desde aquí poco podemos hacer, aparte de los obvios buenos deseos. En cambio, sí podemos, y de hecho lo hacemos siempre que tenemos ocasión. Poner en valor, bien alto, bien claro, allí donde nos dejen, la importancia de este espacio natural, y otros que, como este, son lugar de parada migratoria e invernada de aves acuáticas, y pedir, asimismo, bien alto y bien claro, que las figuras de protección que tiene lo sean también de facto.
Moana en Baldaio.
Sin ir más lejos, en mi penúltima visita a Baldaio, el grupo de zarapitos donde reposaba Moana, en medio del intermareal, fue perseguido por 3 perros cuya persona propietaria llevaba sueltos, algo que ocurre y, por desgracia, no sólo de manera habitual, sino sistemática. Recuerdo cuando, hace unos años, toda la sociedad de mi comunidad gallega se indignó cuando alguien hizo una pintada en la fachada del majestuoso Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela, por considerarlo, como no puede ser de otra manera, un atentado contra nuestro patrimonio. Se agradece esa indignación en masa, pero… ¿Por qué, cuando cambiamos de patrimonio (de arquitectónico a natural, en este caso) mucha gente no sólo no se indigna, sino que le quita importancia al problema? Baldaio es un Pórtico de la Gloria, y cada una de nuestras zonas húmedas costeras, son un Pórtico de la Gloria, y para poder seguir contando la historia de Moana, y de otras muchas de nuestras aves, necesitan que las leyes en materia de conservación de la naturaleza, que ya existen, se cumplan y se hagan cumplir.
Y la historia continuará, espero que durante mucho tiempo, al menos el correspondiente a la esperanza de vida media de un zarapito real.
Sin más, dar mil gracias a Griet, por ser la heroína del mundo de los zarapitos, y por ofrecerme tanto volumen de información sobre nuestras queridas limícolas de pico largo y decurvado. Y a Belén, por aceptar el reto de quitar lo sobrante para así descubrir el nombre de Moana y ostentar los superpoderes para hacerlo. A ti, Moana, te veo el sábado por la mañana en Baldaio.
La región del Cáucaso en general y Georgia en particular poseen una ubicación geográfica dudosa. No es que no se sepa dónde están, es que los geógrafos no se aclaran con si es el comienzo de Asia o el confín de Europa. Y no me extraña. Cuando recorres Georgia y descubres la diversidad cultural y natural del país, comprendes perfectamente esa duda.
La ermita de Guergeti en el Alto Caucaso.
Los extremos geográficos de Europa son puntos de gran interés natural: Islandia, Noreste de Noruega, Península Ibérica y el Cáucaso constituyen algunas de las zonas con mayor biodiversidad y que además atesoran más especies y hábitats exclusivos a escala europea. Con esta motivación y con la recomendación de numerosos colegas pajareros que la habían visitado con anterioridad, como Guillermo Mayor (Guille), Javier Gomez Aoiz y Daniel López Velasco, decidimos abordar este destino. Todo estaba preparado para realizarlo en 2022, pero la guerra en Ucrania nos hizo retrasar la cita un año, para tranquilidad de nuestras familias. Y así, con la inestimable ayuda de Guille, que había trabajado durante dos años en proyectos de conservación y seguimiento de aves en el país, los consejos de otros colegas pajareros y la habitual consulta de trip reports colgados en cloudbirders, nos pusimos a preparar el viaje en busca de todas esas especies de la guía de aves de Europa que tantas veces habíamos mirado con la curiosidad de su restringida distribución: perdigallos, gallos lira diferentes, colirrojos de nombre raro… ¡por fin podíamos estrenar las tercera edición de “la Collins”!
Del 4 al 14 de mayo de 2023, los siete colegas ya habituales en estas escapadas realizamos nuestro viaje naturalista anual y descubrimos un pequeño paraíso natural en este cruce de caminos de ambos continentes. La preparación logística se basó en alquiler de “bed and breakfast” via web (Booking) y los vehículos con una empresa local de alquiler de coches donde adquirimos dos todoterrenos con los que sufrimos algún que otro percance, debido al mal estado generalizado de las carreteras. Se trata de un país seguro, amable y manejable, los precios en general eran entre un 20 y un 30% menores que en España. No se necesita visado y el único papeleo necesario es al moverte por zonas fronterizas, como es el caso de las áreas de Vashlovani y Chachuna. Por eso, es aconsejable contactar con el Parque Nacional. Ellos te asesoran en la elaboración de los sencillos, pero necesarios, trámites administrativos. También es importante saber que las carreteras se encuentran en un estado de conservación muy mejorable, por lo que es recomendable extremar la precaución en carretera y tener paciencia con la duración de los desplazamientos.
Busardo moro, mosquitero montano, camachuelo grande y colirrojo de Güldenstädt
La llegada a Tiflis fue a las cinco de la madrugada, lo que nos permitió hacer la primera visita al Lago Kumasi bañado por los primeros rayos de sol. Esos días de primeros de mayo estaba en pleno paso migratorio. De hecho, es un sitio típico de paso de grulla damisela, aunque no hubo suerte con ella. Sin embargo, el espectáculo de aves en el humedal y su entorno fue una perfecta bienvenida al país. Desde las embarradas orillas se observaban decenas de especies: pelícanos ceñudos, cigüeñas negras, canasteras, somormujos cuellirrojos y cientos de limícolas. En las líneas de teléfono del destartalado pueblo descansaban miles de golondrinas, además de especies residentes como collalbas pías e isabel, alcaudones chicos o carracas.
Tras esta espectacular bienvenida, partimos a la primera de las tres grandes zonas que exploramos: el gran Cáucaso. En la carretera de aproximación hacia el norte se atraviesan, primero, bosques templados -entre los que destacan los hayedos de haya oriental, mezclados con bosque mixtos de carpes, avellanos y tilos- donde hicimos una breve parada para observar aves forestales, como papamoscas gorguirrojo y agateador euroasiático. Continuamos nuestro ascenso al Cáucaso axial por la carretera militar, rebasando filas de cientos de camiones que esperaban interminables colas para entrar a Rusia, desde 100 kms antes de la frontera.
La siguiente parada, la realizamos en el “Monumento a la amistad entre Georgia y Rusia”. Estaba en tan malas condiciones como la supuesta amistad, pero las vistas eran impresionantes. El ave más abundante era la subespecie caucásica mirlo capiblanco, que buscaba alimento entre los pocos parches de suelo deshelado. .
Lago de Tabtskur. Pelícano común y bisbita gorguirrojo.
Continuamos ruta hacia Stepansminda (1700 msnm), pueblo de montaña desde el que en los siguientes tres días haríamos rutas de observación de aves. La situación de esta población, a los pies del Kazbeg (5100 m) y a escasos 5 km de la frontera con Rusia, es un enclave privilegiado para observarlas. A comienzos de primavera se pueden ver bajo la línea de nieve. Los distintos puntos de observación en el entorno de Stemapsminda y algunos recorridos a pie por los impresionantes valles, como el de Juta, nos permitieron la observación de toda la comunidad de avifauna de montaña del Cáucaso. Cabe destacar algunas especies endémicas como los perdigallo del Cáucaso, el gallo lira caucasiano, los mosquiteros caucasiano y verde, el serín cabecinegro, el colirrojo de Gündestaldt y el camachuelo grande, cuya distribución en el paleártico hace de estas poblaciones del Cáucaso las únicas europeas. A estas, la acompañan otras especies con mayor presencia en paleártico occidental, como quebrantahuesos, águila real, treparriscos o bisbitas alpinos. Por si todo ello no fuera suficiente, durante este periodo de finales de abril a mediados de mayo, los puertos de montaña y especialmente el impresionante enclave del monasterio de Gergueti nos permitieron disfrutar de un paso migratorio de águila esteparia, halcón sacre, busardos de estepa, abejeros europeos y la curiosa estampa de bandos de abejarucos volando contra un fondo de picos nevados de más de 4000 ms de altura. Todo ello sentados en el patio de un monasterio del siglo XI y bajo la divertida mirada de monjes georgianos. No se podía estar más cerca del cielo.
Toda la zona del Cáucaso mantiene buenas poblaciones de mamíferos: osos, linces y lobos, pero, aunque insistimos en varias esperas, sólo conseguimos observar varios rebaños de íbices caucasianos con la omnipresente banda sonora de los cantos nupciales de los perdigallos en celo.
Después de tres días explorando los alrededores de Stepansminda, era la hora de buscar nuestro siguiente destino: las estepas del despoblado y árido sureste. En poco más de 200 km, pasamos de estar rodeados de picos de hasta 5000 ms, a estarlo de unas estepas semiáridas a 200 m. De estar a 5 km de Rusia, pasábamos a recorrer un parque nacional en la frontera desierta con Azerbaiyán. El cambio no podía ser más radical.
Reserva natural de Chachuna. Francolín ventrinegro y perdiz chucar.
Y así, en este viaje al extremo suroriental de Georgia, fuimos de los neveros y glaciares, los prados alpinos, los hayedos orientales y bosques mixtos mediterráneos, a los pastizales y zonas agrícolas salpicadas de viñedos, y a interminables pastos recorridos por rebaños de ovejas. En medio de ese paisaje, llegamos a nuestra siguiente zona de visita: las estepas del Sureste. Con base en el curioso pueblo de Dedoplistkaro, donde nos alojamos en un bed and breakfast auténtico, visitamos el Parque Nacional de Vashlovani, último lugar donde vivió la subespecie caucásica de leopardo en Georgia, con un último registro en 2006. Este parque es un laberinto de ramblas temporales que erosionan unas rañas curiosamente plegadas (badlands) en un entorno semiárido que genera espesos bosques de enebros y matorral perennifolio, alternado con estepas arboladas de pistachos silvestres. Un paisaje terriblemente familiar, pero a la vez increíblemente exótico. A ese exotismo ayudaba la población de gacelas persas, recientemente reintroducidas en el Parque Nacional. Aunque fácilmente observables a distancia, las gacelas son recelosas por la presencia habitual de chacales y lobos, de los que pudimos ver dos. Las aves más destacadas que pudimos disfrutar en este ambiente fueron las collalbas de Finch, isabel y rubia oriental, terrera pálida, buitres negros, alimoches, busardo moro, perdiz chukar, escribanos cabecinegros y alcaudones chicos y dorsirrojos -si, dorsirrojos-, en un ambiente semiárido donde la especie más habitual es la carraca, omnipresente en esta zona esteparia. Además, pudimos gozar del paso migratorio de aguiluchos cenizos, águilas culebreras, alcotanes y lechuza campestre.
Era hora de continuar nuestro viaje por los badlands, siendo la siguiente parada la Reserva Natural de Chachuna, una continuación del paisaje de Vashlovani, pero con la presencia del río Lori que, aguas abajo del embalse, presentaba un impresionante bosque de ribera formado por álamos blancos, tamarindos y robles endémicos. Dichas riberas son el hábitat donde pudimos observar francolines ventrinegros, alzacolas y zarceros pálidos, así como una pareja de águila imperial oriental y otra de pigargos europeos, que criaban en las inmediaciones aprovechando la masa de agua del embalse, donde eran constantemente importunadas por gaviotas armenias. Bandos de estornino rosado nos recordaban nuestra situación a caballo entre Asia y Europa, pero las parejas de cernícalos primillas que nidifican junto a carracas en las cárcavas nos rememoraban paisajes ibéricos. La vista desde el punto panorámico de los “volcanes de lodo”, era sencillamente impresionante. Con el burbujeo de calderas naturales de lodo de fondo, se divisa la estepa infinita surcada por el verdor del bosque de ribera. Desde este ascienden áridas laderas con estratos de todos los tonos de ocre a la vista. En los ralos bosques de juniperus se encuentra una curiosa colonia de buitre negro. Después del prolongado disfrute del impresionante paisaje, y gracias a la sugerencia de Guille, nos alojamos en una casa de los guardas de la reserva, perdida entre pistachos y junto al bosque de ribera de gigantescos álamos blancos, nos dormimos entre los aullidos de chacales y nos despertamos con el canto de los francolines: un lujo de banda sonora.
Carraca, alcaudón chico, escribano cabecinegro y gacela subguturosa.
Se acercaba nuestro último día en la estepa. Tras un interminable trayecto por carriles y caminos cruzando la zona, en la que se sucedían rebaños de ovejas, y previa obtención del correspondiente salvoconducto y de mostrarlo en los innumerables puestos fronterizos, alcanzamos el monasterio rupestre de David Gareja. Como no podía ser de otra manera, allí pudimos disfrutar de trepadores rupestres que hacían sus curiosos nidos de barro en las celdas de los eremitas, excavadas en la blanda roca arenisca. El paisaje de este monasterio no podía ser más curioso: un mar de pastizales y rebaños conducidos por pastores a caballo salpicado de afloramientos rocosos de estratos multicolores. Tras un atardecer idílico entre escribanos cabecinegros, estorninos pintos, alcaudones chicos y collalbas pías, volvimos a Udabno. Este pueblo, perdido entre interminables pastizales, es hogar de una impresionante colonia de estornino rosado que pone color a las ruinas postsoviéticas que rodean este pueblo. Y así entre cervezas, amigos y la guitarra que nos dejaron nuestras anfitrionas, nos despedimos del sureste georgiano.
Para llegar a la última zona del viaje, los humedales en torno a Ninotsminda, en la zona central del país, hicimos paradas en el lago Jandari, en el bosque de ribera y los humedales de Ponichala. Esta reserva forestal, situada a pocos kilómetros al sur de la capital, protege un bosque de ribera donde destacan inmensos álamos blancos y humedales anexos al río, donde pudimos disfrutar de los picos sirio y mediano, además de las carreras de fugaces faisanes, que desde estos bosques se han introducido con intereses cinegéticos en muchos lugares del mundo. En los humedales anexos al río pudimos gozar de cormoranes pigmeos, de nutrias, y de un precioso macho de gavilán griego que trataba de cazar en los claros del bosque. Tras estas imprescindibles paradas, nos pusimos en ruta hacia el este, ascendiendo por valles tapizados de bosques mixtos hasta llegar al altiplano situado a más de 1500m de altitud en el que se sucedían grandes lagos rodeados por picos de más de 2500m, todavía nevados en esta primavera temprana. Realizamos algunas breves paradas, impresionados por los paisajes que atravesábamos, y para observar un águila moteada en paso migratorio que había elegido las orillas de uno de los lagos de montaña para dormir. Estas paradas nos hicieron acumular retraso y la noche y la lluvia nos sorprendieron a pocos kilómetros de Ninotsminda, donde dormiríamos, no sin antes tropezarnos con un socavón que destrozó el eje de uno de nuestros coches y de cuatro vehículos más que fueron cayendo en el mismo obstáculo durante las tres horas que estuvimos esperando a la asistencia en carretera. Tocaba reorganizar la logística y conseguir transporte, que solucionamos gracias a la inestimable ayuda del traductor del movil: gracias a Google pudimos alquilar a muy buen precio una furgoneta con chófer que nos ayudó a aprovechar los últimos dos días de viaje. Así con nuestro conductor autóctono, fuimos recorriendo varios interesantes lagos y humedales de montaña donde disfrutamos de pelícanos comunes y ceñudos, grullas nidificando, fumareles aliblancos, somormujos cuellirrojos, castores y nutrias, así como varias especies de limícolas y bisbitas gorgirrojos en paso migratorio. Tal vez el lago más interesante fue el de Tabatskuri. En este lago de montaña hay una pequeña colonia de cría de negrón especulado, de unas 20 parejas, algo sorprendente ya que su distribución reproductora se centra en lagos y humedales escandinavos.
El grupo de pajareros que realizaron el viaje georgiano.
Así, entre lagos de montaña, volcanes nevados y guardias fronterizos finalizábamos nuestro viaje rumbo a Tiflis que nos recibió con un día lluvioso que no nos permitió apurar el pajareo como nos hubiera gustado. En cambio, haciendo acopio de las últimas fuerzas, pudimos dar un paseo por la capital, una ciudad que bien merece una visita más sosegada y que presenta una espectacular mezcla de arquitectura tradicional, construcciones medievales y edificios vanguardistas. En cierto modo, es un buen resumen de lo diverso de este pequeño país, cuya impresionante variedad de paisajes y ambientes en una superficie equivalente algo menor a Castilla-La Mancha, nos permitió observar 200 especies de aves, algunas de ellas endémicas del Cáucaso o de única distribución en el Paleártico occidental. Todo ello, en un contexto etnográfico, gastronómico y cultural de los que dejan huella en nuestra memoria.
Accede al trip report del viaje en ebird en este enlace.
He venido hasta aquí al reencuentro de un muy querido y viejo amigo. Él está definitivamente inmóvil, detrás de una enorme vitrina. Sus ojos ya no ven, hoy son de vidrio. Habita otro país, otro clima, otro tiempo. Han pasado dieciocho años desde la última vez que nos vimos. Entonces era monte y hoy una ciudad. Entonces hacía mucho calor, ahora frío. Entonces era Doñana, el mítico parque nacional andaluz, hoy Edimburgo, en la fría Escocia. Entonces Zeus estaba vivo y hoy luce definitivamente estático, inmóvil, disecado.
Era en torno al año 2000 y yo apenas llevaba cuatro o cinco años viviendo en la Casa de Martinazo, la más aislada de las viviendas que aún existían en el interior del Parque Nacional de Doñana. Yo había sido un niño, podríamos decir que salvaje. Había crecido en el campo y entendía bien ese modo de vida aislado. De hecho, no comprendía el mundo lejos de la naturaleza. Había enraizado en mí, además, un profundo sentimiento conservacionista que guiaba mis acciones y permitía que el mundo salvaje dejara de ser un decorado para entrar a formar parte de nuestras vidas. Noé, mi hijo mayor, debía aproximarse a los seis años y el pequeño Iván, quizá no llegaba a dos. Zeus, sin embargo, ya superaba los once.
Para un lince, un lince ibérico, once era una cantidad considerable de años. En realidad, todavía no se conocía bien cuánto podían vivir. Y Zeus parecía que había vivido varios años más. Porque realmente hacía once que lo habían capturado y desde entonces portaba un collar radioemisor. Cuando lo capturaron ya era un adulto y no pudieron calcular su edad con certeza. Pero ya, entonces, con sus once, era el lince más longevo del que se tenía constancia.
Cuando la vida nos reunió en torno a Martinazo, el collar de Zeus hacía años que había dejado de emitir su señal. Su batería se había gastado y de su antena quedaba sólo un muñón en espiral. Servía para saber con un golpe de vista que aquel lince era y seguía siendo Zeus, aunque su señal se hubiera extinguido de los receptores de ondas hacía muchos años. Era el lince del collar.
Entiendo que debe resultar curioso que uno hable de un lince, o de un águila o de un zorro, del mismo modo que habla de un amigo. Pero la vida en el campo tiene esa inexplicable magia, esa forma de entenderse sin palabras y entre seres distintos que, para quien no la conoce, es tan difícil de asumir. Y hay otros linces en mi vida. En otro relato tengo que contar la historia del lince Hache y sus siete vidas. También podría narrar las maravillosas anécdotas de Linda, una zorrita que crié a biberón y me acompañó durante mucho tiempo. O de Valentina, una grajilla que aprendió a decir su propio nombre. En fin… Nunca saqué un pollito de un nido ni separé a un cachorro de su madre, pero de una forma u otra, todo cachorro desvalido o pollito huérfano terminaba llegando a mi casa y acababa incorporándose a mi familia.
Al principio de esta historia Zeus no era, en realidad, Zeus. No era ni siquiera un lince, sólo eran las huellas de un lince, que aparecían cada mañana en torno a nuestra casa y al gallinero. Junto a mis hijos sacaba moldes de escayola de aquellas huellas que nos parecían mejor plantadas y los poníamos a secar por la noche junto a la chimenea. Era una tarea que nos divertía y a la que dedicábamos muchas tardes. Con un cartoncito rodeábamos la huella y vertíamos con cuidado escayola líquida en el interior. Luego, bastaba con dejar pasar unas horas y retirar los restos de arena y cartón. Hicimos muchísimas y creo que debimos regalarlas casi todas porque hoy sólo conservo una que, aunque envejecida y deteriorada, es testigo de esta historia.
Luego Zeus fue un maullido nocturno, un grito de celo en torno a la casa, en la inmensidad de la noche. ¿Parece una expresión poética exagerada llamar inmensa a la noche? Para quien no ha vivido la noche en la naturaleza más salvaje, debe parecerlo. Pero quien ha sentido el peso del cielo sobre sí y el ruido ensordecedor del silencio, estoy seguro de que me entiende. Las personas que han vivido inmersos en la naturaleza experimentan sensaciones muy intensas, sensaciones que activan zonas de nuestros sentidos y de nuestros sentimientos que probablemente permanecían dormidas. Es por eso que a las personas de ciudad, a veces, les parecen fantasiosos nuestros relatos. Pero no lo son. Gonzalo Argote de Molina, en el Siglo XVI, en su “Discurso sobre el Libro de Montería” decía: “son tan maravillosas las cosas que acaecen en el monte, que dudan muchas veces los hombres de contarlas, porque la extrañeza dellas las hace increíbles”. Y así es. Y por increíbles que puedan parecer, a veces disfruto contando algunas. Aunque la mayoría pienso que nunca serán reveladas y se marcharán conmigo cuando me vaya.
En ocasiones, de noche, oíamos los aullidos, y gruñidos de Zeus. Hubo una noche de luna llena en que regresaba a la casa en el Land Rover y paré, como hacía con frecuencia, a disfrutar del silencio cerca del pinar del Martín Pavón. Apagué las luces y el motor del coche y bajé a pasear y sentir sobre mí el espectáculo de la noche iluminada. Y, allí mismo, a solo unos metros, tras unas matas, comenzó a maullar fuerte, bien fuerte, Zeus. Ya, por entonces, era un lenguaje muy conocido para mis oídos. Pero esta noche maullaba especialmente fuerte y seguido y además también gruñía. Pensé que lo hacía por mí, como un aviso: “no te acerques”. Y me senté en la arena. Entre nosotros sólo había una mata de lentisco, quizás menos de cinco o seis metros. Y de pronto, tras su gruñido, escuché un bufido y la respuesta de un maullido distinto, que nunca antes había oído. Mucho más agudo y claro, como más dulce. Zeus no estaba solo.
Disfruté en absoluto silencio de aquella escena de amor felino. Imaginaba, ya que no podía verlos, como Zeus le cortaba el paso a la hembra y la retenía en el lugar, cómo se rozaban, cómo jugaban al amor y cómo sucumbían definitivamente a él. Sus sonidos iban dibujando cada escena.
Aquellos días hablé con los expertos en linces y, en realidad, poco se sabía del maullido, del gruñido, del bufido y, en definitiva, de la forma de comunicarse de los linces. Así me lo confirmó Miguel Delibes que, de inmediato, mostró interés por la convivencia que comenzábamos a tener con los linces en aquella casita apartada en el corazón de Doñana. También en aquellos días telefoneé a Carlos de Hita, un excelente sonidista de la naturaleza, y cuando le describí aquellos maullidos nocturnos cogió el primer tren disponible desde Madrid para intentar grabar los linces de Doñana. Luego, su estancia se convirtió en varias maravillosas noches al calor de la chimenea de Martinazo mientras los linces guardaban silencio. Es probable que ya hubieran completado su ciclo amoroso por aquellas fechas.
Conforme transcurrían los días y las noches en la casa de Martinazo, la aparición de huellas y señales de presencia del lince se fueron haciendo más frecuentes, hasta que acabaron siendo diarias. Estaba claro que ya el lince vivía con nosotros. Y fue entonces cuando una noche sentí mucho revuelo en el gallinero. Alarmado, abrí la puerta de la casa y con precaución salí al exterior lentamente y agachado, ocultándome detrás de un pequeño muro que me llevaba hasta las proximidades del gallinero. Había mucha luna, creo que luna llena. Al llegar frente al gallinero me fui levantando muy lentamente hasta que asomé mis ojos sobre el muro. No había nada que se moviera frente a mí. Las gallinas aún se quejaban y buscaban un nuevo acomodo tras el susto que parecían haber pasado. Me quedé apoyado en el muro, apenas asomado, en absoluto silencio, mientras vigilaba el gallinero. Pasaron muchos minutos sin que nada se moviera, cuando percibí un brillo: algo destelló al otro lado, pero tan cerca que quedaba al amparo de la oscuridad de la pequeña sombra que proyectaba el muro. Y se movía ligeramente. Sentí un escalofrío de emoción al comprender que eran los ojos de Zeus, que permanecían clavados en los míos a poco más de un metro de distancia. El lince me llevaba observando desde el primer momento, con extrañeza, pero sin miedo, oculto por las sombras. Allí permanecí inmóvil, sintiendo tantas cosas bellas como se pueden sentir en ese momento. Por primera vez Zeus tuvo forma y tamaño, aunque aún carecía de color bajo el azul de la luna. Me pareció enorme. Estuvimos así un buen rato hasta que decidió levantarse y volver hacia el gallinero. En algún momento se puso de patas y golpeó la malla para susto de las gallinas, que se alborotaron, gritaron y aletearon.
Ahora estaba claro que Zeus debía haber sido la causa de la desaparición de alguna de las gallinas en los días anteriores. Así que al amanecer salimos a buscar restos por el entorno e inmediatamente encontramos las señales, las plumas y lo poco que había quedado de las gallinas de Noé. Porque tengo que aclarar que aquel gallinero era el mundo de pasión de mi hijo, que conocía cada gallina por su nombre y que pasaba una buena parte de su tiempo cuidándolas, pastoreándolas o acariciándolas (sí, a aquellas gallinas le gustaban las caricias de Noé). Por eso era un poco trágico que poco a poco Zeus fuera comiéndose algunas de ellas. Noé se debatía entre el amor por sus gallinas y la admiración que sentía por Zeus, que se comía sus gallinas.
Y así Zeus empezó a aparecer cada vez a horas distintas y finalmente comenzó a dejarse ver a plena luz del día, a mostrar que era más que unas huellas, que un maullido, o que una silueta en la noche. Zeus se hizo color y volumen. Si bien al principio todo ocurría a cierta distancia, poco a poco los encuentros cercanos se hicieron habituales. Zeus a veces cazaba alguna de las gallinas, que con frecuencia andaban el día completo en libertad, comiendo en torno a la casa. Noé vigilaba a sus gallinas preferidas y siempre estaba atento a que a esas no les ocurriera nada. Sobre todo, al hermoso gallo en que se había convertido Pio-pio, aquel pollito criado a mano y que aún disfrutaba cuando era acariciado y abrazado.
Pero para Zeus había otra razón para vivir en torno a la casa de Martinazo. Eran los gamos. Un gamo es muy parecido a un ciervo, pero un poco menor de tamaño y colores más vivos. Los machos ostentan unas cuernas planas muy hermosas, que los distinguen de los ciervos, que las tienen puntiagudas. Una gran manada de gamos habitaba en torno a la casa de Martinazo, en la pradera húmeda que casi todo el año ofrece hierba fresca. Allí las hembras crían sus chivarros y los machos roncan y pelean durante el celo. Son parte permanente del paisaje de la casa. Desde cualquier ventana, al fondo, siempre hay unos gamos. Y Zeus les daba caza con frecuencia.
Allí las hembras crían sus chivarros y los machos roncan y pelean durante el celo. Son parte permanente del paisaje de la casa. Desde cualquier ventana, al fondo, siempre hay unos gamos. Y Zeus les daba caza con frecuencia.
Un lince cazando gamos es, ciertamente, una rareza, ya que el alimento básico de los linces es el conejo. De hecho, lince ibérico y conejo son dos especies que han evolucionado juntas y vienen a ser, en la cadena alimenticia del Sur de la Península Ibérica, como dos piezas de puzzle que encajan. Pero hace años que el conejo empezó a escasear en gran parte de España. Una combinación de enfermedades ha disminuido sus poblaciones hasta la práctica desaparición en muchas áreas. Y en Doñana este proceso se ha cebado, hasta el punto de que es casi imposible ver un conejo sano, fuerte y grande, en la mayor parte del Parque Nacional. Y, como es lógico, tras la desaparición del conejo ha comenzado el declive del lince. Este hecho se ha agravado sobre todo en el corazón del Parque, aunque no tanto en las áreas limítrofes, hacia las que se han desplazado en busca de nuevas áreas de caza. Pero Zeus, con muchos años a sus espaldas, no había abandonado su viejo territorio. Había sustituido conejos por gamos. Y así lograba sobrevivir.
Todo este tema de la alimentación de Zeus levantó mucha polémica. Porque había quien defendía que aún quedaban conejos suficientes, pero que Zeus era demasiado viejo para darles caza y que prefería las piezas mayores, a las que podía ver mejor en la distancia. Se decía también, que debido a la edad podría incluso estar perdiendo la vista, quizás por unas cataratas incipientes. Pero lo cierto es que cazaba gamos, sobre todo hembras y jóvenes, aunque en alguna ocasión atacó algún macho. En una ocasión, incluso lo vi comiéndose una cierva que acababa de matar un poco más al norte, en Hato Grande. Era un lince que se había especializado en cazar presas de gran tamaño.
Y un día, como tantos, regresaba a la casa de Martinazo en el Land Rover cuando me encontré, de improviso, con una visión que ha quedado fuertemente grabada en mi memoria y que me produjo verdadero terror. Zeus, el lince Zeus, estaba encarado, frente a frente, con mi hijo pequeño Iván, a sólo unos centímetros de su cara. Estaba dándole caza a mi hijo de solo dos años.
Iván solía jugar con esa edad en un cercadito que le había construido dentro del jardín, junto a la puerta de la casa. Allí tenía sus juguetes siempre a mano y se sentía seguro, mientras andábamos en nuestras cosas. Su hermano Noé, cuatro años mayor, solía estar con los caballos o las gallinas. Zeus debía andar observándolos a los dos desde hacía tiempo, según pude deducir después. Al fin y al cabo, un niño es de menor tamaño que un ciervo o que un gamo y, sobre todo, corre mucho menos. Por tanto, era cuestión de tiempo que Zeus intentara probar suerte. Es simple. Ahora lo entiendo. Es un depredador y mis hijos eran posibles presas. Pero nosotros nunca nos detuvimos a pensar que algo así pudiera llegar a suceder.
Los rastros de huellas en la arena son como un libro de narraciones. Las personas que aprenden a leer los rastros de los animales pueden interpretar con absoluta fidelidad cualquier escena transcurrida en el campo, como si estuviera ocurriendo ante ellos nuevamente. Yo aprendí a interpretar rastros siendo un niño aún. Los guardas forestales de las marismas del Odiel, donde me crié, se volcaron en desvelarme muchos de sus misterios. Yo pasaba días completos con ellos, acompañándolos en sus rondas, aprendiendo la gramática del monte, la ortografía del campo, los mensajes ocultos de la naturaleza. Y, en consecuencia, fue muy sencillo recomponer lo que ahora voy a relatar. Todo estaba ahí, escrito en la arena.
Aquella tarde Zeus había estado paso a paso acechando a Iván, mientras él jugaba en su cercado. Había hecho la aproximación completa y se había situado en la cancela de entrada, que estaba abierta. Por suerte, allí se había detenido brevemente. Quizás oyó mi Land Rover que se aproximaba justo en ese momento o, a lo mejor, dudó en el último instante ante la presencia de aquella presa, con apariencia de pequeño humano. Zeus se sentó un instante. El instante previo al salto. Pero Iván oyó y reconoció el motor de mi coche y soltó sus juguetes para acudir a mi encuentro, pasando de estar agachado -a cuatro patas-, a erguirse sobre dos piernas y caminar hacia la cancela de entrada. Y, para sorpresa de Zeus, quizá por primera vez en su larga vida, su presa se dirigió justo hacia él, que seguía sentado en la entrada. Ahí es cuando desde la ventanilla del coche veo la escena y me doy cuenta enseguida de lo que estaba ocurriendo. Y, aún con el vehículo en marcha, me tiro y salgo corriendo aterrorizado y gritándole a Zeus: “¡déjalo!, ¡déjalo!” y a Iván: “¡corre, corre a la casa!”. Pero Iván y Zeus parecían petrificados, el uno frente al otro, con sus ojos clavados. Fue un instante eterno. Duró tanto que parecía que nunca llegaría hasta ellos. Sin duda, el tiempo se detuvo para mí mientras corría. Bruscamente, la cara de Iván cambió y se transformó en pánico. Se giró y comenzó a correr hacia la casa en busca de su madre. Zeus se levantó, volvió la cabeza y me miró molesto cuando ya casi llegaba a él. Y con la parsimonia de quien se sabe el gran cazador, comenzó a caminar hacia el llano, con paso ágil, pero sin correr. Fui tras él y cada pocos pasos se volvía y me gruñía. Pero nunca huyó corriendo. Unos cientos de metros más allá desapareció, perdiéndose en la maleza. Regresé a la casa a toda velocidad.
Dentro de la casa Iván lloraba desconsolado en los brazos de su madre, que no entendía nada de lo que pasaba. Iván, que apenas sabía hablar, sólo acertaba a decir algo sobre “las orejas”, creo que refiriéndose a los pinceles largos que el lince tiene en las orejas. Pero él lloraba y lloraba, sin consuelo. Yo aún tendría que esperar dieciocho años más para poder entender completamente su llanto. Muchas veces vamos dejando pendiente conversaciones y en ocasiones la vida te regala, mucho tiempo después, la posibilidad de retomarlas.
A partir de ese día tuvimos que poner límites a Zeus y vigilancia a Noé y a Iván. Ya por aquellas fechas Zeus había llegado a aparecer durmiendo la siesta a media tarde en nuestro jardín, aprovechando el fresco de este rincón. Zeus había amanecido junto al coche en la mañana. Zeus desde la ventana de la cocina. Zeus caminando ante nosotros. Zeus a cualquier hora. Y empezamos a delimitar los espacios de cada cual. Pronto comprendió que había sitios que no le pertenecían y, así, pudimos seguir conviviendo.
Zeus había llegado a aparecer durmiendo la siesta a media tarde en nuestro jardín, aprovechando el fresco de este rincón. Zeus había amanecido junto al coche en la mañana. Zeus desde la ventana de la cocina. Zeus caminando ante nosotros. Zeus a cualquier hora.
Pero Iván comenzó a tener miedos sobrevenidos a cualquier hora del día y pesadillas terribles que le hacían gritar en medio de la noche. Pudimos saber que soñaba que un lince (en su forma de hablar infantil era un “licen”) entraba a la casa por la ventana del baño. Nos hacía entender que los ojos del lince le daban terror. Pasamos muchas noches consolándolo antes de encontrar una hermosa e imaginativa solución a su trauma.
Aquella primavera había nacido Esperanza. El equipo de investigadores de “carnívoros” de la Estación Biológica de Doñana había ido a marcar una camada recién nacida de linces en el Coto del Rey, el área norte de Doñana. Allí habían encontrado varios cachorritos hermosos, en el hueco de un alcornoque y, debajo de todos aquellos peluches, un cachorrito muerto, probablemente asfixiado por sus hermanos. Sacaron al pequeño y uno de los investigadores, creo recordar que fue Javitxu, se entretuvo examinando el diminuto cadáver mientras los demás terminaban la tarea con el resto de la camada. Durante el tiempo en que Javitxu miró al cachorrito, le pareció que aún se movía levemente. Así que allí mismo comenzó a masajearlo y en unos minutos el pequeño peluchito comenzó poco a poco a revivir. Al rato, los investigadores ya estaban celebrando que se había salvado. Pero vieron que aún estaba débil y, como era más pequeño y frágil que sus hermanos, tuvieron claro que su destino en el alcornoque podría volver a repetirse. Así que decidieron llevarlo al Acebuche, donde desde hacía años estaban intentando sin éxito reproducir en cautividad a varios linces cautivos. Resultó ser una hembra y fue quien parió, tiempo después, la primera camada de cachorros de lince ibérico en cautividad. Ese parto constituyó, sin duda, uno de los momentos de mayor importancia en la conservación del lince ibérico, la especie de felino más amenazada del mundo. Y la pequeña lincesa revivida se llamó Esperanza.
Esperanza fue creciendo y pocos días después de su rescate ya era un peluche hermoso y juguetón. En las jaulas contiguas había también otros dos linces de la especie americana, conocida como Bobcat, que se habían traído hasta allí expresamente para aprender con ellos las técnicas de manejo que después se aplicarían en la especie ibérica, infinitamente más amenazada.
Hablando con los encargados del Centro sobre lo que le ocurría a Iván, se nos ocurrió la idea de llevarlo por las tardes a que conociera a los linces americanos con la esperanza de que su percepción sobre ellos cambiara y, con suerte, ir reduciendo sus miedos y sus pesadillas. Y así fue como Iván pasó muchas de sus tardes jugando con aquellos bobcats mansos y simpáticos y habituándose a ellos. Y finalmente, con el tiempo, también pasó muchas tardes con Esperanza, que poco a poco dejó de ser un cachorro para convertirse en una lincesa hermosa y grande, con un aspecto muy similar a Zeus. Y como todo esto ocurrió lentamente, Iván fue borrando aquella imagen y comenzó a dormir mejor, cada vez mejor. Hasta que en algún momento pudimos olvidarnos de aquellas pesadillas de ojos de lince. Así es que Iván fue uno de los pocos niños, quizás el único, que creció jugando con un cachorro de lince ibérico.
Mientras, Zeus seguía reinando sobre el llano de Martinazo. En una ocasión cazó un gamo casi delante de nosotros, frente a la casa. Digo casi porque estábamos de espaldas en aquel momento. Muchas veces he imaginado cómo debe ser ese momento en que el lince salta sobre el gamo, muerde su cuello y cabalga aún unas decenas de metros hasta que éste cae asfixiado, rodando los dos juntos por la arena. En aquella ocasión habían venido unos amigos y dábamos un breve paseo, cuando sentimos una brusca espantada de la manada de gamos. Al girarnos solo vimos los gamos huir despavoridos cruzando el agua y salpicando hacia todas partes. La imagen era tan bella que todos mirábamos hacia allá embelesados mientras a nuestra espalda se producía el verdadero espectáculo, origen de la huida. Cuando al cabo de unos minutos llegamos al lugar de la espantada, allí estaba Zeus sobre una hembra de gamo recién muerta. Nos retiramos lentamente y lo dejamos con su presa para que pudiera alimentarse.
Al día siguiente, a la caída de la tarde, me oculté entre unos juncos, frente a la gama muerta, que aún tenía mucha carne que ofrecer a Zeus antes de que los jabalíes o los buitres la encontraran. Llevaba mi cámara y un teleobjetivo de 400 mm Novoflex que se empuñaba como una escopeta. Allí estuve un buen rato hasta que empezó a anochecer y comencé a perder la esperanza de poder disparar aquella foto. Y fue entonces, casi en el momento en que me estaba preparando para marcharme, cuando apareció Zeus. De pronto se hizo visible caminando silenciosamente entre los juncos de la orilla del Caño. Llegó hasta su presa y comió un poco de ella. Cuando consideré que podía empezar a estar satisfecho y ya no le podía causar molestias, le disparé una primera fotografía. Apenas había luz, ya casi había oscurecido. Pero me arriesgué a disparar, pensando que nada saldría. Zeus reaccionó de inmediato al click de la cámara y comenzó a gruñirme, mirándome a los ojos. Hice varios disparos y en cada uno de ellos sentí la amenaza de Zeus, que parecía que se iba a abalanzar sobre mí. Solo nos separaban unos metros. Ante tal nivel de tensión, finalmente desistí de disparar más y esperé a que fuera completamente oscuro para alejarme suavemente, arrastrándome. Caminé hacia la casa, que solo estaba a unos cientos de metros de allí, pensando que aquellas fotos serían todas fallidas, por la ausencia de luz, que me había obligado a disparar a pulso sobre unas velocidades muy largas. Eran diapositivas y aún tuve que esperar una semana a que llegaran los resultados del revelado. Pero cuando abrí la cajita y empecé a mirarlas al trasluz, allí estaba el hermoso Zeus, sobre su presa, con la mandíbula manchada de sangre y la mirada de seguridad de quien no tiene nada que temer.
Pero me arriesgué a disparar, pensando que nada saldría. Zeus reaccionó de inmediato al click de la cámara y comenzó a gruñirme, mirándome a los ojos. Hice varios disparos y en cada uno de ellos sentí la amenaza de Zeus, que parecía que se iba a abalanzar sobre mí.
Pocas veces volvimos a vernos. Un buen día Zeus desapareció de Martinazo y luego supimos que había comenzado a viajar hacia el norte, hacia el Coto del Rey. Porque fue allí, cerca de la Galvija, donde un guarda lo encontró muerto un tiempo después. Flaco y con mal aspecto. La necropsia evidenció que la muerte le había sobrevenido por la edad. Había cumplido su ciclo sobradamente. Pero también evidenció sucesos terribles de su vida que nunca habíamos conocido. Cargaba con múltiples perdigones clavados en su cuerpo desde hacía años. Por las diferencias de calibre se pudo deducir que había sido disparado por cazadores varias veces a lo largo de su larga vida. Sinceramente, no puedo comprender que una persona pueda apuntar su cañón hacia un lince, sabiendo que está verdaderamente amenazado de extinción, y disparar a matar, como si nada. No lo puedo entender. Mientras escribo estas líneas ha llegado la noticia de la aparición de un nuevo lince muerto con el cuerpo cubierto completamente de perdigones. La prensa ha ilustrado la nota con la imagen radiográfica donde se ve claramente el disparo que lo mató. El cobarde que apretó el gatillo no ha sido aún identificado.
Han pasado dieciocho años desde aquellos años con Zeus en Doñana y he llegado a Edimburgo con mi mujer, Laura. Estoy muy emocionado desde hace días porque sé que me voy a reencontrar con Zeus. Su piel fue donada al National Museum of Scotland y hoy se exhibe junto a las maravillas de la aeronáutica, los fósiles del jurásico y los trajes folklóricos de los escoceses de las Highlands. En aquellos años, cuando los técnicos del Museo escocés vieron la fotografía que le hice a Zeus en el Caño de Martinazo, contactaron conmigo para que les enviara arena, plantas y elementos de atrezzo de aquel mismo lugar, con la intención de incluirlos en la composición de Zeus en la vitrina. Así fue que me pude enterar del destino de sus restos. Como si de la ceremonia fúnebre de un amigo se tratara, en una enorme caja de cartón metí todos aquellos tesoros de Doñana que me solicitaban y, además, una nota poética: un ramillete del aromático almoradú, planta endémica de Doñana. Y sobre la caja pegué la etiqueta de destino: National Museum of Scotland, Edimburgo.
Como habían pasado tanto tiempo desde entonces, en los días previos a mi llegada a Edimburgo contacté de nuevo con Miguel Delibes para que me confirmara que efectivamente Zeus se envió y que continuaba allí. Miguel, entusiasmado con la historia enseguida empezó a tirar del hilo hasta que localizó a Zeus y me mandó un mensaje con su ubicación exacta: “Level 5, Natural World, Survival, Hi3”. Y con este jeroglífico anotado en una libreta, me dirigí al Museo, con Laura e Icíar, que me acompañaban tan expectantes como lo estaba yo. Y allí, en su Level 5, estaba Zeus.
No hay nada más triste que un ser disecado, privado para siempre de su movimiento. Navegando entre el impacto y la decepción, me dejé resbalar lentamente en el suelo frente a la vitrina y allí estuve sentado, callado, mirándolo y recordando cada detalle de esta hermosa historia que acabo de narrar. Es increíble el alud de recuerdos que puede precipitarse en un momento como éste.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero sentí deseos de llamar a mis hijos y compartir aquel momento con ellos. Estuve durante un rato intentando telefonear a ambos, sin éxito, hasta que de pronto tuve comunicación con Noé, mi hijo mayor. Fue un momento muy especial, lleno de sentimientos reencontrados. Hablamos de linces y gallinas, del Coto de Doñana y del paso del tiempo. Y a lo largo de la conversación fuimos conscientes de un detalle increíble. En el mismo Level 5 en el que se encontraba Zeus, en el balcón de enfrente, habían situado una vitrina con gallinas disecadas. Me llamó mucho la atención porque el gallo que reinaba en el centro de la vitrina era muy parecido, por no decir que exactamente igual, al gallo Pio-pio que Noé había criado con caricias y defendido permanentemente de las garras de Zeus. De hecho, ahora que lo pienso, fue de los pocos habitantes de aquel gallinero que Zeus nunca llegó a comerse. Por eso nos pareció tan curioso que hoy, tantos años después, Zeus repose disecado en una postura de caza en la que sus ojos de vidrio miran eternamente al gallo Pio-pio.
De inmediato invoqué una nueva videollamada con mi móvil y al momento tuve frente a mí, en la pantalla, a Iván, a un Iván con abundante barba y veinte años de edad. Él estaba esperando este momento desde hacía días y los dos estábamos emocionados. Volteé la cámara del teléfono y en la imagen que recibía Iván en el suyo, apareció la cara de Zeus. Hubo un largo, muy largo, silencio.
“¿Cómo te sientes, Iván?”, le dije, al ver que su cara mostraba un gesto grave, más allá del asombro. Estuvo en silencio un largo rato antes de comenzar a hablar: “Papá, – me dijo- acabo de recordar lo que se siente en el preciso instante en que vas a ser devorado por un animal”. Ambos volvimos a quedar en silencio. Hacía dieciocho años que Iván necesitaba hablar justo de esto conmigo y hacía dieciocho años que yo esperaba esta respuesta. Simplemente, en aquel tiempo Iván aún no tenía palabras en su haber para expresarlo. Corrieron lágrimas y volaron sentimientos hermosos. Completábamos así una conversación pendiente.
Al rato apareció una familia con niños. El más pequeño de ellos fue directamente a la vitrina y se asomó a mirar a Zeus. Extrañamente, permaneció allí por unos minutos: el humilde gato andaluz le atraía más que todas las maravillas que lo rodeaban en aquel enorme edificio. Desde aquella vitrina Zeus aún podía atraer la mirada e influir en el pensamiento de un niño.