Editorial invierno 2024

Ecoansiedad.

En El Vuelo del Grajo nos sentimos tontamente orgullosos de organizarnos con los cambios de estación. Cada año, cuatro veces, cambiamos de portada y publicamos un editorial. Nada de meses: solsticios y equinoccios. Que parezca lo más natural posible. Alejémonos de la artificiosa división gregoriana, contemplemos las estrellas, que somos una revista destinada a los observadores de la naturaleza. Que es humano, pero más antiguo.

El asunto es que cuando llega el momento de escribir el editorial de Navidad hasta en Radio Clásica achicharran los oídos del escuchante con una contradanza navideña de Beethoven y en el supermercado las promociones van acompañadas de cascabeles. Todo está preñado de navidad y es difícil mirar alrededor y tratar de buscar un tema al que dedicar nuestra atención que no sea la “ecoansiedad”. Sabiendo que el consumo es el peor catalizador para los desastres medioambientales, intuimos de dónde vendrá la inspiración.

Este neologismo hace referencia a la afección psicológica cada vez más frecuente en personas preocupadas por el devenir de nuestro mundo. Que, oye, habría que ver si construir otro neologismo, igualmente clínico, que indicase la capacidad de los seres humanos para ponerse una venda y caminar juntos de la mano hacia la extinción, como si no hubiese, efectivamente, un mañana. Y, en ese momento, con los términos lingüísticos ya establecidos, habría que estudiar cuál de las dos dolencias es más enfermiza.

En cualquier caso, se da la circunstancia de que en los dos últimos eventos a los que hemos acudido la palabra “ecoansiedad” ha salido a relucir, tanto en el tercer encuentro de escritura e ilustración de naturaleza Letras Verdes, como en las ponencias y debates que rodearon a la Asamblea General de la Asociación Nacional de Fotografía de Naturaleza (AEFONA). Y siempre en el mismo sentido. 

Entre la gente de letras -divulgadores por antonomasia- la precaución la proporciona la idea de que una descripción de la realidad con futuro alternativo difícil de lograr pueda generar dos reacciones. La primera sería una lógica y muy humana del tipo: “¿si, total, de esta no nos libramos, para qué intentar hacer algo? ¡a disfrutar!”, fomentada por el hastío de encontrarse siempre con el mismo tipo de textos.

La segunda reacción a una descripción negativa de la situación es que el lector sensibilizado con el tema empiece a hiperventilar al cuarto párrafo y la lectura de un par de capítulos lleve a la combustión espontánea de la masa neuronal, por exceso de vibración sináptica. Carne de cañón para sacarse el abono para visitar al psicólogo especializado en “ecoansiedad”.

En AEFONA -con un clarísimo interés por la conservación- se debatió sobre el efecto negativo que tendría sobre el público, acostumbrado como está a bellas imágenes, el bombardeo continuo de esa oscura realidad. Esto, por lo escuchado, también genera “ecoansiedad”.

Pero me temo que toda esa “ecoansiedad” debería ser llamada en realidad “antropoansiedad”. Me da la sensación de que son miedos -sólidamente refutados- ante el futuro chungo que se le presenta a la especie humana. Nada que ver con ecosistemas o la supervivencia de las especies. Nada muy eco en realidad.

Nos preocupa lo que pasa con la Amazonia, porque quien más y quien menos va comprendiendo que eso nos afecta a todos los humanos, a través del clima y la limpieza del aire.

Miramos con preocupación hacia los polos, ya que su pérdida significaría un espaldarazo al calentamiento global y que nuestro chalé en La Manga pasara a tener cómodo balneario desde la ventana del salón.

Ahora, que selvas y hielos desaparezcan y con ellas una cantidad incalculable de especies, es otra cosa. Creo que eso ya preocuparía muchísimos menos. Porque, seamos sinceros, al ser humano occidental medio le importa un comino todas las colonias de aves polares y todos los insectos aún por describir de la Amazonia que se irían al garete. Por supuesto, no hablaremos ya de la población asiática que empieza a disfrutar de comodidades, ni de las comunidades africanas cuyas preocupaciones discurren entre la siguiente guerra y la disponibilidad de agua para mañana.

Para mí, la “ecoansiedad”, al menos la que yo padezco, es otra cosa.

Tiene que ver con escuchar las noticias y ver al presidente Bonilla decir que a él no le consta que la UICN haya degradado el Parque Nacional de Doñana por la mala gestión y el tema de los pozos ilegales.  Que se constate que Doñana es una sombra de lo que fue no me altera, ya lo sabía. Que el responsable político muestre esa desidia me hace apretar la mandíbula. O con leer en la página digital de la revista National Geographic un artículo sobre el impacto de la crisis climática en la migración de animales y toparse con varios comentarios de lectores resaltando que es “propaganda marxista”. ¿Si ese es el razonamiento de un lector de una revista con ligeras reminiscencias científicas y cultas, que opinará el escuchante de EsRadio?

Un amigo en redes sociales comparte la noticia de que una señora de 75 años ha muerto en su casa de un tiro en la cabeza porque un cazador decidió no cumplir con la normativa básica de seguridad y su bala terminó atravesando el cristal de una vivienda. En las contestaciones, alguien decía que los jabalíes son una plaga y que hay que matarlos, porque si no un día causarán la muerte a alguien en una ciudad.

O que alguien preocupado de verdad por la muerte de un gorrión contra el cristal de su balcón confíe en que no vuelva a pasar, porque no está dispuesto a corregir el efecto espejo que confundió al ave.

Todo eso me genera una “ecoansiedad” de narices. Voy a ver si la aplaco saliendo a comprar unas luces de Navidad para mis ventanas y unos regalos para la familia. Que eso es muy relajante y revitaliza la economía.

“Yingelbels, yingelbels”.

Feliz invierno y ¡jarana y tira pa’l monte! 



El Nido del Grajo

El otoño es ese tiempo de “llegada de la plenitud del año”, el momento del ciclo final de la vegetación, la caída, la recogida. Por el contrario, para nosotras es ese tiempo en el que el ciclo de las estaciones comienza de nuevo. Nos guiamos por la vuelta “al cole” que nos posiciona en nuestra rutina una vez más. Como en todos los comienzos afloran los nervios, las tensiones, los miedos, las dudas y nos olvidamos del poder verdadero de Cronos. Siempre, SIEMPRE las aguas vuelven a su cauce. Bueno, más o menos…

La nueva temporada de lluvias nos da alivio pensando que todo ese agua que faltaba podría volver a recuperarse, que el calor del verano menos cálido de los que quedan por venir da paso al fresco y cambiante septiembre, que la sirena del colegio de al lado recuerda que aún existe el futuro en forma de pequeños humanos, que aquel plan que querías empezar es menos duro de lo que imaginabas, que las verdes hojas de los castaños ya están más cerca de caer, que los bandos de estorninos pronto llegarán o … no.

Parece que el cauce cada otoño se va escorando un poco más hacia la derecha…igual es hora de hacer nido, de buscar casa, de volver a reunirse, de empatizar, de cerrar ventanas y abrir vinos. #Seacabó el descaro del verano. Pero, justo cuando íbamos a abrir ese vino, las aguas que tanto necesitábamos llegaron con algunos destrozos en El Nido -en el hogar- y su consiguiente retraso. Parece que nada llega con mesura, así que paciencia, que hay otoño e invierno un rato largo para poder compartir vivencias, inquietudes y conocimientos.

De momento, estrenamos imagen de nuestro Nido del Grajo y os tentamos con una pequeña y tímida programación. Estamos preparando un taller de técnicas de identificación de gaviotas por un maestro en la materia; la presentación en Madrid de un libro diferente; un interrogatorio en tercer grado -tras amena conferencia- sobre los problemas a la hora de organizar un viaje con alguien que sabe tanto de viajar como de pajarear; ataremos los cabos -y echaremos una soga al cuello si es necesario- para cerrar fechas para un taller de ilustración de aves con un artista fundamental en nuestro panorama; y, en algún momento, haremos algún pase del capítulo 0 de Paseos por el Paleártico, con el título provisional de Así no hay quien haga nada.

Para poder asistir a estos eventos y talleres, recordad que tenéis que suscribíos al boletín de El Vuelo del Grajo, ya que es así como enviaremos puntualmente la información.

El equinoccio nos trae también algunas citas a tener en cuenta en forma de festivales y ciclos de cine distribuidos por toda España. Entre otros, nos encontramos esta estación con el Delta Birding Festival, un indispensable ubicado en el Delta del Ebro. En Madrid tendremos el ciclo de cine “Pajareros”, que ya lleva diez ediciones celebrándose en La Casa Encendida entre el 3 y el 24 de octubre y que ofrecerá cuatro sesiones sobre migración, hábitats y paisajes sonoros de las aves. Ese mes se celebrará también la VI edición de Ornitocyl, donde tendremos el gustazo de estrenar la primera de una serie de películas llamadas Paseos por el Paleártico, entre el 20 y 22 de octubre en Herradón de Pinares. Del 15 al 18 de noviembre, vuelve Letras Verdes, el Encuentro Nacional de Literatura sobre Naturaleza y Mundo Rural que reúne a amantes de la pluma alrededor de conversatorios, charlas y talleres en el Palmar, Tenerife.

Mientras los juveniles se dispersan para formar sus propios bandos familiares y los mamíferos preparan sus refugios para pasar el invierno, seguiremos disfrutando del placer de las lluvias y de esos veranillos de San Miguel. La ventana abierta nos satisface haciéndonos olvidar el severo calor del verano que trae consigo el aviso eterno de alarma climática, pero siempre, SIEMPRE, deberíamos tener un pequeño lugar para la esperanza, mientras encontramos el calor del hogar. Metamos los pies descalzos en la tierra mojada, aún queda tiempo o…no.


Algo así tiene que ser el hogar:

Oír fandangos mientras las ovejas van
tras sus corderos

Rebuscar con los dedos las raíces

Ofrecer a los tubérculos los tobillos

Convertir la voz en ternura
y en presa

Prometerme una y otra vez
que nunca escribiré en vano
un libro con las mismas manchas

María Sánchez








No eres tú: soy yo (y tú y él y Maroto y el de la moto)

Cuando las palabras se empiezan a escribir con trazo grueso en las conversaciones de los foros de naturaleza, es el momento en el que frecuentemente alguien enciende el ventilador esparcidor de inmundicias. Esto imagino que ocurre de igual forma en todos los ámbitos. Pero en el que nos concierne, existe una fórmula mágica. Está construida en forma de frase de cinco vocablos. Es una justificación universal. Es la razón para hacer el bien o paramorir matando. Es una invitación, en conciencia, al suicidio colectivo. 

“Peor es el ser humano”, dicen y se quedan tan tranquilos. Es el punto final forzado a muchas conversaciones digitales en las que se pone en tela de juicio un mal para la naturaleza. Vale para todo y en cualquier circunstancia. Y el colmo de su universalidad es que, con pequeñas modificaciones, puede ser usada por todo el mundo. En este sentido, es muy frecuente añadir un “rural” o un “urbanita” en sustitución del ser humano. Es peor el urbanita… Es peor el rural… Se lo puedes leer a un adalid de los felinos domésticos asilvestrados para minusvalorar el daño que infligen los gatos a la biodiversidad y a un cazador para defender su actividad, comparándola con el daño que causan los gatos, a un deportista al opinar sobre las barreras de cristal de su pista de pádel o a un jardinero de fin de semana, comparando el daño de su poda primaveral con la utilización de plaguicidas.  

La única regla para el uso correcto de esa coletilla es que el o la que acciona la anilla de esta granada verbal tiene que sentirse acosado y, quizá, no haber pensado muy bien lo que dice. Es una explosión que, más que convincente metralla intelectual, suelta una cortina de humo, tras la que desaparecer si los argumentos se acaban. Es el “y tú más” definitivo cuando lo piensas, pero unos breves puntos suspensivos cuando lo sueltas.

Todos ellos suben la frase a sus redes tras publicarla mediante el uso de un trasto digital, que ha necesitado varias explotaciones mineras en rincones impensables del planeta. Lo hacen mientras, probablemente, llevan puesta alguna prenda confeccionada en un remoto pueblo asiático y que seguramente le dure tres lavados. Y, por supuesto, ambos –interface y calzoncillos- están muy alejados del concepto de comercio de proximidad. Todos ellos, como decía, no se dan cuenta de que la frase “peor es el ser humano”, como razonamiento justificativo, está incompleta. Pide a gritos una proposición subordinada adjetiva o de relativo (tal y como ha confirmado Mar Barbero, editora de El Vuelo del Grajo). Vamos, un ¿por qué dices eso del ser humano? ¿No te das cuenta de que echar la culpa así, en genérico, a toda la especie, si se asume a pies juntillas y eres persona con conciencia, te obligaría a buscar una buena ventana por la que lanzarte?

Da mucha rabia leer esa frase mal parida. Más que nada porque todos tienen razón: de todo el ser humano es el culpable. 

La frase, completa e inteligible es: “peor es el ser humano, que es codicioso”. Y es así desde siempre y para siempre. Lo queremos todo como individuos, como familias, como sociedad y como naciones. Para conseguirlo estamos dispuesto a todo. Incluso a dejar la vida en el empeño. Una especie de egoísmo generoso: ¡cómo para que no pete la cabeza!

Nada va a hacer cambiar la naturaleza de 8.000.000.000 de seres humanos. Y todos tenemos uno de esos dispositivos digitales, todos hemos comprado ropa basura, todos quemamos, de manera directa o indirecta, petróleo y todos los que leemos este texto hemos dicho o escrito -presuntamente- alguna vez “peor es el ser humano”.

Pero dejemos clara una cosa sobre la frase de marras. Al tratarse de una característica fundamental de la especie, quizá la que ha dirigido más nuestra evolución inteligente, no podemos utilizar esa codicia como justificación. Ni para tirar balones fuera, ni para defecar en el convento ante nuestra plausible próxima extinción.

Habría, como especie, que procurar extinguirse con clase y dignidad, que dijo Julián Hernández. Y después de citar a un músico punk-gamberro –pero de una claridad no siempre bien valorada, que con poco más de 20 años escribía y cantaba ese verso en una canción sabiamente titulada Pueblos del mundo: ¡extinguíos! (Siniestro Total, 1988)-, podría hacer un alegato ácrata, un llamamiento a las armas o apostar por una esterilización colectiva. Pero soy realista y solo voy a reivindicar el uso de la vaselina.

Me explico. Que nos vamos al garete como especie en un brevísimo periodo de tiempo geológico está más que claro para casi todo el mundo. Los que teniendo una buena capacidad intelectual niegan el cambio climático, mienten. Son los mismos que citábamos antes que han elegido aliviarse en el recinto religioso debido a que la gallina de los huevos de oro anda ya en paliativos

Y en esta cuenta atrás para nuestra desaparición estamos perfectamente dispuestos a llevarnos todo lo que contiene el planeta por delante.

Por eso me conformo con proponer la estrategia de la vaselina: jodámonos hasta la extinción, pero procuremos que el planeta sufra lo menos posible. Que nuestras estúpidas fricciones dejen de lastimar todo lo vivo.



Y, mientras sueño con lindes de cuatro metros libres de glifosato en las que críen sisones y con personas que pongan todo de su parte para no atropellar fauna en carreteras y caminos, saldré al campo y haré porque no me deje de maravillar cada resquicio de vida silvestre que me tope. Y sonreiré con todos y cada uno de los chirridos del triguero en lo alto del poste y con los chillidos del vencejo entre los edificios. Y disfrutaré del verano menos caluroso de cuantos me quedan por vivir.





El artículo que iba a enfadar a mucha gente.

Hacía muy poco que se habían visto las imágenes de los agricultores leridanos estampando conejos de monte vivos contra las puertas de no sé qué organismo. Esta repugnante acción era parte de una protesta sobre lo que luego los medios afines al mundo cinegético y a los sindicatos agrarios vinieron a llamar “plaga de conejos híbridos”.

Unas semanas antes, la polémica con animales de por medio estaba en los detalles de la llamada “Ley de bienestar animal”. Legislación que, tras limarle las asperezas que podían generar fricciones con los sectores protagonistas del párrafo anterior, se relacionará con lo animal en forma de mascota.

El tema sobre el que iba a tratar este editorial era la enorme distancia que tienen ambos sectores –“agrocazador” por un lado y “mascotista” por el otro- entre los sujetos de los que hablan y la realidad de lo que hablan: los animales.

Curiosamente, ambos grupos tienen una serie de características en común. Los dos tienen un alto grado de influencia sobre la opinión pública (votantes) en sectores muy amplios de la población (votos), lo que les otorga un nivel de fuerza muy notable sobre el poder legislativo (políticos). Además, tanto los unos como los otros comparten el rasgo común de que, como grupos de personas -masas, no como individuos- sus opiniones y actos están regidos por cosas como sentimientos, negocios, aficiones, querencias o motivaciones psicológicas.

La chispa del tema del editorial iba a ser que pondríamos de manifiesto que esos sentimientos, negocios, querencias o motivaciones psicológicas son estrictamente humanos. Que ningún zorro, petirrojo o salmón entiende o comparte tales asuntos. Y el giro dramático del texto vendría cuando afirmásemos que eso, mirar a los animales única y exclusivamente desde puntos de vista humanos, prescindiendo de lo que realmente les importa a los animales (comer, beber, copular y sobrevivir al invierno para seguir haciendo lo mismo la temporada siguiente) es la famosa acción de “humanizar un animal”. Que “mascotizar” y cazar son las dos caras de la moneda de curso legal entre muchos de los que dicen amar la naturaleza. Que ambas cosas son el espíritu Disney en su máxima expresión.

Solo pensar en la cantidad de cerebros que explotarían al leer que desear disponer del amor de un corzo es igual de “humanizante” que querer poner sus cuernas en el salón de casa, sumía a la redacción de esta publicación en un caos de preparativos de medidas y contramedidas defensivas en redes sociales. Nos veríamos obligados a especificar que, lógicamente, no estábamos comparando los valores éticos entre ambos especímenes humanos y que simplemente nos limitábamos a decir que ambas cosas, sentirse en la posición elevada de querer apropiarse de la vida o de la muerte de cualquier animal silvestre es la misma visión antrópica.

Luego aflojaríamos la tensión para ir redondeando el gran final, que no sería otro que recordar que no estaría mal que a la hora de legislar (y votar) se tuviese en cuenta que el papel de los conejos en el ecosistema no es acabar espachurrados contra la cristalera de una consejería ni terminar sus días en un santuario, a salvo de sus depredadores naturales. Pero sobretodo lo primero. Sí, ya sabemos que la ley procesó al fruto de la relación sentimental que tuvieron una piedra y una bolsa de basura y que pasó a la posteridad cuando todos vimos como torturaba a un zorro herido mientras se reía. Lo pateó, lo arrastró por la cola, lo lanzó al aire y lo publicó en redes. Y un juez lo juzgó y él se fue de rositas, o al menos de margaritas. No se abrió el suelo bajo sus pies, ni un dragón le hizo un drakaris mientras trataba de hacer sus deposiciones en la intimidad de su pocilga. Y esos expertos en naturaleza que hacían puré de conejo en las cristaleras de un organismo público tampoco serán procesados: hace falta una ley de bienestar animal para todos los animales.

Lo que estábamos pensando publicar necesitaba de voces con mucho más calado, abrir el discurso hacia aspectos de índole filosófico y estudiar la evolución de la visión científica sobre todo esto. Eso y tener el temple necesario para recibir hostias a diestro y siniestro a mano abierta y cara tapada. Íbamos a abrir un melón para el que no podíamos dedicar tanto tiempo.

¿Y por qué no podíamos dedicarle más tiempo? (Y este es el tema del editorial de verdad)


Un paseo por el Paleártico occidental.
1ª parte. Editorial primavera 2023.



El Vuelo del Grajo inicia con el arranque de la primavera un apasionante proyecto: conocer de primera mano la ecozona en la que estamos imbricados. Durante esta primavera y la correspondiente a 2024, a lomos de La Grajilla, tomándonos nuestro tiempo, viajaremos desde el Trópico de Cáncer hasta el Círculo Polar Ártico con el fin de conocer la fauna y los ecosistemas.

Esta primavera, tal y como delata la portada, nos sumergiremos en los paisajes desérticos del Sáhara Occidental y Marruecos. Dejamos para la siguiente etapa el largo viaje que nos llevará hasta el extremo norte continental de la ecozona en la que vivimos. Para entonces, habremos visitado más de 15 países. Y, sin más ojos que los nuestros, al final del proyecto tendremos una serie de documentales, un buen número de artículos e, incluso, un montón de chispeantes actualizaciones en redes sociales.

¡Pajareo trashumante! ¡Birding overland! ¡Jarana y tira pa´lmonte!

¡Ya somos pajareros y pajareras!

Ilustración de Ana Brown.

El calendario de El Grajo se mueve por las estaciones y no por meses. Esto hace, un año más, que nos adelantemos a todos los mass media y saquemos una portada con el 2023. Siempre en cabeza, como las grullas experimentadas.

Termina un año prodigioso en el que se han batido récords de olas de calor, temperaturas medias y días sin precipitaciones, al tiempo que en el norte del planeta se ha vivido uno de los otoños más fríos y tormentosos de las últimas décadas. Nos pasamos 21 días de lluvia constante, mientras que los termómetros están 10 grados por encima de la media para estas fechas. Todo ello, con los pantanos bajo mínimos.

Pero tranquilos, hace tan solo 30 días, la postulante a presidenta del mundo marciano -temporalmente en prácticas en la Comunidad de Madrid- dijo en medios que la emergencia climática es contraria a las evidencias científicas, argumentando que se trata de los mismos ciclos climáticos de siempre. Por supuesto, da por hecho que son los ecologistas, protectores del medioambiente y pervertidos mentales de izquierdas, quienes están perpetrando esta “estafa”.

También en otoño, los corrillos de aficionados a la observación de aves se convulsionaban ante la arribada masiva de aves marinas norteñas. Sacudidas por 20 días continuados de tormentas y vientos en el Atlántico norte, exhaustas y con necesidad de alimento, se refugiaron en las costas mediterráneas.

Tarde descubrieron que estas playas y puertos ya no son refugio para animales famélicos, muriendo en cifras terribles de hambre y cansancio. Reventadas y sin capacidad para reponerse, un periódico muy leído, alarmaba sobre la presencia de extraños pingüinos portadores de gripe aviar y otros siete males, dignos de un buen apocalipsis.

Mientras esa es la cara con la que se muestra lo que está por venir y esas las reacciones de los que nos dirigen y los que nos informan, en El Vuelo del Grajo dedicábamos una buena parte del tiempo de otoño a adecentar una aldea gala, en la que podernos encerrar de vez en cuando y resistir. A este reducto lo hemos llamado ‘El Nido’. Un espacio vacío preparado para llenarse de cordura, acción y pensamiento. Un sueño de salones, presentaciones y conversatorios para hacer frente a todos los romanos que nos puedan venir encima.

Y ya tenemos pócima mágica para semejante esfuerzo: la palabra. Ese milagro que se pronuncia, se escribe y se lee; que tiene capacidad para comunicar y trascender; y, bien parida, emocionar en cualquier dirección.

Hablando de palabras, hasta hace 24 horas muchos nos identificábamos con un vocablo que, con la norma en la mano, nos autodefinía como amiguetes de la caza de pequeñas aves. ¡Qué enorme contradicción! Y qué buena fortuna que contemos con personas que aman, respetan y defienden a bichos y palabras de igual manera. Personas que saben lo que significa el tiempo, con la mirada puesta en la lejanía.

Sí, ya somos legalmente pajareros y pajareras. Ya no hay que tener la tentación de ponerlo entre comillas o en cursiva, como indicando que no estamos en el mismo bote que los cazadores de pajaritos, que es lo que hasta ahora significaba pajarear según la Real Academia de la Lengua.

Y si podemos decirlo en voz alta, ponerlo por escrito y leerlo sin que nadie se confunda, salvo por desconocimiento de la norma, es porque allá por 2016 Antonio Sandoval tuvo la excelente idea de solicitar a la Sociedad Española de Ornitología que propusiese a la Academia “el uso de pajarero-pajarera para referirse a los observadores y aficionados al estudio de las aves y desvincularlo del silvestrismo”. El 20 de diciembre de 2022 esa iniciativa ya se ha culminado.

Al tiempo que estoy de pajareo dándole vueltas a la trascendencia, casi poética más que práctica, de esta noticia que tanto me conmueve, reviso acepciones de la acción de pajarear. Su tercera interpretación dice: “Andar vagando, sin trabajar o sin ocuparse de cosa útil”. Imagino que cuando los primitivos naturalistas y ornitólogos de primera hornada se echaron al monte a descubrir la historia natural, la gente ajena a esos intereses los tacharía de vagos inútiles que solo hacen por mirar bichos. Y me doy cuenta de que en 200 o 300 años esta relación no ha cambiado mucho. Y pienso que siempre habrá quien jalee al rebaño hacia la extinción propia y de todo lo que lees rodea y gente pajareando.

Sigamos, un invierno más, defendiendo aldeas romanas.

Una nueva y épica razón para salir a observar fauna.

Ilustración «Otoño en Ordesa» confeccionado con materiales vegetales recolectados en dicho paraje, de Santiaga Molina Plaza

El observador de fauna moderno comparte motivaciones con los padres de la taxonomía, que cruzaron océanos, selvas y desiertos, para elaborar las primeras listas rigurosas de los animales con los que compartimos planeta. Tenemos una enorme semejanza con los naturalistas que, a mediados de la década de 1950, se lanzaron al monte para conocer lo que les rodeaba. Y, unos más y otros menos, todos los bicheros en general poseemos ese afán conservacionista que desde la década de los 90, y con el comienzo de siglo de manera más intensa, está borrando del mapa la vieja escuela de la supremacía de la especie humana sobre el resto de especies.

Con la accesibilidad del transporte, las comunicaciones, aparatos ópticos y cámaras fotográficas, el mundo natural está más al alcance que nunca. Las redes sociales -veamos el lado positivo de las cosas- acercan a todo aquel que se interese y quiera profundizar en un conocimiento básico sobre la biodiversidad. Es realmente fácil encontrarse en el monte a gente de cualquier edad y sexo pertrechada con prismáticos o cámara haciendo bien las cosas. Y aunque en España llevamos un notable retraso con estos temas y nuestro carácter desconfiado frente al asociacionismo crea ciertas desventajas, los naturalistas aficionados ibéricos ostentan ya un notable poder para realizar acciones en defensa de la fauna y la flora.

En definitiva, somos muchos, cada vez más, los que estamos equipados, tenemos conocimiento y estamos informados. Sentimos esa emoción por observar y conocer nuevas especies. Trascendemos de la “lista” para pasar a las relaciones de especies/ejemplares. Somos más los que compartimos la emoción por salir al monte, a ver qué es lo que vemos, pero que al regresar a casa nos preocupamos por lo que ya no vemos. Y lo que es más importante, dispuestos a poner nuestro granito de arena en lo tocante a la defensa activa de la biodiversidad.

Secas las lágrimas que la temporada de incendios provocaron y gratamente olvidados los calores del llamado “verano más fresco de cuantos nos quedan por vivir”, es difícil quitarse la pesadumbre de encima.

Nada nos pilla de nuevas. Todos, hasta el más desnortado de los Homo sapiens ssp occidentalis, lleva décadas oyendo hablar, primero, del calentamiento global y luego del mucho más contundente cambio climático. Y, desde hace unos años, el imponente titular, escrito en letras de neón, como si se tratase del cartel de bienvenida a este Las Vegas del Armagedón, recurrentemente vemos: “sexta extinción global”. Para miccionar y ni siquiera encontrar la cremallera.

Dejando de lado a los ciegos y a los que cierran los ojos con el ánimo de que ignorando lo que pasa todo continúe igual, tras los últimos 24 meses y la guinda de este verano, salta a la vista que la cosa, un poquillo, sí está cambiando. Pero, además, todo parece indicar que lo que queríamos entender que iba a ser una progresión aritmética de disgustos es, en realidad, geométrica y plagada de variables sorpresa. Hay indicios científicos (los trabajos y artículos al respecto de Henry Gee quizá sean los más populares) de que la plácida caminata sendero abajo de la especie humana en este planeta, es, en realidad, una divertidísima montaña rusa con el trenecito dotado de turbinas de postcombustión.

Las cosas como son: “La edad de los insectos llegará” (sic) y los ojos que lo verán no tardarán en nacer.

Si los Linneo y Darwing se hincharon a nombrar y describir nuevas especies, para gloria del conocimiento y satisfacción de los humanos; si los Durrel, Attenborough y de la Fuente encontraron el placer de darlos a conocer a las masas; y si miles de científicos, con gloria o con frecuente anonimato, lograron descifrar hasta el más recóndito dato de todo ser que haya hoyado la superficie del planeta, los meros amantes de la fauna silvestre también tenemos ahora una misión.

Teniendo en cuenta, desde el escepticismo y el brumoso y pegajoso negativismo que padece -esperemos que temporalmente- el que escribe esto, que hay mucho escrito y descrito, que los bancos de ADN están bien surtidos y que la estupidez humana no tiene límites (como se puede comprobar, todo esto son datos científicos bien contrastados), nosotros los observadores, fotógrafos y naturalistas de fin de semana tenemos la obligación de disfrutar. Vamos a ser testigos del desvanecimiento paulatino de poblaciones locales, regionales y nacionales. Poco a poco, cuesta creerlo o aceptarlo, las noticias sobre la desaparición de especies en libertad serán más frecuentes. (¿Quién dijo aquella terrible frase de que en la actualidad se extinguen especies animales que no hemos llegado a conocer?). E incluso, poniéndonos dramáticos hasta la extenuación, más pronto que tarde, existirá un anglicismo con el que nombrar a las especies de nuestra lista que nunca podremos volver a apuntar.

Disfrutemos y documentemos: habrá que ir y volver, fotografiar, recoger plumas y excrementos. Grabemos los sonidos de animales y parajes. Maravillémonos, compartamos emociones y no paremos de admirar todo aquello que, en términos proporcionales, no muchos más podrán ver.

Hagámoslo como los que apuran todas las botellas de vino antes de que el enemigo quebrante las murallas de la ciudad.

Bienvenidos a una nueva época para el observador de fauna.

Feliz otoño y jarana y tira para el monte.

Editorial verano 2022

La conservación también se vota.

Anoche trataba de conciliar el sueño que las emociones recientes se empeñaban en apartar de mí. Elegí, a vuela hoja, un capítulo del imprescindible ¿Para qué sirven las aves?, de Antonio Sandoval, libro que salió a relucir en varias ocasiones durante las conferencias y charlas de amigotes durante la feria, no menos imprescindible, OrnitoCyL. Fui a dar con el capítulo Allá en las islas, tiempo atrás, en el que, entre otras cosas, habla de la sorprendente extinción de los araos que se reproducían en el noroeste peninsular. En este fragmento de su obra, Sandoval logra algo muy difícil de conseguir: mezclar, en un texto eminentemente científico -por la investigación, fuentes contrastadas y datos que aporta- ciertas dosis de emoción -cuando además ya te ha avanzado el resultado final-, mientras incorpora, no una, sino tres anécdotas personales que incluso transpiran melancolía. Me río de la complejidad de algunas recetas culinarias ante un difícil cóctel literario como este. La pregunta planteada es el porqué de la vertiginosa extinción, a un ritmo que llegó a ser del 33% anual de los ejemplares durante años consecutivos, y cómo, una vez descubierto el sumidero de biodiversidad, las autoridades no actuaron implementando soluciones cuando eran fáciles de ejecutar. De haberlo hecho, hubiera costado dinero y votos, pero se habría podido salvar a aquellas poblaciones. La puntilla final la puso el Prestige. En la primera mitad del S-XX eran aproximadamente 20.000 individuos: una población sana y boyante. En la actualidad, este número es de entre 1 y 3 parejas reproductoras. Nadie en el Gobierno gallego ni el estatal hizo nada por remediar la causa de aquella extinción.

Mientras disfrutábamos de un fin de semana magnífico, escuchando ponencias y presentaciones brillantes, todos los presentes teníamos un ojo puesto en la tragedia que sucedía en la Sierra de la Culebra. Pajareros, bicheros, ecoturistas, científicos, me atrevería a decir que todos los presentes en la explanada de La Cañada de Ávila habíamos pasado por aquel paraje que se quemaba sin freno. Ni la Sierra de la Culebra (espacio protegido) estaba preparada para luchar ante una eventualidad así, ni los recursos para la lucha contra un incendio forestal en la comunidad de Castilla y León estaban en condiciones para enfrentarse al fuego. En plena ola de calor tempranera, el riesgo de incendios establecido en la Junta de Comunidades era “medio”, ya que el grado “alto”, que implica la activación de todos los retenes con el consabido gasto, solo se decreta en el mes de julio, por razones presupuestarias. Dicho de otra forma: Zamora ardía mientras el 75% de los efectivos de la lucha contra el fuego estaba en su casa.

Y mientras los bomberos profesionales, biólogos, ecólogos, agentes forestales y demás personas expertas en estos temas advertían del inminente peligro poniendo sobre la mesa las soluciones, Juan Carlos García Quiñones, consejero de Medio Ambiente de la autonomía, declaraba al Diario de Valladolid en una entrevista concedida en 2018 que «mantener el operativo de incendios todo el año es absurdo y un despilfarro».

Tal y como quedó registrado en un vídeo en julio de 2019, Alberto González, vicepresidente del Partido Popular de Huelva, animaba a los agricultores de la zona a seguir regando sus fresas usando los pozos ilegales. Y acercándonos más en el tiempo, en enero de este año, el Gobierno andaluz tenía ya preparada una ley para regularizar las más de 1.400 hectáreas de cultivos de regadío que utilizan pozos ilegales de la comarca.

De nada sirve que desde hace años se tenga claro que son esos pozos que roban el agua los que están matando el Parque Nacional de Doñana y que su clausura es paso necesario para no acabar con él.

Pero este mismo fin de semana, mientras Alonso se quejaba amargamente de lo poco efectivo que es su monoplaza y lo mal que le trata su equipo y el Girona lograba el ansiado ascenso a primera división, la comarca de Doñana cambiaba de signo y otorgaba su confianza al partido mayoritario de la derecha.

También otro vídeo le jugó una mala pasada al por entonces flamante nuevo alcalde de Madrid, Martínez Almeida, allá por 2019. Almeida estaba en un colegio, hablando con unos niños, cuando una niña le preguntó sobre qué salvaría antes de un incendio si tuviera que elegir, la catedral Notre Dame o el Amazonas. Contestó, sin dudar un segundo, que “Notre Dame porque es un símbolo de Europa y nosotros vivimos en Europa”, palabras a las que la niña replicó con un infinitamente más sabio: “Pero en el Amazonas hay árboles y hay naturaleza y es el pulmón del mundo y se está quemando”.

Conseguimos salvar al lince gracias a la aplicación de leyes y la ejecución de complejos proyectos de cría en cautividad y salvaguarda de los espacios, cuidados sobre las poblaciones de conejos y seguimiento cercano de los ejemplares del felino, con un coste económico exorbitado.

Hace unos años, cuando los programas de rescate del lince llevarían un par de lustros en activo, en un medio de comunicación afín a la dispersión de plomo en la naturaleza, un colaborador escribió un artículo cuya línea argumental se basaba en una división. El autor había sumado todas las inversiones realizadas hasta el momento en el rescate del gato grande y lo dividió por el número de ejemplares liberados. Después tituló el artículo: “Cada lince nos cuesta 800.000 euros a los españoles”. Claro está que no explicaba que el dato era coyuntural y que según se liberasen ejemplares, al tiempo que se iban reproduciendo en libertad, los costes de las instalaciones e investigaciones se amortizarían per cápita, a la baja, de manera exponencial. ¿Pero para qué estropear un titular tan bueno para la causa anti conservacionista?

Puede que esta manipulación torpe de los datos económicos no tuviese un recorrido muy largo dado lo burdo del engaño, pero lo cierto es que la recuperación del lince se ha hecho a base de talonario y con la connivencia de la especie, que tampoco es muy exigente para su reproducción en cautividad.

Si se le da una vuelta al tema, en la intimidad del pensamiento, nadie en su sano juicio menospreciará la conservación y el Armagedón que es el cambio climático. Públicamente podremos reírnos de la infatigable chavala sueca, llamar “pisapraos” a los ecologistas y menospreciar la desaparición -al fin y al cabo están en las antípodas- de los orangutanes. Podremos tener muy en cuenta los beneficios o daños económicos que supone tomar o no ciertas medidas proteccionistas. Podremos, incluso, valorar más los costes políticos que tendrá adoptar una posición conservacionista en las decisiones que tome el partido en el que confiamos de toda la vida. Lo que ya no sé si es viable es no hacerle saber a esos mismos políticos a los que cada cual da su voto, que los principios conservacionistas han de estar en un primer plano. ¿Qué menos que luchar por el medioambiente con la misma fuerza que lo hacemos por nuestros intereses personales? Y, al menos para mí, la goma elástica de la comprensión se me colapsa cuando escucho a líderes políticos coquetear con el negacionismo climático.

El problema no está en los partidos, sino en los principios éticos y técnicos que se mueven en la cabeza de los que luego escribirán los programas políticos y sus líneas de actuación. Al final, es el cortoplacismo lo que está detrás de la 6ª extinción masiva. Y, ojo, que, aunque a algunos les cueste aceptarlo, el ser humano es tan especie animal como ese arao y, por lo tanto, tan en peligro de extinción como cualquier otra.

No es cuestión de colores, chaquetas o partidos. Es solo tener claro que por costoso que sea, una catedral levantada por el ser humano se puede reconstruir en un corto plazo de tiempo. El más insignificante de los insectos, que llegó a ser lo que es tras millones de años de evolución de la naturaleza en su conjunto, toda vez que desaparece el último ejemplar, se acaba para siempre. Nada ni nadie será capaz de devolver ese patrimonio de la humanidad.

Recuperar, e incluso mejorar, la serranía zamorana será cuestión de regar con euros las laderas calcinadas y tiempo, que dicen que es oro.

Deshacer lo hecho por el Prestige valió una fortuna y el tiempo de miles de voluntarios que, como son voluntarios, parece que no valiera oro.

Si acaban por matar a Doñana, su resurrección será poco más que imposible.

Dado como va el asunto de nuestro paso humano por el planeta Tierra, no habrá generaciones venideras para ver una recuperación del Amazonas, mientras que Notre Dame reabrirá en 2024.

Los millones que se llevó el lince no valdrían de nada con la mayor parte de las especies ante una supuesta acción de recuperación.

Y al arao será imposible verlo anidar de nuevo en Iberia.

Y ahora, ¡vota!, ciudadano conservacionista.



Primavera 2022

Es 21 de marzo. Comienza la primavera entre lluvias y toca publicar portada: la quinta vez que lo hacemos, en esta ocasión ilustrada por José María de la Peña. Sí, eso significa que El Vuelo del Grajo cumple un año y lo vamos a celebrar por todo lo alto.

Cuando definíamos las líneas maestras de la revista, manejábamos conceptos e ideas como observación, emoción y conservación. También estudiábamos fascinados que era todo aquello del overland: viajar de la manera más autónoma posible, sin que nada te pueda parar, teniendo la capacidad de atravesar montañas, cruzar desiertos y vadear ríos, reduciendo al mínimo la dependencia de otras personas. Todo eso se cocía en nuestras cabezas mientras estábamos confinados. Y le añadimos la idea del “pajareo” o, mejor, del “animaleo”. “¿Y si nos fuéramos de viaje allá dónde nos diese el viento, con el único objetivo de ver bichos?” Un coche lo menos sucio posible, una tienda de campaña, una nevera, una cocina y millones de animales a los que conocer. Así nació el «pajareo-viajero» que, en un arranque de internacionalismo, cambiamos por birding-overland. Podríamos decir que durante este año de vuelo de la revista hemos estado poniendo a punto todo ello. Ahora toca dar el gran salto.

Marruecos: “¡Allá vamos!”

(Hoy la frontera y el tráfico marítimo entre España y Marruecos están cerrados. Están así desde que se declaró la pandemia, luego la política no ha ayudado a mejorar la situación y los últimos hechos -tan incomprensibles como inesperados- aún no sabemos cómo afectarán. Tenemos un plan B por si fuera necesario).

En febrero se anunció la apertura de fronteras para el día 31 marzo. El Ramadán empieza el 4 de abril y nosotros nos pondríamos en marcha el 9. Luego, veintiún días para recorrer lo más agreste del país norteafricano.

Para organizar el viaje, hemos consultado todas las fuentes a nuestro alcance, tanto de viajeros como de pajareros. Y así, apuntados sobre mapa plegable Michelin, tenemos marcados, con diferentes colores, casi cuarenta puntos de interés ornitológico y rutas, de más de 250 kilómetros de longitud, por zonas no habitadas por el ser humano y de las que no tenemos ningún registro de fauna, salvo los valiosos apuntes de distribución de mamíferos.

Los acantilados interminables del Atlántico, castigados por el incesante viento; el antiguo fuerte de Bou-Jerif, por el que se accede a la pista de Plage Blanche que lleva a Tan-Tan y que corre entre el océano y las dunas; el ibis eremita en el Souss-Massa y el búho moro en Merja Zerga; gacelas y zorro famélico en el desierto, más allá del Atlas; gorrión del desierto y fenec en Merzouga; las gargantas de Todra y Dadés; macacos de Berbería en los fríos bosques de cedros… ¡Son tantos los destinos y suenan tan bien en nuestros oídos!

Será un primer raid a Marruecos, que trataremos de contaros en próximos meses. Dejamos pendiente, entre otros lugares, el Alto Atlas y el Sahara Occidental.

Despegamos en este trimestre deseando que nos acompañéis en El Vuelo del Grajo. Os recordamos que podéis suscribiros al boletín de la página y seguirnos en nuestro canal de YouTube, página en Facebook e Instagram.

Pasad la mejor de las primaveras, haced planes gloriosos y recordad siempre: ¡Jarana y tira para el monte!



Invierno 2021

Sincronizar el latir de El Vuelo del Grajo con el cambio de estaciones nos marca un calendario que nos empotra en la naturaleza.

Pensábamos que podría aportar ventajas insospechadas como por ejemplo, cambiar de año, imaginar un futuro inmediato cargado de emociones y desear un apasionante 2022 exactamente 10 días antes de que nadie, oficialmente, osase hacerlo. O transitar por cierto periodo temporal lleno de jolgorios sin tener que citarlos, se antojaba un sueño. Por no hablar del olvido voluntario de las rutinarias felicitaciones y los chistes sobre un supuesto marido de una hipotética hermana. Quizá así hubiésemos podido centrarnos en el editorial de este trimestre. Pero no pudo ser.

Nos fuimos a preparar varios reportajes a Asturias -esa zona de la península donde en una ocasión aparecieron un par de búhos nivales- con los deberes hechos. Concretamente, mal hechos. Así que ahora nos vemos invitados por la fortuna a felicitar fiestas en lugar de solsticios -con retraso incluido- y no pudiendo ocultar que los deseos son para el año entrante.

Y ya puestos a soltar obviedades temporales, vamos al turrón.

Le pedimos a María León de Castro que ilustrase nuestra portada para esta estación y como única referencia le dimos “invierno” y “migración”. Y a vuelta de correo recibimos un bando de milanos azules. Como ellos, como milanos, viajaremos. Y como ellos, como si fuéramos unos oportunistas milanos, trataremos de aprovechar todo lo que la naturaleza nos ofrece para compartir. Porque la naturaleza no da nada. Se trata de compartir con ella. O mejor aún: buscar la manera de compartir con la naturaleza y dejar de ser invitado o ladrón. Pero eso es otra historia de la que ya hablaremos.

Llevamos tres estaciones con vosotros, lectores, y hasta el momento no hemos conseguido realizar todos los temas que os proponíamos en los editoriales de nuestras portadas. Bien porque éramos demasiado ambiciosos, bien porque surgían otros temas o bien porque el tiempo da de si lo que da y no es precisamente elástico. El caso es que no hemos cumplido. Vamos a poner remedio al asunto y solo os adelantaremos en lo que estamos inmersos y algunas ideas difusas para estos meses. Si aún así no lo logramos, para el trimestre siguiente transcribiremos algún monólogo de Gila, que no tiene nada que ver, pero al menos no falla nunca.

En nuestro viajar conociendo a las mujeres que ofrecen una visión, basada en la experiencia y el conocimiento, de lo que significa naturaleza, conservación, observación y emoción, llegamos a Asturias. En Somiedo nos encontraremos con Sofía González Berdasco, pastora trashumante de vida y familia y guía de observación de la naturaleza de profesión.

Y estando en Asturias… llegamos con un mes de retraso a la cita con el Búho nival. Pero iremos a Peñas, veremos el escenario de tan magno acontecimiento y evitaremos que alguien nos cuente con detalle aquellos días de magia made in Hogwarts. Eso sí, empezaremos a planear una semana muy intensa para septiembre 2022 y el paso postnupcial por allí.

Definitivamente (creo que llevamos 9 meses amenazando con ello) en este trimestre lanzaremos la sección de fotografía. Entre otros equipos, trabajamos mucho con cámaras M4/3 y quizá sea un tema central. Pero para hacer nuestros reportajes fotográficos y vídeos, utilizamos una cantidad inmensa de trastos diversos: foto, vídeo, actioncams, estabilizadores, equipo de sonido… En nuestra cabeza, la sección tendrá pruebas, bricos, análisis y todas las cosas que tienen otros canales fotográficos, pero trataremos de enfocarlo todo a un uso ligado a la naturaleza y desde la experiencia de su uso.

¿Milanos en la portada? ¿Fotografía? ¿Y si mezclamos ambos temas? Para, chacho, que empiezas a maquinar y luego pasa lo que pasa…

Pasad un buen invierno, haced planes gloriosos y recordad siempre: ¡Jarana y tira para el monte!



OTOÑO 2021

¡JARANA!

Cuando le dábamos vueltas al proyecto que hoy conocemos como El Vuelo del Grajo, hacíamos hincapié en que los contenidos tenían que reflejar los sentimientos y sensaciones que van parejos a la observación de fauna y la inmersión en la naturaleza: emoción, diversión y pasión, mezclados con buenas dosis de investigación, aprendizaje y compromiso con la conservación. A esto había que añadir los viajes en plena naturaleza y el deseo constante de aventura. En nuestros planes ya nos íbamos encaminando hacia el overlanding, palabra de origen australiano por la que se conoce en todo el mundo la forma de viaje en la que se es autónomo y se sortean todos los obstáculos gracias a la capacidad del vehículo empleado. Con todo ello en la cabeza y bien confinados en nuestra casa, la palabra que mejor definía la futura revista digital era “¡JARANA!”, así, en mayúsculas y entre exclamaciones. Ahora con el otoño, tras dos estaciones de experiencia, casi 50 actualizaciones en la web y el formato vídeo en marcha, llega el momento de empezar a alcanzar los objetivos que nos marcábamos en un principio.

En estos meses que tenemos por delante seguiremos conociendo gente, espacios y fauna muy interesantes. Por ejemplo, os enseñaremos el que probablemente sea el mejor sitio de España para ver la berrea y observar el comportamiento de los ciervos y gamos sin que nuestra presencia (respetuosa) les afecte o modifique.

También presentaremos una pequeña película sobre Luisa Abenza, que es una de las personas más apasionantes que os podéis topar en el monte.

Javier tiene intención de meterse unos días, y sus noches, en el territorio dónde comenzó su pasión por la vida silvestre cuando tenía alrededor de diez años.

Y en el apartado de conservación, vamos a compartir unos días con la pesadilla de los silvestristas de redes en el campo y los come pajaritos fritos. Acompañaremos a los activistas de CABS durante su cacería anual de furtivos y veremos como lo hacen para quitar el sueño y destrozar el bolsillo a todos los canallas mata aves que se les ponen por delante.

Un trimestre lleno de fauna y humanos silvestres.

Y ya sabéis: ¡JARANA y tira para el monte!





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