Focas, catedrales y ministros. – El editorial invierno 2025.

Focas, catedrales y ministros.

Antes era muy fácil ser un defensor del medioambiente y de las especies. En los años 60, 70 y 80 el umbral del peligro medioambiental estaba muy alto y la inconsciencia de lo que en realidad estaba ocurriendo era generalizada. Digamos que, aunque estaba feo, los domingos, mientras se hacía la paella al lado de ese arroyo tan fresco, la gente cambiaba el aceite del SEAT 124 sin ninguna contemplación. Si estabas sensibilizado, pasar de pedir deliciosos pajaritos fritos en el bar ya te situaba en el lado radical de la conservación.

Todo el mundo sabía que la caza deportiva – por los penes caídos: ya sea para levantarlos gracias al trofeo en la pared o en forma de receta mágica ancestral para erguirlos – estaba esquilmando ciertas especies africanas y asiáticas. Y las imágenes que los post-hippies de Greenpeace hacían llegar desde el norte pronto ilustraron a los biempensantes habitantes del primer mundo sobre las masacres que se hacían con las focas y ballenas. Pero poco más y siempre lejos de casa.

Es que antes había un mundo de primera, uno de segunda que nunca se citaba y el tercero, al que pertenecían la inmensa mayoría de países. Cada uno de estos segmentos económico/geográfico/social hacía lo que le daba la gana con sus tierras y mares, empleando los recursos y medios a su disposición. Si la nación en particular tenía poca pasta, empapaba sus campos con DDT y hacía su parte de ecocidio. En cambio, si el país era de los privilegiados mandaba al otro lado del planeta una escuadra de inmensos barcos dotados de sonar y con helipuerto a bordo para arponear todo cetáceo que pasase por delante o por detrás. Y esto último ya lo denunciaba Cousteau, que era muy influyente.

En España, que éramos de primera, pero tirando a segunda, ya habíamos cumplido con nuestra parte del trabajo respecto a los cetáceos siglos atrás y la ballena de los vascos ya solo resoplaba en Canadá. Pero a cambio teníamos, por ejemplo, las Juntas de Extinción de Animales Dañinos -que eran, en resumidas cuentas, todos aquellos animales que no se cazaban- que hicieron que durante casi veinte años cualquiera que quisiera apañarse la vida con una escopeta, veneno o trampas, se dedicase a matar todo lo que le diese la gana. Y esto lo denunciaba Rodríguez de la Fuente, que era muy influyente.

El caso es que si a tu conciencia llegaban vientos ecologistas podías montarte en el Volkswagen escarabajo de tu colega y partir a Centroeuropa a base de 15 litros a los 100 para unirte a los valientes que, con flores y pancartas, trataban de detener el tren que llevaba el combustible nuclear a tal o cual central. Todo lo demás quedaba demasiado lejos. Greenpeace te mostraba cómo unos bárbaros reventaban la cabeza a garrotazos a miles de crías de foca, pero no podías viajar al Ártico. Como mucho, si tenías determinación y coraje, podías poner pingando de rojo titanlux a la primera señora que vieses vestida con un abrigo de piel de foca o de visón de criadero.

Por entonces, para ser considerado defensor del medioambiente bastaba con ir a manifestaciones bajo el lema “Nuclear no, gracias” y hacerte socio de las organizaciones que ya tenían claro que había que defender la naturaleza. Se barruntaba la tormenta, pero debió de ser cuando la sociedad occidental inventó la palabra procrastinar.

Sin embargo, había una cosa muy clara: todos aceptaban respetuosamente lo que decían los científicos. Que luego los japoneses o noruegos dejasen de matar mamíferos marinos era otra cuestión. Sí, todos aceptaban el hecho de que las nucleares eran un peligro y un riesgo para el medioambiente, pero “lo siento, dependemos mucho de esa energía y hay que amortizar la inversión”. 

Si las personas influyentes advertían de un mal, este se encajaba o distraía, pero no se negaba.

Ahora todo es más jodido. Todo es susceptible de convertirse en una trinchera desde la que defender la naturaleza. De repente, te ves teniendo que explicar que el hecho de que los tapones de las botellas estén unidos al envase hace que el número de objetos a gestionar en la limpieza y reciclaje se reduzca a la mitad. Y todo porque un ex reportero de guerra y escritor hizo campaña -indudablemente política- en contra de este invento por considerarlo una medida de la Agenda 2030. Sin querer, te metes en otra trinchera tratando de no caer abatido por una pedrada en forma de eslogan “el CO2 es vida” que alguien te ha tirado mientras hablabas sobre el consumo de carburantes. Y cuando te repones y pides argumentos te dicen que le escucharon a alguien decir que si las plantas respiran ese gas es que es bueno.

Y aunque suene a ello, no es broma. Estamos en un tiempo en que un señor exministro, en el senado y en un evento mundial, puede mentir y decir que son más los científicos que creen en la magia que en la ciencia. Y luego no emite una nota de prensa desdiciéndose o algo. Y no es lo que él piense o en lo que crea devotamente, sino que decide abrir la boca y decir una falsedad sobre un colectivo muy respetable. Suelta su mentira y sigue su vida de meapilas.

Si ese es el nivel que puede exhibir públicamente un escritor notablemente culto y un político al que se le supone cordura, ¿qué podemos esperar del resto? De todos aquellos que armados de una cámara y un desparpajo sobresaliente se lanzan al mundo del Tik Tok a soltar lo que les viene en gana. Grandes ejemplos tuvimos en los días siguientes a la DANA, en los que los valores éticos y científicos se disolvieron en una infusión de fama y dinero.

Ya no es bueno ser una persona influyente: ahora hay que ser influencer.

Llamas y extinciones.

Un político, de los que ejerce su trabajo público con el mismo nivel ético y científico que el de un youtuber, dijo cuando Notre Dame ardió que si pudiese elegir preferiría que las llamas acabasen con el Amazonas antes que con la catedral. Y ya en ese momento se hablaba de la reconstrucción.

Ahora la catedral ya está funcionando. Y el Amazonas ha seguido ardiendo. Al festín de la reapertura del centro espiritual acudieron reyes, embajadores y la nobleza de los alrededores. Las televisiones retrasmitieron en directo durante horas las llegadas, las bendiciones, los ritos y la euforia de propios y ajenos ante ese éxito de la ingeniería y agilidad presupuestaria del Estado. Cinco años han bastado para reproducir, limpiar, levantar y dar esplendor al monumento. Un verdadero prodigio de la voluntad humana cuando algo le importa.

Más o menos durante los días de estos fastos, el ave del rostro delgado se desvaneció para siempre. Hace años que nadie lo veía en sus sitios históricos de invernada y ni siquiera se tenía claro cuáles eran sus zonas de reproducción. 

El hachazo a su viabilidad como especie probablemente llegó cuando el listón del riesgo estaba tan alto que solo se movilizaban las conciencias ante la fotografía de un mar o una playa de hielo teñidos de rojo.

Si el problema se detectase hoy en día, quizá podría haberse salvado la especie. Tendría que caer en gracia y que las personas adecuadas decidiesen activar los presupuestos necesarios. Y, por supuesto, que el milagro científico pudiera darse. Rescatar una especie con el mismo ímpetu y recursos con los que se reconstruye una catedral: eso sí que es una última trinchera. Aunque quizá para que eso ocurra el animal objeto de los desvelos tendría que ser mamífero y, preferiblemente, felino. Ya, si se llama desmán y tiene el aspecto de una rata deforme quizá no existan los fondos precisos.

¿Ahora o en un futuro inmediato alguien decidirá poner espíritu catedralicio en restaurar, por ejemplo, la especie pardela balear? Y mira que cada especie es única y para existir como tal ha necesitado millones de años de evolución, pese a lo que diga Mayor Oreja. Detrás de cada binomio en latín hay una catedral de la naturaleza. Y sin embargo estas pardelas, si nada cambia, están destinadas a ser una de las primeras especies en engrosar la lista de extintas.

El zarapito fino (Numenius tenuirostris) está formalmente extinto. Ya no volará nunca en su migración por el Mediterráneo y norte de África, ni reclamará en busca de pareja en Siberia. Puede ser que algunos pajareros, durante los próximos años, presten una especial atención a hipotéticos zarapitos finos cuando visiten el Merja Zerga marroquí. Pero da igual: el zarapito fino ha abandonado la fiesta.

Asumida la pérdida, total, absoluta y tristemente irreparable, lo evidente es que salvo a un grupo limitado de personas, la desaparición de esta especie, en el mejor de los casos, solo ha supuesto un “qué lástima” y un gesto cariacontecido durante unos segundos.

El obispo jefe de Notre Dame llevaba un conjunto inspirado en la moda parchís y llamó a la puerta de la catedral con su báculo. Ni Felipe VI ni Pedro Sánchez acudieron al evento, para gran enfado de muchos. Y ante la climatología adversa, se decidió cambiar los planes y hacer la ceremonia en el interior del templo. Todo eso se pudo ver en los medios de comunicación digitales, televisiones y periódicos, aún sin prestar especial interés al tema.


La extinción del zarapito fino no fue portada de ningún diario ni abrió ningún telediario. 



Esta estación la ilustra Fran Torrents.

Si lees esto, probablemente la padeces: la enfermedad del chispazo de Grus. – Editorial otoño 2024.

La enfermedad del chispazo de Grus.

En marzo de este año andábamos grabando este reportaje cuando, de repente, todo cambió. En el coche había tres pajareros de esos que sabes que tienen muchas aves vistas, personas a las que se les supone curadas de espantos. Y, sin embargo, el ambiente colapsó. Uno de ellos dio el aviso y la conversación, fuera la que fuese en ese momento, se terminó de golpe: ya solo importaba el bicho que había avistado.

Uno espera, ante una reacción así de drástica, que lo que fuera que se había posado allí al lado fuese un espécimen del copón. Que tres personas así, con miles de bichos diferentes vistos, salten de sus asientos parece poner sobre la pista de algo único: “¡la cámara, la cámara!”.

Si hay algo que une a todas las personas a las que les gusta ir a ver animales a la naturaleza es la emoción, difícil de contener, al ver la vida que pasa alrededor. Da lo mismo la experiencia que se tenga. Incluso es posible que tener el culo pelado de tanta experiencia te sensibilice ante ello. Podría ser, ¿por qué no?, que se trate de una cosa de piel y que al estar pelado seas más receptivo.

Quiero pensar, estoy casi seguro de ello, que si alguien que vio una cópula de leopardo de las nieves en las remotas montañas de Kirguistán y un día, paseando con la familia por la campiña de Sussex, viese un zorro cazando topillos, pararía su andar para presenciar la escena. Y sonreiría y volvería a recordarla de vez en cuando. Da lo mismo las veces que hayas presenciado la escena, que el salto cabezón del zorro requerirá toda tu atención.

El menos experimentado en estos temas se detendrá para ver la ceba de un herrerillo común, al igual que lo hará el más veterano. Puede ser, claro, que la experiencia condicione a cada cual, pero ambas personas, como el del zorro, esbozarán una sonrisa.

Es esta excitación ante la sospecha de una posible visión del animal lo que nos retrotrae, precisamente, a nuestra esencia animal, a lo que queda de salvaje en nosotros. Ante una mínima percepción sensorial, paramos toda actividad. La charla se acabó, nada de andar y el sigilo pasa a primer plano. Entrecerramos los párpados para, quizá, agudizar la vista. Respiramos diferente, no para tratar de activar nuestro atrofiado olfato, sino para que el ruido que causa el acto de forzar el aire a circular por nuestro cuerpo no enturbie nuestro sentido de la escucha. De hecho, recorre el cuerpo la sensación de que podemos enfocar nuestras orejas hacia un punto, como si fuesen pupilas. Al movernos, sin querer, logramos ser sorprendentemente discretos. En milésimas de segundo, la china de la bota ya no molesta y la mosca que antes nos obligaba a manotear el aire, puede caminar por nuestra mejilla sin problemas.

Exageración, sin duda.

¿Seguro? Veamos.

Cualquier noviembre, en cualquier mal momento. Una reunión crítica laboral, un entierro de un ser querido, una barbacoa animadísima o una importante llamada telefónica. Plantéate cualquier situación humana -en interior, en la ciudad, donde sea- en la que se supone que tu concentración, sentimientos y atención están a años luz de una posible comunión con lo salvaje. Y, de repente, te da un trallazo en la cabeza. Estás seguro de que, a pesar de los cristales, de la conversación o los llantos, lo has oído. Da lo mismo tu experiencia bichera mientras que sepas reconocer lo que parece que ha llegado a tus oídos.

En ese preciso instante, tu cuerpo se desdobla íntegramente. Por un lado, serás capaz de, al menos en apariencia, seguir prestando atención al jefe de personal, mantendrás la compostura en el camposanto, no desatenderás las chuletas y al teléfono contestarás coherentemente. Pero, por otro lado, estarás confirmando tu percepción auditiva y tratando de calcular su proximidad e incluso rumbo del vuelo. Por la distancia de las llamadas intentas hacerte una idea del tamaño de la cuña o de si se trata de más de un bando, con cierta distancia entre ellos.

Giras discretamente el cuello para orientar mejor la oreja, quizá ese entrecierre de los ojos te puede delatar. Sí, da lo mismo la cantidad de ocasiones anteriores, es la primera vez que ocurre este año. Por fin han llegado: las grullas sobrevuelan tu oficina, cementerio, barbacoa o salón.

E igual que los tres famosos pajareros vibraban por una sencilla y humilde collalba gris recién llegada de su viaje transahariano, todos los bicheros ibéricos celebrarán la escucha de los primeros trompeteos de grulla. Y, si la situación lo permite, habrá carrerita a la ventana, mano de visera para tapar al sol, mensajes de WhatsApp, sonrisa y hasta alguna voz de alegría.

Como un chispazo que afecta al sistema nervioso, sin pasar por la central de procesados cerebral. Es la enfermedad del chispazo de Grus. Felicidades si la padeces.

Feliz otoño y… ¡jarana y tira para el monte!



Esta estación la ilustra Javi Larrauri armado con unos bolígrafos.

¿Nos moveremos por Madrid Río? – Editorial primavera 2024

¿Nos moveremos por Madrid Río?

“¡Pero si nosotros votamos en Europa en contra de la restauración del 20% de los espacios naturales!”, eso le espetó muy airada Dolors Monserrat -candidata del PP para el Parlamento Europeo- a su homólogo de VOX Jorge Buxadé. Durante el debate realizado por la SER entre los candidatos de los partidos mayoritarios, Buxadé venía calentándole la cabeza a Monserrat con la repetición del mantra de que votar PP era como votar PSOE. En un momento dado y ante el evidente daño que tales afirmaciones estaban haciendo, Dolors explotó y le recordó el signo de su voto respecto a la medida restauradora.

Resulta significativo -y clarificador- que una verdad así pueda ser exhibida en público con el fin de ganar adeptos o, al menos, no perderlos. Y es significativo porque a una velocidad fulgurante, lo verde -la conservación, la biodiversidad, la salud del medioambiente- ha pasado de ser un tema estético en los programas políticos a ser lo principal. Lo principal, si se tiene en cuenta la política de verdad y se dejan de lado los folletines judiciales y los dimes y diretes de opereta. Lo verde está en el centro de todo: la economía, la macroeconomía, la energía, la alimentación, la política exterior y hasta el calendario de manifestaciones y paralizaciones del país (y de Europa) están marcados por temas ligados a la vida. Ya no se puede decir que “no hay que mezclar la conservación con la política” porque la conservación, la protección de las especies, los litros de agua o la fórmula kilovatios/hectárea se han convertido en afilados tomahawks políticos. Reto a cualquiera a que en una sobremesa aburrida diga “20-30” y espere resultados.

Hace unos años, no tantos, un presidente del gobierno podía citar a su primo para manifestarse negacionista del cambio climático, pero de haber presumido en campaña de oponerse a un proyecto de ley de este tipo, hubiese supuesto una crítica generalizada por parte de todos los politólogos.

Ahora, en cambio, ya no hay máscaras ni opiniones cosméticas. Izquierda y derecha -al menos en Europa- han tomado partido y se han situado a un lado y otro de lo verde. Se está a favor o en contra de temas tan básicos como rebajar el consumo de hidrocarburos, tender a una agricultura más sostenible o restaurar el 20% de los espacios naturales según votes zurdo o diestro. Hoy, el conservacionismo más eficaz, la primera línea de defensa del medioambiente, está a pie de urna.

Ayer, finalmente, la ley para la restauración de los espacios naturales salió adelante, por mucho que les pese a las Monserrats y a los Buxadés.

Pero también ayer -18 de junio de 2024- el delegado de medioambiente del Ayuntamiento de Madrid, Borja Carabante, confirmó que el proyecto de iluminación del río Manzanares a su paso por la ciudad se ha puesto en marcha. El, irónicamente, responsable de medioambiente, ha declarado que “queremos poner en valor el Manzanares, que los turistas y los visitantes tengan otros atractivos fuera del Distrito Centro”. Las críticas a semejante despropósito ecológico -hasta 140 especies de aves han sido citadas en ese tramo- no tardaron en llegar, pero de nada ha servido. “No me sorprende que a la izquierda no le guste esta iniciativa: cuando algo es bueno no les gusta”, ha dicho Carabante al respecto.

Está bien, hay que aceptar los resultados electorales y encajar que la mayoría de los ciudadanos prefieren un Manzanares iluminado y bonito, a que un puñado de agachadizas pasen el invierno en su cauce.

La cuestión es saber si una vez más observadores, fotógrafos de naturaleza, conservacionistas, biólogos, twitchers, amantes de las aves, ornitólogos profesionales, listeros, anilladores y animalistas vamos a dejar que ocurra. Si vamos quedar satisfechos con tan solo indignarnos ante la pantalla de nuestro dispositivo móvil mientras florecen seductoras terracitas en sus márgenes o vamos a hacer algo.

Estaría bien saber si todos los que hemos disfrutado, o nos hubiera gustado hacerlo del río Manzanares en particular o de la naturaleza en general, seremos capaces de mostrar nuestra tristeza ante una pérdida así o lo vamos a dejar pasar.



Esta estación la ilustra Ana Fernández Pero- Sylvaticart. Una selección de aves esteparias para recordar que el Manzanares de Madrid es solo una pequeña trinchera comparado con la batalla que tenemos que asumir en defensa de las amenazadass estepas ibéricas.

Editorial primavera 2024

Que de la muerte brote la vida.

No deja de ser paradójico que los que se alían para trabajar por un futuro se llamen conservacionistas y que los que, al menos en apariencia, luchan con ahínco porque nada cambie en el desastre medioambiental se agrupen en torno a banderas conservadoras.

Ayer se pudo escuchar en los noticiarios generalistas que la Eurocámara ha ratificado el acuerdo alcanzado con el Consejo y la Comisión Europea para recuperar el 90% de los hábitats dañados, en el año 2050, con objetivos intermedios del 30% en 2030 y del 60% en 2040. Dentro de esos hábitats dañados tendrán especial importancia los que tienen algún tipo de protección. Lugares como los Parques Nacionales de las Tablas de Daimiel y Doñana o la laguna del Mar Menor, por citar ejemplos autóctonos bien conocidos. La noticia, excelente donde las haya, podría parecer obvia. ¿Quién se opondría a algo así? ¿Qué insensato votaría en contra de un proyecto de este tipo? ¿Sería posible que no se aprobara por unanimidad?

Pues la triste realidad es que, efectivamente, hubo votos en contra. 275 eurodiputados se opusieron a la medida, mientras que 329 daban el visto bueno.

La norma tuvo la oposición de la extrema derecha y la mayor parte del voto conservador, mientras que dos diputadas conservacionistas -de la agrupación de Los Verdes- se abrazaban de júbilo por su aprobación. Ni siquiera todo el Partido Popular Europeo pudo consensuar una posición unánime y 20 miembros de esta formación, provenientes de Alemania, Italia e irlanda, rompieron la disciplina de voto y dieron su sí al plan.

Juan Ignacio Zoido, eurodiputado del Partido Popular de España, decía al respecto que “hay que compatibilizar la sostenibilidad con la rentabilidad”. Y ese es el problema: entender que el futuro tiene que estar supeditado a un estudio de mercado, como si tener una viabilidad de supervivencia no fuese una inversión más que rentable. Es una pelea contrarreloj y en este tipo de situaciones hay que aceptar que no todo el mundo estará satisfecho.

Este hoy y ahora de las filas conservadoras se confirma con el hecho de que cuando el plan comenzó a gestarse eran favorables al él y fueron las crecientes protestas de los agricultores las que cambiaron su parecer. Este cambio de rumbo responde, pues, no a un concepto económico o ideológico real, sino a la intención de echar las redes en el caladero de votos más disputado entre la derecha, cada vez más extrema, y la extrema derecha. Otra hipoteca al futuro, por un buen puñado de votos.

Eso sí, tanto traqueteo durante las negociaciones para su elaboración ha hecho que la norma llegue bastante descafeinada. Por ejemplo, se cayeron por el camino todas las medidas para la reducción del glifosato durante los próximos diez años (2033). Esta decisión choca frontalmente con uno de los objetivos principales de la ley, que no es otra que establecer y desarrollar programas que favorezcan a los insectos polinizadores, antes de 2030.

Las protestas y tractoradas que los sectores primarios han desarrollado por toda Europa podían tener por respuesta una búsqueda del equilibrio entre producción, rentabilidad y sostenibilidad. Si la fórmula de alquimia económica se limita a una pugna entre crecimiento/rentabilidad frente a conservación/moderación y metemos intención de voto de por medio, la situación -como dijo el poeta anónimo- pinta a “negras tormentas agitan los aires, nubes oscuras nos impiden ver”.

Sí: a las barricadas de esta lucha.

Conservar es hablar de futuro. Mantener, cuando no mejorar, lo que queda para que pueda existir un tiempo venidero. Si las decisiones políticas y de gobierno se toman teniendo en cuenta criterios cortoplacistas y moldeadas con forma de asientos de hemiciclo, habrá muchos culos muy cómodamente sentados, pero será imposible poder mirar hacia delante.

Sin embargo y a pesar de todo, esperemos que esta ley de restauración de espacios naturales sea aplicada y sirva de simiente para que, al menos en Europa, nos tomemos este asunto en serio y que, como en la ilustración de Laura Torres, hasta de la muerte brote la vida.

Editorial invierno 2024

Ecoansiedad.

En El Vuelo del Grajo nos sentimos tontamente orgullosos de organizarnos con los cambios de estación. Cada año, cuatro veces, cambiamos de portada y publicamos un editorial. Nada de meses: solsticios y equinoccios. Que parezca lo más natural posible. Alejémonos de la artificiosa división gregoriana, contemplemos las estrellas, que somos una revista destinada a los observadores de la naturaleza. Que es humano, pero más antiguo.

El asunto es que cuando llega el momento de escribir el editorial de Navidad hasta en Radio Clásica achicharran los oídos del escuchante con una contradanza navideña de Beethoven y en el supermercado las promociones van acompañadas de cascabeles. Todo está preñado de navidad y es difícil mirar alrededor y tratar de buscar un tema al que dedicar nuestra atención que no sea la “ecoansiedad”. Sabiendo que el consumo es el peor catalizador para los desastres medioambientales, intuimos de dónde vendrá la inspiración.

Este neologismo hace referencia a la afección psicológica cada vez más frecuente en personas preocupadas por el devenir de nuestro mundo. Que, oye, habría que ver si construir otro neologismo, igualmente clínico, que indicase la capacidad de los seres humanos para ponerse una venda y caminar juntos de la mano hacia la extinción, como si no hubiese, efectivamente, un mañana. Y, en ese momento, con los términos lingüísticos ya establecidos, habría que estudiar cuál de las dos dolencias es más enfermiza.

En cualquier caso, se da la circunstancia de que en los dos últimos eventos a los que hemos acudido la palabra “ecoansiedad” ha salido a relucir, tanto en el tercer encuentro de escritura e ilustración de naturaleza Letras Verdes, como en las ponencias y debates que rodearon a la Asamblea General de la Asociación Nacional de Fotografía de Naturaleza (AEFONA). Y siempre en el mismo sentido. 

Entre la gente de letras -divulgadores por antonomasia- la precaución la proporciona la idea de que una descripción de la realidad con futuro alternativo difícil de lograr pueda generar dos reacciones. La primera sería una lógica y muy humana del tipo: “¿si, total, de esta no nos libramos, para qué intentar hacer algo? ¡a disfrutar!”, fomentada por el hastío de encontrarse siempre con el mismo tipo de textos.

La segunda reacción a una descripción negativa de la situación es que el lector sensibilizado con el tema empiece a hiperventilar al cuarto párrafo y la lectura de un par de capítulos lleve a la combustión espontánea de la masa neuronal, por exceso de vibración sináptica. Carne de cañón para sacarse el abono para visitar al psicólogo especializado en “ecoansiedad”.

En AEFONA -con un clarísimo interés por la conservación- se debatió sobre el efecto negativo que tendría sobre el público, acostumbrado como está a bellas imágenes, el bombardeo continuo de esa oscura realidad. Esto, por lo escuchado, también genera “ecoansiedad”.

Pero me temo que toda esa “ecoansiedad” debería ser llamada en realidad “antropoansiedad”. Me da la sensación de que son miedos -sólidamente refutados- ante el futuro chungo que se le presenta a la especie humana. Nada que ver con ecosistemas o la supervivencia de las especies. Nada muy eco en realidad.

Nos preocupa lo que pasa con la Amazonia, porque quien más y quien menos va comprendiendo que eso nos afecta a todos los humanos, a través del clima y la limpieza del aire.

Miramos con preocupación hacia los polos, ya que su pérdida significaría un espaldarazo al calentamiento global y que nuestro chalé en La Manga pasara a tener cómodo balneario desde la ventana del salón.

Ahora, que selvas y hielos desaparezcan y con ellas una cantidad incalculable de especies, es otra cosa. Creo que eso ya preocuparía muchísimos menos. Porque, seamos sinceros, al ser humano occidental medio le importa un comino todas las colonias de aves polares y todos los insectos aún por describir de la Amazonia que se irían al garete. Por supuesto, no hablaremos ya de la población asiática que empieza a disfrutar de comodidades, ni de las comunidades africanas cuyas preocupaciones discurren entre la siguiente guerra y la disponibilidad de agua para mañana.

Para mí, la “ecoansiedad”, al menos la que yo padezco, es otra cosa.

Tiene que ver con escuchar las noticias y ver al presidente Bonilla decir que a él no le consta que la UICN haya degradado el Parque Nacional de Doñana por la mala gestión y el tema de los pozos ilegales.  Que se constate que Doñana es una sombra de lo que fue no me altera, ya lo sabía. Que el responsable político muestre esa desidia me hace apretar la mandíbula. O con leer en la página digital de la revista National Geographic un artículo sobre el impacto de la crisis climática en la migración de animales y toparse con varios comentarios de lectores resaltando que es “propaganda marxista”. ¿Si ese es el razonamiento de un lector de una revista con ligeras reminiscencias científicas y cultas, que opinará el escuchante de EsRadio?

Un amigo en redes sociales comparte la noticia de que una señora de 75 años ha muerto en su casa de un tiro en la cabeza porque un cazador decidió no cumplir con la normativa básica de seguridad y su bala terminó atravesando el cristal de una vivienda. En las contestaciones, alguien decía que los jabalíes son una plaga y que hay que matarlos, porque si no un día causarán la muerte a alguien en una ciudad.

O que alguien preocupado de verdad por la muerte de un gorrión contra el cristal de su balcón confíe en que no vuelva a pasar, porque no está dispuesto a corregir el efecto espejo que confundió al ave.

Todo eso me genera una “ecoansiedad” de narices. Voy a ver si la aplaco saliendo a comprar unas luces de Navidad para mis ventanas y unos regalos para la familia. Que eso es muy relajante y revitaliza la economía.

“Yingelbels, yingelbels”.

Feliz invierno y ¡jarana y tira pa’l monte! 



El Nido del Grajo

El otoño es ese tiempo de “llegada de la plenitud del año”, el momento del ciclo final de la vegetación, la caída, la recogida. Por el contrario, para nosotras es ese tiempo en el que el ciclo de las estaciones comienza de nuevo. Nos guiamos por la vuelta “al cole” que nos posiciona en nuestra rutina una vez más. Como en todos los comienzos afloran los nervios, las tensiones, los miedos, las dudas y nos olvidamos del poder verdadero de Cronos. Siempre, SIEMPRE las aguas vuelven a su cauce. Bueno, más o menos…

La nueva temporada de lluvias nos da alivio pensando que todo ese agua que faltaba podría volver a recuperarse, que el calor del verano menos cálido de los que quedan por venir da paso al fresco y cambiante septiembre, que la sirena del colegio de al lado recuerda que aún existe el futuro en forma de pequeños humanos, que aquel plan que querías empezar es menos duro de lo que imaginabas, que las verdes hojas de los castaños ya están más cerca de caer, que los bandos de estorninos pronto llegarán o … no.

Parece que el cauce cada otoño se va escorando un poco más hacia la derecha…igual es hora de hacer nido, de buscar casa, de volver a reunirse, de empatizar, de cerrar ventanas y abrir vinos. #Seacabó el descaro del verano. Pero, justo cuando íbamos a abrir ese vino, las aguas que tanto necesitábamos llegaron con algunos destrozos en El Nido -en el hogar- y su consiguiente retraso. Parece que nada llega con mesura, así que paciencia, que hay otoño e invierno un rato largo para poder compartir vivencias, inquietudes y conocimientos.

De momento, estrenamos imagen de nuestro Nido del Grajo y os tentamos con una pequeña y tímida programación. Estamos preparando un taller de técnicas de identificación de gaviotas por un maestro en la materia; la presentación en Madrid de un libro diferente; un interrogatorio en tercer grado -tras amena conferencia- sobre los problemas a la hora de organizar un viaje con alguien que sabe tanto de viajar como de pajarear; ataremos los cabos -y echaremos una soga al cuello si es necesario- para cerrar fechas para un taller de ilustración de aves con un artista fundamental en nuestro panorama; y, en algún momento, haremos algún pase del capítulo 0 de Paseos por el Paleártico, con el título provisional de Así no hay quien haga nada.

Para poder asistir a estos eventos y talleres, recordad que tenéis que suscribíos al boletín de El Vuelo del Grajo, ya que es así como enviaremos puntualmente la información.

El equinoccio nos trae también algunas citas a tener en cuenta en forma de festivales y ciclos de cine distribuidos por toda España. Entre otros, nos encontramos esta estación con el Delta Birding Festival, un indispensable ubicado en el Delta del Ebro. En Madrid tendremos el ciclo de cine “Pajareros”, que ya lleva diez ediciones celebrándose en La Casa Encendida entre el 3 y el 24 de octubre y que ofrecerá cuatro sesiones sobre migración, hábitats y paisajes sonoros de las aves. Ese mes se celebrará también la VI edición de Ornitocyl, donde tendremos el gustazo de estrenar la primera de una serie de películas llamadas Paseos por el Paleártico, entre el 20 y 22 de octubre en Herradón de Pinares. Del 15 al 18 de noviembre, vuelve Letras Verdes, el Encuentro Nacional de Literatura sobre Naturaleza y Mundo Rural que reúne a amantes de la pluma alrededor de conversatorios, charlas y talleres en el Palmar, Tenerife.

Mientras los juveniles se dispersan para formar sus propios bandos familiares y los mamíferos preparan sus refugios para pasar el invierno, seguiremos disfrutando del placer de las lluvias y de esos veranillos de San Miguel. La ventana abierta nos satisface haciéndonos olvidar el severo calor del verano que trae consigo el aviso eterno de alarma climática, pero siempre, SIEMPRE, deberíamos tener un pequeño lugar para la esperanza, mientras encontramos el calor del hogar. Metamos los pies descalzos en la tierra mojada, aún queda tiempo o…no.


Algo así tiene que ser el hogar:

Oír fandangos mientras las ovejas van
tras sus corderos

Rebuscar con los dedos las raíces

Ofrecer a los tubérculos los tobillos

Convertir la voz en ternura
y en presa

Prometerme una y otra vez
que nunca escribiré en vano
un libro con las mismas manchas

María Sánchez








No eres tú: soy yo (y tú y él y Maroto y el de la moto)

Cuando las palabras se empiezan a escribir con trazo grueso en las conversaciones de los foros de naturaleza, es el momento en el que frecuentemente alguien enciende el ventilador esparcidor de inmundicias. Esto imagino que ocurre de igual forma en todos los ámbitos. Pero en el que nos concierne, existe una fórmula mágica. Está construida en forma de frase de cinco vocablos. Es una justificación universal. Es la razón para hacer el bien o paramorir matando. Es una invitación, en conciencia, al suicidio colectivo. 

“Peor es el ser humano”, dicen y se quedan tan tranquilos. Es el punto final forzado a muchas conversaciones digitales en las que se pone en tela de juicio un mal para la naturaleza. Vale para todo y en cualquier circunstancia. Y el colmo de su universalidad es que, con pequeñas modificaciones, puede ser usada por todo el mundo. En este sentido, es muy frecuente añadir un “rural” o un “urbanita” en sustitución del ser humano. Es peor el urbanita… Es peor el rural… Se lo puedes leer a un adalid de los felinos domésticos asilvestrados para minusvalorar el daño que infligen los gatos a la biodiversidad y a un cazador para defender su actividad, comparándola con el daño que causan los gatos, a un deportista al opinar sobre las barreras de cristal de su pista de pádel o a un jardinero de fin de semana, comparando el daño de su poda primaveral con la utilización de plaguicidas.  

La única regla para el uso correcto de esa coletilla es que el o la que acciona la anilla de esta granada verbal tiene que sentirse acosado y, quizá, no haber pensado muy bien lo que dice. Es una explosión que, más que convincente metralla intelectual, suelta una cortina de humo, tras la que desaparecer si los argumentos se acaban. Es el “y tú más” definitivo cuando lo piensas, pero unos breves puntos suspensivos cuando lo sueltas.

Todos ellos suben la frase a sus redes tras publicarla mediante el uso de un trasto digital, que ha necesitado varias explotaciones mineras en rincones impensables del planeta. Lo hacen mientras, probablemente, llevan puesta alguna prenda confeccionada en un remoto pueblo asiático y que seguramente le dure tres lavados. Y, por supuesto, ambos –interface y calzoncillos- están muy alejados del concepto de comercio de proximidad. Todos ellos, como decía, no se dan cuenta de que la frase “peor es el ser humano”, como razonamiento justificativo, está incompleta. Pide a gritos una proposición subordinada adjetiva o de relativo (tal y como ha confirmado Mar Barbero, editora de El Vuelo del Grajo). Vamos, un ¿por qué dices eso del ser humano? ¿No te das cuenta de que echar la culpa así, en genérico, a toda la especie, si se asume a pies juntillas y eres persona con conciencia, te obligaría a buscar una buena ventana por la que lanzarte?

Da mucha rabia leer esa frase mal parida. Más que nada porque todos tienen razón: de todo el ser humano es el culpable. 

La frase, completa e inteligible es: “peor es el ser humano, que es codicioso”. Y es así desde siempre y para siempre. Lo queremos todo como individuos, como familias, como sociedad y como naciones. Para conseguirlo estamos dispuesto a todo. Incluso a dejar la vida en el empeño. Una especie de egoísmo generoso: ¡cómo para que no pete la cabeza!

Nada va a hacer cambiar la naturaleza de 8.000.000.000 de seres humanos. Y todos tenemos uno de esos dispositivos digitales, todos hemos comprado ropa basura, todos quemamos, de manera directa o indirecta, petróleo y todos los que leemos este texto hemos dicho o escrito -presuntamente- alguna vez “peor es el ser humano”.

Pero dejemos clara una cosa sobre la frase de marras. Al tratarse de una característica fundamental de la especie, quizá la que ha dirigido más nuestra evolución inteligente, no podemos utilizar esa codicia como justificación. Ni para tirar balones fuera, ni para defecar en el convento ante nuestra plausible próxima extinción.

Habría, como especie, que procurar extinguirse con clase y dignidad, que dijo Julián Hernández. Y después de citar a un músico punk-gamberro –pero de una claridad no siempre bien valorada, que con poco más de 20 años escribía y cantaba ese verso en una canción sabiamente titulada Pueblos del mundo: ¡extinguíos! (Siniestro Total, 1988)-, podría hacer un alegato ácrata, un llamamiento a las armas o apostar por una esterilización colectiva. Pero soy realista y solo voy a reivindicar el uso de la vaselina.

Me explico. Que nos vamos al garete como especie en un brevísimo periodo de tiempo geológico está más que claro para casi todo el mundo. Los que teniendo una buena capacidad intelectual niegan el cambio climático, mienten. Son los mismos que citábamos antes que han elegido aliviarse en el recinto religioso debido a que la gallina de los huevos de oro anda ya en paliativos

Y en esta cuenta atrás para nuestra desaparición estamos perfectamente dispuestos a llevarnos todo lo que contiene el planeta por delante.

Por eso me conformo con proponer la estrategia de la vaselina: jodámonos hasta la extinción, pero procuremos que el planeta sufra lo menos posible. Que nuestras estúpidas fricciones dejen de lastimar todo lo vivo.



Y, mientras sueño con lindes de cuatro metros libres de glifosato en las que críen sisones y con personas que pongan todo de su parte para no atropellar fauna en carreteras y caminos, saldré al campo y haré porque no me deje de maravillar cada resquicio de vida silvestre que me tope. Y sonreiré con todos y cada uno de los chirridos del triguero en lo alto del poste y con los chillidos del vencejo entre los edificios. Y disfrutaré del verano menos caluroso de cuantos me quedan por vivir.





El artículo que iba a enfadar a mucha gente.

Hacía muy poco que se habían visto las imágenes de los agricultores leridanos estampando conejos de monte vivos contra las puertas de no sé qué organismo. Esta repugnante acción era parte de una protesta sobre lo que luego los medios afines al mundo cinegético y a los sindicatos agrarios vinieron a llamar “plaga de conejos híbridos”.

Unas semanas antes, la polémica con animales de por medio estaba en los detalles de la llamada “Ley de bienestar animal”. Legislación que, tras limarle las asperezas que podían generar fricciones con los sectores protagonistas del párrafo anterior, se relacionará con lo animal en forma de mascota.

El tema sobre el que iba a tratar este editorial era la enorme distancia que tienen ambos sectores –“agrocazador” por un lado y “mascotista” por el otro- entre los sujetos de los que hablan y la realidad de lo que hablan: los animales.

Curiosamente, ambos grupos tienen una serie de características en común. Los dos tienen un alto grado de influencia sobre la opinión pública (votantes) en sectores muy amplios de la población (votos), lo que les otorga un nivel de fuerza muy notable sobre el poder legislativo (políticos). Además, tanto los unos como los otros comparten el rasgo común de que, como grupos de personas -masas, no como individuos- sus opiniones y actos están regidos por cosas como sentimientos, negocios, aficiones, querencias o motivaciones psicológicas.

La chispa del tema del editorial iba a ser que pondríamos de manifiesto que esos sentimientos, negocios, querencias o motivaciones psicológicas son estrictamente humanos. Que ningún zorro, petirrojo o salmón entiende o comparte tales asuntos. Y el giro dramático del texto vendría cuando afirmásemos que eso, mirar a los animales única y exclusivamente desde puntos de vista humanos, prescindiendo de lo que realmente les importa a los animales (comer, beber, copular y sobrevivir al invierno para seguir haciendo lo mismo la temporada siguiente) es la famosa acción de “humanizar un animal”. Que “mascotizar” y cazar son las dos caras de la moneda de curso legal entre muchos de los que dicen amar la naturaleza. Que ambas cosas son el espíritu Disney en su máxima expresión.

Solo pensar en la cantidad de cerebros que explotarían al leer que desear disponer del amor de un corzo es igual de “humanizante” que querer poner sus cuernas en el salón de casa, sumía a la redacción de esta publicación en un caos de preparativos de medidas y contramedidas defensivas en redes sociales. Nos veríamos obligados a especificar que, lógicamente, no estábamos comparando los valores éticos entre ambos especímenes humanos y que simplemente nos limitábamos a decir que ambas cosas, sentirse en la posición elevada de querer apropiarse de la vida o de la muerte de cualquier animal silvestre es la misma visión antrópica.

Luego aflojaríamos la tensión para ir redondeando el gran final, que no sería otro que recordar que no estaría mal que a la hora de legislar (y votar) se tuviese en cuenta que el papel de los conejos en el ecosistema no es acabar espachurrados contra la cristalera de una consejería ni terminar sus días en un santuario, a salvo de sus depredadores naturales. Pero sobretodo lo primero. Sí, ya sabemos que la ley procesó al fruto de la relación sentimental que tuvieron una piedra y una bolsa de basura y que pasó a la posteridad cuando todos vimos como torturaba a un zorro herido mientras se reía. Lo pateó, lo arrastró por la cola, lo lanzó al aire y lo publicó en redes. Y un juez lo juzgó y él se fue de rositas, o al menos de margaritas. No se abrió el suelo bajo sus pies, ni un dragón le hizo un drakaris mientras trataba de hacer sus deposiciones en la intimidad de su pocilga. Y esos expertos en naturaleza que hacían puré de conejo en las cristaleras de un organismo público tampoco serán procesados: hace falta una ley de bienestar animal para todos los animales.

Lo que estábamos pensando publicar necesitaba de voces con mucho más calado, abrir el discurso hacia aspectos de índole filosófico y estudiar la evolución de la visión científica sobre todo esto. Eso y tener el temple necesario para recibir hostias a diestro y siniestro a mano abierta y cara tapada. Íbamos a abrir un melón para el que no podíamos dedicar tanto tiempo.

¿Y por qué no podíamos dedicarle más tiempo? (Y este es el tema del editorial de verdad)


Un paseo por el Paleártico occidental.
1ª parte. Editorial primavera 2023.



El Vuelo del Grajo inicia con el arranque de la primavera un apasionante proyecto: conocer de primera mano la ecozona en la que estamos imbricados. Durante esta primavera y la correspondiente a 2024, a lomos de La Grajilla, tomándonos nuestro tiempo, viajaremos desde el Trópico de Cáncer hasta el Círculo Polar Ártico con el fin de conocer la fauna y los ecosistemas.

Esta primavera, tal y como delata la portada, nos sumergiremos en los paisajes desérticos del Sáhara Occidental y Marruecos. Dejamos para la siguiente etapa el largo viaje que nos llevará hasta el extremo norte continental de la ecozona en la que vivimos. Para entonces, habremos visitado más de 15 países. Y, sin más ojos que los nuestros, al final del proyecto tendremos una serie de documentales, un buen número de artículos e, incluso, un montón de chispeantes actualizaciones en redes sociales.

¡Pajareo trashumante! ¡Birding overland! ¡Jarana y tira pa´lmonte!

¡Ya somos pajareros y pajareras!

Ilustración de Ana Brown.

El calendario de El Grajo se mueve por las estaciones y no por meses. Esto hace, un año más, que nos adelantemos a todos los mass media y saquemos una portada con el 2023. Siempre en cabeza, como las grullas experimentadas.

Termina un año prodigioso en el que se han batido récords de olas de calor, temperaturas medias y días sin precipitaciones, al tiempo que en el norte del planeta se ha vivido uno de los otoños más fríos y tormentosos de las últimas décadas. Nos pasamos 21 días de lluvia constante, mientras que los termómetros están 10 grados por encima de la media para estas fechas. Todo ello, con los pantanos bajo mínimos.

Pero tranquilos, hace tan solo 30 días, la postulante a presidenta del mundo marciano -temporalmente en prácticas en la Comunidad de Madrid- dijo en medios que la emergencia climática es contraria a las evidencias científicas, argumentando que se trata de los mismos ciclos climáticos de siempre. Por supuesto, da por hecho que son los ecologistas, protectores del medioambiente y pervertidos mentales de izquierdas, quienes están perpetrando esta “estafa”.

También en otoño, los corrillos de aficionados a la observación de aves se convulsionaban ante la arribada masiva de aves marinas norteñas. Sacudidas por 20 días continuados de tormentas y vientos en el Atlántico norte, exhaustas y con necesidad de alimento, se refugiaron en las costas mediterráneas.

Tarde descubrieron que estas playas y puertos ya no son refugio para animales famélicos, muriendo en cifras terribles de hambre y cansancio. Reventadas y sin capacidad para reponerse, un periódico muy leído, alarmaba sobre la presencia de extraños pingüinos portadores de gripe aviar y otros siete males, dignos de un buen apocalipsis.

Mientras esa es la cara con la que se muestra lo que está por venir y esas las reacciones de los que nos dirigen y los que nos informan, en El Vuelo del Grajo dedicábamos una buena parte del tiempo de otoño a adecentar una aldea gala, en la que podernos encerrar de vez en cuando y resistir. A este reducto lo hemos llamado ‘El Nido’. Un espacio vacío preparado para llenarse de cordura, acción y pensamiento. Un sueño de salones, presentaciones y conversatorios para hacer frente a todos los romanos que nos puedan venir encima.

Y ya tenemos pócima mágica para semejante esfuerzo: la palabra. Ese milagro que se pronuncia, se escribe y se lee; que tiene capacidad para comunicar y trascender; y, bien parida, emocionar en cualquier dirección.

Hablando de palabras, hasta hace 24 horas muchos nos identificábamos con un vocablo que, con la norma en la mano, nos autodefinía como amiguetes de la caza de pequeñas aves. ¡Qué enorme contradicción! Y qué buena fortuna que contemos con personas que aman, respetan y defienden a bichos y palabras de igual manera. Personas que saben lo que significa el tiempo, con la mirada puesta en la lejanía.

Sí, ya somos legalmente pajareros y pajareras. Ya no hay que tener la tentación de ponerlo entre comillas o en cursiva, como indicando que no estamos en el mismo bote que los cazadores de pajaritos, que es lo que hasta ahora significaba pajarear según la Real Academia de la Lengua.

Y si podemos decirlo en voz alta, ponerlo por escrito y leerlo sin que nadie se confunda, salvo por desconocimiento de la norma, es porque allá por 2016 Antonio Sandoval tuvo la excelente idea de solicitar a la Sociedad Española de Ornitología que propusiese a la Academia “el uso de pajarero-pajarera para referirse a los observadores y aficionados al estudio de las aves y desvincularlo del silvestrismo”. El 20 de diciembre de 2022 esa iniciativa ya se ha culminado.

Al tiempo que estoy de pajareo dándole vueltas a la trascendencia, casi poética más que práctica, de esta noticia que tanto me conmueve, reviso acepciones de la acción de pajarear. Su tercera interpretación dice: “Andar vagando, sin trabajar o sin ocuparse de cosa útil”. Imagino que cuando los primitivos naturalistas y ornitólogos de primera hornada se echaron al monte a descubrir la historia natural, la gente ajena a esos intereses los tacharía de vagos inútiles que solo hacen por mirar bichos. Y me doy cuenta de que en 200 o 300 años esta relación no ha cambiado mucho. Y pienso que siempre habrá quien jalee al rebaño hacia la extinción propia y de todo lo que lees rodea y gente pajareando.

Sigamos, un invierno más, defendiendo aldeas romanas.

Una nueva y épica razón para salir a observar fauna.

Ilustración «Otoño en Ordesa» confeccionado con materiales vegetales recolectados en dicho paraje, de Santiaga Molina Plaza

El observador de fauna moderno comparte motivaciones con los padres de la taxonomía, que cruzaron océanos, selvas y desiertos, para elaborar las primeras listas rigurosas de los animales con los que compartimos planeta. Tenemos una enorme semejanza con los naturalistas que, a mediados de la década de 1950, se lanzaron al monte para conocer lo que les rodeaba. Y, unos más y otros menos, todos los bicheros en general poseemos ese afán conservacionista que desde la década de los 90, y con el comienzo de siglo de manera más intensa, está borrando del mapa la vieja escuela de la supremacía de la especie humana sobre el resto de especies.

Con la accesibilidad del transporte, las comunicaciones, aparatos ópticos y cámaras fotográficas, el mundo natural está más al alcance que nunca. Las redes sociales -veamos el lado positivo de las cosas- acercan a todo aquel que se interese y quiera profundizar en un conocimiento básico sobre la biodiversidad. Es realmente fácil encontrarse en el monte a gente de cualquier edad y sexo pertrechada con prismáticos o cámara haciendo bien las cosas. Y aunque en España llevamos un notable retraso con estos temas y nuestro carácter desconfiado frente al asociacionismo crea ciertas desventajas, los naturalistas aficionados ibéricos ostentan ya un notable poder para realizar acciones en defensa de la fauna y la flora.

En definitiva, somos muchos, cada vez más, los que estamos equipados, tenemos conocimiento y estamos informados. Sentimos esa emoción por observar y conocer nuevas especies. Trascendemos de la “lista” para pasar a las relaciones de especies/ejemplares. Somos más los que compartimos la emoción por salir al monte, a ver qué es lo que vemos, pero que al regresar a casa nos preocupamos por lo que ya no vemos. Y lo que es más importante, dispuestos a poner nuestro granito de arena en lo tocante a la defensa activa de la biodiversidad.

Secas las lágrimas que la temporada de incendios provocaron y gratamente olvidados los calores del llamado “verano más fresco de cuantos nos quedan por vivir”, es difícil quitarse la pesadumbre de encima.

Nada nos pilla de nuevas. Todos, hasta el más desnortado de los Homo sapiens ssp occidentalis, lleva décadas oyendo hablar, primero, del calentamiento global y luego del mucho más contundente cambio climático. Y, desde hace unos años, el imponente titular, escrito en letras de neón, como si se tratase del cartel de bienvenida a este Las Vegas del Armagedón, recurrentemente vemos: “sexta extinción global”. Para miccionar y ni siquiera encontrar la cremallera.

Dejando de lado a los ciegos y a los que cierran los ojos con el ánimo de que ignorando lo que pasa todo continúe igual, tras los últimos 24 meses y la guinda de este verano, salta a la vista que la cosa, un poquillo, sí está cambiando. Pero, además, todo parece indicar que lo que queríamos entender que iba a ser una progresión aritmética de disgustos es, en realidad, geométrica y plagada de variables sorpresa. Hay indicios científicos (los trabajos y artículos al respecto de Henry Gee quizá sean los más populares) de que la plácida caminata sendero abajo de la especie humana en este planeta, es, en realidad, una divertidísima montaña rusa con el trenecito dotado de turbinas de postcombustión.

Las cosas como son: “La edad de los insectos llegará” (sic) y los ojos que lo verán no tardarán en nacer.

Si los Linneo y Darwing se hincharon a nombrar y describir nuevas especies, para gloria del conocimiento y satisfacción de los humanos; si los Durrel, Attenborough y de la Fuente encontraron el placer de darlos a conocer a las masas; y si miles de científicos, con gloria o con frecuente anonimato, lograron descifrar hasta el más recóndito dato de todo ser que haya hoyado la superficie del planeta, los meros amantes de la fauna silvestre también tenemos ahora una misión.

Teniendo en cuenta, desde el escepticismo y el brumoso y pegajoso negativismo que padece -esperemos que temporalmente- el que escribe esto, que hay mucho escrito y descrito, que los bancos de ADN están bien surtidos y que la estupidez humana no tiene límites (como se puede comprobar, todo esto son datos científicos bien contrastados), nosotros los observadores, fotógrafos y naturalistas de fin de semana tenemos la obligación de disfrutar. Vamos a ser testigos del desvanecimiento paulatino de poblaciones locales, regionales y nacionales. Poco a poco, cuesta creerlo o aceptarlo, las noticias sobre la desaparición de especies en libertad serán más frecuentes. (¿Quién dijo aquella terrible frase de que en la actualidad se extinguen especies animales que no hemos llegado a conocer?). E incluso, poniéndonos dramáticos hasta la extenuación, más pronto que tarde, existirá un anglicismo con el que nombrar a las especies de nuestra lista que nunca podremos volver a apuntar.

Disfrutemos y documentemos: habrá que ir y volver, fotografiar, recoger plumas y excrementos. Grabemos los sonidos de animales y parajes. Maravillémonos, compartamos emociones y no paremos de admirar todo aquello que, en términos proporcionales, no muchos más podrán ver.

Hagámoslo como los que apuran todas las botellas de vino antes de que el enemigo quebrante las murallas de la ciudad.

Bienvenidos a una nueva época para el observador de fauna.

Feliz otoño y jarana y tira para el monte.