A primeros de mayo todavía estábamos bajo las estrictas normas de seguridad con respecto a la enfermedad y en Castilla y León a las diez de la noche se acababa la verbena, en todos lados. A mí me había caído el tiempo encima y las hijas de Jesús habían echado el cierre al mesón El Palomar. Así que recurrí a la cocinita que llevamos en La Grajilla para hacer unos espárragos a la plancha en la zona de caravanas del pueblo. Villafáfila no se caracteriza precisamente por la densidad de su arbolado, por eso fue toda una sorpresa escuchar a mi derecha a un autillo emitir, desde la chopera y con claridad, su reclamo. Prácticamente al mismo tiempo, vi pasar fulgurante una lechuza común -lechuza cuya voz se convertiría en una alegre constante el resto de noches en la población zamorana- bajo la primera de las farolas del pueblo. La banda sonora la completaba un chotacabras europeo, con ese soniquete de película exterior/noche/selva que tiene, y un macho de ruiseñor bastardo diciendo “aquí estoy yo”.
Por desgracia, el primer contacto del día con las nocturnas de la comarca, tuvo lugar once horas antes. Casi llegando a Villalpando vi un búho real atropellado. Al haber ido a parar al arcén y estar fuera de la acción desmenuzadora de los neumáticos, el ahora suculento trozo de carroña podría convertirse en una trampa mortal para algún otro animal, así que aprovechando un desvío próximo y que era posible andar detrás del guardarraíl, lo saqué del asfalto (posiblemente rompiendo media docena de normas de tráfico). En los 250 kilómetros del trayecto, fue el único animal silvestre atropellado que pude ver. Claro está, sin contar con los insectos que se estampaban contra el parabrisas.
¿Si en tan pocas horas diurnas este era el programa, qué no sería pasar unas horas más tarde con la vista, olfato y oído de cualquier animal nocturno?
Esa misma mañana, nada más llegar, vi un mochuelo a plena luz de mediodía en Otero. Se trataba de un viejo amigo, descarado y figurón, que parece estar siempre visible para quien lo quiera ver. Un poco más tarde, un pollo de búho chico en La casa del Parque y rematé jornada -antes de los espárragos plancha- con un búho campestre, a mucha distancia, con sus acrobáticos vuelos de caza a baja altura.
¿Si en tan pocas horas, sin entrar en la noche y con los mediocres sentidos de un humano, este era el programa, qué no sería unas horas más tarde con la vista, olfato y oído de cualquier animal con ese horario vital? Aquel día yo estaba absolutamente satisfecho, pero…
La gran familia Circus
La combinación de estepa cerealista más o menos bien conservada y cierta disponibilidad regular de agua obra la maravilla: vida a espuertas. Pero que no lo llamen milagro, que es conservación. Así debían ser muchos lugares de iberia hace setenta años, antes de que se desecasen humedales, se empezase a emponzoñar la tierra con venenos y herbicidas y de que matar cualquier “alimaña” tuviese cien años de perdón y un par de duros en el ayuntamiento de turno para el cazador. La comarca de las Lagunas de Villafáfila mantiene ciertos usos agrarios y agrícolas tradicionales: ganado ovino en extensivo, de rebaños medianos; se conservan lindes y barbechos sin roturar. Las buenas hierbas no han sido exterminadas del todo con los agentes químicos y el mosaico de cultivos exhibe variedad de plantaciones. El resultado de todo ello, de que exista lo bueno con lo menos bueno pero excluyendo casi todo lo malo, es que allí se conserva el ecosistema seudoestepario en buenas condiciones. Las consecuencias son esos parabrisas llenos de insectos que, paradójicamente, alegran la mente ante la tristeza -cada vez más habitual- de los cristales impolutos; caminos por los que ves algún roedor pasar; poblaciones sanas de conejo y liebre y ofidios y anfibios, en cantidades aparentemente aceptables. Una cosa lleva a la otra y con suerte y atención puedes cruzarte con una comadreja, un zorro e incluso con algún lobo. Con buenos cimientos se hacen buenas pirámides tróficas.
Con este equilibrio tan estable reafirmado, la Reserva Natural de las Lagunas de Villafáfila es un lugar muy adecuado para la observación de rapaces diurnas. Tal y como pasa con las nocturnas, el catálogo de posibles avistamientos de aves de presa es muy amplio tendiendo a pleno. El paraje es especialmente querido para la familia Falco y, de manera muy destacada, para la Circus, siendo relativamente fácil ver ejemplares reproductores de aguilucho lagunero, cenizo y pálido. Si la suerte va a favor, aparecerá algún ejemplar melánico. De manera excepcional -hay un par de registros en el ultimo decenio- se dejará ver un papialbo.
En Villafáfila hay vida a espuertas, pero que no lo llamen milagro, que es conservación.
Lo realmente excepcional de Villafáfila es que las observaciones sobre estos aguiluchos son perfectas. La suave ondulación del terreno permite poder mantener a las aves durante mucho tiempo a la vista y así poder ver la evolución de sus infinitas cacerías, las rivalidades y pequeñas disputas entre ejemplares de la misma o distintas especies, y volverse loco con sus maravillosas técnicas de vuelo. Si además se da la coincidencia de que sople brisa de oeste al atardecer, puede ser que atiendas al espectáculo de verlos volar sin desplazarse, manteniéndose sobre un área muy pequeña y a una altura muy próxima a la de nuestra mirada, todo ello con la luz dorada del ocaso.
Y así es la primavera en Villafáfila.
Sin elevaciones que aceleren la caída del sol con oscuras sombras y con los rayos dorados haciendo brillar las lagunas, el día termina en Villafáfila. Y lo hace como empezó, con necesidad de ir añadiendo prendas de abrigo que durante el día sobraron. Son paisajes inmensos donde la soledad del árbol destacado en la loma subraya su belleza. Las últimas avutardas levantan perezosamente el vuelo y en la pequeña chopera del Camino del Trancalón, la cigüeña que está echada en el nido castañetea con su pico para recibir a su compañera -alegría, cortesía o, quizá, sencillamente amor-, ya casi en penumbra.
Disfruto de la amabilidad parca de palabras, tan castellana, de la regenta del económico hostal Los Ángeles y de la simpatía punzante de Jesús y sus hijas dándote charla en el mesón El Palomar mientras me tomo esa merecida cerveza con una croqueta. Y pienso, como tantas veces he hecho antes, en qué acertado fue Aitor Galán cuando años atrás me dijo: “Villafáfila nunca defrauda”.