1. Antecedentes
Llevábamos, Sara y yo, mucho tiempo queriendo ver un volcán activo. De hecho, a finales de agosto del año en curso, al conocer por la televisión que el Etna había despertado, nos planteamos volar a Palermo. Una vez allí, alquilaríamos un coche, conduciríamos hasta el Rifugio Sapienza y, desde ese mirador, disfrutaríamos de una lejana panorámica de la erupción. Sin embargo, tras expulsar un par de espumarajos carmesíes, su cono decidió aletargarse.
21 días después de abandonar el proyecto siciliano, reventó el Cumbre Vieja. De inmediato, estudiamos ir para allá. Tras seleccionar los vuelos que mejor encajaban con nuestro trabajo —o mejor dicho: los únicos que lo hacían— y habiendo elegido el fin de semana idóneo, fuimos conscientes (gracias al aluvión de datos que todos recibíamos) de la magnitud del desastre que estaban generando las coladas de lava. A su vez, nos alcanzó la información de que se habían producido encontronazos entre los palmeros y los medios de comunicación desplazados; y, aún más importante para nosotros, escuchamos que los cuerpos del estado se quejaban del entorpecimiento en sus labores que estaban provocando los muchos cazavolcanes que se habían personado raudamente en la zona.
Ambos estuvimos sincrónicamente de acuerdo en que, en esas condiciones, no nos apetecía ir; en consecuencia, decidimos esperar y analizar en las sucesivas semanas la evolución de los acontecimientos.
Tras el posterior anuncio, por parte de la comunidad científica especialista, de que la erupción iba para largo, y la consecuente confirmación de que el cabildo insular esperaba la llegada de turistas, pues estos iban a suponer el motor fundamental de la economía isleña en los complicados meses venideros, el 13 de octubre compramos billetes para el fin de semana del 6 y 7 de noviembre; esperábamos que, para ese entonces y siendo lo menos dañino posible para la población local, todavía hubiese un volcán con cierto dinamismo que ver en La Palma.
Inesperadamente, al comentar nuestra apuesta en un reducido círculo social, se apuntaron al relampagueante viaje cuatro colegas: a los tempraneros María (hermana de Sara) y Edu (su marido), se unieron más tarde Chema y Gabi (colegas míos desde la época de facultad, con los que, en un pasado remoto, visité Alaska, Marruecos e Islandia).
En ese punto, me llamó mucho la atención que cuando explicaba a otros amigos, y a compañeros de trabajo, nuestra futura escapada, existían al respecto dos tipos extremos de reacciones: la mayoría expresaba su envidia sanamente y confesaba que les gustaría hacer lo propio; sin embargo, un significativo porcentaje de ellos cuestionaba desde un ángulo moral la iniciativa. Argüían, estos últimos, que la situación en la isla era de emergencia humanitaria y les parecía una frivolidad que hubiéramos decidido ir a disfrutar de aquello que tanto daño estaba haciendo a los habitantes de La Palma. .
No llegué —ni tampoco actualmente lo hago— a entender su postura y me cabreaba —y me cabrea— la gratuidad con la que se nos juzgaba —y todavía se nos juzga—..
«¿Sufren menos aquellos que han perdido sus casas, sus negocios, sus coches o sus cabras, si yo me quedo en casa?, ¿mi viaje a la isla implica que empatice menos con su sufrimiento o ha de suponer necesariamente una falta de respeto?», me pregunto ahora y también me preguntaba entonces. .
Sinceramente, no comprendo esta —tan común últimamente— aproximación «buenista» y no menos «simplista», y estoy cada día más harto de pieles finas de entretiempo, hipocresías de salón comedor, e hipersensibilidades de sofá y manta. .
2. Los días previos
Acercándose la fecha de la partida, las noticias que recibíamos eran muy preocupantes en lo que a la consecución de nuestro objetivo tocaba; al mismo tiempo, entendíamos que algunas de estas informaciones suponían a la vez un alivio para los residentes en las zonas que potencialmente iban a ser arrasadas a corto plazo por el magma.
En primer lugar, el viento en el fin de semana anterior al de nuestra partida (concretamente en el puente de Todos los Santos), provocó que la nube de ceniza afectase no solo al aeropuerto de Santa Cruz de La Palma sino que esta llegó hasta La Gomera. En consecuencia, se cancelaron todos los vuelos y hubo pasajeros que tuvieron que desplazarse en ferry a Tenerife esperando poder conseguir un billete de avión desde allí a la Península. .
Por otra parte, la erupción comenzó a dar muestras de estabilización: bajaron los valores de dióxido de azufre emitido, descendió la sismicidad y la boca expulsaba menos —o nada— de lava. .
La suerte quiso que, hacia finales de la semana en la que íbamos para allá, el viento rotara a nordeste; los gases, por lo tanto, se perdían en el mar por el sudoeste y, de esa manera, era probable que no tuviésemos contratiempos en volar el sábado 6 a primera hora; dado que, según la predicción, se mantendría dicha dirección anemométrica, deberíamos asimismo, y en condiciones normales, poder regresar el domingo a Madrid evitando sobresaltos y sin poner en riesgo hasta seis puestos de trabajo. .
En contrapartida, el volcán seguía sin emitir magma desde la abertura principal, lo cual suponía hacer el viaje para perdernos probablemente la parte más espectacular del fenómeno. En ese sentido y previamente, decidimos por consenso que, si el vuelo se confirmaba, viajaríamos fuesen cuales fuesen las circunstancias imperantes. A las peores, valoramos y acordamos que, manteniendo el plan, podríamos al menos ver los ríos incandescentes y dado que la mayoría no habíamos estado nunca en la isla de La Palma, y como premio de consolación, visitaríamos La Caldera de Taburiente.
El viernes por la tarde preparamos el equipo —gafas de ventisca, mascarillas testadas en la batalla del Somme, cámara de juguete, prismáticos de verdad, un pijama decoroso y una muda aterciopelada— y conseguimos que cupiese todo en la maleta de mano (en la mochila, más bien).
Acechándonos la noche, yo gastaba la batería del móvil cada dos horas a base de consultar la meteorología, el estado del vuelo, y el streaming en Youtube de la actividad volcánica.
Cenamos, entre consulta y consulta a las tres webs susodichas, pizza casera regada con cerveza Mahou y nos acostamos no más tarde de las 21:30. Arropadito, e ilusionado como un niño en la víspera del día de Reyes, me conjure para, en las próximas seis horas y en compañía de una versión geológica de Morfeo, localizar peridotitas metafóricas en el malpaís de mi conciencia.
Junto a las pesadillas habituales acerca de retrasos de camino al aeropuerto, pérdida de mi documentación y un robo de coche a mano armada, me vinieron a visitar nuevas alucinaciones en un contexto mucho más vulcanológico. Así experimenté oníricos terremotos de 9,8 en la escala de Richter, tsunamis devastadores, huracanes de lapilli, dragones volando alrededor de la zona de exclusión y la amenaza de un balrog saliendo por el cono.
El despertador se activó a las 4:15 para salvarme de mi cotidiano desfase REM. Al proceder a levantarme, a modo de regalo por el madrugón —«a quien madruga, Guayota le ayuda», dice un proverbio guanche—, recibí un latigazo en la espalda que a punto estuvo de mandarme de vuelta al colchón.
Renqueando como un anciano, en un ángulo recto casi perfecto, me desplacé hacia el cuarto de baño para adecentarme. No en vano, tenía una cita a mediodía con un volcán estromboliano.
3. La Llegada
«Me despierto cuando el Teide es visible emergiendo sobre el mar de nubes. Me retuerzo para apreciarlo mejor y los músculos de mi lado derecho lumbar se quejan aplicando un calambrazo que me hace reproducir un quejido. Decido conformarme con observar el volcán tinerfeño de reojo y mantengo mi espalda pegada al comodísimo asiento de clase turista que, en lugar de permitir recostarme, me obliga a inclinarme hacia delante como el costalero de una procesión en Cuenca.
El avión comienza su descenso y pronto nos hundimos en la lámina de vapor de agua tan simbólica de la Macaronesia. Lo primero que veo por el rabillo del ojo —sigo muy tieso— es el muro de laurisilva de la cordillera que secciona La Palma en dos cuencas. Poco después, sobrevolando un mar encrespado, pasamos a muy baja altura frente al Faro de Arenas Blancas para encarar el aterrizaje.
Recogemos el coche de alquiler en Cicar —para mí la mejor compañía de alquiler de vehículos del mundo—, con la comodidad habitual. Previo paso para arreglar los trámites del alojamiento, almorzamos en el muy recomendable Bar París en Breña Baja.
Mientras damos cuenta de las generosas pulgas de carne mechada —hay pocos sitios en el mundo en los que se trabaje tan bien el bocadillo como en Canarias—, entre sorbo y sorbo de Tropical (como única terapia para mi contractura de espalda), enfrentamos la televisión donde se repiten imágenes de las coladas y de la humeante fisura principal. Esquivando los salpicones de la salsa —que resbala por los bordes del pan blanco, cuando muerdo, como lágrimas de obsidiana al rojo—, me cuesta creer que esté tan cerca del monstruo que veo por la pantalla.
Pagamos las consumiciones, la tendera nos agradece muy explícitamente la visita, y nos dirigimos hacia el coche. De camino comprobamos que hay una pátina de ceniza en el arcén. Algunos de mis compañeros comentan que quieren recoger unos puñaditos para llevarla de recuerdo o, en el peor de los casos, de regalo. Yo, que ya he pasado por este entuerto no pocas veces (frecuentemente asociado al acopio de vistosas arenas en desiertos ignotos), valoro —calladito, que así estoy más guapo— lo pronto que hemos empezado con las chorradas inherentes a todo viaje de placer.
Ya en el vehículo, tomamos la carretera que nos permitirá cruzar la montaña para trasladarnos a sotavento. Justo cuando comienza a aumentar la pendiente, una garza real pasa volando buscando el sur y una partida de andoriñas (Apus unicolor) caza aeroplancton palmero sobre el dosel de las primeras manchas de bosque termófilo.
Conduzco tenso, no solo debido a que la trazada es sinuosa y hay abundante tráfico sino porque estamos muy cerca de llegar al túnel que nos situará en la vertiente más calentita de la isla. Según adquirimos altura, las nubes comienzan a entrelazarse con los laureles, acebiños, viñátigos y los foráneos castaños, y esta interacción convoca una lluvia ligera.
Por fin, entramos en el pasadizo artificial. El tiempo es condensado en el interior del semicilindro que parece prolongarse hasta el infinito: sus 1200 metros reales se me hacen eternos. Al salir contengo literalmente la respiración.
En el nuevo mundo luce el sol, todo parece tranquilo, y confirmo que mi desazón por lo desconocido era del todo exagerada. Entonces, a nuestra izquierda, aparece una columna de humo —como no he visto otra en mi vida— que, saliendo del cono, se pierde en la inmensidad de la estratosfera.
Más allá de percibir que me acaba de dejar de doler la espalda, el subconsciente me envía dos únicas palabras —a cuál más ordinaria—.
«Hostia puta», susurro.
4. El volcán
Nos dirigimos directamente al pueblo de Tajuya. La población es realmente un arrabal del municipio de El Paso (me encanta ese nombre de spaguetti western). Desde sus cuestas se consigue —hemos leído y oído— una perspectiva completa del fenómeno que nos ha traído hasta aquí.
Aparcar en el barrio es una odisea solo abordable por aspirantes a héroes mitológicos. Obviamente, la zona no estaba preparada para recibir a equipos de televisión de diferentes cadenas y países, científicos, vulcanólogos aficionados, curiosos, turistas y, entre otros idiotas, a la pseudoperiodista Lidia Lozano —tenía, la pajarraca, que apellidarse de semejante manera—.
Tras un rato de dimes y diretes relacionados con la movilidad, estacionamos en un lateral de la carretera que atraviesa el casco urbano, con mucho cuidado de no tocar la línea blanca continua que delimita la vía. Nos ceñimos las gafas de laboratorio, ajustamos el chaleco reflectante, acoplamos la mascarilla «FFP2» y, como si hubiese comenzado el carnaval palmero, nos encaminamos hacia la iglesia de la pedanía.
En el corto paseo descubrimos que, a este lado de la isla, la cantidad de ceniza acumulada es incalculable y se amontona por doquier. Mis compañeros, tan necesitados de un suvenir emblemático, a la par que sofisticado, devoran con los ojos el sedimento cristalino y no ven el momento de comenzar a rellenar palés con inminente destino peninsular.
En el patio del edificio religioso, cuyo cuerpo principal tiene abiertas sus puertas para todo aquel que quiera acceder a su interior, comprobamos que hay reunidas un mínimo de 50 personas. Conseguimos, sin mucha dificultad pues hay mucho reciclaje de personal, hacernos un hueco para poder asomarnos, correctamente sostenidos por las barandillas que confinan el espacio, y así proceder a admirar el Parque Natural Cumbre Vieja —o más bien, lo poco que queda de su antigua fisionomía—.
Había visto muchas imágenes del volcán, tanto en fotografías como en vídeos, pero ninguna le rinde justicia. A pesar de que su boca no está emitiendo lava, y que el brillo de las coladas está atemperado por el exceso de luminosidad de la mañana, el espectáculo es sobrecogedor.
Desde la abertura principal vemos como cada pocos segundos se producen explosiones en las que son lanzadas bombas piroclásticas, de proporciones formidables, que ascienden varios cientos de metros para luego caer y resbalar por las laderas de la enorme construcción ejecutada sin arquitecto conocido en únicamente 48 días.
Asimismo, la magnitud de las coladas es sencillamente pantagruélica y siento escalofríos al detectar construcciones humanas (o parte de ellas) sepultadas o acosadas por las paredes de magma. La lengua negra serpentea hacia el océano, ridículamente balizada por plantaciones plataneras y aguacateras, solo protegidas con envoltorios de plástico frente a la autoridad de presiones incomprensibles.
Me retiro unos metros de la primera fila, muy sobrepasado por lo que acabo de ver. Soy consciente de que echo en falta el famoso tremor: ese ruido peristáltico de la bestia del que todos los medios hablaban —de hecho, yo no escucho nada salvo los clicks en los móviles de los selfies—.
Me quito las gafas, pues están empañadas, y noto como la ceniza se introduce en mis ojos. Froto para irritarme apropiadamente la córnea y me las vuelvo a ajustar. Observo de nuevo el panorama ante mí: el cuadro general es tan desmesurado como terrorífico.
Miro alrededor: la puerta de la parroquia sigue abierta, dentro de ella hay gente sentada en los bancos en actitud de descanso y, justo delante, una cadena de televisión hace un directo. Vuelvo a estudiar el cono por detrás de las cabezas de la multitud que contempla la dantesca composición desde las barandillas. Una nueva bocanada acaba de producirse y una amalgama de tonalidad opaca, y textura plasmática, evoluciona en sentido ascendente liberando pedazos rocosos, del tamaño de un contenedor de vidrio, en perfecta vertical.
Sara se me acerca y me dice que es una pena que el volcán no expulse lava, tal y como venía haciendo las últimas semanas. Le contesto que siempre lo queremos todo: «…queremos que la nube de ceniza no afecte al aeropuerto, que la explosividad no sea excesiva, que las coladas no sigan dañando infraestructuras…».
Cuando he terminado mi equilibrado discurso, y Sara se gira asintiendo a lo impecable de mi razonabilidad, en esa misma línea tan ecléctica y comedida, yo mascullo: «el puto volcán tenía que parar de expulsar lava justo hoy».
5. Cae la tarde sobre Tajuya
Para hacer tiempo de cara a que vaya disminuyendo la luz, vamos a comer a La Cascada. Aparcamos el coche en el conocido establecimiento de El Paso y desde el mismo lugar de estacionamiento las vistas del Cumbre Vieja son tan impactantes como las que ofrece Tajuya. Entramos en el restaurante y allí, como esperaba —dado que la recomendación vino de mi amigo Juan José Ramos Melo—, el último contacto en la cocina con un brote pigmentado de clorofila sucedió mucho antes de la erupción del Teneguía en 1971.
La parrilla del restaurante antivegetariano está más caliente y activa que la cámara magmática del Cumbre Vieja y devoramos carne, y proteína animal, en todas las versiones posibles, a un precio —eso sí— más que competitivo.
Una vez terminado el banquete nos acercamos al barrio de Tacande. Desde esta pedanía hay también vistas decentes del volcán. Allí un cordón policial impide el paso tanto a coches como a personas. Dado que no hay cambios significativos en las emisiones, aparentemente tan secas como el cráneo del último ostrero negro majorero, aprovecho para disfrutar de la evolución de los bandos de canarios residentes. En el mismo arbusto donde se ha detenido el grupo de serinus, un mosquitero (canariensis) canta su estrofa con acento indígena.
Reconozco un gañido en la distancia y me quedo de piedra pómez al confirmar que dos chovas piquirrojas vuelan directamente hacia la zona de exclusión. No recordaba —torpe de mí— que existía una población de Pyrrhocorax en medio del Océano Atlántico y estos dos bichos me han suavizado la frustración derivada de la actual ausencia de efusividad volcánica.
Puerilmente, se me antoja que las chovas se dirigen hacia las coladas más fluidas esperando poder esmaltar sus picos con lava fresca.
Regresamos a la iglesia de Tajuya. Su doble puerta sigue abierta de par en par y ahora se está ofreciendo en ella el servicio de misa de tarde. Parroquianos locales, y fieles de varios continentes, colman las bancadas. Fuera hay también un respetuoso silencio. Intuyendo desde mi posición el sermón que entiendo trata de aplacar la aflicción de los allí congregados, recuerdo el trágico destino de la parroquia de Todoque, recientemente devastada por el empuje de las morrenas magmáticas.
Aceptando el humor —tan negro como los anfíboles— que se gasta el creador de los pájaros, los volcanes y los hombres, en adoración del cual estos últimos construyeron ese templo hoy destruido, escucho por primera vez un estallido de entidad importante. Miro hacia su origen y detecto un retazo bermellón dentro de la onda expansiva de basalto en polvo.
Decidimos, animados por el cambio de tendencia, probar entre las calles aledañas, y ganar algo de altura, para obtener una mejor visibilidad de la boca principal. Chema, que está on fire, ha encontrado un descampado entre dos chalets y, desde allí, sentados en ergonómicos adoquines, nos disponemos a disfrutar del ocaso.
Inversamente proporcional a la desaparición de la claridad, el volcán está aumentando su violencia, dando la impresión de haberse desbordado la presión en sus cañerías inferiores. La expulsión de lava chiclosa comienza a ser un disparate y las detonaciones, previas a la emisión de chorros perpendiculares, son tan intensas en reverberación sonora que a veces me encojo un par de segundos después de que su luz impacte contra mi retina.
Las coladas refulgen ahora como un metal precioso en pleno proceso de fusión y me cuesta imaginar la temperatura a la que se encuentran las rocas semilíquidas que fluyen camino de la laguna Estigia donde les espera Caronte.
Se rumorea entre los viejos del lugar que cada vez que a la isla le crecen nuevos colmillos ígneos, el barquero de Hades, ancla su paquebote entre el Puerto de Naos y el de Tazacorte.
Es ya noche cerrada y hace un frío impropio de estas latitudes tropicales debido al viento norte que sopla a 23 km/h. Aun así, los flujos ascendentes, junto a los desbordamientos horizontales, se comen cualquier distracción posible de la oscuridad.
El tremor es ahora constante —«¿de dónde surgirá ese rumor que provoca una vibración casi eléctrica en el ambiente?», me cuestiono— y el reflejo de las coladas tiñe fantasmagóricamente las nubes de ceniza con un tono sanguinolento.
Nos saca del ensimismamiento una mujer que ha salido de la casa que queda a nuestra izquierda. Asegura pertenecer al equipo de noticias de Antena 3 desplazado a La Palma; ya de paso, deja caer que el terreno en el que estamos lo tienen alquilado para rodar el directo diario del telediario nocturno. Para acabar, nos informa de que, en un rato, deberemos dejar el espacio a los profesionales para que monten el escenario. No dejo pasar la oportunidad de hacerme el gracioso y comento que, en lo que a mí respecta, o viene el mismísimo Matías Prats o no me pienso mover del comodísimo ladrillo en el que reposo mis partes bajas; ella ríe el chiste y contesta: «eso es solo cuestión de tiempo».
Llegado el momento, nos apartamos dócilmente y los técnicos comienzan a preparar el set. Por allí se pavonea una joven reportera, ya maquillada y con su pelazo desatado al viento, repitiendo el speech que vomitará de memoria cuando llegue su minuto de gloria. Su camarógrafo, esperando a la señal convenida desde el continente, y también a que la diva esté lista, nos enseña espectaculares fotos de las jornadas previas; nos confiesa que lleva un mes, resignado a su peculiar día de la marmota, repitiendo cada madrugada la experiencia en este preciso lugar.
Yo, emocionado con todo lo que estoy viendo y viviendo, me animo a establecer una vídeo-llamada con mis padres. En señal de respeto, tanto mis amigos como también los periodistas de Antena 3, guardan silencio. Se suceden varios tonos y mi madre responde: le pido que mire detrás de mí pues la erupción está aún más desmelenada que la reportera. Ella, para mi estupefacción, me contesta que están en el coche, camino de una gasolinera en Alpedrete, y me solicita que les llame en otro momento más apropiado. A mi espalda, el volumen de la carcajada de propios y extraños ensordece el tremor.
Termino la conversación esperando que mi familia encuentre el instante adecuado para que yo les pueda mostrar como el Cumbre Vieja vomita el infierno.
Ya no podemos más: ha sido un día demasiado largo y decidimos regresar al alojamiento para dormir un rato. Cuando llegamos al lugar donde estacionamos el coche muchas horas atrás, otro espectáculo muy distinto —pero también hipnótico— está allí teniendo lugar.
Un operativo amplísimo de la Guardia Civil se ha desplegado para retirar vehículos con la grúa y poner multas a discreción. El nuestro todavía no ha sido afectado por sanción de ningún tipo pero según pulso el botón del mando para abrir las puertas, y se encienden las luces del interior, se hace corpórea una agente de uniforme verde araucaria para indicarnos que el coche está mal estacionado. Alego que, igual que hemos visto conos y balizas en otras zonas, no existía en esta ubicación advertencia alguna y, siendo así, estábamos convencidos de que habíamos aparcado correctamente. Ella, muy educada, me contesta que estamos impidiendo el paso de peatones por el arcén y que de haber llegado un poco más tarde habríamos tenido que ir a recoger el coche al depósito. Resumiendo: me convence de que me puedo dar con un canto de grafito en los dientes porque solo voy a ser sancionado con una infracción leve.
Yo me callo porque sé que, en una subsiguiente interpelación por mi parte, atendiendo a la alta concentración de ácido sulfhídrico que hoy ha sustituido a la sangre en mi sistema coronario, todo va a ser meter la pata; recojo la receta y la agente, con su tez seductoramente iluminada por las sirenas azules y un averno lávico reflejándose en sus escleróticas, se despide con un gesto muy a lo John Wayne.
Como definitivo rescoldo de nuestra corta pero intensa relación, siempre nos quedarán los 40 euros (una vez aplicada la reducción del 50 %) pendientes de pago que yo jamás olvidaré.
6. Turismo rural isleño
A las 5:00 a.m. en punto estamos otra vez en la iglesia de Tajuya. La puerta del templo sigue abierta —me gusta el estilo de esta iglesia after hour— y hay gente desparramada muy indecorosamente por las bancas.
En el patio, frente a las barandillas, la situación no es muy diferente y, mientras el volcán sigue escupiendo y chorreando sirope, pasamos junto a turistas tirados por el suelo, o escondidos entre las adelfas, que duermen en el interior de sacos de dormir. Cruzándonos con algún zombi volcánico iluminado por un frontal, nos acercamos al plató abierto —ahora de nuevo vacío— de Antena 3.
El amanecer es indómito y extraterrestre. El ruido ha disminuido pero sigue habiendo frecuentes exhalaciones de lava. A su vez, ha aumentado la emisión de ceniza junto a la de vapores, más claros, de alta concentración en azufre. Por suerte, unas y otras columnas de gases, se dirigen de nuevo hacia el horizonte marítimo sudoeste.
A las 8:45, tras templar el cuerpo con cafés y poleos en el Bar Cumbre de El Paso, nos presentamos en el centro de visitantes del Parque Nacional de La Caldera de Taburiente. Una alpispa (Motacilla cinérea), abanando con la cola, nos recibe en su entrada y, ya dentro, nos acreditan el vehículo para subir al mirador de La Cumbrecita. A las 9:15, después de hacer un uso intestinal (casi piroclástico) de los impolutos cuartos de baño —como ha sido tradición en todos y cada uno de los centros de interpretación a nivel mundial que he visitado—, emprendemos el ascenso por una carretera vacía.
Llegamos al final del asfalto y allí, en el aparcamiento de uno de los lugares más frecuentados de La Palma, no hay nadie y solo se escucha rugir al viento.
El caso es que las vistas en el mirador son tremendísimas. El mar de nubes se vierte desde las cornisas forestadas de pinos canarios, tal y como recuerdo que también lo hace en los murales de los restaurantes chinos en Madrid, emulando las formaciones calizas de Huangsan («la montaña amarilla»).
Una pareja de bisbitas camineros se aproxima a nosotros mendigando algún tipo de limosna y un cuervo porfía en la distancia para romper la tensión estática.
Impresionadísimos por las dimensiones de «la caldera», decidimos visitar la remota plataforma de El Roque de Los Muchachos, ubicada en el extremo norte de la isla, para tener una perspectiva diferente del vetusto cráter. Deshacemos la carretera hasta el centro de visitantes, se nos cruza una inesperada paloma rabiche en medio del bosque de coníferas, y viramos hacia el oeste para buscar la ruta costera que nos permitirá trepar hasta la cumbre de este peñasco esmeralda.
A medio trecho, nos detenemos en el «mirador—vaya nombre curioso que tiene— del Time». Desde allí, entre jirones de calima, divisamos la fajana que ha sido creada por las coladas más incisivas y que, en tan poco tiempo, ha ganado un asombroso terreno al mar.
Continuamos por la exigente pista de ascenso y atravesamos la corona forestal de la montaña que ha amanecido envuelta en un sudario de estratos blancos; poco a poco, los pinos van dando paso a los codesos, tajinastes y a las violetas palmeras. Pronto tenemos también a la vista los famosos observatorios astronómicos asociados al Roque (Los MAGIC, el GTC, el Isaac Newton, el Galileo…) y, en esa atmósfera tan fina, siento respeto por este lugar que es un límpido homenaje a la ciencia.
Detenemos el coche y ahora paseamos por el sendero que permite llegar al confín último del famoso mirador. El sol brilla por encima de los cúmulos, el cielo es ozono puro y las vistas son tan dramáticas como escénicas. Las quebradas del boquete geológico me dejan atónito y la profundidad de los despeñaderos es angustiosa de tan vertiginosa. Desde lo alto, enfocando hacia el sudeste, se ve el volcán y, lo que es aún más impresionante, se escucha su latido.
Un par de cuervos —identificados por un turista inequívocamente como grajos: «el cuervo es más grande», dice sentando cátedra el ornitólogo de pacotilla—, sostenidos en las barras protectoras, posan para la concurrencia frente el mar de nubes a cambio de la voluntad. Por si el conjunto fuese poco estético, el Teide saluda desde Tenerife por encima del edredón de alisios.
De repente, siento que imperiosamente debo buscar un arbusto para orinar. Encuentro la formación herbácea endémica adecuada y, en pleno proceso de micción, se me acerca una curruca tomillera. Tanto llega a aproximarse el paseriforme a mi anatomía descubierta, que acierto a sentir un insólito pudor pajarero.
Arreglado el problema fisiológico, ya con todo guardado en su sitio, me cruzo con un par de chovas piquirrojas que deambulan por el sendero como dos forasteros más. Ambos córvidos lucen picos reflectantes gracias al consabido lacado en magma.
De vuelta hacia el parking, mientras observo a un cernícalo detenido en el espacio a la espera del póstumo movimiento de un ortóptero, decido que es este uno de los enclaves más despampanantes que he visto en mi vida y que, sin duda, puede competir sin complejos con aquel también fenomenal que visité en la isla de Madeira, asociado a las barranqueras del Pico do Arieiro.
El margen se nos acaba y, además, tenemos que comer —no solo de pájaros y tremores vive el hombre—. Volvemos a hacer caso a Juan José Ramos Melo y cogemos el vehículo para dirigirnos hacia su última recomendación gastronómica. Al cruzar, por cuarta y última vez, la cordillera divisoria, la meteorología cambia y, de nuevo, se cuaja la garúa. Atravesamos la eterna condensación canaria y ya avanzamos bajo la «panza de burra». Tras mucho chirriar de frenos en el descenso y, poco después de dejar a nuestra izquierda el aeropuerto, aparcamos a orillas del mar en una atestada Casa Goyo.
Hora y media después —tercio de Dorada más, tercio de Dorada menos— nos dan mesa. Pedimos más cerveza, vino blanco de la casa, gofio, lapas, rosados «alfonsiños», papas arrugadas, abundante mojo y, alcanzado el postre, quesillo.
Reímos con las bromas soeces de Gabi mientras Chema le pone pegas, para variar, a cada uno de los platos; María se sirve una copita más de vino afrutado sin perder oportunidad de mofarse de lo chiquitito que sale Edu en todas las fotos; Sara, a lo suyo, hunde otro generoso currusco de pan en un mojo que parece extraído directamente del manto superior.
Detengo el tiempo unos segundos: querría quedarme en este instante para siempre. Miro el océano desde la terraza en la que nos han ubicado. Pasan dos gaviotas patiamarillas atlánticas y una de ellas reclama en vuelo.
Antes de que el discurrir de mi vida vuelva a encauzarse por la colada habitual, me permito paladear una pizca de orgullo por haber venido hasta aquí en contra de toda sensatez y comodidad. Doy gracias por haber construido recuerdos sobre un volcán en erupción en la inverosímil isla de La Palma. Y, como tantas otras veces me ha pasado en los viajes con respecto a la naturaleza, me siento abrumado y minúsculo —casi tanto como le sucede a Edu en todas las fotos— frente al poder de una geología mayúscula.
Pero, por encima de todo, me congratulo por ser el descubridor de que el pico de las chovas piquirrojas está polimerizado a partir de lava semisólida.
7. un regreso como epílogo
En el control del aeropuerto, les confiscan a Sara y a Edu la botella y la bolsa que, respectivamente, rellenaron de ceniza como suvenir. Cinco minutos después colman nuevos recipientes con el detrito que hay acumulado en la terraza, de libre acceso, existente en el área de embarque.
Ya sentado en el avión, y tras recibir el primer aviso de mi aún traumada espalda, veo entrar a Javier Ortega Smith en la cabina. Con su mascarilla militar, decorada con la reglamentaria bandera de España, y su porte de pertenecer a un selecto equipo de mercenarios capaces de tomar una república bananera en media tarde, Smith (así también se apellidaba el primer oficial en el bajel del Capitán Garfio) mira suspicazmente a los pasajeros colindantes —se percibe que no los siente tan patriotas como a él le gustaría—. Finalmente, como a regañadientes —sabe que, en justicia, alguien como él debería volar como mínimo a Mach 2 en un caza F-18—, se sienta en una de las plazas en cabina que permiten disfrutar de un espacio extra. Al mismo tiempo, dos tipos de pelo rasurado y cuello fornido, muestran la placa de policía a la azafata para exigir posicionarse cerca del congresista.
Pienso que si algunos partidos —de izquierda y de derecha (no empecemos…)— dejaran de polarizar el debate político, y de forzar nuestra ideología, no sería necesario que yo, además de desembolsar el billete de avión, tuviera que pagar de mi bolsillo a dos funcionarios del Estado cuya misión sea la de proteger a semejante mequetrefe y, con seguridad, a muchos otros politicuchos de su pelaje, que adolecen de su misma falta de escrúpulos y responsabilidad a la hora de pronunciar barbaridades en los medios de cara a rapiñar votos a cualquier precio.
Corriendo un tupido velo de vientos alisios, y a pesar de que de nuevo reclinarse es imposible y mi cabeza va volcada hacia delante gracias a esta nueva estrategia aeronáutica que consigue que el pasajero no se relaje en todo el vuelo, cierro los ojos e, inevitablemente por el cansancio y la tensión acumulada, me adormezco.
En mi último sueño dentro del espacio aéreo canario, aprecio que un silencio plomizo se ha apoderado de la isla. La iglesia de Tajuya ha cerrado sus puertas y descubro que, en lógica consecuencia, el volcán ha detenido por completo su actividad. Cuando todo parece haber acabado definitivamente, desde el abismo de la boca inerte del Cumbre Vieja emerge Quetzalcóatl, la serpiente emplumada.
La fantástica criatura —cuya observación, entiendo, supone su primera cita para el paleártico occidental—, revestida con escamas de color escarlata y tupida de plumón con raquis de cristales de olivino, es inmediatamente arropada por un enjambre de chovas y cuervos, que comienzan a diseñar una doble hélice a su alrededor.
En el común ascenso, la nube de grajos grazna protectora y amenazadoramente al unísono. Solo a la postre, y completamente dormido, acierto a comprender el origen biológico del famoso tremor volcánico.