¡Las anchoas! ¡Son las anchoas de Santoña!
¿Qué mejor sustituto de los arenques del mar del Norte que los bocartes cántabros?
La temporada invernal ha sido muy dura para estos visitantes tan lejanos. Aficionados y ajenos al mundo de las aves y la conservación han estado subiendo fotos a las redes sociales, de extraños pingüinos muertos o en estado lamentable. Los más implicados reportan cifras pavorosas de recuperación de cadáveres de álcidos. Alcas, araos e incluso algunos frailecillos han poblado internet de manera muy triste. Y, hasta el momento, los organismos oficiales no han comunicado las causas. Gripe aviar, falta de alimento, meteorología más adversa de lo común… las razones pueden ser múltiples y las especulaciones infinitas. Es un problema grave.
Sin embargo, lo del Parque Natural de las Marismas de Santoña, Victoria y Joyel es de otra galaxia. Allí, este grupo de aves y otros muchos parece estar en su salsa. Son activos, con aspecto sano y en número considerable.
Haciendo el esfuerzo de borrar de la mente las infraestructuras y núcleos urbanos tan presentes, el verdor, las montañas próximas y los picos nevados a la vista invitan a pensar que los miles de aves que allí pasan el invierno se encuentran como en casa. Y el frio y el viento te pueden llevar en volandas a Noruega si te descuidas.
Puerto de mar.
En Santoña puedes dormir en una pensión, que es algo que suena como de otro tiempo. Habitación con cuarto de baño individual, cocina con la que ahorrar un poco y suelo de madera de verdad: lujos a tiro de piedra del puerto. Esto hace que muchos de los inquilinos de Pensión Casa León, fuera de la época de turismo, sean marineros que recalan allí durante la temporada de la anchoa.
A mitad de camino entre el alojamiento y las dársenas, se encuentra El Muelle. Bar de horario para aguerridos pescadores, ataviados con gruesas botas de goma amarilla, pantalones de peto del mismo material -pero de color verde- y gorros de lana, la sensación al entrar, a la hora que sea, es que la actividad arrancó hace rato. Hay ires y venires, trajín laboral, conjeturas sobre capturas y celebración por el éxito del Nuevo Libe en la faena de esa noche. Miradas expertas de los viejos de mar, con tantas madrugadas de bar como de navegada, que se atrincheran en la mesa del fondo para hacer frente al IMSERSO. Olor a café, bocadillos y sándwiches: perfecto, también, para pajareros aplicados.
En las paredes, fotos de antiguos compañeros, recuerdos de tragedias, recortes de periódicos con noticias que conmovieron al pueblo y el corcho con billetes de decenas de países pinchados en él, testimonio de que El Muelle es infinitamente más cosmopolita que la mayoría de los bares de su tamaño del país. No es grande: barra y cuatro mesas.
También hay en las paredes cartas náuticas del estuario. No son sencillas de interpretar, pero son parte de la biblia de la gente de mar de allí. La otra parte del texto sagrado local es la tabla de mareas. Salir o entrar del estuario, hacer proa al mar o las labores de estiba dependen totalmente de las mareas. Estos hombres se hacen a la mar, duermen y descansan, según los horarios de la tabla y cada día en diferentes momentos.
Pues nosotros, pajareros, igual que ellos.
La visita a este paraje por parte de cualquier bichero tiene que verse condicionada por las mareas. Hay diversos puntos de observación y, dependiendo del nivel del mar, el avistamiento puede ser magnífico o desolador, según el punto de observación elegido. Y hay muchos donde escoger.
En Santoña es posible ver un frecuente archibebe y al minuto un colimbo tragándose una raya.
Durante la pleamar, el agua rebosa y los limícolas buscan refugio en dormideros, pero anátidas, álcidos o colimbos podrán verse más cerca de la tierra firme. Por el contrario, durante la bajamar, las aves de gran porte están en las isletas o nadando en el centro de la marisma, mientras que las limícolas y garzas aprovechan para alimentarse en el lodo o revisar las aguas poco profundas.
Pero atención con no pasarse. Cuando la marea esta baja en grado máximo, las extensiones perfectas para las limícolas son inmensas y la dispersión brutal.
Si es ese el estado de la marea cuando el desayuno termina -por ejemplo- la mejor opción es caminar al puerto. Allí mismo existen muchas posibilidades de coincidir con colimbos (grandes, pequeños y árticos), alcas o araos, además de con zampullines cuellinegros y cormoranes moñudos, entre las marabuntas de gaviotas. Los espigones exteriores del puerto son perfectos para observar la vida en el centro de la laguna. Quizá sea el punto más cercano a los grandes bandos de barnacla carinegra.
El paseo portuario se extiende desde la plaza de toros (coso que pasará a la historia no por la muerte de ningún “maestro”, sino por ser el escenario final para el drama de los búhos nivales del 22) hasta el puente de acceso al pueblo, siguiendo por la zona de las conserveras. Mal se debería dar la cosa para que en ese paseo de 4 kilómetros -ida y regreso- no se dejasen ver todas las norteñas.
Allá cada cual con sus prisas y sus quehaceres, pero darse una vuelta por las conserveras tiene su importancia. Prácticamente la totalidad de las empresas de esta industria tienen espacios abiertos al público con rimbombantes nombres como “Sala de arte” o “Salón de exposición”. En ellos el pajarero pro, que es aquel que sabe buscar las buenas oportunidades para llevarse un recuerdo imborrable, podrá abalanzarse cual patiamarilla sobre un banco de anchoas y probar lo más selecto de cada casa.
El monasterio, 2 observatorios, un paseo y un mirador.
No más de un kilómetro tras dejar el pueblo, a la izquierda, se encuentra el observatorio de La Arenilla. Es realmente bueno, un básico en el que pararse en cada trayecto, sin importar demasiado el estado de la marea. Si el agua se ha retirado, archibebes, zarapitos, agujas y la fortuna dirá qué más, suelen parar allí. Quizá no en número excesivo, pero sí muy cerca. Si el mar está alto, anátidas y gaviotas andarán próximos. También será ese el momento para toparse con la estrella solitaria de la marisma. En invierno de 2017 apareció un juvenil de éider común que, por alguna razón, nunca ha abandonado este paraje. Ni siquiera, siendo macho, cuando hace unos años apareció un grupete de hembras.
La carretera de salida del pueblo es una tentación constante, una tentación sin arcenes ni apartaderos para dejar el coche y echar un vistazo. La excepción, al margen de un aparcamiento junto al puente sobre el canal de Hano, es el monasterio de San Sebastián de Monteano. Allí, con marea alta y caminando por los diques de un antiguo aprovechamiento de la marisma, podemos tener un buen acercamiento que nos proporcione observaciones muy buenas y próximas.
En la carretera a Escalante existe otro observatorio, con espacio para aparcar, sobre el canal de Hano. Elevado y con una vieja mina a la espalda, las vistas son magníficas, por su hermosura y por el amplio campo de visión. Aquí además la cosa se pone interesante con algunos cultivos al otro lado del canal, arbustos, praderas, bosque caducifolio y cortados rocosos. En definitiva, al menos 180 especies citadas y un lugar donde todo puede pasar.
Si hay suerte y a la tarde coincide que las mareas están en un momento intermedio, la decisión de ir al canal de Boo por el camino de la marisma de Bengoa puede ser un acierto total. El movimiento de diferentes especies es muy elevado y el entorno magnífico. Grupos de ardeidas volando a la caída del sol; las luces del atardecer reflejadas en las aguas; y… los “runners” gritando sin control. ¿Cuál es la razón para esa contaminación sonora? ¿Ese tener que enterarse de detalles personales o anécdotas deportivas ajenas? ¿Por qué salir a correr, andar o montar en bici en el campo es sinónimo de decírselo todo a gritos?
En el observatorio de la carretera de Escalante hay al menos 180 especies citadas y un lugar donde todo puede pasar.
Y como colofón, asistir al final del día desde el mirador del Gromo. Es un lugar que, aparentemente, no se preparó para la observación de aves, pero desde su posición elevada y estratégica se contempla una magnífica extensión de superficie. Es un lugar perfecto para despedir al sol y terminar la jornada pajarera con grupitos de negrones, garzas y espátulas listas para dormir y quizá, con suerte, un solitario havelda dejando una estela en el agua.
Hay más observatorios y lugares de interés para los observadores de aves. Zonas más o menos preparadas, como la pasarela situada en Cicero, el Mirador de Sollagua, playas frecuentadas por limícolas y gaviotas, sendas naturales y, en la práctica, cualquier sitio desde el que tener una buena visión de las marismas.
Santoña es otro lugar al que ir, volver y regresar año tras año. Otro espacio al que ayudar con nuestra presencia pajarera en su preservación. Otro paraje en el que emocionarse con las aves que lo pueblan y asombrarse con sus viajes épicos. Y es donde hay que ir para soñar con una visita al ártico más cercano.