Los piquituertos de la sal.

Luisa Abenza, rastreadora de fauna silvestre, vive en los pinares de Soria. Invierno tras invierno se topa con el lado oscuro -el que nadie quiere ver o que ni siquiera saben que existe- de la realidad de las acciones del ser humano.

Esparcir sal, como método para mejorar la seguridad vial cuando nieves y heladas están a la orden del día, es una de esas acciones que se llevan a cabo y que se dan por buenas por que “es lo que hay que hacer”. La sal es natural, aparentemente se disuelve en el agua y, si no se concentra demasiado, parece inocua. Es blanca en todos los sentidos. Y, obviamente, evita peligros para la vida de los humanos en sus fabulosos coches.

Basta echar un vistazo a la historia para darse cuenta de la barbaridad que seguimos ejecutando en España. Antiguamente, para disminuir la capacidad del ejercito enemigo se quemaban los cultivos que les servirían de alimento. La famosa estrategia de la tierra quemada. La alternativa a dar fuego cuando se quería generar daños más perdurables no era otra si no esparcir sal. Era más trabajoso, pero te asegurabas la hambruna del enemigo durante varios años.

En los países del norte de Europa -que de nieves y hielos algo saben- la sal se desterró y desde hace décadas se apuesta por el uso de gravilla fina. En Alemania este dañino sistema de descongelamiento está prohibido incluso para particulares que pueden conseguir una multa de hasta 10.000€

Pero nosotros seguimos erre que erre y sin medias tintas. Da lo mismo si es autopista que pista comarcal, el tráfico que lleve, que esté a la sombra o expuesta al sol, en recta o curva, llano o rampa. Si es invierno y puede helar: sal como si no hubiera un mañana.

Y hay daños numerosos colaterales tras nuestros bombardeos salinos.






27 diciembre 2019

Todavía calientes.

Todos los inviernos la misma escena un día tras otro. Los piquituertos bajan a la carretera a comer la porquería de sal que se desparrama continuamente para que nosotros podamos correr más en nuestra errática existencia.

Apartando los cadáveres podemos salvar la vida de alguno de los implicados en la terrible escena, siempre se quedan al lado de pareja desesperados.






29 de diciembre 2019

29 de diciembre, un sol maravilloso y las carreteras cargadas de innecesaria sal. Los piquituertos siguen muriendo por atropello al bajar a comer la sal. Si vemos algunas de estas aves muertas sobre el asfalto podemos apartar los cadáveres para evitar la muerte en cadena de sus parejas.






8 de marzo 2020

En estos extraños tiempos, en los que entre la mayor parte de la población reina una sensibilidad extrema ante algo tan natural como la sangre, la muerte o las vísceras, sorprende una falta de empatía absolutamente desproporcionada.

Reflexionemos:

-No estamos solos en este planeta y debemos ser respetuosos con todo ser vivo.

-La casi carencia de invierno, nieve y hielo hace absolutamente innecesaria la sal, además de existir otras medidas mucho menos dañinas.

-Ayudar a otras especies no daña al ser humano, por lo tanto, se puede hacer sin que se extinga la tan preciada especie.

Podría seguir editando esto largas horas…

Aparte de los numerosos atropellos de piquituertos en especial y otros animales de manera más puntual, lo que me cuesta de verdad comprender es el porqué de reacciones a la defensiva cuando se trata sencillamente de intentar ayudar a otras especies.

Este animal ha sido atropellado al ser atraído hacia la carretera debido al innecesario aporte de sal. Caen cientos a diario. En su pico, semillas de pino y sal. Probablemente otra vez me censuren la imagen, tampoco te dejan publicar ni una liebre depredada. ¿En qué tipo de seres absurdos nos estamos convirtiendo?

(Publicación realizada como contestación a una anterior en la que la autoría sufrió un aluvión de críticas irracionales. Nota EVdG)






22 de enero 2024

Los piquituertos y la sal, otra vez.

Hace unos años golpeé con el coche un precioso macho de piquituerto que permanecía en la carretera al reclamo de la sal, intenté esquivarlo y justo cuando parecía estar todo controlado, dio un quiebro. Colisionó y perdió la vida. Al parar pude ver a una hembra del mismo grupo volando alrededor muy nerviosa. Nunca podré saber si eran pareja, familia o simplemente parte del grupo. Retiré el cadáver ya que de lo contrario seguro que aquella hembra hubiera acabado en las mismas circunstancias.

Hoy he contado 17.

Lo mínimo que debemos hacer en estos casos es la retirada del cadáver para evitar otros atropellos, ya sea de otros piquituertos o de carroñeras que acudan al alimento. Lo óptimo es llamar al 112 para que avisen a las autoridades competentes (especificando que no es competencia de guardia civil de tráfico) y que se proceda a la recogida con el protocolo correspondiente. Al final, esas pequeñas cosas tienen resultados.






20 de febrero de 2024

Se me rompe la cabeza y se me revoluciona el tic del ojo intentando entender porqué somos así como especie.

Este es solo uno más de las decenas que veo a diario, la única razón por la que lo he fotografiado es porque lo he encontrado en el centro de un pueblo.

Y si, podemos lanzar sal con máquinas, limpiar pueblos y ciudades con máquinas ¿No podemos recoger la sal de las carreteras? Hace días que brilla el sol, apenas ni ha nevado este año, unas discretas heladas tiñen las mañanas de blanco y no hay riesgo en las carreteras.

La cantidad de muertes de fauna que se producen a diario es terrible y alarmante. Pero lo más alarmante es la indiferencia, el egoísmo y nuestra actitud.

Todos podemos hacer algo, vamos ya…






29 de febrero 2024

Cansada y triste.

Cansada y triste pero mejor que este piquituerto, a mí no me ha colisionado un coche.

A veces se me acumulan muertes, el dolor de los otros, la indiferencia. Y me peta la cabeza intentando entender por qué somos así, por qué hacemos tanto daño y por qué, además, vivimos sin más sin asumir la más mínima responsabilidad.

Me sirven las redes para vomitar la frustración y el rechazo hacia mi especie en general y así no terminar golpeando mis piernas de rabia. Hay días de todos los colores.

A parte de excretar por el teclado, haré lo que esté en mis manos y se me ocurra para intentar corregir o suavizar todo lo que haga daño a la vida de los que intentan vivir en el campo.

Lo que no se intenta es lo que nunca se consigue.

No entiendo nada más.

Ni siquiera ha llegado vivo al centro de recuperación.

Mierda ya.

Seamos otras. La osa que dejó una huella en el cielo.

“Preferiría no hacerlo”

Así llevo días, con esta frase en mi cabeza. Hace mucho que no escribo, pero si encima tiene que ser sobre La osa que dejó una huella en el cielo pues “preferiría no hacerlo”. A alguien se le ha ocurrido que tenía que ser precisamente yo la que escribiera unas líneas y pensé que estaría bien enfrentarme a ello, que seguro lograba sacar algo en claro. A veces funciono transformando la desgana en obligado reto. Esta, por suerte o por desgracia, es una de ellas. Así que como dije una vez a las alumnas de danza: “Hay que coger al cuerno por los toros” (las muy desgraciadas me han regalado una libreta con esa frase).

Es la primera vez que hago algo que se acerque a cualquier género cinematográfico. Bueno, una vez hice un vídeo de danza para una asignatura del Conservatorio. Me pusieron un cinco raspado, sin verlo siquiera. La profesora en cuestión decidió que como yo no había asistido a las clases no podía saber lo que hacía falta para hacerlo en condiciones. Luego lo vio y el cinco se mantuvo en el expediente. También hice un montaje a los 14 años, del típico vídeo de excursión para una asignatura, cuando estaba en 1º de BUP, y siempre me gustaba coger la cámara casera de mi padre y grabar a mis amigas o los paisajes y ponerle música -que de aquella era lo único que se podía hacer- a modo de hobby. Ya después, dediqué mi tiempo a las cosas del danzar, así que sin pensarlo muy bien cuando había que decir: “no, ¡coño!, ¿cómo se te ocurre que yo dirija un documental? Deberías hacerlo tú, es tu idea y tú eres el que sabe sobre audiovisual” dije: “mmm…bueno, vale”.

Todo comenzó con un posible reportaje, resultante del encuentro con tres mujeres conservacionistas para una revista de aviones. Con la reserva de la casa rural ya realizada, llegó la pandemia. Punto y aparte. Tuvimos mucho tiempo de pensamiento esos meses, cosa que da un poco de miedo conociendo los posibles senderos de las conexiones neuronales de mi amigo y compañero Marquerie, que ya solo con ese posible reportaje se había lucido. Así fue. Puntos suspensivos y el ideón; ¡Vamos a hacer una revista de observación y conservación de la naturaleza!

Mil párrafos, seiscientas comas, algún que otro punto y coma y varias enumeraciones de dos puntos. Los días pasaron y los trotamos recogiendo las mil posibilidades de proyecto. Nuestra primera portada, que inauguró la actividad que me ha robado a gran parte de mi compañero de batallas, fue en primavera de 2021. A partir de ahí, punto y seguido.

Entre todos estos signos de puntuación, las chicas esperaban pacientes e inconexas en nuestras cabezas, sin saber muy bien cuántas cosas queríamos hacer con ellas. Sin embargo, sabíamos que tenían un lugar importante y que había que dedicar mucho tiempo y cuidado a esa decisión. Íbamos construyendo el Grajo e íbamos dejándolas entrar y así, ellas, sin saberlo, viajaron con nosotras desde el nacimiento de El Vuelo hasta el día de hoy. Y lo que queda. Creo que es imposible entender la revista y sus derivas sin ellas. Lo que nos fueron enseñando ya con su presencia es harina de otro costal.

Las Osas.

Luisa, Sofía y Lorena son tres mujeres únicas que habitan en lugares rurales de la llamada España vaciada. Son mujeres que viven el día a día de una sociedad que piensa poco o nada en la conservación de las especies y la biodiversidad. Son mujeres que se enfrentan al ostracismo de las personas que no comprenden sus verdades. Trabajan incansablemente, casi de espaldas al nefasto futuro que se augura al planeta. Y a todo esto, además, son “mujeres en un mundo de hombres”. A pesar de todo, eso no hace que se paren, ellas siguen, como dice la propia Luisa. Es su incansable actividad, empeño y valentía, lo que genera la esperanza que muchas necesitamos.

Las grabaciones realizadas en el documental están hechas en sus lugares de trabajo, porque la idea era acompañarlas y conocerlas en su terreno. Los viajes y el tiempo compartido se transformaron en un regalo; su confianza y generosidad hizo posible encontrar el lugar desde dónde querer narrar. Mientras escuchábamos sus relatos no podíamos dejar de pensar en ese hilo invisible que nos une en lo desconocido. Nos maravillaba todo lo que no contaban, su presencia y su ausencia. Nos parecen el ejemplo perfecto del poder que uno puede tener sobre lo colectivo. Ellas no lo saben, también ahí radica su belleza y su verdad.

Nuestra tarea era más fácil: escucharlas, observarlas desde la pantalla y dejar que nuestra mirada construyera ese diálogo hacia el afuera; abrir la ventana por la que podáis mirarlas, por la que poder dejar entrar la luz y que el calor que a nosotras nos llegó entre en vuestros cuerpos. Creemos que tienen mucho que contar. A nosotras nos han cambiado, nos tienen paseando por nuevos senderos, nos tienen intentando ser otras.

El Nido, un nuevo antiguo salón de encuentro ha nacido.

En este no hay ostentosas lámparas ni oropeles, ni se pretende conspirar, en inicio, aunque si el fin es derrocar a un gobierno y nos ponemos, lo conseguimos. ¡Vaya si lo conseguimos! Aquí no hay muebles oscuros de ébano. Hay unas luces delicadas y pequeñitas que los visitantes más cercanos sabemos, claramente, son luciérnagas. Venidas de algún bosque remoto o cercano, quién sabe, pero seguro que también movidas por la curiosidad. No creemos que Dios los críe, pero está claro que los curiosos se juntan.

O para el pájaro perdido que siente el frío de la calle tras muchas horas de vuelo y quiere guarecerse acompañado y camuflarse tras una buena charla.

Este nido, tejido con las más suaves ramas que tú, ave de ciudad -en muchos de los casos- puedas encontrar, te ofrece acogida. Acogida y calor alrededor de una conversación.

Ubicado en uno de los rincones más emblemáticos de Madrid. Mar y Javier han dado (permitidme la imagen obvia) alas a un proyecto precioso que busca unir deseos, aunar ganas y creación.

La creación puede venir de la mano de la literatura, de la danza, del cine, de la observación, de todo junto o de nada en concreto. En este sentido, los grajos están abiertos a mostrar opciones que reúnan la calidad deseable.

Mar y Javi, padres de la revista El vuelo del ídem, se aventuran ahora en esta apuesta por juntar públicos, por enlazar personas, en una sala que comparte con otras, fundamentalmente, el deseo de intercambio. Pero este no es un espacio al uso, no se asienta en aforos ni en subvenciones, es, nada menos, que un lugar de acogida para el interesado, para el amante de la cultura en su más amplia concepción, para aquel que ve sus ideas o sus palabras respaldadas por un sello editorial y quiere compartir un rato y una conversación, lejos de tumultos y en calma; para el ave pollo que quiere asomarse por primera vez a un auditorio sin vislumbrar aún cual será el camino a seguir, o para el pájaro perdido que siente el frío de la calle tras muchas horas de vuelo y quiere guarecerse acompañado y camuflarse tras una buena charla.

Allí, pudimos escucharlas y mirarlas a los ojos, igual que ellas miran a los animales con los que trabajan.

Un espacio para el debate

Así, de esta forma, el pasado sábado pudimos intercambiar pensamientos con dos de las protagonistas de La osa que dejó una huella en el cielo, documental dirigido por Mar López que pone en el foco el trabajo de Luisa Abenza, Sofía G. Berdasco y Lorena Juste, mujeres que trabajan en el medio natural, recuperando especies, ayudando a encontrarlas o favoreciendo al profano la posibilidad de verlas y disfrutarlas.

Allí, en el séptimo -primer nombre tentativo de este nido, redacción de la revista- pudimos escucharlas y mirarlas a los ojos, igual que ellas miran a los animales con los que trabajan.

Técnicos y especialistas en fauna, rastreadores, conservacionistas y periodistas, junto a personas ajenas a este nada mundano entorno, pudimos adentrarnos en una conversación que fluyó por caminos rurales y montañas heladas, poniendo de manifiesto que lo importante, una vez más, es compartir.

Charlamos durante casi dos horas en torno a una mesita, sin conocernos, aprendiendo los unos de los otros y jurando volver a encontrarnos. En el mismo lugar.

Ahora que los bares de los barrios más míticos de la ciudad, aquellos en los que nos enamoramos y en los que hablamos y reímos hasta perder la cordura, echan el cierre, ahora que las calles de Madrid se han globalizado y a la esencia de la barra de zinc le ha sustituido un neón led, de menor consumo, pero agresivos efectos, ahora hemos inaugurado este lugar único en el que, por un rato, que suele ser largo, aviso, olvidarte de las rutinas y los quehaceres cotidianos, olvidarte de tus miserias, para ser tú. Solo tú, compartiendo en grupo.

Con los ojos de Luisa

Luisa Abenza, rastreadora de fauna.

Teníamos impaciencia por encontrarnos y nosotros nos habíamos retrasado con el canto de un cuco. Ella se adelantó hasta un pueblo en nuestra ruta, acortando distancias. Celebramos el encuentro con Ribera del Duero y torreznos. Soria, abril 2021. Máximas de 9 grados.

Tantas eran las ganas de encontrarnos para trabajar, que dejamos el trabajo para el día siguiente y dedicamos lo que quedaba de día a hablar y a reconocer su territorio más próximo: una pequeña cabaña de madera en un precioso valle, agua de lluvia y paneles solares, gallinas ponedoras, gansos defensores, gatos mimosos y tres perros que se sitúan entre lo “de trabajo” y lo “de compañía”. Además, había córvidos en recuperación, dos estorninos con una nidada en el gallinero, que entran y salen sin reparos, y, recién regresada, una pareja de torcecuellos que ya anidó allí el año pasado. Juntos a ellos, siempre cercana Pili, una corneja rescatada y liberada, y, más arriba, una considerable buitrada que, en ocasiones, baja a una pradera próxima. Así es Villagrajilla, la guarida de Luisa Abeza, rastreadora de fauna de profesión.

Pelos y señales

Hoy nos hemos despertado rodeados por seis corzos. El viento sigue presente, caen algunas gotas y el frío no ceja en su intento de hacernos olvidar que estamos en primavera. Aquí, en este valle, los robles aún no han brotado, los espinos apenas tienen flores y las amapolas ni siquiera osan insinuarse. La primavera aquí llega con un mes de retraso.

Seguimos un antiguo camino que hoy no pasa de ser una senda amplia. Nos rodea un pinar natural, no repoblado, que, por tanto, alberga ejemplares de distintas edades de pino negro. Además, en el bosque hay sabinas, algunos robles dispersos, y está salpicado por núcleos protectores de zarzas, jaras y espino blanco. El suelo está tapizado por hierbas y musgos y una buena variedad de hongos. ¡Qué diferencia con los pinares de repoblación y alineaciones, distancias y edades determinadas! Aquí hay mucha vida.

Un tronco delgado nos corta el camino. Ahora Luisa habla con cadencia lenta y tono muy suave pero empleando imperativos. «Agáchate y mira. Ponte a la altura de sus ojos. Relájate y siente lo que te rodea». ¿Pero qué es lo que hay que ver? Insiste en lo de relajarse y yo obedezco. No hay huellas, no hay heces, tan solo un tronco caído y el suelo tapizado de hojarasca, hierba y pinaza. Pero sí, ahí está: al leño le falta una parte de su corteza y se ven unas mínimas ranuras paralelas. ¿Son arañazos? ¡Gato montés! Y, más adelante, enganchado en la corteza, un pelo. Celebramos el solitario cabello como si de la visión del animal al completo se tratase: emoción pura contenida en algo de 4 centímetros de largo y un par de micras de grosor.

Luisa ahora nos explica la ruta elegida por el felino, al tiempo que en su mano izquierda parece poder interpretarse el movimiento del montés esquivando obstáculos. Lo conoce bien y gracias a sus cámaras de fototrampeo sabe su aspecto. También conoce bien la vida que rodea ese tronco caído. Agarra con fuerza una rama truncada del madero que se alza vertical. «Ahora estoy segura de que la garduña sabrá que he estado aquí y se frotará contra esta rama para dejarme también ella la señal de su presencia». Se dejan recaditos como viejos amigos o como sendos animales que conviven de igual a igual en el bosque. De camino hacia la pista, aún nos señalaría heces tanto del felino como del mustélido. Entre las hojas caídas Luisa las ve.

«¿Qué es eso? Relájate, agáchate y abre los sentidos». Comienza de nuevo el juego. En torno a unas varitas solitarias de espino albar el suelo está revuelto. No es la orgía de pezuñas y tapiz reventado de los jabalíes. Es semejante, pero muy superfluo y las huellas mucho más pequeñas. ¡Corzo! Me doy la sensación a mí mismo de ser súper listo y saber mucho, pero soy perfectamente consciente de que Luisa guía mi discurrir y empuja mis conclusiones con pequeños gestos de sus ojos y pautas de pocas palabras. Por ejemplo: «¿y que altura tiene un corzo?». Mi mirada y mi atención se centran en el espino. Ya sé qué es lo que hay que buscar, pero cuesta encontrarlo. «Ya deberías estar viéndolo. Yo lo veo desde aquí y es precioso». Y otra vez surge la magia. Trincado en una yema, entre dos hojas apenas incipientes, ahí está el pelo. «¿Has visto que bonico?» Cuando se emociona, cosa que ocurre con una maravillosa frecuencia, su acento denota su origen murciano. «¿Has visto que es ondulado? Tócalo. Cógelo. ¿Notas que es quebradizo? Está hueco y eso es característico del pelo de corzo».

Almuerzo, letrinas y garduña

Luisa quiere enseñarnos otra de sus pasiones, las majadas, espacios ganaderos con parideras levantadas sobre otras anteriores -algunos superan con holgura el centenar de años,- hoy están en su mayoría abandonadas por ganado y humanos. Esta situación hace que sus muros, techos y el resguardo que ofrecen sean una especie de complejo urbanístico para todo tipo de animales. Allí viven, comen y se reproducen infinidad de seres de pelo, pluma, escama o cubierta quitinosa. Es un paraíso soñado para Luisa en el que, apuesto, desearía vivir, ocupando el chiscón menos utilizado por el resto de animales.

Tras hablarnos con mucho misterio de las maravillas que encierra su majada favorita, la suerte hizo que las nubes se abrieran y con ellas los abrigos, el chorizo y la botella de vino. Contuvimos la impaciencia -¿recordamos la insistencia sobre lo de relajarse antes de rastrear?- y disfrutamos del sol y de la hierba de primavera en el amplio claro de la majada. La construcción está situada en lo alto de una colina en medio de un magnífico sabinar. Tras el almuerzo, la entrada a aquel almacén de supuestas maravillas se ve retrasada ya que es el momento y el lugar perfecto para que Selva, la preciosa pastora belga, tenga sus minutos de entrenamiento. Luisa esconde de manera aleatoria pequeños cebos olorosos cedidos por personas con competencias para poseerlos. En esta ocasión, el bufet de aromas lo componen plumas o huesos de aves rapaces muertas. Luisa está preparando a Selva para la localización de cadáveres de aves, víctimas de los tendidos eléctricos y parque eólicos. Ver así de afilada a la perra es una gloriosa confirmación de que se trata de un perro de trabajo.

Por fin entramos. El aprisco, de grandes dimensiones, tiene el tejado a dos aguas y es soportado por una estructura de doble pilar unida por vigas, repitiéndose esta disposición longitudinalmente y dejando un amplio espacio entre columnas para la maniobra del ganado. Entre las columnas y las paredes laterales se sitúan los dispensadores de heno y el lecho del ganado. Vanos en la techumbre, cubiertos con fibra de vidrio translucida, dejan pasar manchones de luz que se doran al caer sobre el heno y contrastan con la penumbra reinante. Luisa se mueve de una forma aparentemente errática, pero con la misma precisión que Selva demostraba unos minutos antes. «Siempre que veas en el suelo una caca que pueda ser similar a esta, mira en lo alto». Sobre la viga transversal, a unos dos metros largos, un montón rebosante de deposiciones. «La gineta siempre caga en letrinas. Lo marca todo y en ocasiones, desde la altura, asoma el culo para dejar caer la hez al suelo. Mira ahí. No me explico la posición que tenía para lograrlo». En otra esquina, señala el lugar por donde entra un gato montes y la cálida cama que se hizo acurrucándose en un montón de heno. Justo al lado, y nunca coincidiendo en el tiempo, es zona de paso de los lirones careto.

En un cuarto separado, la larga vara horizontal del dispensador de heno está llena de pequeñas cacas de pájaro. Entre curiosidad y ganas de poner a prueba pregunto por la especie. Luisa sonríe. «Ven. Mira que preciosidad». Hay un viejo saco doblado sobre el quicio superior de la puerta y en uno de sus pliegues un nido de paja abandonado: colirrojo tizón.

La visita al lugar estaba siendo muy enriquecedora. Una vez vista en detalle, con la minuciosidad de la que es capaz Luisa, comentamos la dimensión del lugar. Un pequeño ruido frente a mí y arriba, en la viga longitudinal, corriendo sigilosamente una garduña. Despeinada y probablemente harta de nuestra presencia, nos indica que es momento de irse. Tan cercana estaba -no más de tres metros- que pudimos ver el brillo en sus pequeños ojos.

En la apartada charca

«Este es el sitio que más me ha dado, dónde más he aprendido».

Casi a modo de epílogo, Luisa nos trae a una apartada charca natural situada en una vaguada muy angosta. Las nubes siguen oscureciendo los bosques de pino y el hueco que deja la laguna sobre sí en la cubierta arbórea crea un ambiente especial: como un anfiteatro con delicada luz. «Aquí poco vamos a ver». Un rebaño de ovejas al que aún escuchamos acaba de abrevarse, borrando cualquier rastro que pudiese haber en el fino barro de la charca. Los abundantes tritones jaspeados (Triturus marmoratus) que poco a poco van subiendo a la superficie tras el revuelo ovino, nos distraen la mirada mientras Luisa habla. Nos cuenta cómo un corzo se acercó a beber estando ella a tres metros de distancia, cómo descubrió la habilidad de un cárabo para atrapar tritones dentro del agua o el día que sorprendió a un cazador dormido, que venía de empalmada y borracho y ni siquiera era propietario del arma. Luisa imparte sus talleres de rastreo de fauna y su libro Aves que dejan huella va por la segunda edición. Su conocimiento sobre huellas y rastros –y por tanto, de etología- está fuera de toda duda, pero compartir tiempo con ella es aprender de mucho más. Su forma de entender la naturaleza y cómo integra al ser humano dentro de esta, su trato de tú a tú con los animales y su profundo respeto al medioambiente son un emocionante modelo. La sentimentalidad de una animalista, el conocimiento de una científica y la sabiduría de una pastora conviven en Luisa. Probablemente, por decir esto, todos los animalistas, pastores y científicos querrán lincharme. Todos, salvo los que conocen a Luisa.

Puedes seguir a Luisa en https://www.instagram.com/genettarastreo/

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