Con los ojos de Luisa

Luisa Abenza, rastreadora de fauna.

Teníamos impaciencia por encontrarnos y nosotros nos habíamos retrasado con el canto de un cuco. Ella se adelantó hasta un pueblo en nuestra ruta, acortando distancias. Celebramos el encuentro con Ribera del Duero y torreznos. Soria, abril 2021. Máximas de 9 grados.

Tantas eran las ganas de encontrarnos para trabajar, que dejamos el trabajo para el día siguiente y dedicamos lo que quedaba de día a hablar y a reconocer su territorio más próximo: una pequeña cabaña de madera en un precioso valle, agua de lluvia y paneles solares, gallinas ponedoras, gansos defensores, gatos mimosos y tres perros que se sitúan entre lo “de trabajo” y lo “de compañía”. Además, había córvidos en recuperación, dos estorninos con una nidada en el gallinero, que entran y salen sin reparos, y, recién regresada, una pareja de torcecuellos que ya anidó allí el año pasado. Juntos a ellos, siempre cercana Pili, una corneja rescatada y liberada, y, más arriba, una considerable buitrada que, en ocasiones, baja a una pradera próxima. Así es Villagrajilla, la guarida de Luisa Abeza, rastreadora de fauna de profesión.

Pelos y señales

Hoy nos hemos despertado rodeados por seis corzos. El viento sigue presente, caen algunas gotas y el frío no ceja en su intento de hacernos olvidar que estamos en primavera. Aquí, en este valle, los robles aún no han brotado, los espinos apenas tienen flores y las amapolas ni siquiera osan insinuarse. La primavera aquí llega con un mes de retraso.

Seguimos un antiguo camino que hoy no pasa de ser una senda amplia. Nos rodea un pinar natural, no repoblado, que, por tanto, alberga ejemplares de distintas edades de pino negro. Además, en el bosque hay sabinas, algunos robles dispersos, y está salpicado por núcleos protectores de zarzas, jaras y espino blanco. El suelo está tapizado por hierbas y musgos y una buena variedad de hongos. ¡Qué diferencia con los pinares de repoblación y alineaciones, distancias y edades determinadas! Aquí hay mucha vida.

Un tronco delgado nos corta el camino. Ahora Luisa habla con cadencia lenta y tono muy suave pero empleando imperativos. «Agáchate y mira. Ponte a la altura de sus ojos. Relájate y siente lo que te rodea». ¿Pero qué es lo que hay que ver? Insiste en lo de relajarse y yo obedezco. No hay huellas, no hay heces, tan solo un tronco caído y el suelo tapizado de hojarasca, hierba y pinaza. Pero sí, ahí está: al leño le falta una parte de su corteza y se ven unas mínimas ranuras paralelas. ¿Son arañazos? ¡Gato montés! Y, más adelante, enganchado en la corteza, un pelo. Celebramos el solitario cabello como si de la visión del animal al completo se tratase: emoción pura contenida en algo de 4 centímetros de largo y un par de micras de grosor.

Luisa ahora nos explica la ruta elegida por el felino, al tiempo que en su mano izquierda parece poder interpretarse el movimiento del montés esquivando obstáculos. Lo conoce bien y gracias a sus cámaras de fototrampeo sabe su aspecto. También conoce bien la vida que rodea ese tronco caído. Agarra con fuerza una rama truncada del madero que se alza vertical. «Ahora estoy segura de que la garduña sabrá que he estado aquí y se frotará contra esta rama para dejarme también ella la señal de su presencia». Se dejan recaditos como viejos amigos o como sendos animales que conviven de igual a igual en el bosque. De camino hacia la pista, aún nos señalaría heces tanto del felino como del mustélido. Entre las hojas caídas Luisa las ve.

«¿Qué es eso? Relájate, agáchate y abre los sentidos». Comienza de nuevo el juego. En torno a unas varitas solitarias de espino albar el suelo está revuelto. No es la orgía de pezuñas y tapiz reventado de los jabalíes. Es semejante, pero muy superfluo y las huellas mucho más pequeñas. ¡Corzo! Me doy la sensación a mí mismo de ser súper listo y saber mucho, pero soy perfectamente consciente de que Luisa guía mi discurrir y empuja mis conclusiones con pequeños gestos de sus ojos y pautas de pocas palabras. Por ejemplo: «¿y que altura tiene un corzo?». Mi mirada y mi atención se centran en el espino. Ya sé qué es lo que hay que buscar, pero cuesta encontrarlo. «Ya deberías estar viéndolo. Yo lo veo desde aquí y es precioso». Y otra vez surge la magia. Trincado en una yema, entre dos hojas apenas incipientes, ahí está el pelo. «¿Has visto que bonico?» Cuando se emociona, cosa que ocurre con una maravillosa frecuencia, su acento denota su origen murciano. «¿Has visto que es ondulado? Tócalo. Cógelo. ¿Notas que es quebradizo? Está hueco y eso es característico del pelo de corzo».

Almuerzo, letrinas y garduña

Luisa quiere enseñarnos otra de sus pasiones, las majadas, espacios ganaderos con parideras levantadas sobre otras anteriores -algunos superan con holgura el centenar de años,- hoy están en su mayoría abandonadas por ganado y humanos. Esta situación hace que sus muros, techos y el resguardo que ofrecen sean una especie de complejo urbanístico para todo tipo de animales. Allí viven, comen y se reproducen infinidad de seres de pelo, pluma, escama o cubierta quitinosa. Es un paraíso soñado para Luisa en el que, apuesto, desearía vivir, ocupando el chiscón menos utilizado por el resto de animales.

Tras hablarnos con mucho misterio de las maravillas que encierra su majada favorita, la suerte hizo que las nubes se abrieran y con ellas los abrigos, el chorizo y la botella de vino. Contuvimos la impaciencia -¿recordamos la insistencia sobre lo de relajarse antes de rastrear?- y disfrutamos del sol y de la hierba de primavera en el amplio claro de la majada. La construcción está situada en lo alto de una colina en medio de un magnífico sabinar. Tras el almuerzo, la entrada a aquel almacén de supuestas maravillas se ve retrasada ya que es el momento y el lugar perfecto para que Selva, la preciosa pastora belga, tenga sus minutos de entrenamiento. Luisa esconde de manera aleatoria pequeños cebos olorosos cedidos por personas con competencias para poseerlos. En esta ocasión, el bufet de aromas lo componen plumas o huesos de aves rapaces muertas. Luisa está preparando a Selva para la localización de cadáveres de aves, víctimas de los tendidos eléctricos y parque eólicos. Ver así de afilada a la perra es una gloriosa confirmación de que se trata de un perro de trabajo.

Por fin entramos. El aprisco, de grandes dimensiones, tiene el tejado a dos aguas y es soportado por una estructura de doble pilar unida por vigas, repitiéndose esta disposición longitudinalmente y dejando un amplio espacio entre columnas para la maniobra del ganado. Entre las columnas y las paredes laterales se sitúan los dispensadores de heno y el lecho del ganado. Vanos en la techumbre, cubiertos con fibra de vidrio translucida, dejan pasar manchones de luz que se doran al caer sobre el heno y contrastan con la penumbra reinante. Luisa se mueve de una forma aparentemente errática, pero con la misma precisión que Selva demostraba unos minutos antes. «Siempre que veas en el suelo una caca que pueda ser similar a esta, mira en lo alto». Sobre la viga transversal, a unos dos metros largos, un montón rebosante de deposiciones. «La gineta siempre caga en letrinas. Lo marca todo y en ocasiones, desde la altura, asoma el culo para dejar caer la hez al suelo. Mira ahí. No me explico la posición que tenía para lograrlo». En otra esquina, señala el lugar por donde entra un gato montes y la cálida cama que se hizo acurrucándose en un montón de heno. Justo al lado, y nunca coincidiendo en el tiempo, es zona de paso de los lirones careto.

En un cuarto separado, la larga vara horizontal del dispensador de heno está llena de pequeñas cacas de pájaro. Entre curiosidad y ganas de poner a prueba pregunto por la especie. Luisa sonríe. «Ven. Mira que preciosidad». Hay un viejo saco doblado sobre el quicio superior de la puerta y en uno de sus pliegues un nido de paja abandonado: colirrojo tizón.

La visita al lugar estaba siendo muy enriquecedora. Una vez vista en detalle, con la minuciosidad de la que es capaz Luisa, comentamos la dimensión del lugar. Un pequeño ruido frente a mí y arriba, en la viga longitudinal, corriendo sigilosamente una garduña. Despeinada y probablemente harta de nuestra presencia, nos indica que es momento de irse. Tan cercana estaba -no más de tres metros- que pudimos ver el brillo en sus pequeños ojos.

En la apartada charca

«Este es el sitio que más me ha dado, dónde más he aprendido».

Casi a modo de epílogo, Luisa nos trae a una apartada charca natural situada en una vaguada muy angosta. Las nubes siguen oscureciendo los bosques de pino y el hueco que deja la laguna sobre sí en la cubierta arbórea crea un ambiente especial: como un anfiteatro con delicada luz. «Aquí poco vamos a ver». Un rebaño de ovejas al que aún escuchamos acaba de abrevarse, borrando cualquier rastro que pudiese haber en el fino barro de la charca. Los abundantes tritones jaspeados (Triturus marmoratus) que poco a poco van subiendo a la superficie tras el revuelo ovino, nos distraen la mirada mientras Luisa habla. Nos cuenta cómo un corzo se acercó a beber estando ella a tres metros de distancia, cómo descubrió la habilidad de un cárabo para atrapar tritones dentro del agua o el día que sorprendió a un cazador dormido, que venía de empalmada y borracho y ni siquiera era propietario del arma. Luisa imparte sus talleres de rastreo de fauna y su libro Aves que dejan huella va por la segunda edición. Su conocimiento sobre huellas y rastros –y por tanto, de etología- está fuera de toda duda, pero compartir tiempo con ella es aprender de mucho más. Su forma de entender la naturaleza y cómo integra al ser humano dentro de esta, su trato de tú a tú con los animales y su profundo respeto al medioambiente son un emocionante modelo. La sentimentalidad de una animalista, el conocimiento de una científica y la sabiduría de una pastora conviven en Luisa. Probablemente, por decir esto, todos los animalistas, pastores y científicos querrán lincharme. Todos, salvo los que conocen a Luisa.

Puedes seguir a Luisa en https://www.instagram.com/genettarastreo/

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