¿Qué puede empujar a 60 aficionados y aficionadas a la observación de aves, a reunirse en un remoto lugar? ¿Qué es lo que hacen cuando están todos juntos? El secreto mejor guardado de Estaca de Bares.
El pajareo, la sana práctica de realizar salidas periódicas con el único fin de disfrutar con las aves, presenta múltiples facetas: desde el sencillo ánimo de pasear por un parque urbano con unos prismáticos que te permiten ver las más próximas, hasta formidables viajes al confín del mundo con la intención de cruzarte con ese animal que te quita el sueño desde hace años. Puedes colaborar con programas de recuperación de espacios, elaborar listas y pequeños estudios estadísticos, coleccionar recuerdos avícolas en forma de fotografías o tener una excusa para mover un poco las piernas. Y puedes conocer gente, tener un quehacer los fines de semana o desarrollar el musculo neuronal aprendiendo datos, etologías y cantos. Mil razones, todas buenísimas, para guardar un poco de tu corazón, tiempo y cuenta bancaria para las aves.
Sea como fuere, todos y todas asociamos esto a paseos de mayor o menor intensidad, a adentrarnos por los caminos en biotopos magníficos y variados; a pasar unas horas dinámicas en las que el cuerpo y mente funcionan en perfecta sincronización para luego regresar satisfecho al hogar con otro día -fin de semana, vacaciones o intenso mes- para el recuerdo.
Enseguida se aprende, aunque hay singularidades, a hacer las cosas bien para no molestar a la fauna. Tener paciencia, no intentar acercarte más de lo prudente, esperar sabiendo que regresará o incluso tener presente que siempre se puede volver al día siguiente a ver si hay más suerte con ese pajarito que viste pasar. La observación de aves casi siempre se ve satisfecha con ese tipo de máximas. Estas criaturas, salvo excepciones, se dejan ver. Es una afición generosa.
Obviamente, requiere del aficionado poner de su parte y estar alerta a movimientos entre ramas, en el cielo, cerca y lejos; escuchar cantos y ruidos entre las hojas, moverse con discreción e ir a los puntos adecuados. Como decíamos antes, se trata pues de una afición muy dinámica.
Y la bendita experiencia, que hace que, a cada paso que das, las cosas sean más fáciles.
Y con esta alabanza para rendir devota pleitesía a los que realmente saben de esto, se acaba la lista de tópicos más o menos constatables.
Bienvenido a donde las cosas no son así.
– Muy buenas. ¿Qué tal?
– Bien. Llegué ayer y ya se me está haciendo el ojo.
Y esto te lo dice alguien que sabes perfectamente que lleva veinte años pegado a un telescopio y que su mano se siente incompleta si no está sujetando sus viejos prismáticos. ¿Hacen falta 24 horas para acostumbrarse a qué?
Predomina el gallego, pero se escuchan los acentos vasco y manchego (del suave de Albacete y también del bien curado, quizá de Ciudad Real). Al fondo a la izquierda, a la vuelta de la casa, junto al deje andaluz, suena murciano, y a la derecha, muy cerca, el inconfundible soniquete francés, pero con castellano muy trabajado. Observadores de aves venidos desde cualquier coordenada geográfica se reúnen en el punto más norteño de la península, en torno a una solitaria casa.
En realidad, la casa es el objeto físico reconocible, la esquina popular para todos, que es buena para citarse y luego ir al vermú. Es un refugio-observatorio que sirve de lugar para la intendencia y de plataforma para los observadores. Pero la referencia real no es una construcción, es una persona. Antonio Sandoval -del que pronto conoceremos más, ya q es el protagonista de Local Patchers 2– y su tenaz trabajo de conteo de aves, divulgación y promoción de este espacio, es la referencia -en todos los sentidos- en Estaca de Bares. Él pasa allí interminables jornadas, durante meses. Y eso lo lleva haciendo desde hace más años que edad tienen algunos de los entusiastas que allí recalan. Se puede decir para quedar: “donde el observatorio”, pero sería mucho más sabio decir: “nos vemos donde Toño”.
Sandoval venía diciendo que el sábado, dadas las condiciones meteorológicas de esos días y según la sucesión y progresión de cambios que se avecinaban, iba a ser un día histórico. Estaba claro que no era magia, pero el conocimiento y las aplicaciones meteorológicas, cada vez más precisas, hacen que suene como tal. Si hace 500 años hubiese dicho: “y al quinto día los vientos de poniente cambiarán, el amanecer será tan oscuro que las candelas de los carros se encenderán solas, las olas romperán con fuerza y las escasas aves apenas podrán avanzar en el aire y nada podrá indicar que exista más vida hacia el horizonte: pero en verdad os digo, que al llegar el sol a lo alto, las nubes se abrirán y miles de aves negras volarán ante vosotros” lo hubiesen quemado en la plaza del pueblo. Bien por bocachancla, bien por acertar, hubiese acabado carbonizado.
Este mensaje caló con fuerza en WhatsApp y para cuando llegó el sábado se habían congregado 60 fieles con telescopio y otros 30 con grandes teleobjetivos venidos de Alemania.
Ir donde Toño tiene un poco de peregrinación. No por devoción, sino por cuestiones mucho más físicas. Estaca de Bares está al norte, no puede estar más al norte, pero también está muy próximo a ser lo que está más al oeste. Y encima es el extremo de un cabo. Lo de que todos los caminos llevan a Roma es broma en este caso. Para llegar allí hay que ir allí: no pilla de paso a ningún lado, ni por él se llega a nada. Aunque, por la dureza del clima, cuando Dante escribió “Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor” quizá se refería a que por Estaca de Bares sí se llega a algún sitio.
– ¡Grissea a las 10!
– ¿A qué diez?
– Al de la esquina de la casa. Media distancia, donde el segundo liso.
En el camino del bosque se anda. En la cola del embalse incluso reptas. Y en Cazalla te quedas de pie, girando 360º alrededor del telescopio, siguiendo a los miles de aves que cruzan el Estrecho. Aquí te traes una confortable silla plegable y te pegas diez horas sentado.
– Cerca. Paiño europeo.
Cerca, para estos bestias, es 300 o 500 metros de distancia. Y un paiño es menor que un palmo…
Normalmente, en cualquier salida al campo, ves con los ojos, localizas con los prismáticos y observas con el telescopio. Este orden te permite batir con la mirada todo en el aire, la vegetación y la tierra que te rodean. En Estaca acoplas el ojo al ocular del telescopio -con el zoom quizá no al mínimo- y elijes un lugar al que mirar. Que cubra una buena cantidad de mar en dirección al horizonte, pero permitiendo encuadrar una línea de cielo y quizá un punto de referencia (una boya, un pesquero faenando quieto). Y esperas a que algún bicho cruce tu retina.
– ¡Peterodroma! Ahora pasando detrás del barco. ¡Es Madeira!
¿Pero estás de broma? ¿Cómo has podido ver eso? ¿Y cómo lo has identificado? Sobre todo, eso: ¿cómo sabes lo que es?
Esa actitud pasiva de esperar a que pase un ave se rompe cuando te lanzas a la locura de seguir las instrucciones que da el que ha cantado ese grupo de charranes. Lo que es una divertida prueba de interpretación de una mezcla de referencias para llegar al punto donde las aves blancas andan cazando, se torna en agonía contrarreloj cuando lo avistado es un petrel de Madeira. Ahora es difícil mantener la calma necesaria. No es una aguja en un pajar, pero ojito con lo de encontrar, por muchas pistas que te den, un ave de mediano tamaño en un mar agitado.
– ¡Ocho pichonetas! Cerca.
Esta vez has sido tú el que has cantado. Es la más frecuente y la que pasa más cerca de las aves de las que ese día se lleva un conteo preciso. Pero las has visto tú el primero y gracias a eso el dato de estas pardelas pasa a estar contabilizado.
Has necesitado más de 24 horas, pero ya tienes el ojo hecho. Al ver las texturas del mar ya entiendes con claridad lo que es “un liso”. Consigues no sonreír irónicamente ante la idea de buscar el paiño “a media distancia” que Antonio ha cantado. Pero, sobre todo, te das cuenta de que, dirijas donde dirijas tu óptica, no tardarás en ver aves. Han estado ahí todo el rato, pero no habías hecho el ojo. No estabas viendo, solo mirabas.
Y llegó el día.
Temprano y frio, a pesar de que la lluvia es inminente ya hay una veintena de personas ocupando la práctica totalidad de los dos laterales utilizables del observatorio. En realidad, ocupan cualquier sitio al resguardo de los vientos de oeste-noroeste que ya traen gotas.
Unos lo dan ya por imposible y aceptan que la lluvia y el mojarse van a ser inevitables. La mayoría, en cambio, se las apañan de forma misteriosa para sujetar un paraguas, al tiempo que manejan un telescopio.
Ni los potentes alcatraces son capaces de vencer al viento y cuando alguno se asoma al alcance de los pajareros, permanece clavado en el espacio. Bate alas inmóvil. Lucha de titanes. La lluvia hace de bruma difusa que sirve de telón mágico por el que brotan y se desvanecen las pardelas, siluetas borrosas que tan pronto se materializan, como se deshacen. El océano es más vasto si se camufla tras las gotas de lluvia horizontal.
Todo ese infierno meteorológico es lo que está reteniendo. Cuando el viento role y cesen las lluvias, se verá si al profeta hay que quemarlo o invitarlo a chipirones.
A pesar de las condiciones un grupo de irreductibles permanece oteando y cantando lo poco que ven. Contad y otros lo contarán.
El día anterior, que no era el señalado, se triplicó el conteo máximo histórico de págalo rabero para una sola jornada. ¿Y si el día mágico hubiera sido el día anterior al vaticinado? Espera e incertidumbre.
Y la lluvia cesó y el sol picante calentaba a retazos. La luz brillante y directa hacía resaltar todo en aquel escenario. Sobre el océano oscuro -daba miedo ver las pesadas olas del mar de fondo- los pechos blancos de los págalos brillaban incandescentes.
Para cuando el desembarco de aves amainó, las expectativas se habían cumplido.
Los 60 allí reunidos terminaron la jornada con 1.353 págalos raberos anotados. Pero, al igual que el Sil lleva el agua y el Miño la fama, tras esa cifra histórica, en la lista “oficial” subida por Ana Rivas para ese 24 de agosto del 24, también se citaron delicias como petrel de gongón o pardela chica macaronésica. Quizá, entre las estrellas de ese teatro solo faltó el págalo polar, pero se dejaron ver 7.000 aves de 38 especies.
Al mago de Bares, definitivamente, había que invitarlo a chipirones.
Hardcore.
Pasadas las horas de adaptación al medio, el famoso hacer el ojo; aceptado el quitar y poner ropa que va desde la manga corta hasta el forro polar, con cortavientos y paraguas y vuelta a empezar; sobrepuestos al hecho de haberse cambiado los pantalones empapados, aprovechando para renovar el protector solar – y todo en lapsos temporales brevísimos- uno llega a la savia que mana de la amapola blanca que es el pajareo en Estaca de Bares.
Ver a una persona sentada en una silla y mirando, quieto, a la infinidad del océano a través de un telescopio ya da para mucho pensar. Durante horas. Desde lejos casi se podría hablar de inactividad física: de vez en cuando la mano derecha se mueve para ajustar el enfoque o variar el zoom. Por lo demás, ojo pegado al ocular y postura inamovible. ¿Es observación o contemplación?
En ocasiones las aves pasan cerca. En otras, detienen su viaje para poder alimentarse. A veces la actividad aérea es muy intensa y la variedad de especies y numero de ejemplares fascinante. Pero las más, victoria total, las aves pasan lejos, rápidas, sin pausa.
Ir a Estaca, definitivamente, es otra cosa muy diferente a lo que se entiende normalmente por pajarear. Allí el pajarero no busca. Al menos no lo hace como acostumbra a hacerlo. No vale de nada tener buen oído o un micrófono para el Merlin. Por supuesto, no hay dormideros, sitios dónde acudan a bañarse, comer o beber. No hay leks para ver displays. Y, por supuesto, ni hides, cebaderos o reclamos sonoros.
En Estaca (y por extensión en todos los cabos) las citas de “megas” duran el tiempo proporcional a la velocidad de vuelo que la especie es capaz de desarrollar.
Se puede ir a tachar especies de la lista, pero tacharás si a los pájaros les da la gana y quieren.
El pajarero amante de la velocidad en los resultados de su salida de observación allí puede ir de lado.
Y no hay guía de campo que resuelva las complicadísimas dudas de identificación que surgen al pie del acantilado.
A Estaca hay que ir con tiempo, paciencia, conocimiento y, si eres nuevo en los cabos, de la mano de alguien que sea capaz de enseñarte a diferenciar el vuelo de una sabine a dos millas de distancia, o a apreciar en la silueta el estado de la muda de las primarias de un skua polar. Hay que ir cargado de ropa y mucha, en plan derroche, humildad.
A Estaca se va a pajarear. A nada más. No hay cobertura, conversaciones las justas -para que se note que eres humano- y delante, tan solo el gran océano.
Ves al ave a una milla. Identificas, y, en ese momento, ya solo estas tú y el págalo. Los dos juntos, en la soledad del océano del telescopio.
Droga dura.