Hemos hecho un viaje.

Los que viajamos motivados por ver las glorias del mundo natural que se desvanece ante nosotros, somos unos afortunados. Somos de los pocos que, en ocasiones, podemos decir: “yo he hecho un viaje”.

Lago Iriki, 1 de enero 2025.

Si Roy Batty hubiese dicho “he visto atascos kilométricos a las afueras de Burdeos que no creeríais; vi encender las luces de navidad de Vigo desde el puente de Rande sobre la ría”, hubiese dado lo mismo que sus recuerdos se perdieran como lágrimas en la lluvia o como detritus intestinal por el sumidero. Su “autoepitafio” no habría pasado a la historia del cine como la frase más épica que un robot jamás pronunció, y la cita más recurrente de los cinéfilos de tres al cuarto podría haber sido: “como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación, y esa explicación que os debo os la voy a pagar”.

Ese gato del pantanal transoceánico que has inmortalizado es el mismo magnífico ejemplar que han fotografiado 52 turistas antes que tú, ese mismo día. Y ¡mira que madrugaste!


No sabemos si el personaje encarnado por Rutger Hauer, en su misión como “supersoldado”, viajó hasta la constelación de Orión para quemar naves de ataque o estaba allí de paso hacia las puertas de Tannhäuser. No sabemos, por tanto, si esos eventos increíbles fueron el objetivo del viaje o fruto de la contemplación durante el trayecto.


Mucho se dice que lo importante del viaje es el trayecto y no el destino, que es algo muy bonito. Pero se dice en un tiempo en que el trayecto se compone, en la mayor parte de los casos, de fase 1, avión, fase 2, Uber. Destino: centro ciudad.

Y, a su vez, ese objeto del deseo por el que se han atravesado continentes enteros (en tres horas de vuelo, si no hay retraso) es algo que sabes encontrar porque lo tienes localizado en Google maps con una chincheta que le copiaste a un influencer, con varios millones de seguidores.

Hay viajes, por muy costosos, exóticos y lejanos que sean, que directamente se pueden guardar en la lata de las anécdotas y solo ser sacados de ahí si las condiciones sociales son muy determinadas o se quiere acabar con una reunión en casa que ya va durando demasiado.

Esto también puede decirse de esos viajes en el que nuestro codiciado destino natural -paisaje o animal, da lo mismo- sea algo localizado, seguido y, en cierta medida, garantizado.

Ese gato del pantanal transoceánico que has inmortalizado es el mismo magnífico ejemplar que han fotografiado 52 turistas antes que tú, ese mismo día. Y ¡mira que madrugaste! Esas 186 imágenes obtenidas en ráfaga de cámara sin espejo, en el 99% de las ocasiones, solo van a tener un valor realmente trascendental para el autor de las mismas.

Sí, tenemos que aceptarlo: somos parte de ese contingente turístico responsable del 8,8% de las emisiones de CO2. La diferencia es que las colas que hacemos para ver un quetzal en mitad de la selva son mucho más discretas que las que hay frente a la Gioconda. 

Sin embargo, hay ocasiones en las que surge la oportunidad de hacer un viaje al que llamar viaje. Un ir en el que tanto el camino como el destino suman los componentes esenciales para que el que está en ello sienta lo excepcional, lo único. 

Paisajes de noche y paisajes diurnos: ambos inolvidables.


En el camino y en el destino.

Imagino que los que han hecho el Camino de Santiago tendrán en su memoria la satisfacción por haber llegado a la plaza del Obradoiro. Pero apostaría a que lo que cuentan a familia y amistades, más que el abrazo al santo, serán los problemas con las ampollas a partir del sexto día, el calor terrible al pasar por San Miguel del Camino o lo cerquita que el narrador se sintió de aquella atractiva persona de procedencia austrohúngara. 

Si se lee En el camino, de Jack Kerouac, en la juventud, es fácil recordar algunos pasajes treinta años más tarde. ¿Pero cuál era su destino al comenzar el viaje? 

Alejandro, por conquistar la India, llegó a Samarkanda. Y los comerciantes de seda que iban y volvían de la China tenían en Samarkanda el punto central de la ruta. ¿Cuántos hoy se acuerdan de cuál fue la última ciudad que tomó el conquistador o en qué comarca se compraba la seda? La ciudad Uzbeka era el hito en el viaje, el lugar de encuentro donde hacer aguada y conseguir víveres. Era el viaje y hoy es la ciudad con resonancias épicas.

Quizá la más conocida de las excepciones fue el viaje de Colón, que iba a la India, se topó con un continente -claramente un componente de la parte viaje de la expedición de Cristóbal- y se olvidó del destino.

Cuando los cuervos grandes dejan espacio a los cuervos desertícolas.

Especulando y generalizando a lo loco, podríamos decir que el destino es el objetivo de comerciantes y conquistadores. Y de la misma forma charlatana, apuntar que el trayecto es lo codiciado por geólogos, biólogos y literatos.

Pero la realidad es que son muy pocos los que en 2025 pueden disponer de tres meses -o años- y las perras para viajar, y son muchas las facilidades para poder ir y volver en el día a ver un eider de anteojos a Holanda. Y menos mal que es así.

Y, sin embargo.

Sin embargo, este pasado cambio de año viajamos. Y lo hicimos en el más amplio sentido del concepto. Con su destino, su objetivo y su trayecto, como fines en sí mismos.

Tras cuatro años de intensas lluvias, el lago Iriki, al sur de Marruecos y en el borde noroccidental del Sahara, se había inundado. Hacía 50 años que el humedal, si acaso, no pasaba de charca.

A consecuencia de lo anterior, los reportes de viajeros atentos hablaban de “desierto florido”.

Objetivo: cabalgar por las dunas saharianas teñidas de verde hasta alcanzar el espejo del lago Iriki y quitarse el polvo del camino en sus saladas aguas. Y, además, pasar el fin de año en su orilla norte.

1.739 kilómetros a Mhamid para llegar al punto de partida y 1.609 desde Foum Zguid hasta Madrid, para regresar. Entre esos dos pequeños pueblos, 139 kilómetros de arena, piedras, dunas. En medio Iriki, el destino.

Hacer de un camino algo interesante se puede lograr de varias formas. Esos 139 kilómetros como viaje con mayúsculas, con una distancia tan ridículamente corta y con la mística reventada por un número asombroso de todoterrenos con chofer, dedicados a pasear a turistas a toda velocidad, se sostenía en este capítulo por algo más que el paisaje y el omnipresente sentimiento de aventura que invade a la mayor parte de europeos, en cuanto salimos del asfalto y el alfabeto latino.  

Cuando los franceses se apropiaron de las tres cuartas partes occidentales del Sahara, se encontraron con su impenetrabilidad. El mismo borde ya da miedo. Incluso hoy en día, en cuanto te adentras unos cientos de metros en la arena y compruebas que el GPS del móvil tiene una señal débil, se acciona un motorcito que hace que el esfínter de cola pase a estar sometido a un sobresfuerzo sorprendente.

Ellos, los colonizadores franceses, trataban de trazar rutas dirección sur desde los puertos mediterráneos hasta las ciudades situadas al otro lado del desierto, ya en el Sahel, ciudades que eran conocidas o supuestas. Tampoco era muy importante. El asunto era atravesar el infierno. Ya en el purgatorio encontrarían lo necesario. 

A principios del XIX, dieron con una ciudad llamada Tombuctú. Laing y Caillé fueron los primeros occidentales que pusieron sus ojos en ella, pero el primero murió en un asalto de los tuaregs durante el viaje de regreso y el segundo almacenaba suficiente carga microbiana como para despedirse del mundo poco después de llegar a Francia. 

Hasta 1880 se lanzaron un buen número de expediciones que se saldaron con la muerte de la mitad de los exploradores que lo intentaron. No fue hasta 1913 que se materializase la unión entre el Mediterráneo y Tombuctú y para 1920 llegó la primera columna mecanizada. Cinco auto-orugas Citroën lo lograron.

Pero mucho antes de que los blanquitos llegásemos para buscar algo que robar hasta en el mismísimo desierto, alcanzar la ciudad de Mali era ya una necesidad para los habitantes del norte y centro de África. Las rutas comerciales llegaban a Tombuctú desde los cuatro puntos cardinales.

Camachuelo trompetero y el desierto tapizado de manzanilla.

En 2019 Mar y yo peregrinamos en Tánger, a la tumba de uno de los más grandes viajeros que nunca pisó la tierra: Ibn Battuta. En su ir, que comenzó en 1.325, cuando contaba con 22 años, con la inocente idea de cumplir con el mandato de acudir a La Meca, recorrió el noroeste, las costas orientales y norte de África; parte del sur y el este de Europa; Oriente medio, Asia central y, haciendo la Ruta de la Seda, grandes zonas de China; el sureste asiático y la India. Para cuando regresó a su Tánger natal 24 años más tarde se calcula que había recorrido 120.000 kilómetros. En cuestión de viajes, se merendó a su contemporáneo Marco Polo.

Cuatrocientos años antes de que los franceses soñasen con la ciudad dorada al otro lado del Sahara, Ibn Battuta había estado ya en Samarkanda y Tombuctú.

Varios siglos después de que las caravanas bereberes de dromedarios cargados de sal se arriesgasen a una ruta transahariana de 50 días, expuestos a la climatología y los asaltos de las tribus del desierto, los grajos recorríamos un tramo de aquella pista. Sin ningún riesgo, sin más peligro que un pinchazo, con aire acondicionado y las app de orientación y de listas de música, por si la cosa se alargaba, sí. A todo, sí. Incluso cerveza fría, sí. No es comparable, pero estábamos recorriendo un tramo de la mítica ruta transahariana a Tombuctú.

31 de diciembre de 2024. Acampamos a la orilla del Iriki. El lago tenía agua, pero estaba claro que meses atrás la superficie inundada debía de quintuplicar su tamaño. Con apenas unos centímetros de profundidad, la idea del baño reparador desapareció más rápido que mis pies engullidos por la masa viscosa sobre la que trataba de caminar.

Habíamos llegado tarde. El paso postnupcial debió de ser un absoluto espectáculo. Fosilizadas en el que fuera el limo más fino que uno pueda imaginar, las huellas de miles de aves de todos los tamaños tapizaban la superficie, a 200 o 300 metros de donde estaba ahora el agua.

Al día siguiente, lo primero que escuchamos fue el “cur-liii” de un zarapito real. 50 tarros canelos sobrevolaban nerviosos la superficie del agua, mientras un faraón oteaba desde la cresta de una loma hacia el oeste. Por la perspectiva, daba la sensación de que la hubara caminaba demasiado expuesta al búho, mientras otros dos ejemplares volaban de manera más ligera de la que cabía esperar. 

En el suelo había zonas donde las huellas indicaban que allí se habían reunido las gangas, pero ninguna apareció esa mañana. Hacía dos tardes, siete Lichtenstein en vuelo, a través de la depresión entre dos dunas, fueron la gran alegría pajarera del viaje.

La noche anterior encendimos una buena hoguera con encina acarreada desde Madrid. Guisamos un estofado durante cuatro horas en una olla de hierro fundido. Bebimos cerveza y brindamos con vino. Mantuvimos los ojos abiertos con esfuerzo el tiempo suficiente para ver el 00:00 en el reloj y descansamos.

Estábamos haciendo un viaje y el desierto florido olía a manzanilla. 

La máquina de viajar: La Numenius.

Santa Fiesta, un documental sobre España

Santa Fiesta (Animal Guardians, 2016), a lo largo de sus 72 minutos de duración, muestra la España de las fiestas populares que comienzan venerando a un santo y terminan santificando la crueldad más asombrosa hacia los animales.

Durante nuestro paso por la Muestra de Cine Medioambiental de Fuerteventura, para la presentación de La osa que dejó una huella en el cielo, tuvimos acceso a la cinta Santa Fiesta, película que hasta el momento y de manera inexplicable se nos había escapado.

La película repite a lo largo de todo su metraje un patrón constante y sencillo. Un equipo técnico mínimo, por necesidad, y sin autorización ni permiso especial de rodaje -grabando exactamente lo mismo que ve el resto de asistentes a los festejos- se infiltra entre el público y registra las celebraciones patronales de diversos pueblos. Procesiones, misas y charangas mañaneras ceden, más tarde, protagonismo al más variado y asombroso conjunto de brutalidades que se pueda uno imaginar. Y así, en este paseo que el director nos da por España, va pasando un pueblo tras otro. Sacan un santo en procesión, revientan un burro cargándolo de personas; veneran una virgen y lancean un toro; procesionan al patrón y arrancan la cabeza a una oca.

No hay voz en off que guíe nuestras opiniones torticeramente, ni presentador que introduzca el tema de manera sensacionalista o demagógica y ni tan siquiera hay subtítulos que nos den más información que la estrictamente necesaria. Solo imágenes y sonido ambiente, registrados de manera aséptica. Casi se podría asegurar que Rolland en algún momento le puso un WhatsApp a la montadora diciéndole: “na, tu pon una cosa detrás de la otra y que cada cual saque sus conclusiones”. Y fuera así, o no, Vanessa Marimbert (Goya 2022 por el montaje de El buen patrón) logró dar al documental las costuras perfectas para que, efectivamente, todo el mundo salga de su visionado con conclusiones bien formadas.

1ª Conclusión. Los animalistas deberían dejar de llamarlo tortura animal.

La Real Academia de la Lengua, en su diccionario, dice de tortura en su primera acepción: 1. f. Grave dolor físico o psicológico infligido a alguien, con métodos y utensilios diversos, con el fin de obtener de él una confesión, o como medio de castigo.

Palabras que describen mejor lo que sucede en las calles y plazas de España son: barbarie, atrocidad, brutalidad, crueldad, ferocidad, encarnizamiento, sadismo, perversión, depravación, degradación, degeneración, inmoralidad, saña o vergüenza. Mucha vergüenza.

Tras ver este documental está claro que no es tortura. Ningún animal es forzado a reconocer falta o pecado. Y ninguno de los participantes tiene intención de castigar a los animales por nada en particular. Esos hombres solo quieren, así de jodidamente cierto es, divertirse. Solo es eso: diversión, alcohol y testosterona.

Pero no encuentro verbo que sea aplicable a la ejecución de las acciones que se llevan a cabo en nombre de la tradición. Quizá, los animalistas tengan toda la razón y se trate de tortura en otra de sus acepciones.

2ª Conclusión. La pérdida de la razón, el encuentro de la sinrazón y se acabó la tradición.

Si el mozo que es aupado por su cuadrilla (sí, en la mayoría de los casos, esto de las tradiciones se trata de un royo grupal unido por las gónadas) desde una barca en movimiento y que consigue arrancar la cabeza del pato colgado de una cuerda comiese pato ese día, tendría cierto sentido ancestral. Pero el pato es arrojado al agua por uno de los organizadores. O acaba en las manos de los gañanes que, entre risas, frente a la cámara de un móvil lo retuercen de las alas para desmembrarlo en la playa. Por otro lado, las leyes sobre manipulación de alimentos probablemente impidan la ingestión de esa carne muerta para nada.

No creo que el mozo moderno (sí, esto son cuestiones solo de hombres) que consigue arrimarse más al toro se asegure coito alguno para esa noche. O que sea tenido en cuenta por su arrojo para cualquier función pública o privada. Tinder es más efectivo y la formación educativa hoy en día más valorada que la huevada valerosa.

Los caballos que son obligados a pasar por nubes de humo, atravesar llamas y pisar ascuas, y que así, antiguamente, quedaban libres de pulgas y garrapatas, hoy en día están desparasitados con fármacos y probablemente revisados por veterinarios de forma regular.

Aunque los tiempos (no tan lejanos, que yo lo vi) en que se arrojaban cabras vivas desde los campanarios han pasado a la historia, aún hay mucha tradición que relegar a los libros de historia. Sí, es cierto que, a excepción de toros, caballos y burros, el resto de animales participantes en estas celebraciones son sacrificados con anterioridad. Y que cuando no es así, como es el caso de los patos vivos lanzados a los nadadores en un puerto del Cantábrico, parecen ser tratados con precaución para no dañarlos por parte de los participantes. Las leyes y la sensibilización dan pequeños pasos, salta a la vista. Pero aún así, la imagen de un tipo sobre su caballo al galope tirando de un ganso hasta arrancarle la cabeza, mientras los asistentes aúllan en éxtasis no es precisamente edificante.

Recordemos, además, son fiestas populares y por lo tanto sufragadas con dinero público.

Pero da lo mismo. Los tiempos han adelantado por la izquierda a los participantes, organizadores y defensores de todas estas centenarias tradiciones y estas han perdido su razón profunda de ser. Una vez extraviada la esencia de su origen, ya sea esta mojar el churro o comer pavo, no existe motivo para seguir siendo practicadas. O, al menos, para conservar la participación animal. Todo ello, claro está, si prevalecen las cuestiones éticas.

3ª Conclusión. ¿Seguro que soy español?

La película incluye barbaridades por todo el territorio estatal. Deja claro que el sadismo se extiende de igual manera por Andalucía que por Euskadi, por Extremadura que por Cataluña. No es cuestión de banderas, ni de colores, me temo que es desarrollo de la educación.

Los sentimientos de nación y de pertenencia a la misma, nacen del conocimiento, aceptación y respeto a una serie de asuntos que te hacen afín a grupos de personas que comparten, en parte o en la totalidad, dichos asuntos.

Aunque al final resulta que todo se reduce ridículamente a unos símbolos insustanciales, a la responsabilidad de cumplir con las obligaciones y derechos que otorga la Constitución y al hecho fundamental de haber nacido dentro del territorio nacional, sí existen unos hilos que te cosen al territorio. O, al menos, yo lo siento así.

En mi caso, conozco lo suficientemente la historia de España como para avergonzarme de muchos capítulos, pero también para saber que ella hace que los españoles seamos como somos.

He visto paisajes y pueblos en este país de asombrosa belleza. Y he visto la capacidad destructora del español para con esos paisajes y esos pueblos, pero… nuestra historia nos hizo así.

Y así, una cosa con la otra, llegamos a la gastronomía y me convierto en el más chovinista y orgulloso de los españoles sentado a la mesa o ante los fogones.

La cultura, la literatura, el arte, la artesanía y, por supuesto, el humor, también me unen a esta tierra en la que me parieron.

Pero si al encenderse las luces de la sala tras ver Santa Fiesta alguien me hubiera preguntado si soy español, yo lo habría negado con firmeza. Y lo haría, no porque eso recién visionado fuera algo español. Ni porque nuestra tradición, cultura y carácter estén imbricadas en esa brutalidad arcaica. Ni lo haría, por supuesto, porque en España religión, muerte y desprecio por la sangre hayan caminado de la mano a lo largo de los siglos.

Negaría con vehemencia mi españolidad porque todavía quede tanta mierda que barrer de las calles y plazas de este país.

Eso no es cultura y eso no es, ya, “España”.

Mejoramos la Grajilla para Birding-overland

Cuando El Vuelo del Grajo era tan solo un proyecto, ya estaba sobre la mesa el hacer viajes overland. Esto es: moverse de la manera más autónoma posible, sin depender de nadie y con un vehículo que pueda salvar las dificultades de los caminos y pistas que surjan en el trayecto. Para ello elegimos un coche hibrido enchufable, que consumiese lo mínimo posible y lo preparamos para convertirlo en nuestra casa móvil: la Grajilla, tercer miembro de las expediciones de El Vuelo del Grajo.

Ya sabemos que es el overland. ¿Pero si el objetivo de esos viajes es la observación de fauna, no convendría encontrar una expresión que defina ese tipo de acción? Puestos a sumergirse en la piscina de los anglicismos, nosotros lo hemos llamado “Birding-overland”. Su traducción literal es preciosa, pero demasiado pretenciosa: pajarear sobre la tierra.

La Grajilla es un Jeep Renegade 4Xe enchufable. Y es nuestro compañero infatigable que nos lleva a nosotros, nuestros equipos y todo lo que necesitamos para vivir en el campo y la montaña, cumpliendo con las normas y siendo escrupulosamente respetuosos con el medio ambiente y la biodiversidad. Consume poco, es silencioso y nos da la libertad de llegar a sitios complicados.

Es a la vez vehículo, casa, oficina y estación de observación. Es la única forma de plantearse viajar para realizar nuestro trabajo y no morir económicamente en el intento. Es, eso, el tercer Grajo de El Vuelo.

Lo teníamos bien equipado, pero con la experiencia de un año viajando así y con una ruta de tres semanas en perspectiva, pensamos que era más que adecuado hacer algunas mejoras. Y si añadimos los factores Marruecos y Sahara, queda claro que existían verdaderas necesidades.

Hemos realizado un vídeo breve para que conozcáis mejor a la Grajilla y como lo hemos preparado para este nuevo reto.

Primavera 2022

Es 21 de marzo. Comienza la primavera entre lluvias y toca publicar portada: la quinta vez que lo hacemos, en esta ocasión ilustrada por José María de la Peña. Sí, eso significa que El Vuelo del Grajo cumple un año y lo vamos a celebrar por todo lo alto.

Cuando definíamos las líneas maestras de la revista, manejábamos conceptos e ideas como observación, emoción y conservación. También estudiábamos fascinados que era todo aquello del overland: viajar de la manera más autónoma posible, sin que nada te pueda parar, teniendo la capacidad de atravesar montañas, cruzar desiertos y vadear ríos, reduciendo al mínimo la dependencia de otras personas. Todo eso se cocía en nuestras cabezas mientras estábamos confinados. Y le añadimos la idea del “pajareo” o, mejor, del “animaleo”. “¿Y si nos fuéramos de viaje allá dónde nos diese el viento, con el único objetivo de ver bichos?” Un coche lo menos sucio posible, una tienda de campaña, una nevera, una cocina y millones de animales a los que conocer. Así nació el «pajareo-viajero» que, en un arranque de internacionalismo, cambiamos por birding-overland. Podríamos decir que durante este año de vuelo de la revista hemos estado poniendo a punto todo ello. Ahora toca dar el gran salto.

Marruecos: “¡Allá vamos!”

(Hoy la frontera y el tráfico marítimo entre España y Marruecos están cerrados. Están así desde que se declaró la pandemia, luego la política no ha ayudado a mejorar la situación y los últimos hechos -tan incomprensibles como inesperados- aún no sabemos cómo afectarán. Tenemos un plan B por si fuera necesario).

En febrero se anunció la apertura de fronteras para el día 31 marzo. El Ramadán empieza el 4 de abril y nosotros nos pondríamos en marcha el 9. Luego, veintiún días para recorrer lo más agreste del país norteafricano.

Para organizar el viaje, hemos consultado todas las fuentes a nuestro alcance, tanto de viajeros como de pajareros. Y así, apuntados sobre mapa plegable Michelin, tenemos marcados, con diferentes colores, casi cuarenta puntos de interés ornitológico y rutas, de más de 250 kilómetros de longitud, por zonas no habitadas por el ser humano y de las que no tenemos ningún registro de fauna, salvo los valiosos apuntes de distribución de mamíferos.

Los acantilados interminables del Atlántico, castigados por el incesante viento; el antiguo fuerte de Bou-Jerif, por el que se accede a la pista de Plage Blanche que lleva a Tan-Tan y que corre entre el océano y las dunas; el ibis eremita en el Souss-Massa y el búho moro en Merja Zerga; gacelas y zorro famélico en el desierto, más allá del Atlas; gorrión del desierto y fenec en Merzouga; las gargantas de Todra y Dadés; macacos de Berbería en los fríos bosques de cedros… ¡Son tantos los destinos y suenan tan bien en nuestros oídos!

Será un primer raid a Marruecos, que trataremos de contaros en próximos meses. Dejamos pendiente, entre otros lugares, el Alto Atlas y el Sahara Occidental.

Despegamos en este trimestre deseando que nos acompañéis en El Vuelo del Grajo. Os recordamos que podéis suscribiros al boletín de la página y seguirnos en nuestro canal de YouTube, página en Facebook e Instagram.

Pasad la mejor de las primaveras, haced planes gloriosos y recordad siempre: ¡Jarana y tira para el monte!