Seguro que acudiendo al local adecuado podremos ver a Perico Delgado apretándose unos judiones de La Granja y un cochinillo. Tanto el pequeño cerdo como las legumbres son algo muy segoviano, como él. Así que estaremos atendiendo al momento en que un famosísimo deportista se alimenta con fruición, de la misma manera que podría hacerlo cualquier otro humano que accediese a un banquete. Por esa misma razón, esta observación sería anodina y carente de interés y emoción. Sí, estaremos ante el gran Perico Delgado y su fama y triunfos nos hará apreciar el momento, pero, para valorarlo en toda su dimensión, habría que verlo encima de su bicicleta, donde la ocasión se convertía en un momento épico, digno de ser recordado y narrado a las generaciones venideras.
Su envergadura, su forma de vuelo, su elegancia y, sencillamente, su belleza flotando son total y absolutamente maravillosas
Obtuvo grandes resultados, pero su palmarés quedó eclipsado por un compañero de equipo -un tal Indurain-, ganó el Tour y la Vuelta Ciclista en dos ocasiones, pero la mala suerte le hizo perder otras tantas rondas. Le faltaba velocidad en las contrarrelojes, pero trepando, escalando los puertos más duros, no tenía rival. Y su manera de bajarlos le hizo recibir el apelativo de “el Loco”, al otro lado de los pirineos.
Con los grandes buitres ibéricos pasa un poco lo mismo. Sus espectaculares reuniones en los muladares, con las cabezas ensangrentadas por haberlas metido previamente en el tórax de una vaca reventada, riñendo con un par de docenas de congéneres por un trozo de intestino delgado, levantando polvo y arremolinados por cientos, se han convertido en las imágenes icónicas de estas aves. Es la experiencia y fotografía que todos los aficionados quieren tener. Es Impresionante, si, pero no excepcional, ya que comer en grupo, pelear por el mejor pedazo y carroñear, por costumbre o excepcionalmente, lo hacen muchas especies. Por ejemplo, yo he visto a mi familia hacer desaparecer en un santiamén a una hembra de jabalí encontrada recién atropellada en la carretera, aunque todo sea dicho, no nos peleábamos -aparentemente- por los solomillos y el veterinario analizó antes la pieza.
No, verlos comer es casi vulgar. Los buitres encuentran la verdadera gloria en el cielo. Su envergadura, su forma de vuelo, su elegancia y, sencillamente, su belleza flotando son total y absolutamente maravillosas. Podemos disfrutar de sus interminables espirales mientras hacen altura en lugares insospechados: de las arribadas a sus nidos, desde el otro lado del cañón del Duratón o en el Salto del Gitano en Monfragüe, o verlos despegar intempestivamente de cualquier carretera secundaria al ser sorprendidos mientras acaban con algún animal atropellado. Pero siempre será a distancia, rompiéndonos el cuello o en una fase de vuelo corta y reiterativa, como es la llegada o despegue de la colonia de cría. Y esto sería hablando de buitre leonado (Gyps fulvus), que para ver al negro (Aegypius monachus) la cosa se complica, por su menor número de efectivos, su distribución más limitada y por ser menos gregario.
No es el espectáculo del movimiento propio de una buitrera con cientos de parejas yendo y viniendo. No es la cantidad, sino la calidad de la observación
El balcón de los buitres
Sin embargo, existe una alternativa, totalmente respetuosa con las aves, para ver a ambas especies en su elemento, observar sus vuelos en térmica o en ladera, mientras cobran altura o se desplazan de un lugar a otro, desde una posición más elevada que ellos. Mejor dicho, primero desde una posición más elevada, luego a la altura de los ojos y después a una escasa veintena de metros de tu cabeza mientras rebasan la sierra. No es el espectáculo del movimiento propio de una buitrera con cientos de parejas yendo y viniendo. No es la cantidad, sino la calidad de la observación. No es ver a los individuos moviéndose en el cielo, sino observando sus evoluciones durante minutos, pudiendo seguirlos con la mirada 360º y con una perspectiva de cientos de kilómetros para que nada se interponga. Y que cuando estés atento a la evolución de un grupo de leonados en el valle, el silbido de las alas cortando el aire de un negro te avise de la presencia de un animal de tres metros de envergadura a 15 metros de tu cabeza. A tus pies una ladera cubierta de pino y granito y otra tapizada de piornos. La cabeza acariciada – o azotada, que también- por el viento serrano. Es La Najarra, montaña de 2.120 metros que forma parte del Parque Nacional de la Sierra del Guadarrama de Madrid.
Senda de montaña
Para acceder a este magnífico observatorio natural, deberemos llegar al puerto de la Morcuera y desde allí subir por la, inicialmente tranquila, senda de la cara norte, que te llevará al collado de la Najarra, para luego subir, ahora de manera abrupta, hasta la cumbre. El desnivel es de 400 metros, se trata de senda de alta montaña y, aunque sencilla, sobra decir que hay que ir preparado y siendo muy consciente del equipo que se acarrea y de la ropa que se viste. En el collado de La Najarra y mirando hacia el Sur se encuentra el escenario del espectáculo que hemos subido a buscar. La ladera, cubierta de pino, hacia el oeste se transforma en el Hueco de San Blas, hondonada cerrada por tres cuartas partes gracias al collado, el pico de los Bailanderos, y la Pedriza. Ahí veremos ascender a los buitres aprovechando las corrientes térmicas y pasar veloces en dirección a las agujas de la Najarra, donde hay varios nidos de leonado. Pero también habrá ejemplares que ascenderán un poco más y, aprovechando el collado, pasarán al valle del Lozoya en la falda norte. Estos serán a los que puedas ver las pupilas sin necesidad de telescopios.
Exageraciones al margen, el paseo continúa hasta la cumbre de la Najarra. Una vez en ella, tendremos unas vistas más amplias si cabe, y, con ello, el acceso a presenciar otros vuelos de buitre. El paso entre valles es frecuente y cuando llegas al extremo oeste el fenómeno se vuelve grandioso. Tanto leonados como los casi más frecuentes buitres negros aprovechan la depresión natural del puerto de montaña de la Morcuera para transitar entre valles, siendo muy habitual que pasen a una distancia relativamente corta y, lo que es muy interesante, más bajos que la posición en la que nos encontramos.
Seguro que existen más sitios en la geografía peninsular como el descrito, pero este reúne todas las condiciones para estar en el top 10.