De cuando un zarapito fino cabalgó el peixe cavalo.

A principios de abril del año 1999 me encontraba con Juan José Ramos Melo y un par de amigos más (Silvia y Abel), en el interior de una barca de madera. Acababa de amanecer entre la bruma y nuestra embarcación rasgaba las aguas turbias y calmas de la Merja Zerga, la enorme albufera ubicada en la costa atlántica marroquí.

La chalupa era tripulada por un único sujeto de facciones incómodas que, además, para rematar su áspero sex appeal, presentaba un ojo inerte e insondable. Con la capucha picuda de su chilaba cubriendo parcialmente sus encantos, el timonel nos aproximaba a las islas de arena aún emergidas, en una marea baja ya creciente, todo lo que el calado permitía. Cuando conseguía estabilizar la nave, yo disponía mi telescopio en un precario equilibrio y barría las manchas de limícolas con la esperanza de encontrar algún tesoro en plumaje de transición. 

Zarapito fino (Numenius tenuirostris), obra de Nacho Sevilla.

Solo en ocasiones muy puntuales, Caronte nos solicitó echar un vistazo por el telescopio —él estaba empecinado en aproximarnos a la mancha rosa de flamencos— y, para mi incomprensión, siempre lo hizo aplicando la cuenca ocular vacía, hábito que confirmó la enorme valía ornitológica del guía que habíamos contratado.

Regresamos a tierra firme, pagamos lo acordado a Willy “el tuerto”, y, aunque teníamos un muy escaso margen temporal, estuvimos los cuatro de acuerdo en tomar un té en alguno de los tugurios que había dispersos en el tan azulado como destartalado paseo portuario. Nos sentamos en la terraza de uno que tenía por nombre “Milano”, pues, por razones obvias, nos pareció que era el que mejor encajaba con nuestro carácter.

Andaba distraído observando a los ácaros trepar por la hierbabuena, en su desesperado intento de esquivar una dolorosa muerte por ebullición, cuando reparé que en una mesa contigua había un gato doméstico durmiendo sobre lo que parecía un libro de visitas. Me llamó mucho la atención que un negocio hostelero tan poco glamuroso invitara a que los clientes redactaran una valoración perdurable. Espanté al felino y abrí aquel cuaderno de hojas húmedas carcomidas por el salitre. Comprobé sorprendido que en las reseñas, firmadas sin excepción por turistas extranjeros, nadie hacía referencia al excesivo punto de la fritura de la morralla que servía el local, ni tampoco a la limpieza superficial de los vasos en los que no era descartable que hubiera trazas biológicas de las mucosas de Abderramán III. La realidad era que todos los comentarios estaban asociados a las aves del entorno y en ellos no se perdía ni una línea en aludir a la belleza de los dichosos flamencos o a la plasticidad de los bandos de gaviotas contra el sol del atardecer. En definitiva, el cuaderno era una suerte de bitácora en la que se enumeraban los avistamientos ornitológicos más interesantes que se habían realizado a lo largo de casi un decenio. 

Como era predecible, dos singulares especies acaparaban el protagonismo del local patch alauita: la lechuza mora (ahora conocido como búho moro) y el zarapito fino. La primera estaba puntualmente presente en los listados desde los albores de los registros hasta la última entrada. Sin embargo, el zarapito fino sufría un hachazo en 1995: justo el año en el que se produjo la postrera observación confirmada de la especie en el entorno.

Algunos pulgones sobrevivieron, el té se enfrió, y yo devoré los datos de los lustros previos al desvanecimiento del santo grial de los limícolas en el paleártico. Como no podía ser de otra manera, envidié insanamente a aquellos pajareros que llegaron a tiempo de disfrutar orgánicamente de la leyenda.

Pagamos la cuenta y, al poco de abandonar el restaurante, un tipo local, al reparar en nuestros prismáticos y en el telescopio que yo llevaba apoyado en mi hombro, nos detuvo presentándose como Hassan. Inmediatamente reparé en que en el libro de visitas del Milano aparecía con mucha frecuencia ese mismo nombre propio, trufado entre las frases de agradecimiento con las que los birders reconocían el rendimiento de su guía al haberles encontrado los targets más esquivos. En dichas reseñas, el paisano que ahora teníamos frente a nosotros aparecía íntimamente entretejido a la suerte del zarapito fino.

El tal Hassan nos preguntó si estábamos interesados en contratarle para ver la lechuza mora. Le contestamos que nos habría gustado hacer un intento dirigido, pero, además de que nuestro presupuesto nos había alcanzado para pagar por un solo ojo, cuatro vasos largos de té, y un saco de zanahorias como todo sustento alimenticio, debíamos seguir camino hacia el sur al disponer de una ventana muy exigua de cara a cumplir nuestro definitivo objetivo del viaje. La realidad es que nosotros habíamos venido a Marruecos para ver un ibis eremita y debíamos llegar hasta el estuario asociado a Tamri, ubicado a más de 700 kilómetros de Moulay Bousselham (el pueblo donde ahora estábamos) y a muchas horas de luces antiniebla y adelantamientos de pilotos kamikazes, en una carretera infame.

Hassan se encogió de hombros y convino que sería entonces en otra ocasión: “¡inshallah!”

Cuando estaba a punto de darnos la espalda, emití una pregunta que ni siquiera había pensado formular.

—¿Y qué pasa con el zarapito fino?

El guía marroquí dibujó entonces una sonrisa melancólica.

—A ese lo verás en la otra vida.

En el año 1994 —un año antes de la última cita en la Merja Zerga— Birdlife International estimaba una horquilla poblacional de entre 50 y 270 zarapitos finos (Numenius tenuirostris) a escala global. El 3 de mayo de 1999, menos de un mes después de mi paso fugaz por el famoso humedal marroquí, hubo una observación no confirmada de un individuo en Grecia; ese mismo año se vieron aves (avistamientos, de nuevo, sin homologar) en febrero y en agosto en Omán. Desgraciadamente y desde entonces, no ha vuelto a remitirse una cita fiable.

La falta de información sobre la ecología del ave en cuestión se resume perfectamente con el dato de que solo haya referencias fidedignas de un único nido localizado en Omsk (Siberia Occidental). Sobra decir que nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que ha provocado su dramático descenso poblacional. Las nebulosas causas de su desaparición pasan con toda seguridad por dos de los sospechosos habituales: la pérdida de hábitat y la caza indiscriminada.

Los últimos bandos de una especie que antaño se consideró común, se encontraron también en Marruecos. Una mareante cifra de entre 500 y 800 ejemplares fueron vistos en la laguna de Khenifiss durante el mes de abril de 1964. Asimismo, hasta 123 individuos se contaron en un bando cerca de Chebika en diciembre de 1974 (el año en que yo nací). Lejos de esos guarismos y en territorio europeo, hay un sorprendente registro de 20 ejemplares en Italia, dentro del golfo de Manfredonia (una zona habitual de paso migratorio de tenuirostris), en las marismas asociadas al Lago Salso durante el invierno de 1994.

Desde entonces, los observadores de aves sufrimos tres decenios de sequía hasta que el reciente 17 de noviembre de 2024 quedó confirmada la temida pero esperada extinción del zarapito fino, certificándose la primera desaparición de un ave continental europea en tiempos modernos.

Veinticuatro horas después del anuncio oficial, a primera hora de la mañana del día 18, recibí la noticia con esa frialdad que es inherente a la lectura de un whatsapp. Antonio Sandoval, antes de salir hacia el cabo de Estaca de Bares para censar aves marinas, se había cruzado con el artículo (firmado por Buchanan, Chapple, Berryman, Crockford, Jansen y Bond) que acreditaba la peor de las conclusiones y daba paso a las primeras notas fúnebres de un réquiem por una muerte anunciada. Antes de que su cobertura electromagnética fuera engullida por el Cantábrico y los toxos, Sandoval decidió enviarme el link del paper. Antonio, después del mazazo, concluyó su responso con un aséptico abrazo virtual.

A lo largo de mi jornada laboral, fui recibiendo avisos de amigos que, con toda su buena intención, pensaron en mí al ser conscientes de que acabábamos de pasar al otro lado del espejo. Los mensajes se iban acumulando en la nube mientras yo impartía Matemáticas y Biología a grupos de alumnos adolescentes que eran totalmente ajenos a la devastación que asolaba al mundo ornitológico.br>

Una noche primaveral de confinamiento soñé con un zarapito fino en migración activa. Al despertar sabía que iba a escribir un relato de ese viaje. Hablé con María Álvarez —actualmente, mi cuñada— y le propuse ilustrar el recorrido; ella primero confirmó su participación y luego preguntó: “zarapito… ¿qué?”; con esas buenas sensaciones, el siguiente paso era contactar con Juan José Ramos Melo, mi compañero de barca en la Merja Zerga y esa persona que vive en una tierra de nadie social a la que debes recurrir cuando se te ocurre una idea —o directamente una chorrada— que sabes positivamente que nadie más va a entender. Juanjo, para sorpresa de propios y extraños, acababa de abrir por aquel entonces una línea editorial en su empresa Birding Canarias. Establecí la llamada y le conté que iba a embarcarme en la epopeya literaria de un limícola que quizá ya ni siquiera existiese. Tras un silencio en la línea, Juanjo me contestó: ”A BichoMalo Libros le interesa ese proyecto”.

«Es este el relato de un viaje, pero no uno de placer. Esta es la crónica de un recorrido iniciático e inevitable»: así comienza la sinopsis del resultado en la contraportada del libro.

En el mar de frases que componen las 237 páginas necesarias para contar la aventura, hay dos palabras que no solo se repiten constantemente sino que además están implícitas en cada situación descrita; una de ellas es “extinción” y la otra es “esperanza”. Además de permitirme la licencia narrativa de dramatizar las emociones que me gustaría creer que vive un migrante de largo recorrido, mi voluntad siempre fue la de transmitir la sensación de desolación que un pájaro debe percibir cuando al alcanzar los lugares en los que se supone debe encontrarse con sus semejantes, no sea capaz de localizar a ninguno de ellos.

He llegado a entender que los desplazamientos espaciotemporales, tanto en aves como de peces, mariposas o mamíferos, tienen un potente componente innato y, lógicamente, están muy lejos de representar para los viajeros una decisión consciente; por ello, me interesaba mucho jugar con los devaneos mentales de un ejemplar que se sabía perteneciente a una especie prácticamente condenada a la desaparición y que, una vez interiorizado que su única oportunidad de salvación pasaba por continuar moviéndose, no tuviera ya ánimo ni siquiera de cumplir las obligaciones genéticas comprometidas muchos millones de años atrás.

Fino, que así se llama el protagonista, se plantea en la obra con mucha frecuencia el motivo por el cual debe seguir peleando en pos de lo que él empieza a entender como una utopía; es en este contexto de incertidumbre existencial en el que aparece la otra palabra clave del texto. La respuesta que los otros miembros de la clase aves que se va encontrando en su camino le ofrecen como solución a su declive anímico, es que nunca, bajo ninguna circunstancia, debe perder la esperanza (“¿Cuál es la otra opción?”, le plantean como estéril disyuntiva).

Como entiendo que le ha pasado a todos los que hemos seguido la evolución de los acontecimientos respecto a la marcha definitiva de los Numenius tenuirostris, a mí me ha costado mucho —y ahora, después de la puntilla del 17-N, todavía más me cuesta— encontrar motivos para la esperanza. Aparte de por Marruecos, pasé en mis viajes por lugares donde los zarapitos finos dejaron recuerdos y huellas en los limos o en las praderas húmedas; visité Omsk en Rusia, Túnez, Grecia, Omán, Hungría, Rumanía, Italia y Turquía, y siempre me planteé infantilmente la frivolidad de detectar un ejemplar en alguno de esos hotspots en los que el mito había recalado en un pasado borroso; precisamente aquí va implícito otro de los temas tratado en mi texto, que también ha sido valorado seriamente por los especialistas: la posibilidad de que existan casos de pajareros que hayan visto un zarapito fino y, o bien por soberbia, o bien por mediocridad, lo identificaran como alguna de las otras especies todavía comunes de Numenius.

Estos últimos años he hecho todo lo posible por ser fiel al ideario de mi propio libro y así darme una oportunidad para creer en lo muy improbable. A menudo, buscando algo a lo que agarrarme, ya fuera una serendipia o, directamente un “cisne negro” estadístico, regresé con cierta frecuencia a la fotografía de un ejemplar en Yemen en 1984; “¿quién coño ha mirado pájaros en Yemen desde entonces?”, siempre me he dicho para insuflarme ánimos. También me resultó moderadamente esperanzador el análisis radioisotópico realizado en tiempos recientes sobre ejemplares naturalizados que indicaba que la zona de reproducción no estaba tan asociada a la taiga —como siempre se había pensado a partir del nido en Omsk— sino mucho más a la estepa asiática. Desde que leí esa posibilidad, he entrado no pocas veces en Google Maps para viajar virtualmente por las llanuras al norte de Kazajistán y convencerme de las enormes extensiones que quedan todavía allí por peinar, muy a pesar del terrorífico avance de la agricultura intensiva en un país que aspira a ser productivamente competitivo.

Y cuando había recuperado la esperanza, cometí el error de ponerme filosófico, analizando neuróticamente el significado más íntimo del concepto “extinción” y, en consecuencia, disolviendo las certezas alcanzadas.

Incluso en un contexto ecológico, pensamos en las acciones humanas como algo artificial. Sin embargo, si una civilización extraterrestre con un nivel de inteligencia superior al nuestro auditara este planeta, no estoy muy seguro de que diferenciase con claridad las ciudades humanas de un complejo hormiguero o de un sofisticado panal de abejas.

No pretendo decir con esto que justifique la eliminación de especie alguna como una consecuencia natural a nuestro relativo éxito, pero sí creo que la obsesión antropocéntrica llega incluso a afectar al juicio social respecto de las causas y las consecuencias de nuestros propios actos. Es plausible que el problema real, desde una aproximación desapasionada y pragmática, es que la incomprensión de la importancia crucial del mantenimiento de la biodiversidad necesaria para el correcto funcionamiento ecosistémico, nos vaya a conducir a nuestra propia desaparición. Es decir, los sentimientos asociados a la belleza o la tristeza estética debieran quedar relegados muy por detrás de la asunción de los daños colaterales provocados por la función perdida en la biocenosis y el desgarro informativo generado en la red trófica.

La civilización extraterrestre que, según los expertos del programa Horizonte, actualmente analiza nuestros devaneos sociopolíticos, además de sentirse abochornadísima al observarnos, estará ahora pensando que el proceso de extinción en el que estamos trabajando —hombro con hombro, todos a una a una escala global, y no sin cierto orgullo— es ridículo e insignificante frente al que provocó la aparición del oxígeno, producido en masa por unas desalmadas pero muy exitosas —como lo somos actualmente los sapiens— bacterias fotosintéticas hace 2400 millones de años. Esos insensibles procariotas no solo liberaron un gas letal causando la muerte de todo aquel que no estuviera capacitado para gestionar los efectos oxidativos de una molécula tan aparentemente insignificante, sino que debido a la desaparición del efecto invernadero que ejercía el dióxido de carbono, al ser este fijado a mansalva en el amanecer metabólico del ciclo de Calvin, fue conjurado uno de los cataclismos en forma de cambio climático (glaciación Huroniana) más salvajes que la vieja Tierra recuerda. Tanto fue así que las cianobacterias consiguieron que el planeta, en su loco anhelo de terraformación, se convirtiera en una esfera —o en un pastilla, que dirían los terraplanistas— de hielo flotando en el Sistema Solar. Lo cierto es que no es descabellado creer que, de no haberla liado tan parda esas bacterias tan verdes, no habría ahora humanos con prismáticos colgados rasgándose las vestiduras de sus propias fechorías. Incluso podríamos llegar a pensar —seguro que esos alienígenas, que abducen cada cierto tiempo a votantes de Trump en el sur profundo de EEUU, también lo dan por hecho— que estamos siendo demasiado duros con nosotros mismos simplemente por creernos mucho más listos, más libres y más éticos de lo que realmente somos capaces de ser por imperativo genético.

Aun con todos estos paños calientes que nos permitirían quitarle hierro a la devastación sistemática del planeta —total, no tenemos un control real sobre nuestros instintos y ya se había hecho antes por seres mucho más simples y de una forma notablemente más efectiva—, el desperdicio evolutivo y la obsceno eliminación de variabilidad nucleotídica asociado a la exterminación definitiva de una especie que fue cincelada durante océanos de tiempo, es inasumible salvo que tengas kombucha en las venas o una freidora de aire por cerebro.

No obstante, y esto es lo peor en mi opinión, en el fuero interno de una pajarera o un pajarero —por mucho que nos cueste reconocerlo—, el dolor fundamental, el más rabioso e intrínsecamente humano, cuenta con un componente tan egoísta como infantil. Tenga la culpa quien la tenga, a los observadores de aves nos han hurtado la oportunidad de ver enmarcado en las tinieblas del telescopio un zarapito fino. Ya no podremos tacharlo: nos ha sido vetada la opción de subir a eBird el “pepinazo mayúsculo” para así fardar con los colegas en el RARO.

El 17 de enero de 2023, gracias a la inestimable y generosa mediación de Javier Gómez Aoiz —el Alfred Russell Wallace de nuestro tiempo y el definitivo maestro del uso del plural mayestático— María, Juanjo y yo presentamos “¡Por todos los escribanos hortelanos!” en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Rozando el lleno en la sala, conseguimos generar un muy buen ambiente (la presentación está grabada y es todavía posible visualizarla en youtube). Tras firmar unos pocos ejemplares de uno de los libros más infravalorados en lo que llevamos de siglo, fuimos a tomar unas cervezas con algunos de los asistentes. Ya era tarde cuando despachamos a los más crápulas y, como teníamos un ingrato tránsito de transporte público desde Nuevos Ministerios hasta Fuenlabrada, Juanjo una vez más se erigió como un héroe trágico y se sacrificó por los inocentes pagando un Uber de su bolsillo.

A los pocos minutos nos recogió un coche negro conducido por un tipo más negro todavía. Avanzando por el Paseo de la Castellana, Juanjo, que como siempre ocupaba el asiento del copiloto para así dormirse en un santiamén, cuestionó —en plan Cocodrilo Dundee— al chófer respecto de su procedencia, confirmándole este que era originario de Cabo Verde. Juanjo, que ha visitado en varias ocasiones esos yermos macaronésicos (ha participado allí en un proyecto audiovisual), entabló una surrealista conversación con el conductor —que a duras penas hablaba español—, en la que departieron sobre temas tan dispersos como la belleza de las mujeres caboverdianas, las arribadas de tortugas verdes y, sobre todo, divagaron sobre una especie de pez pelágico con cierto valor económico. Juanjo nos explicó a todos que “peixe cavalo” era además la manera con la que se conoce al hipopótamo en los países africanos con influencia portuguesa. Los dos isleños, que habían conectado entiendo que por compartir ancestros aborígenes, se estaban carcajeando con el enésimo conflicto semántico, cuando el cúbico tinerfeño recibió un aviso desde su móvil. Sacó su teléfono del bolsillo del forro polar y un fulgor azulado iluminó la oscuridad del vehículo. Nos informó de que era un mensaje de voz de Tomás Velasco, un pajarero mítico (presente esa misma tarde en el Museo en un discreto quinto plano, sentado junto a Jorge Fernández Layna) que lleva censando aves en La Mancha desde antes de que muriera Rocinante. Aun con lo poco resolutivos que son sus deditos, Juanjo acertó a activar la reproducción del audio para que los presentes, incluido su nuevo amigo tropical, lo escuchásemos.

“Juanjo, que no me he podido despedir, me ha encantado la charla. Comentarte que yo vi dos zarapitos finos a principios de los noventa en la Merja Zerga. No sé si le interesará a Carlos, coméntaselo como curiosidad. Un abrazo”, pronunció Velasco.

Entonces se cuajó en el coche un silencio espeso y a mí se me tragó la oscuridad.

“No sé si le interesará a Carlos” —repetí mentalmente mientras descendía hacia el abismo—; «¡no sé si le interesará a Carlos!”», grité desesperado desde el asiento trasero.

“Malditos sean Juanjo, Tomás Velasco, el peixe cavalo y todos los escribanos hortelanos”, mascullé, reconociendo, por otra parte, lo bien que funcionaban las dos palabras de “pez caballo” para describir a un hipopótamo.

El fatídico 18 de noviembre —fecha en que me informó Sandoval—, al llegar a mi casa, desde la carpeta del ordenador en la que recopilé información durante la escritura del libro, extraje la foto del zarapito fino obtenida en Yemen en el 84; luego, en una ventana contigua, abrí la captura del ave adulta filmada en Marruecos a principios de los 90. En esa escalofriante toma, el fantasma caminaba por una pradera salpicada de ranúnculos por la orilla oriental de la Merja Zerga. Compulsivamente, amplié ambas imágenes hasta tal punto que las transformé en un cúmulo amorfo de píxeles. Apagué el monitor en un arrebato y me fui a la cama frustrado y cabreado, convencido de que los zarapitos finos nunca habían existido.

Esa noche soñé que un Numenius tenuirostris llegaba exhausto a una charca tropical en una densa negrura africana. En lugar de posarse en las aguas someras, el zarapito lo hizo sobre el lomo de un hipopótamo. Tras atusarse las primarias se giró hacia las estrellas como si tratara de decidir algo importante a partir de su configuración. Pareciendo haber encontrado lo que buscaba, emitió su burbujeante reclamo y voló utilizando como referencia una constelación particular.

(Llegados a este punto, es necesario recordar que, para las aves migratorias, Géminis representa a dos chorlitejos patinegros idénticos que se consuelan recíprocamente en la tétrica espera de que les llegue su turno).

A la mañana siguiente, al despertar, tuve la sensación de que Fino y yo habíamos coincidido por última vez: yo en mi vida y él en su muerte.

Escribiendo las últimas líneas de este bonus track de “¡Por todos los escribanos hortelanos!”, he rememorado ese momento del texto en el que Fino mira su gemelo especular —su personal “géminis”— en una lámina estática de agua; en la imagen que recibe de vuelta, le acompañan sus desaparecidos progenitores. Me ha emocionado mucho pensar que algún día también yo, estudiando mi reflejo en una pátina líquida, pueda descubrir allí a mi padre acompañándome.

Leí hace poco que en la piedra de la lápida de John Keats, el exquisito poeta romántico inglés que murió a los 25 años de tuberculosis, hay inscrito el siguiente epitafio: “Aquí yace alguien cuyo nombre estaba escrito en el agua”.

Si los individuos más sensibles de la civilización extraterrestre que nos juzga han leído esta brutal frase de Keats, sospecho que habrán convenido que no somos tan idiotas. A este respecto, y a pesar de que nuestra inteligencia permite exquisitas anomalías etológicas, tengo serias dudas de que la Ciencia por sí misma, sin el apoyo de la emoción y de la poesía, vaya a ser capaz de salvarnos del destino que llevamos codificado en nuestro ADN de superdepredador.

Lo que sí sé es que Fino habría elegido las palabras de Keats para decorar su tumba cubierta de níveos ranúnculos en los suburbios de la Merja Zerga.

De hecho, yo le escuché pronunciar —a su manera— esa misma frase.

Bajo la noche iluminada, a lomos de un peixe cavalo, Fino declamó ese verso para certificar su desaparición definitiva de mis sueños.

Breve guía de la Sierra de la Culebra.

16 de febrero de 2015 (7:30 a.m.)

«¡Qué frío hace, por satanás!». Lo pienso, pero no lo pronuncio: no quiero bajar la moral a los demás.

Observo de reojo a los colegas que me acompañan: se mueven como si estuvieran infectados por un hongo letal. Por lo menos, cada cierto tiempo, dan saltitos para evitar congelaciones en los pies —demostrando que todavía son humanos— y así tratar de no perder dedos como Juanito Oiarzabal.

«¿Cómo es posible —prosigo con mi autoflagelación— que esté pasando más frío aquí que en enero en el Círculo Polar finlandés?».

Intentando compensar mi descenso anímico, busco ayuda en el Hagakure (el camino del samurái) y me digo: «el dolor es necesario, el sufrimiento es opcional».

—Pero, ¿cómo puede hacer tanto frío en esta pista? —farfullo diez segundos después.


Miro hacia el frente. Me cruzo con el sempiterno cortafuegos. Pienso en cuántas horas habré dedicado con los años a repasar visualmente esta sección pelada del paisaje. Aun a sabiendas de la bajísima probabilidad de un encuentro, trato de escudriñar sus límites. Como me temía, está todavía demasiado oscuro para poder apreciar contrastes.

—¿Por qué hemos venido tan pronto? —cuestiono sin especificar a quién va dirigida la pregunta.

—La culpa es tuya —contesta alguien con voz filtrada por varias capas de fibra sintética.

Sopeso interpelar, pero: «¿para qué? Si además ha señalado correctamente al culpable».

Me concentro en el frío, en el dolor gélido que lo acompaña —el sufrimiento es opcional, ¿verdad?—. Exhalo vaho: es tan denso que es reclamado inmediatamente por la gravedad. En lugar de ascender, veo como se desploma dibujando espirales y se dirige hacia uno de tantos charcos congelados para morir lo antes posible.

Levanto la cabeza de nuevo hacia el horizonte. Avanzo virtualmente por la tundra escarchada. No me extrañaría cruzarme con un mamut o con un rinoceronte lanudo. Alcanzo los picos del Lago de Sanabria. Allí comienzan a bruñirse en cobre los neveros, iluminados por un sol que detesta asomarse a la Zamora invernal. Sospecho que le tiene miedo.

Me sacudo las metáforas y estas se revuelven como arañas. Vuelvo a la pista de hielo, estudio a los extraños que nos acompañan: juzgo los motivos de los otros. Hay un pequeño grupo de zumbados a nuestra izquierda rastreando las tinieblas con un par de telescopios de marca; a nuestra derecha se erige un monolito oscuro y pétreo que debe de llevar toda la noche en la misma posición. A pesar de que parece un túmulo megalítico, realmente es un señor asido a un trípode de hierro forjado. El hombre hace lo que puede con el catalejo que llevaba Churruca en la batalla de Trafalgar.

Ayer ya estuvimos aquí por la tarde. Hizo frío, claro está, aunque no tanto. No vimos nada interesante, por supuesto; aunque, al menos, nos entretuvimos con un par de tipos de gruesas gafas empañadas que, mientras hacían el paripé con unos prismáticos que estaban ya anticuados en la época del Imperio austrohúngaro, contaban chismes sobre los agentes forestales de la Reserva. Decían que es la propia guardería la que llevaba a los señoritos a matar lobos. Aseguraron que incluso alguno de ellos había disparado en no pocas ocasiones.

—Aquí estamos perdiendo el tiempo —aseveró el más gordo de los dos—. Los guardas los asustan aposta para jodernos.

—Ya no son forestales, ahora son los mamporreros de los cazadores —dijo el otro.

«Y si no vamos a ver nada: ¿qué hacen Dumb and Dumber aquí pasando penurias con un material óptico que solo les permitiría detectar al animal si se les metiera dentro del coche?» Imaginé que su misión era, simplemente, desalentar al resto de observadores. Quizá también estén a sueldo de los cazadores y de sus mamporreros.

El caso es que trece horas después de habernos despedido de Sócrates y Aristóteles, aquí estoy de nuevo, en la dichosa pista del fantasma de Linarejos, golpeando con mi bota cristales de nitrógeno.

—¿Por qué no nos hemos quedado un día más en Galicia? —pregunto retóricamente, mientras obtengo lascas de iceberg a patadas—. Podíamos haberle hecho más fotos a la Thayer ¿A quién se le ocurrió adelantar el regreso y pasar una noche aquí?

—A ti —contesta, secamente, una voz cercana atemperada por la lana.

Encajo de nuevo la verdad y me agito para deshacerme del frío extra que esta trae siempre consigo. Valoro, otra vez, el entorno y veo que la visibilidad ha mejorado razonablemente. En el horizonte noreste, un banco de niebla cubre el embalse de Los Molinos, pero, en el páramo inmediatamente debajo de nosotros, la atmósfera se muestra ahora diáfana y la luz ya permite distinguir formas.

De hecho, se ha condensado un cuerpo al final del cortafuegos. Levanto mis prismáticos con los guantes y busco el lugar esperando encontrar una hembra de ciervo.

—Un lobo —pronuncio sin ni siquiera haber decidido hacerlo.

Corro al telescopio, quito las tapas que están recubiertas de fractales matemáticos, y busco al animal. Y allí está: un macho enorme. Parece tomarse su tiempo analizando la situación. Cuando se ha convencido de que no hay peligro, comienza a trotar por el cortafuegos. Por si fuera poco, justo al arrancar, salen cuatro ejemplares más del pinar. En fila de a uno, los cinco avanzan a buen ritmo como un comando táctico y lo hacen en nuestra dirección.

De cuando en cuando se detienen y marcan con orina y heces ambos extremos del camino. Repasan cada anomalía, olfatean cualquier novedad.

Yo, tras casi un par de minutos en apnea, respiro de nuevo y paso el telescopio a mis sufridos compañeros. Compruebo que el grupo de gente a nuestra izquierda ya los tiene localizados; me doy una carrerita para despertar al hombre del sextante y advertirle de que hay cinco lobos —¡cinco!—, ordenando el cortafuegos. El tipo regresa del sistema Hoth y me mira como si le hubiera confirmado que acaba de aterrizar el halcón milenario en Mahíde.

Vuelvo con mis amigos. Levanto los prismáticos. Cuatro de los cánidos acaban de sumergirse en el brezo. Partidas de ciervos huyen despavoridas por doquier.

El macho alfa se ha quedado otra vez estático en el centro del carril. Nos observa. Ventea el aire.

Encrespa el pelo del lomo.

Me enseña los colmillos.

Apuntes sobre la tundra

Situada en el noroeste de Zamora, haciendo frontera con la provincia portuguesa de Trás-os-Montes, la Sierra de la Culebra no es especialmente bonita. Aunque mantiene puntuales castañares y buenas manchas de robles, lo que abunda es el pino de repoblación y la pradera de arbusto impenetrable. Asimismo, a excepción de algunos serruchos cuarcíticos, su orografía no destaca por su vertiginosidad y, más bien, consiste en un mosaico de montes pizarrosos de perfil decepcionante.

Nadie, por lo tanto, visita la Culebra para escalar, pocos lo hacen por lo sugerente de sus senderos y, aún menos, es un enclave popular para el fotógrafo sensible a los paraísos de proximidad. Para colmo, tampoco cuenta con un evidente reclamo gastronómico o cultural.

En todo caso, la Sierra atraerá a cazadores, pues si algo abunda en ella esto son ciervos. Como reza en la tan casposa como desactualizada página oficial de Medioambiente del gobierno de Castilla y León , que leyéndola parece que está uno escuchando a Matías Prats narrando el NO-DO, la Reserva Regional de Caza de la Sierra de la Culebra puede ser considerada como uno de los mejores territorios no cercados para la obtención de trofeos de ciervo en el ámbito nacional.

Y al igual que son los ungulados el reclamo para escopeteros achispados, matasietes de taberna y, en definitiva, un amplio bestiario de monstruitos armados, la Reserva también atrae a depredadores genuinos. Y, al igual que le sucede a la citada gentuza (que en su enfermiza circunstancia acude al olor de la sangre), es esta precisamente la causa de que los aficionados a la observación de fauna, desde hace ya varios decenios, hayan orientado la fluorita de sus lentes hacia ella..

Bienvenidos seáis entonces a esta segunda, y penúltima, entrega de Breve Guía de [……] (Edición especial para neuróticos), de la que escaparéis embadurnados en miel de brezo, probablemente cabreados y, casi seguro, sin adquirir conocimiento útil alguno.

Un apunte personal sobre el lobo

Como he escrito en la última línea del texto introductorio, en los párrafos venideros se va a aprender poco, por lo que no hay que preocuparse de que este articulista caiga en el error de dedicar unas líneas a la ecología del lobo. Para eso ya hay expertos a patadas y, todavía más, zoólogos de red social que se pirran por las hipérboles, adoran los clichés (“el rey del bosque”, “el gran duque”, “la dama blanca”…), y venderían a su madre por un saco de epítetos.

Mi relación con el cánido salvaje no tiene explicación y he de confesar —incluso a mí mismo— que ese bicho me trae loco. Por mucho que justifique mi adicción recurriendo a los gritos de aquel pastor gritando «el loboooo, el loboooo…» en aquel capítulo ya mítico de “El hombre y la tierra” de Félix —que escuché por primera vez, ya acostado, con poco más de tres años—, rememorando la película Un hombre lobo americano en Londres de John Landis, recuperando la adrenalina adolescente de las novelas de Jack London, o reviviendo la muerte de “calcetines” —que todavía me angustia rescatarla— en Bailando con lobos de Kevin Costner, mi obsesión por este animal es injustificable.

Fotografía: Alejandro Jiménez Salmerón.

Recuerdo que, con catorce primaveras, en un puente festivo en el que mi familia se iba a pasar unos días a la playa en el Mediterráneo, yo preferí visitar a unos primos de mi padre que vivían en Maceda (Orense), porque me habían contado que cuadrillas de chavales se juntaban por las noches en las afueras del pueblo para escuchar a los lobos aullar desde las faldas de la Sierra de San Mamede.

Lógicamente, ni los vi ni los escuché en aquella ocasión, confirmando así mi pálpito de que conseguir un contacto sensorial directo con una especie tan legendariamente astuta, estaba solo al alcance de los elegidos: rastreadores navajos, tramperos del Yukón y cazadores de Manchuria.

Muchos años después (en el 99), sin buscarlos expresamente —aunque rozando los Cárpatos uno siempre los tiene en mente—, vi mis primeros lobos en Polonia. Conduciendo por el Parque Nacional de Magura, tres ejemplares cruzaron la carretera a unos doscientos metros de nuestro vehículo e, inmediatamente, se perdieron en el bosque. Fue la típica observación que te pone como una moto e, inmediatamente, echas en falta un mando a distancia para rebobinar y volver a visionar el momento en slow motion.

Cuando me planteé en serio conseguir algún avistamiento ibérico, tal y como hacía todo pichichi que no contara con información privilegiada de Riaño, Asturias, Palencia, Galicia, o, en su defecto, atesorase mucho tiempo y más paciencia, mis primeros intentos los malgasté —¿dónde si no?— en la Culebra. En ella fui acumulando el habitual calendario de fracasos —obviando aquella vez que respondieron (inquietantemente cerca) a nuestros sucedáneos de aullidos, a solo un par de kilómetros de Villardeciervos— hasta que regresé un fin de semana de mayo con mis compañeros de referencia cuando quiero que la experiencia sea un disparate: Gonzalo Gil y Manolo Lobón. En cualquier caso, los detalles de aquel entuerto los referiré más adelante porque necesito más carrerilla para atreverme a relatarlos.

He vuelto a ver lobos en un puñado de ocasiones más. Lo he conseguido varias veces de nuevo en la Culebra, una vez en Riaño, los volví a observar en Polonia, también en Israel y en Omán, lo conseguí fácilmente en Yellowstone, dos veces en Alaska (una de ellas en Denali y otra en la frontera sur con la Columbia Británica), y también he avistado algún sucedáneo de lupus como lo son el lobo etíope y el lobo dorado (ambos en Etiopía). Sin embargo, sigue sin ser suficiente para calmar mi apetito definitivamente.

En consecuencia, una vez más —no os queda otra, si me vais a acompañar— debemos regresar a la Sierra de la Culebra.

Viaje y logística en el corazón de las tinieblas

He visitado la Sierra en todas las estaciones, pero casi siempre lo he hecho en invierno. Esta época del año tiene la ventaja de que hay pocas horas atrapadas entre los momentos con más opción de realizar un avistamiento —ya he comentado que no es una zona con muchos entretenimientos más allá del obvio—y, además, los lobos cuentan en este periodo de su ciclo con un pelaje especialmente hirsuto; en diciembre, enero y febrero aseguras que las criaturitas no parezcan chacales famélicos o perros domésticos tiñosos.

Como así también sucedía con el anterior destino descrito en la muy celebrada Breve guía de la Sierra de Andújar, que representó la primera entrega de esta trilogía, ir a la Culebra desde Madrid no supone un gran esfuerzo. En condiciones normales, te plantas allí en tres horas y media —atasco en la A-6 mediante y bolsa de Doritos (con extra de aceite de palma) como cronómetro del aburrimiento—. No obstante, al haber salido de la capital al acabar la jornada escolar y completar el itinerario en máximos invernales, el destino es impepinablemente alcanzado en noche cerrada.

A la Culebra, por cierto, hay que ir abrigado. Con un equipamiento que nos permita soportar las sensaciones térmicas de ir sentado en el flap de un Boeing 737, a Mach 1 y a 9000 metros de altura, será suficiente. Tened presente que en las madrugadas de la tundra hace un frío de bigote (en invierno y en verano) y en las desiertas calles de los pueblos de la zona, es más fácil encontrar caminantes blancos que personas.

En este parque temático de la España vaciada, la cuestión del alojamiento no es un tema baladí. En el pasado, empecé quedándome en Villardeciervos, un pueblo de western filmado por Sergio Leone en el que se masca la tensión y tienes la sensación de que en cualquier momento va a descerrajarse un tiroteo, pero, con el paso del tiempo, basculé hacia Ferreras de Arriba. En este municipio localizamos La Guarida de la Lleira, un establecimiento rural que, al menos en otro tiempo, era la mejor opción de la zona calidad-precio. En general allí nos recibía una mujer aún joven que, aunque a menudo parecía haber sufrido una desgracia familiar masiva en las últimas dos horas, nos acompañaba a las habitaciones con una hospitalidad tibia y, ya en los últimos peldaños, con un principio de sonrisa. Lo interesante es que el alojamiento estaba asociado a un bar que cerraba tarde y este hecho, una rareza en la zona, convertía a Ferreras de Arriba en el Magaluf de La Carballeda. Los aficionados a la observación de fauna sabemos que siempre es un recurso acabar una jornada de reveses faunísticos empapado en destilados etílicos y acostarse con el nivel de consciencia de un saco de berzas.

He de decir que la última vez que llamamos a la Guarida —creo que antes de la pandemia— la mujer, con su vitalidad habitual, nos indicó que allí ya no había habitaciones hasta nueva orden.

En una ocasión en la que improvisé una visita relámpago, aprovechando un regreso de una escapada a la costa norte, dado que no había disponibilidad en Ferreras y, como ya he comentado, no es esta comarca precisamente Las Vegas en cuanto a capacidad hotelera, nos vimos obligados a alojarnos en San Vitero —pronto volverá a aparecer este nombre en el capítulo de gastronomía—, concretamente en un antro conocido como Restaurante Los Perales. Cochiquera de cazadores, el local es como La teta enroscada de Tarantino en Abierto hasta el amanecer, pero en estilo costumbrista.

He viajado por siete Continentes y he dormido en todo tipo de zulos, cochambreras y corrales. Pues bien, Los Perales está al nivel de repelús que me generó el Hotel Kanto en la costa occidental de Madagascar. En esta maravilla africana de la moderna hostelería —kanto significa “encanto” en malgache—, tenía que aplaudir antes de ir al baño para que las ratas me dieran un pequeño margen durante los segundos que se prolongaba mi micción.

San Vitero que estás en los cielos

Una vez solucionado el entuerto del catre, es de recibo pasar al asunto del forraje. Una vez más, alimentarse en la Sierra requiere de cierta planificación y asumir un buen número de kilómetros en el caso de no ser un fanático de las bellotas orgánicas o un apasionado de los líquenes al punto. Por lo visto, hay pueblos anexos a la Reserva que llevan tres años esperando a la furgoneta del panadero.

Para no alargarme y regodearme en críticas erosivas, solo nombraré dos establecimientos imprescindibles.

Para el almuerzo:

En el pueblo de Codesal (que podría perfectamente servir de nombre comercial a un analgésico de a 500 mg) hay un bareto escondido en una calleja que responde al nombre de Moby Dick. Allí, Celso —que trabajó durante años en pesqueros de anchoa del Cantábrico—, sirve tapas excelentes (imperdibles son las empanadillas, el bacalao y las crestas). Un almuerzo en el Moby Dick, de cara a subir temperatura corporal tras haber revisado todas las retamas desde la pista de Linarejos (habiendo cosechado el enésimo rotundo fracaso) es siempre un acierto.

Para la cena:

En San Vitero, además del nido de matarifes de Los Perales, se localiza Casa Fidel. Cuidado porque la entrada al restaurante invita a marcharse. Una luz mortecina y una austeridad castellana mantenida a rajatabla hacen pensar en un traspaso por impago del alquiler. Sin embargo, si le das una oportunidad al horizonte frontal puedes vislumbrar la cocina y, atendiendo al orden imperante y al número de pucheros burbujeantes que asoman, sabes que has acertado. El comedor fue remozado hace algunos años y ha llegado a ser acogedor. La carta se ha ampliado y acomplejado, y el personal de sala viste ahora un uniforme desenfadado. Pero todo esto son solo distracciones para los necios. La carne, especialmente el solomillo y las mollejas, es de campeonato zamorano de primera división.

La pista de Linarejos

Pero, ¿a qué hemos venido hasta esta paramera de permafrost? —¡Por todos los escribanos hortelanos!— ¿A comer, a dormir, o a ver grandes carnívoros?

Volvamos entonces a la primera vez que vi lobo en la Sierra de la Culebra. El relato que viene a continuación lo tenía reservado para PAJARERO II: Resurrection, pero, en deferencia hacia El Vuelo del Grajo, he decidido destapar aquí y ahora la verdad.

El caso es que, después de varios intentos fallidos, regresé a la Culebra —como ya he mencionado anteriormente— un fin de semana de mayo, junto a mis amigos Gonzalo y Manolo. No perderé mucho tiempo en describir a estos dos especímenes (aunque sigo con dudas respecto a si pertenecen a nuestra especie o se quedaron, en la actualmente demostrada hibridación inter-especie, con un mayor porcentaje neandertal que la media caucásica), entre otras cosas, porque no es fácil sin caer en el esperpento. Sí diré que viajar con ellos, personalmente, me viene muy bien para aprender a gestionar mi impaciencia y a tratar de controlar mi vehemencia; además, con el tiempo que he pasado con esta tragicómica pareja, he llegado a comprender y a aceptar que la evolución del sistema nervioso animal ha seguido caminos muy diferentes, por no decir retorcidos —de ahí lo de que a Dios a veces se le desequilibrase la caligrafía—, incluso dentro de nuestro género.

La cuestión es que tras una mañana infructuosa en un mirador cercano a Ferreras de Arriba, en el que antes había un muladar activo, y tras pasar por una tienda de abastos en la que los superdotados de mis compañeros compraron un botillo crudo como plato principal para el picnic del almuerzo, hicimos un estudio minucioso de nuestro mapa de carreteras y decidimos echarle un vistazo a una pista que, desde Boya, conducía a un tal Linarejos discurriendo en paralelo a la vía del tren Zamora-Orense.

Llegamos al carril en cuestión y, aproximadamente a un kilómetro de su inicio, encontramos un ensanchamiento que tenía evidentes condiciones para funcionar como mirador. Desde allí existía una visibilidad excelente sobre un cortafuegos (que nacía prácticamente desde nuestra ubicación) y que, al tiempo, nos permitía explorar desde una respetable altura todo el mosaico de brezales, matrices de colmenas, campos de cultivo, bosquetes y crestas rocosas que se extendían hacia el noreste.

El lugar, por lo tanto, cumplía con los requisitos para ser una buena referencia de búsqueda y creímos —ilusos de nosotros— que éramos los primeros humanos en apreciarlo. Asumido que habíamos descubierto las fuentes del Nilo (pasando por alto que no teníamos ni idea de si alguien había visto allí un lobo jamás) y dado que no habíamos desayunado, estábamos más pendientes de comenzar a almorzar que de calibrar las posibilidades del nuevo observatorio. Y cuando estábamos girando el trozo del botillo, adorándolo como si fuera un nuevo vellocino, y valorando si comerlo en crudo se podía considerar canibalismo, descubrimos la corona de buitres. Hacia el epílogo norte del cortafuegos, varios leonados y un buitre negro descendían altura y se echaban en algún punto oculto por los matorrales. Y aunque cuando estamos juntos no creo que sumemos entre los tres un cerebro completo y funcional, olimos al unísono la oportunidad: si había una carroña, era posible que su origen fuese un trabajo de lobos. De una u otra forma, al caer el sol, quizá la muerte no solo hubiera invitado a necrófagos alados a la fiesta.

Ahora sí verdaderamente motivados, roímos el botillo como hienas, nos encajamos una botella de vino de Toro, a gañote y, en nuestras trece de que el emplazamiento era desconocido para el resto de los mortales, descendimos caminando por el cortafuegos —que estaba minado de excrementos y huellas de cánidos— para buscar una atalaya más próxima a la carroña. Finalmente, nos detuvimos a una distancia prudencial del lugar en el que se habían tirado los buitres y nos escondimos entre los arbustos para esperar a que envejeciera la tarde.

Como hacía mucho calor y faltaban todavía varias horas para la puesta de sol, nos quedamos dormidos. Cuando despertamos, con esa aspereza que producen los taninos de la uva de Toro en la garganta, la luz se había apaciguado y, desperezándome, al cruzar mi perspectiva con el mirador desde el que habíamos empezado a caminar (al otro lado de la vía de tren, donde habíamos dejado el coche), comprobé que habían llegado nuevos vehículos y que allí se concentraban un par de grupos de observadores con material óptico, recreándose, aparentemente, en nuestro despertar de la siesta. Sabiendo positivamente que la habíamos cagado, conscientes de que nos estaban enfocando con sus telescopios, y estando claro que no tendríamos que estar allí —aunque solo fuera por respeto al resto de wildwatchers—, a esas alturas de la película, tampoco nos quedaban muchas opciones (era muy tarde ya para recoger cable) y solo se nos ocurrió concentramos en la aparición de aficionados a los despojos orgánicos.

El primero no tardó en llegar. El segundo apareció un rato después. Dio la impresión de que se desgranaron directamente de las pizarras —un segundo antes, allí, no había nada más que roca— y, por el brillo del pelaje, parecían haberse embadurnado de ceras escupidas por las jaras y maquillado frotándose con las carquesas floridas.

Antes de llegar al animal muerto, el primero de ellos se detuvo y venteó el aire en un par de direcciones. Pronto recibió lo que estaba buscando: el dulzón aroma de la descomposición. En respuesta al estímulo, el animal encrespó el pelo del lomo y, durante un instante, mostró los colmillos.

El segundo tardó un poco más en alcanzar el cadáver. Cuando lo hizo, para no tener que competir con su predecesor, separó la cabeza del ciervo del cuerpo y se la llevó para dedicarle, en soledad, el tiempo que ese trofeo merecía.

Yo que, hasta que se hizo corpórea la leyenda, pensaba que en cualquier momento iba a escuchar el motor del todoterreno del agente forestal de la Reserva, que nos llevaría detenidos —directamente y con toda la razón— hasta la Prisión Provincial de Salamanca, despegué el ojo del ocular descosido. Era la primera vez que veía un lobo ibérico y para mí, allí y en ese instante, eso lo justificaba todo.

Me giré de nuevo hacia el mirador donde el grupo de gente enfocaba desde una distancia mucho mayor a la que nosotros habíamos disfrutado. Ellos estaban en el lugar correcto y nosotros habíamos cometido una irresponsabilidad y una torpeza.

Ya de noche, salimos de nuestro escondrijo cual alimañas, y emprendimos el regreso caminando hacia la pista. Con las orejas gachas y el rabo entre las piernas, lo hicimos así para molestar lo menos posible a los animales y, especialmente, para minimizar las opciones de recibir una paliza ejecutada por una turba enfervorecida. Aprovechando el polvo de la luna trasera del coche, el contubernio que debió de acontecer durante la tarde nos había dejado un mensaje. “Terroristas ambientales”, decía la poesía. Por un momento me sentí miembro de los “12 Monos”.

Desde aquel suceso agridulce —más dulce que agrio, si me lo permitís—, cuando he vuelto a la pista de Linarejos, me he comportado como un ciudadano intachable que nunca ha sido acusado de perpetrar ignominias ecológicas y que siempre ha mirado hacia la estepa zamorana desde su correspondiente mirador (de hecho, ahora hay un parking para dejar el coche al principio del carril y debes llegar hasta el observatorio caminando).

He visto lobos unas cuantas veces más desde el observatorio que descubrí junto a Gonzalo y Manolo —y que debería en justicia llevar nuestros nombres—, pero muchas más he estado allí y no los he visto. Ha habido demasiadas mañanas de niebla, tan estéticamente maravillosa como frustrantes, que hacen que el esfuerzo y el madrugón sean completamente inútiles. He coincidido en las esperas con avistadores profesionales, como John Hallowell y Javier Talegón, comandando grupos de aficionados que depositan —con buen criterio— sus esperanzas y sus cuartos en la experiencia de los expertos. Pero, sobre todo, he compartido fríos, destemples y centelladas con buenos amigos y numerosos desconocidos.

Por último, comentar que en la Culebra, como también pasa en Andújar, sucede algo sociobiológicamente muy curioso. Entiendo que Hallowell o Talegón, que ganan dinero con esto, no se acerquen a tu posición para avisarte gratis de que hay un lobo en abierto, pero sí me llama la atención que particulares que lo hayan localizado y, aunque te tengan a menos de diez metros, se lo callen como zorros mientras lo disfrutan desde las lentes de su Swarovski con cara de conejos.

Pero así, amigos, es el wildwatcher ibérico: un ser salvaje, montuno y suspicaz.

Al fin y al cabo, no somos tan diferentes al animal que estamos buscando.

Cenizas

El 15 de junio de 2022 una tormenta eléctrica desató un incendio entre Ferreras de Arriba y Sarracín de Aliste. El fuego tardó siete días en controlarse y arrasó 29.670 hectáreas, la mayoría de ellas de alto valor ecológico. Como era de esperar, las manchas de robles resistieron mucho mejor las embestidas de las llamas y lo que más ardió fueron los foráneos pinos resineros, que, como siempre, sirvieron de combustible para la expansión del infierno..

A pesar de que el invierno de 2021-22 fue el cuarto más cálido y el segundo más seco desde que se tienen registros en España, ignorando que la primavera de 2022 fue inusualmente seca, haciendo caso omiso a que en el mes de junio se produjo la ola de calor más temprana registrada jamás en la Península y practicando oídos sordos a que AEMET advirtió de riesgo extremo a partir del 14 de junio para toda la España continental, la Junta de Castilla y León mantuvo el riesgo medio de incendios durante el mes de junio, limitando los dispositivos al 25% de su capacidad, no declarando la época de peligro alto hasta el 27 de junio, con ascuas todavía calentitas en media provincia de Zamora.

Hace unas pocas semanas visitamos La Culebra por primera vez después de lo sucedido. Fue desolador. No solo han desaparecido tramos enteros de bosque de coníferas, también lo han hecho extensiones inabarcables de matorral. Es como si le hubieran arrancado la piel a la Sierra. Y cuando buscas cómo era aquel lugar en tu memoria, y por fin lo encuentras, es como si también te la arrancaran a ti.

Fuimos a la pista de Linarejos y me concentré otra vez en ese cortafuegos por el que caminé dos veces (una de ida y otra de vuelta) el día que vi mi primer lobo ibérico, y que siempre es una referencia para los rastreos de telescopio; no hay mejor sitio, quizá en toda la Reserva, para hacer un buen avistamiento. Pero en esta última visita, no rastreaba animales porque el cortafuegos me contaba algo mucho más importante. Me explicaba sin palabras su función, porque ahora separa dos mundos contrapuestos: el de la devastación catalizada por la incompetencia humana y el de la esperanza asociada a la parte que esa brecha artificial consiguió salvar de las llamas. La sección que queda al oeste del cortafuegos está prácticamente intacta, mientras que la oriental se presenta completamente arrasada.

Y allí frente a nosotros, se mostraba dibujada, en la antítesis esquizoide más cruel, nuestra dualidad como especie.

Penumbras a lobo pasado

No ha salido aún el sol, pero sus rayos menos oblicuos ya se reflejan en la nieve de los picos al norte del Lago de Sanabria. A pesar de que la luz es suficiente para rastrear, ni siquiera he quitado la tapa al telescopio. Un manto de niebla denso como una manta zamorana, aferrado mediante pseudópodos a los pinos que flanquean la vía del tren, me hace pensar más en la corona forestal del Teide que en un páramo castellano-leonés.

Reclama un cuervo y la elasticidad de la mortaja blanca que cubre la erosión me devuelve su recuerdo en forma de eco. Chisporrotea una curruca rabilarga; chasquea un acentor común; sisean los reyezuelos listados.

Hoy, desde la pista de Linarejos, ni hay cortafuegos ni tampoco lobos. No presiento tampoco Codesal, que debería estar detrás de lomas que no existen en un norte invisible. Quiero pensar que en el corazón de las tinieblas, donde el pasado, presente y futuro se confunden, Celso estará en el Moby Dick cebando empanadillas, macerando bacalao y aliñando crestas.

Al este, en Ferreras de Arriba, me imagino a la hostelera de la Guarida de Lleira prorrumpiendo en una carcajada al correr las cortinas y comprobar que la niebla va a imposibilitar todo avistamiento faunístico a los que no nos hemos alojado en su renovado establecimiento. Esa misma niebla que la impedirá ver la tierra de su infancia completamente calcinada. Pienso que su rictus serio era producto no tanto del pasado sino de lo que estaba por venir.

En el sur, seguro que los jabalís han madrugado y ya están sentados en los taburetes del Restaurante Los Perales, esperando el primer chupito de aguardiente.

Venteo el aire y, justo al localizar el olor de las mollejas estofadas de Casa Fidel, detecto a varios leonados y un buitre negro volando bajo en evidente dirección a San Vitero.

Ahora miro al frente: el puré de patatas no se disuelve. Acuerdo con mis amigos regresar a la casa rural. Convenimos comer allí y volverlo a intentar a la tarde.

Dos horas y media después, estamos de vuelta en la pista y comprobamos que ha despejado lo suficiente para permitirnos peinar brezos y repasar tierras de labranza. Busco siempre a la izquierda del cortafuegos: me resisto a escorar el telescopio hacia la derecha. No quiero quemarme la retina en lo abrasado.

Finalmente lo hago.

Recorro las cenizas conteniendo la respiración y, cuando necesito tomar aire y sentir que regresa la vida, localizo un brote verde. Un parche de hierba ha nacido de lo más yermo. Dos ciervos se alimentan allí y rumian esperanza.

Levanto la cabeza del telescopio.

Se me encrespa el vello de la nuca.

Enseño los colmillos.