A Cata lo que más le gustan son las cabras. Pepa no puede escoger, se queda con todas las habitantes de la granja. Pepa tiene 10 años y Cata 11. Solo se llevan 16 meses.
A Pepa no le gustaría ser cazadora ni zoóloga, no le gusta estudiar a los animales encerrados y no le gusta la ciudad, porque allí se siente como si no cogiera el suficiente aire. Cata conoce el nombre de todas las cabras. No le gusta que haya muchos niños en las aulas, porque así no se puede aprender bien -pese a que saca unas excelentes notas- y le encanta provocar a su hermana. Ambas saben lo que comen, lo que beben y de dónde sale.
Pepa dice que no hay sitios para esconderse en Trujillo, que ella no tiene sitios. Ahora estudian allí y están a caballo entre la ciudad y el campo. Cata, sin embargo, usa toda la casa para esconderse, eso dice Pepa mientras ríen las dos. Cata sujeta la cámara en silencio dentro del hide que han construido con su padre, mientras Pepa me habla. Ayer pasamos dos horas aquí Javi y yo y apenas vimos nada. Hoy no llevamos ni diez minutos y ya se ha acercado el ruiseñor. Cuando cogen la cámara para hacer fotos aparecen todos los animales, parece que estuvieran esperándolas.
En Las Lucías, Cata busca a sus dos amores, Cafetito y Marítima, dos chivitos. Pepa cuando necesita estar sola se va a la charca, aunque todo el mundo sabe dónde está. Las dos hacen gimnasia acrobática y tocan el piano. Les gusta la música y ver pelis en el ordenador resguardadas en la sombra de la siesta, después de un buen baño en la piscina.
Pepa no sabe porqué su padre tiene tantas cabras y además no le parecen tantas, porque «la mayoría de la gente tiene mil». Su padre a veces mata algún cabrito para la cena, que están muy ricos. Lo mata, lo destripa, le quita la piel, los cuernos y al día siguiente lo corta y lo mete en la nevera. A la oveja Rosita la criaron a biberón y ahora ya es bien vieja. Tampoco saben cuánto dura la vida de una oveja, ni hace falta, ese tiempo no es importante ahora.
Hablan de la jara pringosa, de la oropéndola y del bosque de robles, con la misma naturalidad que de lo que pasa en Piratas del Caribe, en sus juegos o en sus fotos. Les encanta enseñarlas y no es para menos. También me cuentan la historia de Martín Copo de los Milagros y me dicen que fue un cabrón prematuro nacido en la montaña. Su padre dijo que era un milagro, Pepa lo quería llamar Copo y Cata, Martín. Le encantan las flores amarillas y que le rasquen entre los cuernos y la cabeza, doy fe, pero no le gustan las margaritas, porque saben mal. Aquí en Las Lucías todos colaboran en las tareas y forman parte de los milagros diarios.
Ya no se tienen hijos con veintipocos, ahora se tienen con 30 tardíos. Educar a alguien, cuando tú estás en tu propia vida aprendiendo a saber lo que quieres, conlleva más intuición que prudencia (esta idea no es mía, me la contó una amiga y me parece muy real). Mi generación, e incluso la anterior, son padres cuyos hijos son, además de hijos, proyectos. Los hijos aparecen cuando ya se tienen muchas cosas claras en la vida. Para lo bueno y para lo malo, los padres son hoy, más que nunca, educadores activos de sus hijos.
Vivimos en una sociedad donde prima la “experiencia”, la aparente idea de ser más consciente solo por el mero hecho de dormir en el campo o hacer yoga en un retiro. Nos creemos más espirituales que el de al lado, porque hemos dejado el móvil apagado un día. Solo nos estamos mirando el ombligo, solo estamos pensando en nosotros y en nuestras vivencias. No tenemos ni idea del tipo de araña que nos acompaña en nuestra “experiencia” con la naturaleza, pero vamos pregonando las bondades y ventajas de estar en ese medio. Utilizamos la naturaleza en nuestro beneficio como terapia personal o como moda pasajera, como un medio para sanarnos, sin conocerla. La conservación implica conocimiento para saber comprender. Sin saber no podemos respetar, por mucho que insistamos en que hay que hacerlo.
Escuchando a Pepa en nuestro paseo tuve un alegrón; igual todavía podemos renacer como especie dentro del círculo que nos corresponde. Igual los más pequeños pueden encontrar la verdadera comunión con todo lo que nos rodea y enseñarla a los demás desde la naturalidad y la vivencia real. Estamos programados para conocer, lo sabes cuando escuchas y observas a Cata y Pepa, pero también sabes que es muy fácil programarnos por el camino de la ignorancia, la incomprensión y la falsa empatía.
Por eso, cuando miramos esos cuerpos pequeños que huelen a curiosidad, con cada paso y avance que dan, pensamos que hay algo que se nos había olvidado.
Por eso, Cata y Pepa nos delatan a través de sus actos y sus palabras.
Por eso, Pepe y Gema se han empeñado en que sus hijas descubran el territorio en el que viven para amarlo, respetarlo y, por lo tanto, tomen conciencia de poder conservarlo.
Por eso, esa vuelta al campo, a lo que nos conecta con el mundo, porque andábamos un poco desconectados.