De cuando un zarapito fino cabalgó el peixe cavalo.

A principios de abril del año 1999 me encontraba con Juan José Ramos Melo y un par de amigos más (Silvia y Abel), en el interior de una barca de madera. Acababa de amanecer entre la bruma y nuestra embarcación rasgaba las aguas turbias y calmas de la Merja Zerga, la enorme albufera ubicada en la costa atlántica marroquí.

La chalupa era tripulada por un único sujeto de facciones incómodas que, además, para rematar su áspero sex appeal, presentaba un ojo inerte e insondable. Con la capucha picuda de su chilaba cubriendo parcialmente sus encantos, el timonel nos aproximaba a las islas de arena aún emergidas, en una marea baja ya creciente, todo lo que el calado permitía. Cuando conseguía estabilizar la nave, yo disponía mi telescopio en un precario equilibrio y barría las manchas de limícolas con la esperanza de encontrar algún tesoro en plumaje de transición. 

Zarapito fino (Numenius tenuirostris), obra de Nacho Sevilla.

Solo en ocasiones muy puntuales, Caronte nos solicitó echar un vistazo por el telescopio —él estaba empecinado en aproximarnos a la mancha rosa de flamencos— y, para mi incomprensión, siempre lo hizo aplicando la cuenca ocular vacía, hábito que confirmó la enorme valía ornitológica del guía que habíamos contratado.

Regresamos a tierra firme, pagamos lo acordado a Willy “el tuerto”, y, aunque teníamos un muy escaso margen temporal, estuvimos los cuatro de acuerdo en tomar un té en alguno de los tugurios que había dispersos en el tan azulado como destartalado paseo portuario. Nos sentamos en la terraza de uno que tenía por nombre “Milano”, pues, por razones obvias, nos pareció que era el que mejor encajaba con nuestro carácter.

Andaba distraído observando a los ácaros trepar por la hierbabuena, en su desesperado intento de esquivar una dolorosa muerte por ebullición, cuando reparé que en una mesa contigua había un gato doméstico durmiendo sobre lo que parecía un libro de visitas. Me llamó mucho la atención que un negocio hostelero tan poco glamuroso invitara a que los clientes redactaran una valoración perdurable. Espanté al felino y abrí aquel cuaderno de hojas húmedas carcomidas por el salitre. Comprobé sorprendido que en las reseñas, firmadas sin excepción por turistas extranjeros, nadie hacía referencia al excesivo punto de la fritura de la morralla que servía el local, ni tampoco a la limpieza superficial de los vasos en los que no era descartable que hubiera trazas biológicas de las mucosas de Abderramán III. La realidad era que todos los comentarios estaban asociados a las aves del entorno y en ellos no se perdía ni una línea en aludir a la belleza de los dichosos flamencos o a la plasticidad de los bandos de gaviotas contra el sol del atardecer. En definitiva, el cuaderno era una suerte de bitácora en la que se enumeraban los avistamientos ornitológicos más interesantes que se habían realizado a lo largo de casi un decenio. 

Como era predecible, dos singulares especies acaparaban el protagonismo del local patch alauita: la lechuza mora (ahora conocido como búho moro) y el zarapito fino. La primera estaba puntualmente presente en los listados desde los albores de los registros hasta la última entrada. Sin embargo, el zarapito fino sufría un hachazo en 1995: justo el año en el que se produjo la postrera observación confirmada de la especie en el entorno.

Algunos pulgones sobrevivieron, el té se enfrió, y yo devoré los datos de los lustros previos al desvanecimiento del santo grial de los limícolas en el paleártico. Como no podía ser de otra manera, envidié insanamente a aquellos pajareros que llegaron a tiempo de disfrutar orgánicamente de la leyenda.

Pagamos la cuenta y, al poco de abandonar el restaurante, un tipo local, al reparar en nuestros prismáticos y en el telescopio que yo llevaba apoyado en mi hombro, nos detuvo presentándose como Hassan. Inmediatamente reparé en que en el libro de visitas del Milano aparecía con mucha frecuencia ese mismo nombre propio, trufado entre las frases de agradecimiento con las que los birders reconocían el rendimiento de su guía al haberles encontrado los targets más esquivos. En dichas reseñas, el paisano que ahora teníamos frente a nosotros aparecía íntimamente entretejido a la suerte del zarapito fino.

El tal Hassan nos preguntó si estábamos interesados en contratarle para ver la lechuza mora. Le contestamos que nos habría gustado hacer un intento dirigido, pero, además de que nuestro presupuesto nos había alcanzado para pagar por un solo ojo, cuatro vasos largos de té, y un saco de zanahorias como todo sustento alimenticio, debíamos seguir camino hacia el sur al disponer de una ventana muy exigua de cara a cumplir nuestro definitivo objetivo del viaje. La realidad es que nosotros habíamos venido a Marruecos para ver un ibis eremita y debíamos llegar hasta el estuario asociado a Tamri, ubicado a más de 700 kilómetros de Moulay Bousselham (el pueblo donde ahora estábamos) y a muchas horas de luces antiniebla y adelantamientos de pilotos kamikazes, en una carretera infame.

Hassan se encogió de hombros y convino que sería entonces en otra ocasión: “¡inshallah!”

Cuando estaba a punto de darnos la espalda, emití una pregunta que ni siquiera había pensado formular.

—¿Y qué pasa con el zarapito fino?

El guía marroquí dibujó entonces una sonrisa melancólica.

—A ese lo verás en la otra vida.

En el año 1994 —un año antes de la última cita en la Merja Zerga— Birdlife International estimaba una horquilla poblacional de entre 50 y 270 zarapitos finos (Numenius tenuirostris) a escala global. El 3 de mayo de 1999, menos de un mes después de mi paso fugaz por el famoso humedal marroquí, hubo una observación no confirmada de un individuo en Grecia; ese mismo año se vieron aves (avistamientos, de nuevo, sin homologar) en febrero y en agosto en Omán. Desgraciadamente y desde entonces, no ha vuelto a remitirse una cita fiable.

La falta de información sobre la ecología del ave en cuestión se resume perfectamente con el dato de que solo haya referencias fidedignas de un único nido localizado en Omsk (Siberia Occidental). Sobra decir que nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que ha provocado su dramático descenso poblacional. Las nebulosas causas de su desaparición pasan con toda seguridad por dos de los sospechosos habituales: la pérdida de hábitat y la caza indiscriminada.

Los últimos bandos de una especie que antaño se consideró común, se encontraron también en Marruecos. Una mareante cifra de entre 500 y 800 ejemplares fueron vistos en la laguna de Khenifiss durante el mes de abril de 1964. Asimismo, hasta 123 individuos se contaron en un bando cerca de Chebika en diciembre de 1974 (el año en que yo nací). Lejos de esos guarismos y en territorio europeo, hay un sorprendente registro de 20 ejemplares en Italia, dentro del golfo de Manfredonia (una zona habitual de paso migratorio de tenuirostris), en las marismas asociadas al Lago Salso durante el invierno de 1994.

Desde entonces, los observadores de aves sufrimos tres decenios de sequía hasta que el reciente 17 de noviembre de 2024 quedó confirmada la temida pero esperada extinción del zarapito fino, certificándose la primera desaparición de un ave continental europea en tiempos modernos.

Veinticuatro horas después del anuncio oficial, a primera hora de la mañana del día 18, recibí la noticia con esa frialdad que es inherente a la lectura de un whatsapp. Antonio Sandoval, antes de salir hacia el cabo de Estaca de Bares para censar aves marinas, se había cruzado con el artículo (firmado por Buchanan, Chapple, Berryman, Crockford, Jansen y Bond) que acreditaba la peor de las conclusiones y daba paso a las primeras notas fúnebres de un réquiem por una muerte anunciada. Antes de que su cobertura electromagnética fuera engullida por el Cantábrico y los toxos, Sandoval decidió enviarme el link del paper. Antonio, después del mazazo, concluyó su responso con un aséptico abrazo virtual.

A lo largo de mi jornada laboral, fui recibiendo avisos de amigos que, con toda su buena intención, pensaron en mí al ser conscientes de que acabábamos de pasar al otro lado del espejo. Los mensajes se iban acumulando en la nube mientras yo impartía Matemáticas y Biología a grupos de alumnos adolescentes que eran totalmente ajenos a la devastación que asolaba al mundo ornitológico.br>

Una noche primaveral de confinamiento soñé con un zarapito fino en migración activa. Al despertar sabía que iba a escribir un relato de ese viaje. Hablé con María Álvarez —actualmente, mi cuñada— y le propuse ilustrar el recorrido; ella primero confirmó su participación y luego preguntó: “zarapito… ¿qué?”; con esas buenas sensaciones, el siguiente paso era contactar con Juan José Ramos Melo, mi compañero de barca en la Merja Zerga y esa persona que vive en una tierra de nadie social a la que debes recurrir cuando se te ocurre una idea —o directamente una chorrada— que sabes positivamente que nadie más va a entender. Juanjo, para sorpresa de propios y extraños, acababa de abrir por aquel entonces una línea editorial en su empresa Birding Canarias. Establecí la llamada y le conté que iba a embarcarme en la epopeya literaria de un limícola que quizá ya ni siquiera existiese. Tras un silencio en la línea, Juanjo me contestó: ”A BichoMalo Libros le interesa ese proyecto”.

«Es este el relato de un viaje, pero no uno de placer. Esta es la crónica de un recorrido iniciático e inevitable»: así comienza la sinopsis del resultado en la contraportada del libro.

En el mar de frases que componen las 237 páginas necesarias para contar la aventura, hay dos palabras que no solo se repiten constantemente sino que además están implícitas en cada situación descrita; una de ellas es “extinción” y la otra es “esperanza”. Además de permitirme la licencia narrativa de dramatizar las emociones que me gustaría creer que vive un migrante de largo recorrido, mi voluntad siempre fue la de transmitir la sensación de desolación que un pájaro debe percibir cuando al alcanzar los lugares en los que se supone debe encontrarse con sus semejantes, no sea capaz de localizar a ninguno de ellos.

He llegado a entender que los desplazamientos espaciotemporales, tanto en aves como de peces, mariposas o mamíferos, tienen un potente componente innato y, lógicamente, están muy lejos de representar para los viajeros una decisión consciente; por ello, me interesaba mucho jugar con los devaneos mentales de un ejemplar que se sabía perteneciente a una especie prácticamente condenada a la desaparición y que, una vez interiorizado que su única oportunidad de salvación pasaba por continuar moviéndose, no tuviera ya ánimo ni siquiera de cumplir las obligaciones genéticas comprometidas muchos millones de años atrás.

Fino, que así se llama el protagonista, se plantea en la obra con mucha frecuencia el motivo por el cual debe seguir peleando en pos de lo que él empieza a entender como una utopía; es en este contexto de incertidumbre existencial en el que aparece la otra palabra clave del texto. La respuesta que los otros miembros de la clase aves que se va encontrando en su camino le ofrecen como solución a su declive anímico, es que nunca, bajo ninguna circunstancia, debe perder la esperanza (“¿Cuál es la otra opción?”, le plantean como estéril disyuntiva).

Como entiendo que le ha pasado a todos los que hemos seguido la evolución de los acontecimientos respecto a la marcha definitiva de los Numenius tenuirostris, a mí me ha costado mucho —y ahora, después de la puntilla del 17-N, todavía más me cuesta— encontrar motivos para la esperanza. Aparte de por Marruecos, pasé en mis viajes por lugares donde los zarapitos finos dejaron recuerdos y huellas en los limos o en las praderas húmedas; visité Omsk en Rusia, Túnez, Grecia, Omán, Hungría, Rumanía, Italia y Turquía, y siempre me planteé infantilmente la frivolidad de detectar un ejemplar en alguno de esos hotspots en los que el mito había recalado en un pasado borroso; precisamente aquí va implícito otro de los temas tratado en mi texto, que también ha sido valorado seriamente por los especialistas: la posibilidad de que existan casos de pajareros que hayan visto un zarapito fino y, o bien por soberbia, o bien por mediocridad, lo identificaran como alguna de las otras especies todavía comunes de Numenius.

Estos últimos años he hecho todo lo posible por ser fiel al ideario de mi propio libro y así darme una oportunidad para creer en lo muy improbable. A menudo, buscando algo a lo que agarrarme, ya fuera una serendipia o, directamente un “cisne negro” estadístico, regresé con cierta frecuencia a la fotografía de un ejemplar en Yemen en 1984; “¿quién coño ha mirado pájaros en Yemen desde entonces?”, siempre me he dicho para insuflarme ánimos. También me resultó moderadamente esperanzador el análisis radioisotópico realizado en tiempos recientes sobre ejemplares naturalizados que indicaba que la zona de reproducción no estaba tan asociada a la taiga —como siempre se había pensado a partir del nido en Omsk— sino mucho más a la estepa asiática. Desde que leí esa posibilidad, he entrado no pocas veces en Google Maps para viajar virtualmente por las llanuras al norte de Kazajistán y convencerme de las enormes extensiones que quedan todavía allí por peinar, muy a pesar del terrorífico avance de la agricultura intensiva en un país que aspira a ser productivamente competitivo.

Y cuando había recuperado la esperanza, cometí el error de ponerme filosófico, analizando neuróticamente el significado más íntimo del concepto “extinción” y, en consecuencia, disolviendo las certezas alcanzadas.

Incluso en un contexto ecológico, pensamos en las acciones humanas como algo artificial. Sin embargo, si una civilización extraterrestre con un nivel de inteligencia superior al nuestro auditara este planeta, no estoy muy seguro de que diferenciase con claridad las ciudades humanas de un complejo hormiguero o de un sofisticado panal de abejas.

No pretendo decir con esto que justifique la eliminación de especie alguna como una consecuencia natural a nuestro relativo éxito, pero sí creo que la obsesión antropocéntrica llega incluso a afectar al juicio social respecto de las causas y las consecuencias de nuestros propios actos. Es plausible que el problema real, desde una aproximación desapasionada y pragmática, es que la incomprensión de la importancia crucial del mantenimiento de la biodiversidad necesaria para el correcto funcionamiento ecosistémico, nos vaya a conducir a nuestra propia desaparición. Es decir, los sentimientos asociados a la belleza o la tristeza estética debieran quedar relegados muy por detrás de la asunción de los daños colaterales provocados por la función perdida en la biocenosis y el desgarro informativo generado en la red trófica.

La civilización extraterrestre que, según los expertos del programa Horizonte, actualmente analiza nuestros devaneos sociopolíticos, además de sentirse abochornadísima al observarnos, estará ahora pensando que el proceso de extinción en el que estamos trabajando —hombro con hombro, todos a una a una escala global, y no sin cierto orgullo— es ridículo e insignificante frente al que provocó la aparición del oxígeno, producido en masa por unas desalmadas pero muy exitosas —como lo somos actualmente los sapiens— bacterias fotosintéticas hace 2400 millones de años. Esos insensibles procariotas no solo liberaron un gas letal causando la muerte de todo aquel que no estuviera capacitado para gestionar los efectos oxidativos de una molécula tan aparentemente insignificante, sino que debido a la desaparición del efecto invernadero que ejercía el dióxido de carbono, al ser este fijado a mansalva en el amanecer metabólico del ciclo de Calvin, fue conjurado uno de los cataclismos en forma de cambio climático (glaciación Huroniana) más salvajes que la vieja Tierra recuerda. Tanto fue así que las cianobacterias consiguieron que el planeta, en su loco anhelo de terraformación, se convirtiera en una esfera —o en un pastilla, que dirían los terraplanistas— de hielo flotando en el Sistema Solar. Lo cierto es que no es descabellado creer que, de no haberla liado tan parda esas bacterias tan verdes, no habría ahora humanos con prismáticos colgados rasgándose las vestiduras de sus propias fechorías. Incluso podríamos llegar a pensar —seguro que esos alienígenas, que abducen cada cierto tiempo a votantes de Trump en el sur profundo de EEUU, también lo dan por hecho— que estamos siendo demasiado duros con nosotros mismos simplemente por creernos mucho más listos, más libres y más éticos de lo que realmente somos capaces de ser por imperativo genético.

Aun con todos estos paños calientes que nos permitirían quitarle hierro a la devastación sistemática del planeta —total, no tenemos un control real sobre nuestros instintos y ya se había hecho antes por seres mucho más simples y de una forma notablemente más efectiva—, el desperdicio evolutivo y la obsceno eliminación de variabilidad nucleotídica asociado a la exterminación definitiva de una especie que fue cincelada durante océanos de tiempo, es inasumible salvo que tengas kombucha en las venas o una freidora de aire por cerebro.

No obstante, y esto es lo peor en mi opinión, en el fuero interno de una pajarera o un pajarero —por mucho que nos cueste reconocerlo—, el dolor fundamental, el más rabioso e intrínsecamente humano, cuenta con un componente tan egoísta como infantil. Tenga la culpa quien la tenga, a los observadores de aves nos han hurtado la oportunidad de ver enmarcado en las tinieblas del telescopio un zarapito fino. Ya no podremos tacharlo: nos ha sido vetada la opción de subir a eBird el “pepinazo mayúsculo” para así fardar con los colegas en el RARO.

El 17 de enero de 2023, gracias a la inestimable y generosa mediación de Javier Gómez Aoiz —el Alfred Russell Wallace de nuestro tiempo y el definitivo maestro del uso del plural mayestático— María, Juanjo y yo presentamos “¡Por todos los escribanos hortelanos!” en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid. Rozando el lleno en la sala, conseguimos generar un muy buen ambiente (la presentación está grabada y es todavía posible visualizarla en youtube). Tras firmar unos pocos ejemplares de uno de los libros más infravalorados en lo que llevamos de siglo, fuimos a tomar unas cervezas con algunos de los asistentes. Ya era tarde cuando despachamos a los más crápulas y, como teníamos un ingrato tránsito de transporte público desde Nuevos Ministerios hasta Fuenlabrada, Juanjo una vez más se erigió como un héroe trágico y se sacrificó por los inocentes pagando un Uber de su bolsillo.

A los pocos minutos nos recogió un coche negro conducido por un tipo más negro todavía. Avanzando por el Paseo de la Castellana, Juanjo, que como siempre ocupaba el asiento del copiloto para así dormirse en un santiamén, cuestionó —en plan Cocodrilo Dundee— al chófer respecto de su procedencia, confirmándole este que era originario de Cabo Verde. Juanjo, que ha visitado en varias ocasiones esos yermos macaronésicos (ha participado allí en un proyecto audiovisual), entabló una surrealista conversación con el conductor —que a duras penas hablaba español—, en la que departieron sobre temas tan dispersos como la belleza de las mujeres caboverdianas, las arribadas de tortugas verdes y, sobre todo, divagaron sobre una especie de pez pelágico con cierto valor económico. Juanjo nos explicó a todos que “peixe cavalo” era además la manera con la que se conoce al hipopótamo en los países africanos con influencia portuguesa. Los dos isleños, que habían conectado entiendo que por compartir ancestros aborígenes, se estaban carcajeando con el enésimo conflicto semántico, cuando el cúbico tinerfeño recibió un aviso desde su móvil. Sacó su teléfono del bolsillo del forro polar y un fulgor azulado iluminó la oscuridad del vehículo. Nos informó de que era un mensaje de voz de Tomás Velasco, un pajarero mítico (presente esa misma tarde en el Museo en un discreto quinto plano, sentado junto a Jorge Fernández Layna) que lleva censando aves en La Mancha desde antes de que muriera Rocinante. Aun con lo poco resolutivos que son sus deditos, Juanjo acertó a activar la reproducción del audio para que los presentes, incluido su nuevo amigo tropical, lo escuchásemos.

“Juanjo, que no me he podido despedir, me ha encantado la charla. Comentarte que yo vi dos zarapitos finos a principios de los noventa en la Merja Zerga. No sé si le interesará a Carlos, coméntaselo como curiosidad. Un abrazo”, pronunció Velasco.

Entonces se cuajó en el coche un silencio espeso y a mí se me tragó la oscuridad.

“No sé si le interesará a Carlos” —repetí mentalmente mientras descendía hacia el abismo—; «¡no sé si le interesará a Carlos!”», grité desesperado desde el asiento trasero.

“Malditos sean Juanjo, Tomás Velasco, el peixe cavalo y todos los escribanos hortelanos”, mascullé, reconociendo, por otra parte, lo bien que funcionaban las dos palabras de “pez caballo” para describir a un hipopótamo.

El fatídico 18 de noviembre —fecha en que me informó Sandoval—, al llegar a mi casa, desde la carpeta del ordenador en la que recopilé información durante la escritura del libro, extraje la foto del zarapito fino obtenida en Yemen en el 84; luego, en una ventana contigua, abrí la captura del ave adulta filmada en Marruecos a principios de los 90. En esa escalofriante toma, el fantasma caminaba por una pradera salpicada de ranúnculos por la orilla oriental de la Merja Zerga. Compulsivamente, amplié ambas imágenes hasta tal punto que las transformé en un cúmulo amorfo de píxeles. Apagué el monitor en un arrebato y me fui a la cama frustrado y cabreado, convencido de que los zarapitos finos nunca habían existido.

Esa noche soñé que un Numenius tenuirostris llegaba exhausto a una charca tropical en una densa negrura africana. En lugar de posarse en las aguas someras, el zarapito lo hizo sobre el lomo de un hipopótamo. Tras atusarse las primarias se giró hacia las estrellas como si tratara de decidir algo importante a partir de su configuración. Pareciendo haber encontrado lo que buscaba, emitió su burbujeante reclamo y voló utilizando como referencia una constelación particular.

(Llegados a este punto, es necesario recordar que, para las aves migratorias, Géminis representa a dos chorlitejos patinegros idénticos que se consuelan recíprocamente en la tétrica espera de que les llegue su turno).

A la mañana siguiente, al despertar, tuve la sensación de que Fino y yo habíamos coincidido por última vez: yo en mi vida y él en su muerte.

Escribiendo las últimas líneas de este bonus track de “¡Por todos los escribanos hortelanos!”, he rememorado ese momento del texto en el que Fino mira su gemelo especular —su personal “géminis”— en una lámina estática de agua; en la imagen que recibe de vuelta, le acompañan sus desaparecidos progenitores. Me ha emocionado mucho pensar que algún día también yo, estudiando mi reflejo en una pátina líquida, pueda descubrir allí a mi padre acompañándome.

Leí hace poco que en la piedra de la lápida de John Keats, el exquisito poeta romántico inglés que murió a los 25 años de tuberculosis, hay inscrito el siguiente epitafio: “Aquí yace alguien cuyo nombre estaba escrito en el agua”.

Si los individuos más sensibles de la civilización extraterrestre que nos juzga han leído esta brutal frase de Keats, sospecho que habrán convenido que no somos tan idiotas. A este respecto, y a pesar de que nuestra inteligencia permite exquisitas anomalías etológicas, tengo serias dudas de que la Ciencia por sí misma, sin el apoyo de la emoción y de la poesía, vaya a ser capaz de salvarnos del destino que llevamos codificado en nuestro ADN de superdepredador.

Lo que sí sé es que Fino habría elegido las palabras de Keats para decorar su tumba cubierta de níveos ranúnculos en los suburbios de la Merja Zerga.

De hecho, yo le escuché pronunciar —a su manera— esa misma frase.

Bajo la noche iluminada, a lomos de un peixe cavalo, Fino declamó ese verso para certificar su desaparición definitiva de mis sueños.

¡Por todos los escribanos hortelanos!

Dejando de lado la bíblica paloma, el ave con capacidades intelectuales humanas más famosa de la literatura en clave de fábula es, sin duda, Juan Salvador Gaviota (Richard Bach, 1970). La protagonista sufre todo un proceso de superación personal que la lleva a buscar -a muerte- la libertad individual frente al grupo. Se embarca en una carrera por ser la gaviota que vuela más rápido, más alto y la más capacitada para las acrobacias, logrando así la gloria eterna, planeando entre seres plateados. Teñido todo ello de una pátina de prosa post-hippy.

En realidad, se trata de un canto a las virtudes del capitalismo frente al comunismo de la guerra fría, escrito -muy bien, por cierto- por un antiguo piloto de las fuerzas aéreas norteamericanas que describe, de manera vibrante y sentimental, el proceso de superación deportiva de los aviadores. El autor hace gala de un conocimiento muy esmerado de las leyes de la aerodinámica y del indomable espíritu humano, al tiempo que pone de manifiesto cierto desconocimiento de la naturaleza de las gaviotas.

Nos gustan las aves. Dedicamos mucho tiempo y recursos a ir a observar pájaros. Miramos con ojos golosones la publicación de cualquier nueva edición de una guía de identificación que ya está en nuestra biblioteca personal. Y, la inmensa mayoría hemos disfrutado, más de una vez, del libro de Bach.

A grandes rasgos, estamos dispuestos a devorar cualquier publicación en la que los pájaros sean los protagonistas. Interesantísimos estudios científicos, descripciones etológicas y taxonómicas y -por suerte, muy abundante en las últimas décadas- literatura de acercamiento a la avifauna, desde una perspectiva más sensible: compilaciones sobre sorprendentes demostraciones de inteligencia, profundizaciones comprensibles acerca de sus capacidades sensoriales, e importantes esfuerzos para sensibilizar sobre la interacción entre los seres humanos y los emplumados. Pero, casi siempre desde un punto de vista antropocéntrico: todo contado, enumerado y evaluado desde la elevada perspectiva sapiens.

Al protagonista de ¡Por todos los escribanos hortelanos! (Carlos Lozano Robledo, 2022. Bichomalo libros) lo único que le importa es sobrevivir, comer y reproducirse. Para ello -y como todas las especies migradoras- tiene que hacer un gran viaje. En contraste con la famosa gaviota, este zarapito está motivado por cosas de pájaros, hace cosas de pájaros y siente cosas de pájaros. Por supuesto, claro, el autor sabe de lo que está hablando.

El héroe homérico es Fino, un joven miembro de la especie zarapito fino. Para conocer la realidad de esta especie basta con abrir por la página 170 de la versión española de la 2ª edición de la Svensson. Tras los nombres común y científico, figura un lacónico “¿extinguido?”. Por desgracia, en la tercera edición han sustituido la palabra por una rayita larga, que más que guion ortográfico parece línea que representa el momento en el que el monitor de constantes vitales del quirófano deja de ser necesario.

Te da un uppercut de izquierda, para dejar tu corazoncito sintiente a la altura y distancia idóneas para lanzarte un directo verbal con la derecha y hacer que beses la lona emocional.

Lejos de limitarse a narrar una aventura de ficción, Lozano lo que propone es una invitación a que el lector viva este viaje desde la perspectiva del animal. Así, por ejemplo, describe con detalles físicos cómo siente el ave el impulso de iniciar el gran viaje; cómo se materializa visualmente el mapa de la ruta que ha de seguir o cómo percibe el rastro de la senda de los bandos migratorios en el cielo nocturno. Una vez más, ninguna de estas descripciones se asemeja a una percepción o sentimiento humano.

Muchos de estos impulsos “orníticos” responderán a datos científicos contrastados: seguro que la etología del protagonista estará bien fundamentada o basada en especies próximas de las que sí se tienen datos. Pero otros saldrán de la calidad literaria y creativa del autor. Y ahí radica la belleza de este libro: ¿qué amante de las aves no ha querido alguna vez sentirse como un pájaro?

¿Quieres sentirte ave? Pues toma dos cucharadas.

Esta también es una frenética novela de viajes, en el sentido más clásico de la temática. Como tal, el protagonista, con el velo lechoso de la soledad siempre a cuestas, recorre un fatigoso camino que le llevará a conocer los paisajes más oscuros de su propia existencia. Inevitablemente, se irá encontrando con otras aves que le prestarán ayuda para superar las duras pruebas a las que se tendrá que enfrentar. En el camino, se adentrará en la pesadilla más desasosegadora de cualquier ser sintiente, incluidos bípedos: el acto o estado anímico que toma vida propia y la inercia consecuente que te lleva en volandas en una dirección por la que ya no quieres ir. Dolor y terror.

A todo esto, con decenas de especies que se entienden, que dialogan, tienen acentos que denotan sus orígenes (¡sí, de idiomas humanos!) e incluso se hacen gestos emotivos, “sí es que un zarapito puede sonreír”. ¡Es una fábula! A pesar de tener todos los ingredientes para ello, Lozano consigue no zambullir su texto en una piscina de sentimientos humanos y mantiene el drama en la profundidad de ese sentir animal que ha creado. Pero, ¡ojo!, eso no quiere decir que la novela carezca de pasiones. De hecho, está cuajada. Por ilustrar (cuidando las palabras para no destripar el libro), para un coprotagonista, la desaparición de un ejemplar emparentado significa únicamente que “ese lugar ya no es seguro”; para un lector sensible, significa una de las primeras coces en los higadillos.

En este juego de sinceridad dentro de la ficción, Carlos se empeña en enseñarte las cartas antes de jugarlas. Este pecho descubierto lo deja ver ya en la en la introducción al texto, atreviéndose a adelantar dudas, caminos literarios y parte de su estrategia como escritor. Destapa lo que podría ser ejemplo de la inquietud del lector, al mostrarte el mapa del viaje que vas a hacer. Y, por si fuera poco, al comienzo de cada capítulo, unas precisas, bellísimas y evocadoras ilustraciones de María Álvarez Orgaz te adelantan cuáles van a ser los protagonistas de las siguientes páginas. Despeja así de todo artificio literario la narración, centrando la emoción en el devenir de Fino. Trabajo muy arriesgado, ¡que es una fábula!

Una película de aventuras buena se distingue de una mala cuando le ves las costuras en el momento más inapropiado. En las más locas y emocionantes, el espectador, de repente, se dice a sí mismo: “no, no se van a atrever, ¿verdad?”. Y dos minutos después -y quizá mientras trata de disimular una lágrima rebelde- ese mismo telespectador sonríe viendo navegar en mar abierto el barco de Willy el Tuerto, después de 400 años varado en una cueva. O, tras haber cultivado patatas con detritus humano en la superficie de marte, el biólogo protagonista emula a Ironman volando a toda velocidad por el espacio, aprovechando la despresurización voluntaria de su traje de astronauta, y el espectador se agarra al reposabrazos, llevado por la emoción. Si el narrador es bueno, nos lo tragamos todo.

En las malas ocurre que, por alguna razón, en el momento álgido, cuando inexplicablemente en la estación de control de vuelo los científicos tiran al aire cientos de folios, ves que están en blanco. O cuando, gracias a la muy dramática y estúpida cámara lenta, te percatas de que el tipo en segundo plano está dando espadazos al aire, en lugar de asestar el golpe definitivo a un formidable enemigo.

Pues bien, en esta novela -y no estoy comparando al autor con Steven o Ridley- Carlos mete al lector en un torbellino. Mejor dicho, empuja al que sostiene el libro a subirse en el carrito de la montaña rusa. Según avanza, el libro va a más. Aprieta el tornillo con precisión y sin que reviente la estructura. Porque lo ves venir. Ves que te la va a meter doblada. “¡Venga ya! ¿No se va a atrever a eso?” Y, oye, dos párrafos después o estás sonriendo emocionado o estás limpiando los cristales de las gafas, que, por alguna razón desconocida, se han empañado súbitamente. La narración te sube para luego bajarte. Te da un uppercut de izquierda, para dejar tu corazoncito sintiente a la altura y distancia idóneas para lanzarte un directo verbal con la derecha y hacer que beses la lona emocional. Y así, cautivo y desarmado, el lector acepta sin dudar la mano salvadora que le ofrece la fina ironía y humor de Carlos para recomponerse y afrontar la siguiente aventura de Fino.

Y no falla. Desde las primeras páginas te agarras al estoicismo, al sufrimiento aceptado y echas a volar. Es la vida de un pájaro y Carlos la cuenta así, no hay más: ¿qué otra opción queda? En este magnífico juego de arriba y abajo, pero siempre un poco más alto, envida el autor. A mí me ha ganado.

Como tercer agente, en ocasiones igual de fulgurante y en otras compuesto de aceites viscosos y pesados, están los momentos interiores de Fino. Esos que narran lo que ocurre de corteza parietal para dentro. Esa poética, parca e íntima, onírica, en la que Carlos se desenvuelve tan bien, como dejó patente en Pajarero (Tundra Ediciones, 2019). Son calmas que estallan. Al leerlas desaparecen todos los sonidos ambiente que genera la propia lectura. Ya no están los fuertes vientos de levante reventándote los tímpanos. Ya solo están los pensamientos y sueños de Fino. Como limícolas caminando entre la niebla sobre el cieno, durante la marea baja en el estuario.

Pica, la urraca, no deja de intentar guardar comida por los pliegues de mis pantalones y chaqueta de lana. Así es imposible seguir leyendo. Para devorar las 43 últimas páginas de ¡Por todos los escribanos hortelanos! busco refugio en la habitación más tranquila de la casa. A falta de 12 hojas, Mar entra en mi guarida personal para contarme algo. Le basta mirarme a los ojos para desistir. Camina marcha atrás y solo dice “tengo que leer ese libro”. Las lágrimas son más incómodas para leer que una urraca escondiendo comida en tu ropa.