Primavera 2022

Es 21 de marzo. Comienza la primavera entre lluvias y toca publicar portada: la quinta vez que lo hacemos, en esta ocasión ilustrada por José María de la Peña. Sí, eso significa que El Vuelo del Grajo cumple un año y lo vamos a celebrar por todo lo alto.

Cuando definíamos las líneas maestras de la revista, manejábamos conceptos e ideas como observación, emoción y conservación. También estudiábamos fascinados que era todo aquello del overland: viajar de la manera más autónoma posible, sin que nada te pueda parar, teniendo la capacidad de atravesar montañas, cruzar desiertos y vadear ríos, reduciendo al mínimo la dependencia de otras personas. Todo eso se cocía en nuestras cabezas mientras estábamos confinados. Y le añadimos la idea del “pajareo” o, mejor, del “animaleo”. “¿Y si nos fuéramos de viaje allá dónde nos diese el viento, con el único objetivo de ver bichos?” Un coche lo menos sucio posible, una tienda de campaña, una nevera, una cocina y millones de animales a los que conocer. Así nació el «pajareo-viajero» que, en un arranque de internacionalismo, cambiamos por birding-overland. Podríamos decir que durante este año de vuelo de la revista hemos estado poniendo a punto todo ello. Ahora toca dar el gran salto.

Marruecos: “¡Allá vamos!”

(Hoy la frontera y el tráfico marítimo entre España y Marruecos están cerrados. Están así desde que se declaró la pandemia, luego la política no ha ayudado a mejorar la situación y los últimos hechos -tan incomprensibles como inesperados- aún no sabemos cómo afectarán. Tenemos un plan B por si fuera necesario).

En febrero se anunció la apertura de fronteras para el día 31 marzo. El Ramadán empieza el 4 de abril y nosotros nos pondríamos en marcha el 9. Luego, veintiún días para recorrer lo más agreste del país norteafricano.

Para organizar el viaje, hemos consultado todas las fuentes a nuestro alcance, tanto de viajeros como de pajareros. Y así, apuntados sobre mapa plegable Michelin, tenemos marcados, con diferentes colores, casi cuarenta puntos de interés ornitológico y rutas, de más de 250 kilómetros de longitud, por zonas no habitadas por el ser humano y de las que no tenemos ningún registro de fauna, salvo los valiosos apuntes de distribución de mamíferos.

Los acantilados interminables del Atlántico, castigados por el incesante viento; el antiguo fuerte de Bou-Jerif, por el que se accede a la pista de Plage Blanche que lleva a Tan-Tan y que corre entre el océano y las dunas; el ibis eremita en el Souss-Massa y el búho moro en Merja Zerga; gacelas y zorro famélico en el desierto, más allá del Atlas; gorrión del desierto y fenec en Merzouga; las gargantas de Todra y Dadés; macacos de Berbería en los fríos bosques de cedros… ¡Son tantos los destinos y suenan tan bien en nuestros oídos!

Será un primer raid a Marruecos, que trataremos de contaros en próximos meses. Dejamos pendiente, entre otros lugares, el Alto Atlas y el Sahara Occidental.

Despegamos en este trimestre deseando que nos acompañéis en El Vuelo del Grajo. Os recordamos que podéis suscribiros al boletín de la página y seguirnos en nuestro canal de YouTube, página en Facebook e Instagram.

Pasad la mejor de las primaveras, haced planes gloriosos y recordad siempre: ¡Jarana y tira para el monte!



Valle del Guadarranque

El valle de Guadarranque, un lugar para la observación de ungulados.

Desde rocas en sierra hasta valles planos, pasando por bosques húmedos, este es el paisaje que puedes recorrer en Las Villuercas. Toda la variedad de verdes que nos ofrecen sus robles, alcornoques, encinas y madroños, se ven flanqueados por grandes tajos de cortafuegos que atraviesan el paisaje como una cicatriz. El valle está incluido dentro del Geoparque Villuercas Ibores Jara con un marcado interés, debido a la antigüedad del terreno y los fósiles encontrados en él. Este relieve apalachense huele a jara y a tomillo.

El amanecer siempre es un momento especial, el cuerpo aún está pesado y calmo y parece que ese estado alerta aún más nuestra percepción. Entramos por un camino de la carretera CC-20.2 entre Navatrasierra y Guadalupe. Estamos rodeados de montañas. Atravesamos la enorme herida que dejan entre ellos. Desde aquí, vemos la cima de dos riscos coronada por una nube. Los robles que se concentran en esta zona son viejos y grandes, los pequeños duran poco, debido a las necesidades alimenticias del mayor habitante herbívoro del lugar, el ciervo. Es por esto que vemos muchos pequeños árboles plantados y rodeados con red, para evitar ser comidos. Sobre ello nos cuenta Pepe que hay que cuidar de la regeneración de este lugar y propone que incluir a un depredador natural podría ser una buena solución..

Ahora accedemos a un llano. Por encima del amarillo del suelo se ven los verdes y grises del paisaje. La luna todavía mantiene su huella en el cielo. Cualquier lugar del camino es apto para refugiar un ciervo o acompañar su carrera. Subiendo una pequeña loma con el mínimo ruido que pudimos, nos cruzamos de frente con una cierva. Ni ella ni su cría ni nosotros esperábamos un encuentro tan cercano, unos cuatro metros. Es imponente escuchar la salida del aire filtrado por su nariz y esas pequeñas pezuñas frenando en seco y buscando el camino hacia la libertad.

La sierras se suceden en paralelo hasta llegar a los riscos cuarcíticos.

Donde crees que no vas a encontrar asentamiento reciente humano, ahí aparece humilde una construcción de los años 90, la quesería bioclimática construida por José Luis Martín, más conocido como Martín Afinador y en la que se concibió el queso, muy premiado, de Guadarranque. Los perros vienen a saludarnos, conocen muy bien a Pepe, nuestro guía y regalo caído del Facebook. Pepe no solo conoce a los perros y la historia de la quesería, sino que casi podría mimetizarse con el lugar, igual que los muchos rabilargos y arrendajos que cruzan entre las ramas de los árboles abriendo el camino a nuestros oídos.

Al llegar a la Lorera de la Trucha, donde podemos encontrarnos con una acumulación importante de Prunus lusitánica -la mejor considerada de España-, recordamos casi instantáneamente un lugar de Madeira. Esta isla está arropada por la poca laurisilva que ya queda en las antiguas selvas y, al igual que aquí, tiene esa esencia mágica de los lugares sabios. Volvimos con nuestros recuerdos a aquel lugar, al intuir la luz que entraba por las grandes copas y esos verdes brillantes del musgo que tapiza todo a su paso. Sabes que estás en un sitio húmedo, aunque no veas agua. En un primer vistazo, sientes que ahí también podrían ser reales los cuentos de hadas y duendes.

Sabes que en cualquier centímetro de tierra explota la vida a nivel micro, ese nivel que es difícil ver y al que cada vez tratamos de acercarnos con mayor conocimiento y respeto.

Parece que entre la historia natural de este geoparque también hay historias de humanos. Dicen que es una zona empobrecida y que fue tierra de maquis. Allí también, escondidas en las cuevas, las mujeres parían, cuidaban, mataban y formaban parte de la naturaleza de una manera salvaje y sencilla (no en cuanto a penurias) que hemos querido abandonar y que poco entendemos ya.

Ahora también hay historias de humanos, unos que hacen carreras montados en dos ruedas atravesando Las Villuercas, sin ningún miramiento hacia el lugar, por simple diversión personal, que no revierte en nadie más ni en nada más y que, por supuesto, perjudica todo a su alrededor.

Las actividades humanas en entornos naturales deberían conllevar cierto grado de participación, comunicación y aportación, con respecto, a lo que tienes bajo tus pies y no bajo tu bolsillo. Apelemos a esa diversidad de sensibilidades ocultas tras siglos de educación y cultura, que son las que verdaderamente hacen cambiar los comportamientos y empatías necesarios para la convivencia mutua.

Seamos motoristas y naturalistas y abramos así los múltiples y ricos contextos que nos rodean, las prioridades, las opciones y las decisiones para poder encontrar así nuestro verdadero poder: la capacidad de flexibilidad y adaptación sobre lo que nos une.

Con este pensamiento, dirigí mi mirada a la Canchera del Ajo, llena de buitres leonados. Subimos hasta allí y vemos de cerca los aviones comunes y zapadores, de paso hacia el estrecho, que vuelan con agilidad en torno al pico, rodeándolo y haciendo cabriolas en el aire, mientras van cogiendo todos los insectos que se encuentran. Juegan y comen. Ahí, en ese lugar, podíamos divisar toda la heterogeneidad del paisaje. Girabas a la derecha y era completamente diferente de si lo hacías hacia la izquierda o delante o detrás. Veíamos el campo amarillo con encinas diseminadas, los bosques bajos, las piedras grises que componen los riscos con sus afiladas puntas y su perfil fino (extrañamente fino, delgado, de hecho), la jara mano a mano con los madroños. Las nubes, con esa luz dura de la mañana, creaban sombras sobre los valles y, de repente, todo tenía un volumen especial. Los colores formaban capas múltiples y relieves que demarcaban los espacios, tan claramente que podían ser únicos. Era como si pudieras quitar trocito a trocito, recortando por los bordes bien definidos de cada color y llevarte en el bolsillo una calidad única e indivisible de toda esa belleza. Como si alguien hubiera puesto las cosas juntas pero muy ordenadas, sin mezclarse.

Y yo me pregunto:¿cómo es posible que se cumplan todas las necesidades que cada lugar requiere, si están en un mismo espacio? Y pienso que tenemos la diversidad diseminada en nuestra tierra, pero creo que, en el fondo, aunque lo entendamos, aunque tengamos respuestas científicas, nos cuesta abrazarlo. Parece que no deberíamos ni alejarnos ni contemplarnos como especie, fuera de lo que ocurre en la naturaleza y, muchísimo menos, como especie a extinguir. Formamos parte de esta ecuación y podemos, de hecho, ayudar a resolverla. ¿Estamos preparados para comprendernos dentro de ella?