El viento, bautizado como polar por los hombres y mujeres del tiempo, se hacía sentir muy presente. Definitivamente, yo no estaba suficientemente abrigado y el catarro que se venía presagiando en mi garganta y pulmones se empezaba a manifestar.
Había llegado pronto, a eso de las 17:10, mucho antes de que los búhos reales se sientan empujados a moverse. En el lugar ya había una pareja muy jovencita de aficionados a las aves. Ella estaba realmente excitada buscando los pájaros. Según me contaron, llevaban tras ellos horas, sin suerte. Justo en ese momento, escuché a una urraca hacer cosas de urraca. Les avisé de que ahí iba a estar uno de los búhos. El córvido, importunando a la magnífica rapaz, hacía que todo fuese mucho más fácil. La muchacha me miró con gesto de asombro mil veces ensayado y dijo: “qué crack”. Al oírlo procuré no hinchar el pecho por dos razones: para que no se me notase especialmente orgulloso por mi sagacidad – que lo estaba- y para evitar que la entrada masiva de aire desencadenase un ataque de tos echando por tierra ese momento de gloria ante la chica que seguía repitiendo “qué crack”, mientras negaba teatralmente con la cabeza y los ojos exageradamente abiertos.
El viento polar levantaba insistentemente una tercera oreja al paciente búho.
La sensación térmica empujó a los búhos a colocarse en ramas en las que podían aprovechar los últimos rayos de sol para calentarse, dejándose ver con buena luz. Aficionados de todo plumaje se iban congregando en torno a los dos pinos. La cita se había dado hacía diez días, quizá más. Desconectado como ando de ese modelo de teletipos, ni me había enterado. Pero estaba claro que el resto de la comunidad pajarera madrileña estaban más que informados sobre el tema.
A los treinta pajareros congregados se sumaban curiosos de paso, de cualquier edad y procedencia, que necesitaban saciar la curiosidad. No es normal, se mire por donde se mire, ver a un grupo así mirando fijamente y con emoción en sus rostros en dirección a unos pinos. Algunos y algunas paseantes se mostraban sorprendidos ante la buena nueva. A uno le decepcionó porque pensaba que iba a ser un pavo real que había subido hasta tan alta copa. Y dos chavalas muy zangolotinas, de probable origen eslavo, andaban haciéndose selfies.
Cuando hace un año y pocos meses llegaron los tres búhos nivales a la costa cantábrica, lógicamente, el revuelo fue mayor. Eran visitantes mucho más lejanos y además estaban emparentados, ni más ni menos, que con la mascota de Harry Potter. Esto sirvió para que periódicos de tirada nacional, provincial o local, de todo el estado, tuviesen un titular graciosillo y reiterativo. Fuentes mucho más solventes e interesantes especulaban sobre su forma de llegada, con varias opciones que no vienen al caso, pero no recuerdo que nadie se mostrase esperanzado con su futuro. A comienzo de marzo de 2022, el segundo ejemplar aparecía muerto en la plaza de toros de Santoña. Hasta la noche anterior siguió congregando a fotógrafos y observadores que habían peregrinado desde todos los rincones del país. Del tercero, nada más se supo.
Los aficionados, cuentan, fueron muy respetuosos con los búhos blancos. Sí hubo un fotógrafo que forzó un vuelo para obtener mejor fotografía y, dicen, que cuando el dispositivo de seguridad que se organizó miraba para otro lado, algunos aprovechaban para avanzar la línea unos metros. Por desgracia, generalmente basta que uno se sienta empujado a acortar distancias – como si eso sirviera de algo- para que el resto se vea perjudicado. Especialmente el bicho. Siempre el bicho.
En el parque de El Retiro la expectación no es tan grande. La especie es frecuente y está en expansión. Pero la proximidad, confianza y localización son sorprendentes. Nada parece afectarles. Nada les asusta. No dejan de ser unos búhos reales, los Jim Dinamita de la noche silvestre: en su barrio ellos imponen la ley de la vida y nadie les dice lo que tienen que hacer. Así que ahí pueden estar eso seres ruidosos y torpes con sus grandes ojos de cristal, sus bicicletas, sus crías chillonas y sus asquerosos coches, que esta parejita afincada en la urbe seguirá copulando a la vista de todo el que sepa mirar.
Los polizones del norte, aquellos tres nivales que de alguna manera – todo apunta a ello- cometieron el error de buscar refugio en el barco equivocado, no estaban en el sitio adecuado. Hambrientos y deshidratados del viaje no pudieron reponerse. Sea lo que fuere que estos depredadores estuviesen acostumbrados a cazar en su lugar de origen, aquí no lo tendrían muy a mano. Sus técnicas de caza, la climatología, la vegetación, la densidad humana… nada les era propicio. Estaban desnortados. Estaban fuera de su hábitat. Tenían mínimas oportunidades de encontrar el camino a casa y ninguna de sobrevivir aquí.
Los de El Retiro sí están en su sitio. Estos juegan en casa. Es precioso y magnífico ver cómo lo silvestre se comporta como un fluido. Por mucho que se lo pongamos difícil, por más obstáculos vitales que interpongamos, la naturaleza aprovechará cualquier fisura de nuestra locura destructiva para filtrarse y ocupar su lugar. Es emocionante
-eso pensaba ya más allá de las 18:20- sentir cómo estas dos gotas de salvajismo se escapan del cuenco formado por las manos humanas. ¡Plick! ¡plick!: ¡toma!, dos puntas de la pirámide trófica follando en el centro de la capital.
Es tan aburrido leer titulares en la prensa encabezados por un “invade” cada vez que se hace referencia a que un animal autóctono se ha dado un garbeo por una zona urbanizada. Y habrá quien lea esto y piense “ya está uno que cree que el monte es como en las películas de Disney”. Y probablemente añada “pues si tanto le gustan, que se los lleve a su casa, que aquí hay demasiados y se comen los conejos/ovejas/terneros/caballos”. (Esto puede parecer disparatado, pero si a los meloncillos de 3 kilogramos se les acusa de matar vacas de 200 kilos…)
Por el contrario, lo realmente disparatado, lo más que humanizado, el verdadero paraíso Disney es una sociedad que piensa qué por el hecho de construir, ocupar o cultivar un territorio, ese espacio le pertenece en exclusiva. ¡Idiota! En cuanto te des la vuelta, la naturaleza se irá escurriendo por las grietas.
Creer que unas hectáreas de pinos, encinas, cedros, con abundante agua y comida a espuertas no es un paraíso para cualquier depredador por el hecho de que tenga una vallita alrededor, es infravalorar mucho a los bichos desde nuestra perspectiva humana. Y pensar que no tratará de establecer el equilibrio natural -mira que son cabezones estos animales salvajes- es para partirse la caja. Solo habrá que esperar a ver cómo comienzan a aparecer alas de paloma desmembradas y bajar los efectivos de la colonia de gatos sobre la que están asentados, para darse cuenta de que lo silvestre se manifiesta a todos los niveles.
En estas cosas pensaba yo mientras esperaba a que esos dos bichos hiciesen algo que satisficiera las expectativas de los feligreses del santo momento allí reunidos. Esta tarde parecían reacios a hacer su vuelo en la penumbra, su giro de cabeza de 290º para clavar la mirada en el objetivo de un afortunado, o anunciar que el bufé queda abierto con un sonoro ulular.
De regreso a casa, tras desvanecerse la última luz solar sin que se movieran de sus perchas, no era consciente aún de que no ir suficientemente abrigado a debatir conmigo mismo sobre hábitats, búhos y humanos haría que tres días más tarde esté apuntando esta nota para un artículo y que los 38,9º de fiebre no fundan estas ideas junto al resto de mi voluntad.
Buscar una gran ave y un pequeño endemismo en una isla desértica y tener solo un día y medio para conseguirlo. Un productor cinematográfico con ánimo de cercenar su carrera profesional podría ver un buen guion en un planteamiento así. Para un pajarero es, sin duda, la sinopsis de un fin de semana movidito.
Preparación del viaje.
El motivo principal del viaje a la isla era asistir a la IV Muestra de Cine Medioambiental de Fuerteventura, organizada por AVANFUER (Asociación de Voluntarios de Ayuda a la Naturaleza de Fuerteventura) y Birding Canarias, donde El Vuelo del Grajo presentaba su documental La osa que dejó una huella en el cielo. El programa de actividades dejaba libre una mañana, a la que se sumamos un día completo, añadido con el fin de poder tener tiempo suficiente para conocer la fauna de la isla.
Como siempre, el primer paso fue hacernos una idea de lo que podríamos ver y dónde verlo. Tras el estudio detallado de los datos obtenidos en ebird.org y otras páginas, pasamos a la búsqueda sistemática de blogs, webs de empresas y aficionados al pajareo. La suerte fue dar, por indicación directa del propio autor, con la página de Juanjo Ramos y en concreto con la explícitamente titulada: Dónde y cuándo observar aves en Fuerteventura. Ahí están todos los datos necesarios para ponerse sobre el terreno.
El siguiente paso fue transcribir esos puntos y rutas recolectados a nuestra app GPS de referencia. De esta manera, si la memoria o la conexión de datos falla, siempre puedes echar mano a esta utilidad. Nosotros usamos GAIA, que nos permite, además de apuntar coordenadas exactas de manera muy sencilla, trazar rutas en el mapa, delimitar áreas de búsqueda y añadir a cada una de esas funciones un listado de especies o notas a tener en cuenta.
Observación de aves en Fuerteventura.
El trabajo de campo arrancó con una visita a la Reserva Ornitológica de la Finca Verdeaurora. Dado lo sorprendente de esta iniciativa, El Vuelo del Grajo le dedicará próximamente un artículo en exclusiva.
El siguiente punto de interés estaba marcado en el Barranco de Río Cabras, situado al Sureste de Puerto del Rosario y muy cerca de esta ciudad. Abordando el barranco por varios puntos, haciendo paradas y dejando el coche para realizar transectos a pie, el observador tendrá muchas ocasiones para dar con la tarabilla canaria, especie endémica de la isla. Con un pequeño, pero continuo, caudal de agua, el Cabras mantiene verde todo su curso.
Hablando con pajareros y ornitólogos que conocen bien el terreno, teníamos la certeza de que el Cabras era el sitio y de que no tardaríamos en ver a la tarabilla. El arroyo pronto se va hundiendo en una garganta y el camino te eleva. Las ardillas de Marruecos, animal muy frecuente en la isla y del que pudimos ver ejemplares hasta en las zonas más inhóspitas, asomaban sus cabezas de grandes ojos desde detrás de cualquier piedra manteniéndose, ellas, vigilantes, y nosotros muy entretenidos.
En el silencio, el zumbido veloz del batir rotundo de alas: hasta tres pares de vencejos unicolor nos pasaron rozando la cabeza aprovechando el angosto vallejo como buffet. No lo puedo impedir. Sean de la especie que sean, ver vencejos siempre me emociona.
En un lugar donde el río formaba una s pronunciada, en una arboleda contigua a una casa de labranza, iban y venían gorriones morunos, pardillos y tórtolas, mientras que por el suelo andaban los camachuelos trompeteros y unas terreras marismeñas. En la segunda curva de ese momento del río, dos herrerillos canarios se obstinaban en expulsar de su territorio a una bisbita caminera, mientras un cernícalo parecía valorar las posibilidades alimenticias de ese ajetreo.
Cerca de un basurero -donde conviene echar un vistazo por la más que posible presencia de alimoches y, quizá, una especie curiosa de gaviota- otro tramo del riachuelo, gracias a una represa, forma una pequeña lámina de agua, punto de reunión de limícolas y donde un guirre inmaduro nos premió con unas vueltas bastante bajas.
La mañana había terminado y una mancha herrumbrosa y fugaz entre los tamarindos fue todo lo que puede que nos indicara la presencia de la tarabilla. Obviamente, seguía pendiente.
Segunda jornada: a la estepa semidesértica.
Junto a la Saxicola dacotiae, el ave más significativa de Fuerteventura es la Chamydotis undulata. Además, se trata de una hubara de una subespecie diferente –fuerteventurae– de la que habita los desiertos norteafricanos. Para localizarla optamos por los llanos al noroeste del Tindaya.
Esta llanura se recorre básicamente a través de dos caminos que se entrecruzan en el centro. A baja velocidad y con cuidado, tanto en la observación como en vigilar no dejarse los bajos del coche en cualquier bache o piedra, el árido paisaje requiere de buenas ópticas y escanear meticulosamente. Es recomendable, para estos parajes tan abiertos y expuestos, siempre que sea posible, incluir en el equipaje un trípode y un telescopio.
La bienvenida nos la dieron las madrugadoras gangas ortega en vuelo nada silencioso, mientras que numerosas terreras marismeñas y bisbitas camineras animaban la pista.
La semana antes de nuestro viaje había llovido como hacía siete años que no lo hacía. Pequeños brotes verdes luchaban por quitarse piedrecitas de encima y por momentos algunas zonas querían parecer teñidas de un tono ligeramente verdoso. Todos los animales se mostraban encendidos y sumidos en una sorprendente hiperactividad.
Escapando de este sindiós sexual fuera de temporada, un grupo de corredores saharianos hacían lo que mejor saben hacer. Que tanto revuelo y jolgorio no es bueno para pasar inadvertido.
Las condiciones de vida extrema de zonas áridas hacen que el instinto reproductivo se prenda, como poderoso motor vital, tan pronto como los ejemplares reproductivos huelen la certeza de que la presencia de alimento está asegurada durante las semanas siguientes. Esto explicaría que la primera hubara que avistamos estuviese haciendo la llamativa y graciosa carrera del señorito en que consiste su cortejo. Y un poco más lejos, otra. Y al lado de esta, lo que sin duda era una hembra, corriendo en dirección opuesta huyendo de este inopinado desparrame hormonal en pleno mes de octubre.
Escapando de este sindiós sexual fuera de temporada, un grupo de corredores saharianos hacían lo que mejor saben hacer. Que tanto revuelo y jolgorio no es bueno para pasar inadvertido.
Un cambio de posición de observación, buscando el sol en mejor punto y esperando continuar con esa inmensa suerte que nos acompañaba en la mañana, solo nos sirvió para apuntarnos un precioso ejemplar de lagarto atlántico. En cuanto a aves tan espabiladas como la gran hubara, la cosa se terminó en cuanto un cazador cercano decidió acabar con un par de perdices morunas. ¿Cómo se permite la caza en un entorno tan delicado y amenazado como es una estepa semidesértica insular?
Aun así, pudimos tener un par de excelentes observaciones a corta distancia, pero con comportamientos muchísimo más discretos.
Instinto.
El tiempo pasaba y la tarabilla canaria seguía sin aparecer. Alguno amenazaba ya con proclamar a los cuatro vientos y entre pajareros de renombre y prestigiosos colaboradores de esta revista que “el grajo estaba cojo”.
En el año 2000, cuando todo era ya diferente y la ley y las obligaciones sociales y civiles habían conqSin entender del todo que significaba ese prototipo de sambenito y sus consecuencias sociales, y acuciado por la realidad de que solo quedaban dos horas de luz, tiramos al barranco más cercano a nuestro alojamiento. En los mapas digitales figuraban en ese arroyuelo un par de explotaciones ganaderas: si hay ganado, hay agua y hay comida. Y si esa tarabilla se parece en algo al resto de tarabillas, el sitio tenía que ser el adecuado.
Y allí la encontramos entre la luces rosas y malvas del atardecer.
Aunque a menudo ellos no lo quieran reconocer, es por todos sabido que los adictos a los grandes carnívoros cuelgan mapamundis en las paredes del salón esperando poder acribillarlos con chinchetas de colores. En los planisferios no solo señalan el pasado sino que en una burda topografía de dos dimensiones conjuran sus más burbujeantes anhelos de futuro. De hecho, por las mañanas, antes de salir de casa para ser explotados, vejados, ninguneados y despreciados en sus puestos de trabajo, estos obsesos de lo salvaje observan de reojo al atlas de sus frustraciones y triunfos como definitivo salvavidas de cara a afrontar la pendiente de su vida cotidiana.
Pero ay de aquellos que prolonguen más de la cuenta el pulso visual con su particular atlas del tesoro; en ese caso, los condenados deberán apretar los dientes si cruzan su mirada con las llanuras inundadas del pantanal brasileño, mascullarán al intuir las laderas más pétreas de Ladakh, escupirán sobre el parqué al rociarse en la evapotranspiración de los bosques ecuatoriales en la isla de Borneo, descascarillarán el gotelé de un puñetazo al localizar las praderas del Masai Mara, negarán a Rudyard Kipling cuando se encuentren con las junglas de Madhya Pradesh y perderán el norte detrás de las Torres del Paine.
Los más patriotas de los lectores estarán ya pensando, con toda la razón, que España también cuenta con no pocos pilotitos centelleantes para los cazadores de recuerdos placentarios. En la extensa biogeografía ibérica existe un puñado de localizaciones que son faro en la noche para polillas con prismáticos; y, entre todas ellas, un área específica de Sierra Morena bien podría erigirse como la definitiva meca del turismo predatorio. No en vano, en algún momento de su vida, todo pajarero, fotógrafo, cazador, romero de la Virgen de la Cabeza, o dominguero con ínfulas ecológicas, peregrinará a este oasis de monte mediterráneo con una motivación que se aproximará, al menos tangencialmente, a lo naturalístico. Obvia decir que allí el trofeo total es el lince ibérico (Lynx pardinus) y, por increíble que parezca, las posibilidades de éxito son aceptables incluso en un único acercamiento de pocos días.
No obstante, para el ojo sensible —o, más concretamente, en los abismos a los que se asoma un neurótico— este enclave tiene otros ingredientes que aderezan la experiencia e incluso consiguen que esta trascienda más allá de lo puramente zoológico. En ese sentido, esta publicación pretende orbitar lejos de lo ampliamente consabido y de aquello tan mundanamente presupuesto, para acercarse a las esencias de la visita mucho más allá de sus prolegómenos serranos conformados por simétricos olivares y anárquicas viñas.
Sed entonces, grajas y grajos, bienvenidos a la antesala de los secretos, al preámbulo de las comidillas y, en definitiva, a un estudio anatómico de la Sierra de Andújar.
El viaje hasta el Shangri-la
El desarrollo de este primer epígrafe podría ser muy variable en función de la procedencia de cada penitente. En mi caso, salvo en contadísimas excepciones, siempre me he desplazado desde Madrid y lo he hecho en variada compañía; de hecho, frecuentemente, he compartido vehículo con amigos que se han apuntado a la aventura más desde una motivación planamente turística o con insana curiosidad, que por genuinos intereses biológicos.
La salida desde la capital del reino suele efectuarse a las 17:00, hora a la que acabo mis obligaciones escolares. Teniendo en cuenta que mis contactos con Jaén se suceden en un arco que fluctúa entre el otoño tardío y la primavera temprana (para que todas las horas de luz sean aprovechables, sin que la combustión espontánea sea una amenaza real en el horno vegetal en el que se transforman esos altos en las proximidades del verano), los 340 kilómetros que me separan del Shangri-La andaluz los recorro casi por completo de noche.
El itinerario de descenso mesetario se produciría con más pena que gloria si no fuera por la excitación del unboxing de la bolsa de Doritos (y sus consecuentes manchas de glutamato en la tapicería), por el chute de metadona con el mocho de cocacola («Zero» de un tiempo a esta parte), por el dinamismo que generan las quejas de los pasajeros ante mi negativa a parar para tomar un «cafetito» (yo no bebo alcaloides, detesto el «momento cafelito» y, todavía más, la propia palaba «cafelito») y por la jovialidad en los motines gestados en los contubernios de los asientos traseros —pergeñados por los ocupantes con vejigas de neonato y por aquellos aquejados de diabetes insípidas— para obligarme a hacer periódicas detenciones con el objetivo de ir al retrete.
Y de esta manera, aun permeabilizados por ese optimismo endorfínico que los viernes por la tarde pone a prueba la elasticidad de nuestra barrera hematoencefálica, la conversación no comienza a fluir desenfadada hasta que la oscuridad exterior es total y atravesamos las postrimerías cuarcíticas de las crestas de Despeñaperros.
Sin embargo, mi cabeza suele estar lejos de la cháchara banal, de los radares más traicioneros y de los baches de la N-IV. A poco más de 100 km de la meta, mi cerebro es un torbellino e inventa lances altamente improbables en los que un lince, una nutria o un águila imperial me regalan epifanías y se conjuran en una suerte de visión que, de alcanzar la intensidad deseada, será harto difícil de relatar con palabras.
Los Pinos «food and wines
A lo largo de las décadas, hemos probado en estas serranías variadas opciones de hostelería —algunas de notable calidad como Villa Matilde y la Caracola— pero al final, para lo que nos gusta hacer y con el poco tiempo que realmente disfrutamos en el alojamiento, Los Pinos es (calidad-precio) nuestra madriguera predilecta.
Más allá de sus bondades rústicas (alta gama de enseres domésticos y chimenea funcional) y haciendo la vista gorda con que el agua de la ducha se derrame buscando el Guadalquivir, hagas lo que hagas para evitarlo, como si el río Zambeze hubiera sufrido una crecida, lo que marca la diferencia para mí, entre esta y otras opciones rurales de las cercanías, es el restaurante anexo y homónimo.
La primera vez que fui de paseo por la zona, dicho establecimiento todavía no tenía pretensiones de considerarse un restaurante y era más bien una venta (con todos los respetos a las ventas que, por cierto, están hoy en día en vías de desaparición). Ahora que lo pienso, no estoy seguro de si por aquel entonces, en su acceso lateral (donde también se localiza el panel de las celibrities que han pasado por su photocall), ya estaba presente la jaula conteniendo unas aves tan apropiadas para el ecosistema local como lo son periquitos y ninfas del desierto australiano. Entiendo que la dirección actual ha querido amenizar con cantos exóticos el aperitivo a los comensales que gustan de usar la terraza para colmatar de nicotina y alquitrán sus alveolos pulmonares.
Dejando a un lado inútiles añoranzas, he de confesar que es al alba, mientras la niebla del final del invierno retira su sudario y todavía algún mochuelo reclama desde uno de los postes del tendido eléctrico, cuando este lugar conecta conmigo hasta algún punto medular.
Sí que recuerdo, no obstante, que en aquella jornada iniciática la barra del bar estaba tomada por una partida de cazadores que, ruidosos y campechanos, bien calentados por sus copitas de soberanos, palomitas de anís, aguardientes y miuras, se hacían bromas pesadas entre ellos y recordaban escenas de cacerías míticas emulando disparos y teatralizando impactos en la grupa de formidables bestias. En un vértice alternativo, ubicados en un reservado del comedor y bajo una de tantas macabras cuernas de venado, había una sola mesa ocupada; en ella bebían un tinto muy rojo, sobre un mantel aún más blanco, un par de tipos de melena engominada que terminaba con un tirabuzón en la nuca, ceñidos en ropas impolutas de tanto bregar en cortijos de salón. En contraste con los triunfadores del campo, ocupando la esquina del final del mostrador y comprando una arroba del pan más barato, reconocí a Paco “el Bajo”, a Azarías y a la Régula, esta última meciendo a la “niña chica” para que no se despertase y evitando así que su maullido de gato incomodase a la selecta concurrencia. Mientras Paco contaba pesetas y céntimos, su cuñado (gorra en mano y grajilla en hombro) y su mujer (envuelta en una mantilla heredada) mantenían las cabezas gachas para tampoco importunar con su mirada pobre a los señoritos ricos.
Dejando para otro día metáforas construidas a partir de retratos costumbristas y siendo justo, Los Pinos no solo se ha reciclado sino que ya es considerado el restaurante de referencia en el entorno. Se ha diversificado su clientela (muchas miras telescópicas han sido sustituidas por teleobjetivos de alta gama), se ha ampliado el comedor añadiendo un cenador acristalado de importantes dimensiones que cuenta con una televisión de plasma (conectada de ordinario a un canal de caza y pesca) y, de cara a competir con las mejores cocinas del país por una «estrella Michelín», se ha enriquecido la carta con platos más sofisticados (especial mención debe hacerse a la ensalada de salmón del Jándula sobre lecho deconstruido de endivias belgas), lo que no es ápice para que las gastronomía local siga siendo el infierno de un ovovegetariano. Obviando el aludido remozado inorgánico, el elenco de camareros se mantiene y, con altibajos en función del grado de perroflautismo del comensal, el trato profesional sigue siendo cordial a pesar del obligado encontronazo de civilizaciones. Ni que decir tiene que el conejo con salsa de almendras, el rabo de toro y, especialmente, el paté de perdiz, bien merecen un reconocimiento estatal al buen hacer tradicional y, todavía más, un capítulo de «Las mil y una noches» en lo que a ardores y reflujos ácidos se refiere.
Por suerte o por desgracia, no todo ha cambiado en el mesón de los amigos del periquito. La nostalgia de otros tiempos impregna indisolublemente las paredes encaladas de Los Pinos. Allí continúan las astas de los muertos en el antiguo pabellón de celebraciones monteras y sus matarifes siguen abarrotando el local al amanecer. De hecho, los miembros del autoproclamado último bastión para la conservación de la biodiversidad hispánica, dejan bien visibles en el parking sus rehalas hacinadas en jaulas infames para que ecologistas y progres puedan rasgarse las vestiduras a tiempo real. Como toda concesión a la vida moderna, los simpáticos escopeteros han diversificado sus bebidas de calentamiento habiendo alcanzado el gremio cierta aceptación hacia el orujo de hierbas, que, quieran asumirlo o no, ha supuesto un importante bajón de virilidad con respecto a ese pasado esplendoroso en el que el personal salía del local con el arma ya cargada, un mínimo permitido de 2,5 gramos de alcohol en plasma y, por ende, un renovado apetito de sangre. En aquel idílico amanecer del estado del bienestar —hoy ya empañado por tanta protección al medioambiente, tanto ecofeminismo, tanto «ahora resulta que el plomo también es malo» y, resumiendo, tanta mamandurria— entre dios padre y sus hijos predilectos, los cazadores, solo se interponía el cielo azul de una única y grande España.
Hace muy poco estuve sentado en Los Pinos. La jornada se había dado bien y yo bebía cerveza, perlaba con aceite de oliva virgen submarinos de paté de perdiz y mojaba pan en la salsa del rabo de toro. Alcé la cabeza hacia la televisión y, justo cuando un jabalí era abatido por un disparo certero, un miembro del personal de sala cambió de canal; como toda innovación audiovisual, los clientes pudimos disfrutar a partir de ese instante del partido de la selección española. Al ser un amistoso con Albania —¿Albania tiene selección de fútbol?—, mi interés hacia el encuentro era nulo y busqué otras atracciones entre bocado y bocado. En esas andaba cuando, al mirar a mi derecha, descubrí que un grupo de jóvenes celebraba en la terraza —junto a los cautivos periquitos— una despedida de soltero: los mozos habían disfrazado al reo de mujer y unos desmesurados pechos de plástico le sobresalían por el escote de una blusa demasiado ceñida. Todos los amigotes del novio ya estaban a copas de balón y reían paroxísticamente porque en una despedida hay que pasárselo muy bien y aún más si esta se celebra en nada menos que Los Pinos. Retiré pronto la vista de ellos —soy propenso a confundir a los borrachos y conseguir que piensen que les estoy retando— y cuando en el giro abría la boca para encajarme otro barquito empapado en rabo de toro, una lágrima de salsa se derramó desde el pan para crear un lamparón perfecto en el pantalón de campo. Supe desde el primer momento que esa mancha no se quitaba ni con radiación gamma y solo recé para que Sara no me hubiera visto errar por enésima vez en el mes corriente. Levanté la cabeza del círculo de grasa para no tentar más a la fortuna y dirigí la vista distraídamente hacia la entrada del comedor. Uno de los camareros, el de mirada más aviesa, me observaba: su mueca sardónica implicaba que conocía mi secreto. Incómodo desenfoqué su gesto y busqué un poco más lejos alguna referencia para evitarle. Entonces, muchos años después de la primera vez que los imaginé, volví a ver a los Santos Inocentes: Paco “el Bajo”, Azarías y Régula, con la niña chica en sus brazos, caminaban hacia la salida. Esta vez no les habían llegado los cuartos para llenar la talega; luego, en la raya, no podrían mojar miga en la salsa de almendras que ahogaría al conejo cazado por Paco esa misma mañana.
Autopista hacia el cielo
Si hay una ruta paradigmática en la Sierra de Andújar, esta es la carretera que se dirige desde Los Pinos hacia el Salto del Jándula. Sus 17 kilómetros no tienen desperdicio y todos sabemos que, de cara a sacar petróleo moteado, debe hacerse muy despacito tanto a primera como a última hora. Desgraciadamente también es el camino que deben tomar los pescadores que fletarán sus barcas en las aguas del embalse para pasar el día capturando presas alóctonas que ellos mismos liberaron para demostrar su conocimiento de las complejas dinámicas ecosistémicas. Esta otra estirpe de cruzados en pos de la pervivencia de las tradiciones rurales siempre tiene prisa y además suelen acarrear una lancha (construida a partir de algún novísimo polímero ultraligero) en un remolque tras su todoterreno, generando con sus rebrincos socavones de muy diferente calado en el firme.
Durante el recorrido (una vez que los palangreros se pierden por delante del polvo que levantan) la presencia de gamos y ciervos en el safari-park es constante y no es raro encontrarse con algún jabalí, o con un rebaño de muflones, si se ha escogido el momento adecuado para la marcha. Las comunidades de aves son también un buen reclamo para acelerar la lentitud en el camino: en función de la época se pueden hacer fantásticas observaciones de especies invernantes, migrantes, estivales o residentes.
Otro cantar es el de las vallas cinegéticas, las concertinas, las alambradas y los verjas con los que los terratenientes de las fincas han establecido tanto los límites de sus dominios como el redil a sus poblaciones de ungulados para que no se ausente ni uno solo cuando comience el tiroteo. Los turistas nos hemos acostumbrado a circular por las avenidas de un campo de concentración, o de una cárcel modelo, porque a pesar de lo horrendo de transformar lo natural en cibernético, contamos con la fortuna de que nuestra mente borra lo artificial y lo rellena con recuerdos orgánicos. Tampoco es sencillo conseguir que la sangre no te hierva cuando uno piensa que, dentro de la más pulcra legalidad —dios nos libre de osar a pensar lo contrario—, esas dehesas milenarias pertenezcan, incomprensiblemente, a un puñado de oligarcas con apellido compuesto de salvapatrias legendario.
Corriendo un tupido velo sobre los anacronismos feudales y volviendo a concentrarnos en el camino, aunque las manchas mediterráneas que atravesamos no tienen ya parangón a escala global, todos los que hemos pisteado durante años este capilar andujareño contamos con nuestros enclaves favoritos. Sin excepción, cada cual tendrá en el imaginario su especie totémica posando en el ápice de un conglomerado granítico tapizado por musgo fresco.
En conclusión, el área recreativa del Encinarejo —y no voy a escribir más de ella porque llegados a este punto las palabras sobran— es el Rolls-Royce de los merenderos de este puto planeta.
En durísima competición con los prados de la ganadería Flores-Albarrán, cuyos responsables sacrifican pingües recursos y océanos de tiempo con el único objetivo de salvar al toro bravo de la extinción para que lo puedan disfrutar las generaciones venideras libres del yugo comunista, probablemente el culmen del trayecto se produce cuando en el último kilómetro (antes de que comience el descenso hacia la presa) la pista bordea el precipicio que delimita la finca de Los Escoriales de la de Cabeza Parda. Con el tamaño de Moldavia, estos dos cotos son un universo en sí mismos y las curvas en el cortafuegos que los secciona sirve a rastreadores de cinco continentes (y últimamente también a empresas cuyos tourlíderes se coordinan cual comandos tácticos mediante walkie-talkies) como trinchera para conseguir encontrar un ejemplar del cotizado felino de penachos.
La primera vez que recorrí el sancta sanctorum jienense lo hice guiado por mi colega Miguel Ángel Díaz Portero (él, por aquel entonces, era responsable del seguimiento de la colonia de buitre negro en la Sierra) y allí no había ni cristo; bien es cierto que era mayo y que el calor era insufrible hasta para los lagartos ocelados. En cambio, desde hace algunos años la afluencia ha aumentado espectacularmente. Hay señaladas fiestas de guardar que aquello parece una feria ornitológica y solo faltan foodtrucks vendiendo hamburguesas de tofu. Es por esto que actualmente se han tenido que habilitar observatorios con un aforo máximo de vehículos que el personal se pasa con mucho tacto por la zona inguinal.
En un obligado análisis sociodemográfico, el perfil de la concurrencia a pie de trocha fluctúa desde el arquetipo de familias gritonas con un riguroso outfit de Decathlon, hasta el de etólogos profesionales que juzgan con evidente desprecio a la chusma. Y luego, en otro plano existencial, está la hipnótica pareja que ha acampado allí a perpetuidad. Ellos, a los que se les ha cronificado la humedad en el tuétano y van abrigados como el pueblo inupiat de Alaska, no solo conocen todos los enigmas gatunos sino que se han autoproclamado guardianes de los peñascos y centinelas de los cantuesos.
Tengo personalmente muchos recuerdos en este tramo de carril. Allí, hace ya muchos lustros, vi mi primer lince un domingo muriente que a la postre explotó como una supernova. En otra ocasión, inmersos en una primavera tardía, vi llegar un bando espectacular de halcones abejeros en migración prenupcial buscando copas de encina para pasar la noche tras haber cruzado ese mismo día el Estrecho. Ese mismo día, en el que, todo sea dicho, ningún gato se dignó a aparecer, atendí angustiado a cómo una culebra de escalera se llevaba varias crías de un nido de lirones caretos mientras sus progenitores salvaban a los hijos que podían; también rememoro con aprensión la tarde que Frida (la perra beagle que alguna vez me acompañó en las jornadas de pajareo) engulló un murciélago que había perdido pie en la oscuridad del túnel atravesado por el carril una vez cruzada la presa; de hecho, y a este respecto, he de confesar a título póstumo —de Frida, me refiero— que no creo que el tsunami del coronavirus comenzara en Wuhan: sospecho que la pandemia arrancó a orillas del Jándula.
Pero quizá lo mejor que me ha pasado allí sucedió en una escapada en la que mi amigo Edu se vio obligado a pasar la jornada de aguardo sentado en una sillita de playa —a lo Stephen Hawking— aquejado de una lumbociática aguda. Así llevaba postrado horas cuando un fotógrafo ya talludito se le acercó para interesarse por su dolencia. Edu le explicó los detalles médicos con rictus de veterano de la guerra de Vietnam, a lo que el tipo, restándole importancia a su cuadro clínico, le confirmó que él le iba a dar la solución para resolver sus pinzamientos discales en un santiamén. «Mira así…Así tienes que hacer…», le explicaba mientras, para espanto de Edu y mi absoluto deleite, el sujeto repetía perfectas sentadillas al más puro estilo de la gimnasia que se describía en El florido pensil. «Pero yo no puedo hacer eso», se justificó Edu con voz meliflua, igual que Clara lo hacía con Heidi, a lo que el señor como toda respuesta aceleró el ritmo de sus rígidas flexiones. Todavía hoy cuando vuelvo a Andújar busco entre los observadores presentes al que apodamos ese día como «el doctor»: quiero darle las gracias por aquel rato y por tamaña lección de comedia alternativa.
Dejando a un lado inútiles añoranzas, he de confesar que es al alba, mientras la niebla del final del invierno retira su sudario y todavía algún mochuelo reclama desde uno de los postes del tendido eléctrico, cuando este lugar conecta conmigo hasta algún punto medular. Al disponer de suficiente claridad, enfoco el telescopio hacia los eucaliptos que dan sombra a las ruinas del cortijo y es habitual que en uno ellos alguna de las imperiales esté esperando impaciente —como así mismo yo lo hago— a la llegada del primer rayo de sol. Entonces se romperá el estatus quo del monte y el depredador (un cazador de verdad, no como la caterva que desayuna alcohol en Los Pinos), se levantará aprovechando el aumento de desorden en el aire y matará un conejo (como Paco “el Bajo”) o una perdiz para vivir.
El paraíso está en el Encinarejo
En animada charla, siempre que tengo oportunidad, aprovecho para apuntar —con el fin de hacerme el interesante y buscando algo de polémica— que en la periferia de los entornos protegidos con elevado valor ecológico, se deberían construir merenderos, barbacoas y columpios, junto a llamativa cartelería anunciando los méritos biológicos del espacio natural en cuestión; de esa manera, las familias con camadas insoportables y los omnipresentes macarras acompañados de su música ratonera, podrán decir que pasaron un día en tal Parque Nacional o en aquella Reserva de la biosfera sin dar el coñazo a la fauna, a la flora y, especialmente, a los auténticos wildlifers.
A pesar de estar de capa caída, pues en las últimas dos décadas el desarrollo vertical del bosque de ribera y el avance horizontal de la cobertura vegetal próxima, ha empeorado sensiblemente la visibilidad desde los miradores tradicionales, el área recreativa del Encinarejo (a menos de 8 km de Los Pinos) cumple con todos los requisitos que proponía en el anterior párrafo pero con un matiz fundamental: en ese maldito sitio, puedes estar asando morcillas o pegándole un capón al más insufrible de tus sobrinos y, al mismo tiempo —mirando hacia el río—, ver la cabeza de la nutria arrastrando una carpa; pero no solo eso, allí tienes opción —mirando hacia arriba— de observar a las águilas imperiales cortejándose, no sería descabellado —mirando a tu espalda— que un lince caminase entre las matas de jaras buscando la merienda y a última hora de la tarde, si bajas el volumen del reguetón y después de abrirte la lata de cerveza número 23 en lo que va de sábado, es más que factible escuchar el canto de uno de los búhos reales residentes. De tal forma que habría holandeses, ingleses y finlandeses que se prestarían gustosos a una orquiectomía (extirpación de uno o dos testículos), sin anestesia y ejecutada con cuchillo y tenedor, por tener la oportunidad de —además de contar con un mínimo chance de presenciar lo anteriormente descrito— fotografiar un bando de azure-winged magpie (“rabilargo” en español), mientras les chorrea manteca de lomo por la comisura de los labios y se les vidrian sus ojitos azules.
En conclusión, el área recreativa del Encinarejo —y no voy a escribir más de ella porque llegados a este punto las palabras sobran— es el Rolls-Royce de los merenderos de este puto planeta.
Bonus-track: El santuario de la Virgen de la Cabeza
Mal que me pese, lo siento sinceramente, si hay algo en la Sierra de Andújar tan emblemático como su aclamada biocenosis, debo reconocer que es el Santuario de la Virgen de la Cabeza.
Estés donde estés en el Parque Natural, ya sea viendo un lince copular, al rececho de un berraco, rebañando una cazuela de paté de perdiz o, tranquilamente, haciendo de vientre a la umbría de un lentisco, el Santuario es siempre apreciable en lontananza; o mejor dicho, tú eres apreciable para el Santuario, porque el Santuario te observa, te vigila y te juzga constantemente desde el momento en el que reservaste el alojamiento en Los Pinos.
Aun habiendo estado bien cerca de él tantas veces, no lo he visitado nunca y he aguantado estoicamente las solicitudes que en alguna ocasión se me han hecho por parte de acompañantes respecto a la posibilidad de pasarnos por allí para añadir un plus cultural al viaje.
Cuando lo miro por encima de las nubes, un escalofrío recorre mi piel y siempre me viene a la cabeza «el ojo de Sauron» escrutando desde el centro de Mordor las debilidades, vergüenzas y miserias más inconfesables de todos aquellos herejes que voluntariamente deciden no presentar sus respetos en el complejo religioso.
Asimismo, repaso neuróticamente los fallos estratégicos: tenía que haber madrugado un poco más, no aguardamos suficiente tiempo en aquella curva de la pista, me sobró la última cerveza en Los Pinos…
Sé que existe una multitudinaria romería en honor a la Virgen de la Cabeza —la más antigua de España, tengo entendido, con la friolera de 800 años de historia— en la que se exalta la devoción litúrgica, se consume rebujito a espuertas y se practica twerking y petting como si a la conclusión de este evento, de supuesta índole mística, fueran a desatarse sobre Jaén las diez plagas de Egipto (a saber: conversión de agua en sangre, invasión de ranas, piojos/mosquitos, moscas, peste del ganado, úlceras, tinieblas —mi favorita—, langostas y saltamontes, lluvia de fuego y granizo y, no por ser la última menos letal, Isabel Ayuso presidenta de España).
Ahora hablando en serio, no penséis que la inclusión de este capítulo en el texto es simplemente una frivolidad atea. La realidad es que lo he añadido porque se asevera en los mentideros de la Plaza Rivas Sabater (en la mismísima almendra de la villa de Andújar) y en los mercadillos de fruta de la comarca que los últimos domingos del mes de abril las facciones romeras más ultraortodoxas sacrifican un lince adolescente en culto a un dios animista, el cual, según refieren los historiadores de la Universidad de Sevilla, fue representado en unos pocos grabados del siglo XIII con forma de huito de aceituna.
Tristemente y sin necesidad de practicar ritos paganos, es raro el año en la que algún imbécil, a más velocidad de la permitida —seguro que exaltado por el fervor mariano y probablemente escuchando a Camela, Malú o algo peor si cabe, a todo decibelio— no atropelle un ejemplar de uno de felinos más amenazados del planeta.
El regreso a ninguna parte
Cuando vuelvo a Madrid desde Andújar, habitualmente un domingo por la tarde, las endorfinas ya se han disuelto, la conversación es más espesa y le doy muchas vueltas compulsivamente a lo que fue pero no tantas como a lo que podía haber sido: el lince no estaba en aquella piedra donde yo esperaba, no vi al águila imperial cazar, la nutria no emergió a comer un pez en una de sus orillas favoritas y, especialmente, me castigo al recordar que tampoco en esta ocasión conseguí esquivar el goterón de salsa de rabo de toro.
Asimismo, repaso neuróticamente los fallos estratégicos: tenía que haber madrugado un poco más, no aguardamos suficiente tiempo en aquella curva de la pista, me sobró la última cerveza en Los Pinos… y sé muy bien que cuando vi de reojo al lince sobre la tapia, a menos de seis metros de mi ventanilla, no debía haberme detenido y, en su lugar, tenía que haber avanzado con temple 50 o 100 metros y así evitar primero que el coche que iba detrás —cuyos ocupantes con alta probabilidad no habrían visto al animal— me cerrara el paso impidiéndome recular y, por otro, que estos no bajarán las ventanillas con la música puesta en el interior, espantando al bicho y disparatando mis remordimientos.
Pero en el fondo sabéis que todo lo aquí escrito es exageración y artificio, no hay rencores hacia nada y, aún menos, hacia nadie, porque Andújar —con foto de lince en la tapia o sin ella— es sencillamente un regalo (quiero pensar que de parte del dios con forma de huito de aceituna) para un urbanita.
Hace unos pocos fines de semana, a finales del pasado marzo, volvía desde allí en compañía de Sara. Íbamos en silencio, cada uno pensando en las emboscadas que nos aguardaban en nuestra inminente semana laboral y, al tiempo, en todo lo que habíamos aprendido en nuestra reciente visita a la Sierra. Justo cuando me planteaba si se reproducirían en cautividad los periquitos de la jaula de Los Pinos, levanté la vista por encima del volante y descubrí un gran bando de milanos que volaban junto a ejemplares dispersos de mis primeras calzadas, culebreras y aguiluchos laguneros del curso. Las planeadoras seguían exactamente el trazado de la N-IV y nos acompañábamos mutuamente en nuestra necesidad de volver al norte. Ellas regresaban de la ausencia de invierno en el trópico y nosotros habíamos buscado oxígeno y el comienzo de la primavera en un bosque templado.
Mientras veía a los migrantes tomar altura justo encima de la carretera, me pregunté qué opinarían ellos de las vallas metálicas en la Sierra de Andújar, qué pensarían cuando sobrevuelan el Santuario, qué sensaciones les merecerían los cazadores… y, lo más importante, con esa vista de águila y desde ese techo manchego que parece un mosaico de azulejos de Talavera, ¿serían capaces las rapaces de detectar, como hizo el camarero de Los Pinos, el lamparón de salsa de rabo de toro en mis pantalones de campo?
Hace unos años, gracias al documental En tierra de todos (Sharing the land, Hakawatifilm), de Ofelia de Pablo y Javier Zurita, supimos de Sofía. A partir de ese momento, conocerla se convirtió en prioridad. En el filme, ella habla de su relación con la montaña y el paisaje, de cómo haber nacido en el seno de una familia trashumante marcó su vida y de cómo pasó de temer al lobo a entenderlo, casi mejor que a la sociedad.
Si queríamos hablar de mujeres en el rural, preocupadas por la conservación y con un conocimiento profundo de la naturaleza, Sofía era de las personas más adecuadas.
“Empieza como un viejo para llegar como un joven”
En el aparcamiento del pueblo, un paisano ya nos advirtió que solo podríamos subir la pista con el coche durante unos centenares de metros y que a partir de ahí la nieve nos impediría el avance. Definitivamente, sería mucho más inteligente seleccionar el material necesario y dejar el coche allí.
No, ir en diciembre al Parque Natural de Somiedo, con los caminos de montaña cubiertos de nieve, para intentar hacer una ruta de avistamiento de fauna no es la mejor idea y no era la intención. El plan era, desde el principio, muy sencillo: nos encontraríamos con Sofía frente a la panadería de Pola de Somiedo y después nos dirigiríamos hacia Saliencia, donde tomaríamos la pista que nos subiría hasta un aprisco ganadero donde pernoctaríamos. ¿El objetivo? conocer a Sofía.
Sofía fundó hace años, junto a Jorge Jáuregui, la empresa Somiedo Experience. En ella, el ecoturista, el observador de fauna o el mero veraneante, con cierto interés en el medio natural, encuentra un abanico de propuestas para conocer Somiedo, su cultura, su flora y, sobre todo, su fauna. Podría parecer otra de tantas estupendas iniciativas nacidas al calor del creciente interés por la observación, pero no. Ellos van un poco más allá y, además de rutas de avistamiento de grandes carnívoros o de aves, ofrecen cosas como su ‘Vivac dirigido’, en el que el cliente duerme al raso, observa las estrellas y la fauna nocturna de un paraje tan maravilloso y mágico como es el Parque Natural de Somiedo. Eso era lo más parecido a lo que nosotros íbamos a disfrutar, con el añadido de la nieve y que utilizaríamos una construcción ganadera como refugio.
El día era brillante. Comida, ropa de abrigo, equipos de fotografía, vídeo y sonido, trípodes y telescopio, todo a nuestras espaldas, y al camino
“Empieza como un viejo para llegar como un joven”, nos dice Sofía al poco de empezar. A cada paso que da, apenas avanza la distancia que cubre uno de sus pies: si alguien que conoce la ruta y las condiciones, decide fijar ese ritmo, no hay que dudar en seguir su ejemplo. Yo, que me adelanté y retrasé continuamente para poder tomar fotografías, llegué como un viejo.
El camino, con firme de cemento en sus primeros cientos de metros, adquiere desde el principio un ángulo de ascenso muy acusado. Pronto la nieve empieza a ocupar el lado de la pista que queda a nuestra derecha, que es el que va ladera arriba. A la izquierda, tal y como aumentamos de altitud, aumenta la profundidad de los cortados.
Abajo, las cornejas son las señoras de los prados. Los arrendajos se dejan ver más que oír y, según tomamos altura, las chovas se adueñan del cielo. El silencio domina el paisaje y solo los rastros dejados en la nieve anuncian la presencia de otros animales. En ocasiones, Sofía se detiene para observar alguna huella. Comenta que, sin ser consciente de ello, ya se vio obligada a rastrear cuando de niña buscaba algún animal que le faltaba en el rebaño. Cuenta también, cómo, cuando no tenía más de 6 años, un lobo atacó a los animales que ella y sus dos hermanas andaban cuidando. Entre gritos y movimientos rápidos, uno de los mastines se quedó protegiendo el rebaño manteniéndolo unido, mientras que el otro salió a la búsqueda del agresor.
Según ascendemos, los paisajes son más sobrecogedores. La roca se afila en las cumbres y las laderas se salpican de prados, donde a pesar de la nieve aún se mantienen algunos rebaños de caballos, y las primeras brañas. Los grandes bosques de haya, que dominan el valle, se alternan con robledales y con manchas de alisos y abedules, pero ni toda esa belleza natural consigue distraer la atención que prestamos a nuestra guía.
El hormigón del firme hace horas que desapareció y el sol ablanda la nieve haciendo cada vez más dura la marcha. Las improntas de los mamíferos que utilizan la misma vía para desplazarse ya solo son claras en el barro que, en ocasiones, la nieve no cubre, en el borde mismo del camino. Y es esa estrecha senda oscura la elegida por todos los que se mueven por la montaña: cánidos, herbívoros domésticos y silvestres, algún humano… Sofía se mantiene prudente a la hora de emitir un veredicto sobre los autores de algunas huellas. Con otras, no. Hay algunas con las que es muy contundente y aquella que, para ojos inexpertos como los míos podría pasar por plantígrado, a los suyos, con claridad, es de bípedo con crampones. “Cuando hagamos el último tramo, estaremos más seguros de quién ha dejado las huellas. Allí arriba hará semanas que nadie sube”.
La lenta marcha invita a la conversación tranquila. A través de sus palabras empiezo a entender que cuando habla de trashumancia, no se refiere solamente a que durante el estío los pastores de su pueblo partían hacia prados más verdes. Ella habla de tener 17 años y no saber cómo pedir una hamburguesa en una cadena de comida basura. Tener 17 años e ir al cine por primera vez. Tener 17 años y descubrir que los pantalones vaqueros pueden tener marca.
“Con el paso del tiempo, estoy cada vez más interesada en la etnografía: ver cómo se caen los teitos de las brañas y desaparece la forma de vida de los vaqueiros de alzada es muy triste. Este paisaje, este valle es así por ellos”, nos dice. Y en una sola frase ya genera varias preguntas fundamentales.
“Yo soy vaqueira de alzada”, es la respuesta a la primera cuestión.
Ni Dios ni amo.
Sofía lleva por segundo apellido Berdasco y eso, en Asturias, significa que se es vaqueira de alzada. No llegan al par de docenas los apellidos que hablan de ese origen. Ser vaqueiro de alzada no es solo una profesión. Es mucho más. Ser vaqueiro de alzada es pertenecer a lo que algunos llaman etnia y otros estirpe, separada en clanes familiares, de la que no se conoce su origen. Católicos, pero poco amigos de la práctica religiosa, tenían sus ritos particulares y ancestrales y su folclore y tradiciones estaban perfectamente diferenciados del resto de astures.
Sofía comenta que, sin ser consciente de ello, ya se veía obligada a rastrear cuando de niña buscaba algún animal que le faltaba en el rebaño.
Pero lo que realmente define a este pueblo es su origen nómada estacional y que todo en su vida gira en torno a su ganado. De octubre a mayo vivían en asentamientos en el valle y cercanos a la costa. En verano, subían a los situados en los prados de montaña. Estos poblados no alcanzaban la categoría de aldea y eran conocidos por brañas. Una braña es un conjunto de unas pocas edificaciones y entre ellas no se encontraban ni iglesias, ni escuelas, ni cuartelillos. Las casas tenían una sólida base rectangular de piedra, techumbre cubierta de escoba, con fuertes ángulos para resistir la nieve y la lluvia de invierno. Aún más arriba, en la montaña, construían unos apriscos más sencillos, conocidos por teitos, que eran para el ganado. Para abrigar en la noche a las personas que quedaban allí, para guardar las vacas, estaban los corros, construcciones de planta circular y falsa bóveda, construida con lajas de piedra, y un hogar, para calentar y cocinar. Situadas en repechos de pronunciadas laderas, estas brañas, por su aspecto y construcción, podrían pasar por un poblado neolítico.
Estos viajes en busca de la hierba fresca se hacían con toda la familia, el ganado y la practica totalidad de los enseres domésticos. Melchor de Jovellanos los definió como “de alzada” porque allí donde pastaban sus vacas alzaba el vaqueiro su morada.
La condición trashumante de los vaqueiros de alzada les evitaba el pago de diezmos a la iglesia y de sangre a la patria, ya que los mozos no iban a levas. Por ello, en las iglesias se les relegaba a sitios separados del resto y las familias de xaldos -los aldeanos establecidos de manera permanente en los pueblos- les guardaban recelo. Recelo que se veía incrementado porque en verano disponían de los mejores pastos y en invierno habitaban las zonas más cálidas. Esto, sumado al hecho de que fueran montaraces solitarios y arrieros, ampliaba la desconfianza de todos los estamentos sociales. Para hacerse una idea de hasta dónde llegaba este sentimiento de rechazo, en el siglo XVII, Diego das Mariñas, señor de Campona, hizo una petición al rey para que se castrase a todos los vaqueiros, a fin de que no se extendiese la raza, siendo esta petición apoyada por algunos nobles asturianos. Aún en el siglo XVIII el Marqués de Miranda presentaba un escrito de reclamación contra los vaqueiros en el que los definía como “descendientes de moros” (Cátedra Tomás La vida y el mundo de los vaqueiros de alzada, 1989). De manera más mundana, cuando el vidrio ya era habitual en los humildes chigres y tabernas de pueblo, a los xaldos se les servía en vasos, mientras que para los vaqueiros reservaban los cuernos vaciados.
Por su lado, los solitarios habitantes de la montaña tampoco confiaban mucho en los organizados xaldos. Cuando se veían obligados a bajar a las aldeas, ya fuera para comerciar o para asistir a alguna reunión religiosa o civil, lo hacían en grupo. Los tratos y negociaciones eran difíciles y el matrimonio entre unos y otros, imposible.
El nomadismo conllevaba una realidad: todas las propiedades de un vaqueiro tenían que poder ser transportadas con relativa facilidad dos veces al año, por lo que la acumulación de objetos y bienes no era el objetivo principal de sus vidas. Tal y como recogen varios autores, la vida ganadera ofrecía una libertad con la que el xaldo no podía ni soñar, generalmente limitado a desplazarse tan solo unos cientos de metros desde la casa a la parcela de tierra a la que está ligado. El vaqueiro no conocía más autoridad que la suya. En su vida no había nobles, ni Iglesia, ni calendario y el día que quería hacer fiesta, era fiesta. Decidía dónde, cuándo y cómo trabajar. Y si su ganado tenía que pasar por tierras ajenas para llegar al puerto, el ganado pasaba. Libres para lo bueno y para lo malo.
En el año 2000, cuando todo era ya diferente y la ley y las obligaciones sociales y civiles habían conquistado hasta la última de las brañas, Sofía tenía 17 años. No sabía lo que era una “Macburguerking de luxe”, pero había conocido la libertad del vaqueiro.
Una buena guía de montaña.
Tras 4 horas de caminar, por fin llegamos a la cuesta dónde todos los rastros que viésemos tendrían mucha probabilidad de proceder de animales silvestres. Ese matiz de poder diferenciar, sin decirlo, solo hacía referencia a perro y lobo. Y en mi caso, a oso y persona con crampones.
“Esta es mano izquierdo, ¿ves? Pisando con los dedos hacia dentro. Y ahí está la derecha. A ver si tenemos suerte y vemos la huella de los pies”. El rastro del oso estaba estampado con claridad. Y en el mismo tramo, a la mañana siguiente, estaba el de un lobo. Antes de que yo pudiese llegar a terminar de pensar en la imagen de un lobo caminando por ese mismo sitio, unas horas antes y a un centenar de metros en línea recta de donde nosotros estábamos, Sofía ya estaba matizando que ella no podía asegurar que esas huellas no estuvieran allí el día anterior y que no las apreciásemos.
Continuamos la ascensión, mientras, ya podíamos ver la braña y en ocasiones su teito. Yo paré en un par de ocasiones con la excusa de buscar un pulmón que se me había escapado por la boca. Mar iba tras ella a menor distancia. Sofía, unos cuantos cientos de metros antes -quizá superase el kilómetro- nos había dicho que ella abriría la marcha y que pisásemos sobre sus huellas, y que, si nos sentíamos con fuerzas, la reemplazásemos para así ella descansar. Sofía es como la más fuerte de las ciervas, rompiendo la nieve para que el resto de la manada avance en la ladera. Y como ciervas inexpertas y más débiles, fuimos incapaces de sustituirla.
Inevitables planes para visitas inmediatas y futuras. Me acomodo en el saco con la idea fija de que quiero que Sofía nos lleve por la senda del oso, nos enseñe la manada del lobo que tanto temió y, en una noche de vivac, los escuchemos aullando.
En la braña solo quedan tres teitos en buen estado, un corro en pie y la fuente con el agua corriendo. Frente al agua, con la explanada central extendiéndose ante él, está el teito de Sofía. Se ve cuidado. El tejado se nota recientemente mantenido. Cada año hay que añadir escoba sobre la ya envejecida y retirar el musgo que retiene humedad. A esas faenas se les dice “teitar”. En la entrada, hay un par de bancos bajos muy rudimentarios. La única ventana se encuentra en la puerta.
Tras dejar los bártulos y antes de ni siquiera echar un vistazo al interior, voy hasta la fuente para observar el paisaje. A mis pies, se abre un valle profundo y oscuro. Abajo, la densidad del arbolado y la ausencia de nieve genera una negritud que contrasta con las soleadas cumbres nevadas y el cielo sin traza de nube. Delante, una cumbre de cresta lineal se recorta contra el cielo azul.
Los restos de una empanada de picadillo de la panadería de Pola, una lata de cerveza, quitarme las botas -empapadas en su interior- y sentir el sol en mis pies sentado en uno de esos bancos del exterior fue un lujo inesperado que duró menos de lo deseado. Antes de darnos cuenta, nuestra guía había extendido trípode e instalado el telescopio. Escudriñaba la montaña con la intención de ofrecernos el avistamiento de un gran mamífero. ¡Cómo si a estas alturas de la partida necesitásemos algo más que añadir a la jornada! No obstante, instalé cámara y teleobjetivo largo, no fuera que hubiese más fortuna.
Sofía, ahora cubierta con un poncho de lana, vigila el bosque con su lente. En un risco de la cumbre, dos rebecos. La luz del día se va apagando, pero el cielo sigue encendido. Casi por sorpresa, y a esa velocidad que siempre pilla desprevenido, la luna, prácticamente llena, irrumpe en todo lo alto. La luz reflejada en la nieve y la noche pasa a ser día.
El teito de Sofía es parco. La primera mitad del espacio conserva toda su autenticidad. Hasta donde da mi entender, todos los materiales parecen ser originales: los tableros que hacen de mesa, los que hacen de banco lateral y los que utilizamos para sentarnos a cenar. Unas cajas cerradas hacen de despensa y una cocina de gas añade el lujo de poder guisar. El suelo es de escombro de la cantera, de donde salieron las piedras de los muros. En la mitad trasera del aprisco han construido un espacio cúbico de madera, creando una habitación cerrada que no afecta a la estructura original. Gracias al techo y suelo añadido y al milagro de una estufa de gas, las condiciones de vida llegan a ser lujosas.
Sopas de ajo. Inevitables planes para visitas inmediatas y futuras. Me acomodo en el saco con la idea fija de que quiero que Sofía nos lleve por la senda del oso, nos enseñe la manada del lobo que tanto temió y, en una noche de vivac, los escuchemos aullando.
Sueño profundo.
El palacio.
(A la llegada al teito)
Desde la fuente de la braña, veo a Sofía frente a su teito. Está radiante, orgullosa de su cabaña y feliz de haber llegado a ella. Se ha quitado las botas y se sienta en una solitaria silla plegable y acolchada que, sin duda, vivió mejores épocas. Para ella, ser propietaria de una de estas construcciones era vital. Era regresar y congraciarse con su origen y pasado. Era reafirmarse en su forma de vida y de entender la vida en el sentido más amplio de la palabra. Y al verla allí sentada, colmada de satisfacción con tan poco, y tanto al mismo tiempo, entiendo que esa silla es su trono y que ella, sin dios ni amo, vuelve a ser parte de todo lo que la rodea. Es la mujer de la montaña.
Con unos treinta juveniles volando cada año, las grandes ciudades madrileñas se han convertido en el reservorio del halcón peregrino en el centro peninsular. En la actualidad, son once las parejas -ocho de ellas en la capital- las que añaden un poco de equilibrio natural a la fauna urbana de la Comunidad y procuran alguna que otra alegría a los observadores.
Desviar un río o construir en una rambla lleva asociado, o unas construcciones preventivas enormes, o un buen presupuesto vitalicio para pagar indemnizaciones a damnificados. Lo que es seguro, es que el agua hará todo lo posible por volver a su cauce. Para ello, empleará toda la fuerza necesaria y todas las opciones que la geología, la física y la biología le permitan. La biodiversidad es igual y se abre paso en la ciudad como cuchillo caliente en mantequilla. Basta una primavera para que un diente de león brote entre los adoquines de una acera, un arbusto, para que una oruga de macaón haga su pupa y una ventana atascada para que un colirrojo tizón construya su nido en el interior. Con una cadena trófica esbozándose en cuanto la humanidad se despista, lo normal es que se vayan completando piezas del puzle, tanto en el culmen como en la base de la pirámide. Y ahí entran a jugar los halcones peregrinos urbanos.
De los peregrinos de Nueva York se han hecho varios excelentes documentales; en Londres hay una asociación privada financiada con donativos (http://www.london-peregrine-partnership.org.uk) que vela por la seguridad de la población urbana de aquellos halcones; y en Madrid hay dos biólogos, profesionales de la conservación, que desde hace ocho años, en su tiempo libre, cuidan de los amos del cielo de Madrid. Arantza Leal y Carlos Ponce son la cabeza visible de una red formada por voluntarios y profesionales que hacen posible que la prosperidad de la especie en la capital sea mayor. Un equipo formado por un abanico de personas que va desde los agentes forestales de la CAM y los veterinarios de BRINZAL, hasta los fotógrafos, observadores y vecinos sensibilizados, que vigilan las diferentes parejas, pasando -claro- por la clave de la ecuación: los porteros de las fincas donde anidan, que manejan de manera instantánea información de primera mano sobre los inquilinos alados. Gracias a todos ellos, Leal y Ponce pueden acceder a los nidos para anillar, hacer su mantenimiento y limpieza, estar informados en tiempo real del estado de las nidadas, los desplazamientos, los saltos indeseados de juveniles o conocer, casi al instante, el comienzo de la puesta. Como Alberto -jardinero de profesión en una urbanización de torres de poca altura, en una ciudad de la Comunidad de Madrid- que por su oficio, conocimiento y admiración hacia la fauna, hace de celador particular de una pareja que anida en una jardinera de un 7º piso.
Para lo bueno y para lo malo
Sin embargo, frente a lo que la promesa de emociones venideras podría indicar, los voluntarios forzosos que más ponen para que esto sea posible son los afortunados sufridores anfitriones. Es imposible hablar de este tema sin cierta ambivalencia, ya que la experiencia, sea positiva o negativa, dependerá básicamente del talante y sensibilidad de los hospedadores. Como Maripaz y Pepe, una pareja ya jubilada, con una preciosa casa de gran ventana en el salón que se ven forzados -pero de buen gusto- a tener cerrada y persiana echada la mayor parte del tiempo durante los meses de abril y mayo, y parte de marzo y junio. La consigna es: no molestar, no interferir y no intervenir. La recompensa es, obviamente, presenciar la gloriosa maravilla de la naturaleza en la ventana de su casa. Ellos apoyan un sofá contra la pared de la ventana, dejan unos centímetros de la persiana subida para poder controlar a la vez que entre algo de luz. Sobre el respaldo colocan cojines para impedir que la luz de las lámparas por la noche moleste a los halcones.
El cuidado y seguimiento de la numerosa población de halcones peregrinos madrileños depende de dos biólogos que dedican su tiempo libre sin apoyo económico de nadie.
Pero su caso no es el peor. En otra ocasión, una pareja eligió la ventana del dormitorio en una casa de un solo dormitorio. El anfitrión, por evitar los ruidos de las aves y poder descansar por las noches, se pasó un mes durmiendo en un sofá. ¿O qué ocurre si unos halcones deciden instalarse en la ventana del despacho del presidente de un organismo del Gobierno de España como ha ocurrido este año? ¿Será posible trabajar en esas condiciones? ¿Cómo concentrarse con ese espectáculo -tanto si te interesa como si no- en la ventana? Por no hablar de qué pasaría si en mitad de una reunión de alto nivel aparece un ave de presa con una paloma degollada y tres bolas de algodón con cara de pocos amigos se ponen a chillar. Quizá acabaría con cualquier posibilidad de acuerdo entre las partes. O, quién sabe, el espectáculo serviría de vehículo para desatascar la conversación. La ambivalencia siempre está presente.
Al cuidado de los halcones
Arantza tiene en su móvil la mejor herramienta de seguimiento de los halcones. Mientras espera a conseguir alguna ayuda para poder instalar una mochila de seguimiento GPS en un pollo y así recabar valiosa información sobre la dispersión juvenil, gracias a los grupos de whatsapp obtiene datos continuos de las parejas y sus pollos. En cada uno de estos grupos se reúnen los vecinos, fotógrafos, anfitriones, porteros, trabajadores y aficionados a la ornitología que tienen acceso visual o físico a estas aves: unos once equipos suministrando información continua durante todo el año. Si vienen o van, los nidos que deciden ocupar, rivalidades, dieta, seguimiento monitorizado de todo el proceso reproductivo y situaciones de riesgo, todo, le llega al móvil gracias a la eficacia de esta red.
El trabajo comienza tan pronto como termina la temporada de cría. Hay que limpiar las cajas nido, cornisas y jardineras utilizados para empollar y criar a las proles. Quitar restos de presas, excrementos, plumas y plumón, pero también, en algunos casos, desinfectar para eliminar la posible presencia de parásitos. Ya se dio, hace unos años, la muerte por tricomonas de un ejemplar, aunque la intervención de Leal y Ponce evitó que su hermano tuviese el mismo fin.
Con el final del invierno, las parejas eligen el nido que utilizarán esa temporada dentro de sus zonas de caza. Estos no son siempre los mismos, aunque exista la tendencia a repetir emplazamiento. Las áreas de reproducción y caza son poco permeables a otros ejemplares y son establecidas y defendidas por las hembras, que permanecerán fieles a un macho… siempre y cuando no aparezca un candidato a padre de mejores características. Estas áreas que toman en propiedad son muy amplias y limitan la cantidad de ejemplares posibles que la ciudad puede albergar. Así, de sur a norte, en la capital se encuentra una pareja en Carabanchel, en la planta 23 de un gran hospital; para encontrar la siguiente área habrá que irse hasta Vallecas. Más al norte, hay una pareja en Torrespaña en ‘El pirulí’ y otra en las cercanías del parque de El Retiro. Esta proximidad de territorios es posible gracias a que los cazaderos de estos ejemplares se encuentran en direcciones opuestas, siendo uno el jardín antes mencionado y, para los otros, el enorme cementerio de la Almudena. La mítica pareja del Bernabéu -que pasó a la historia de la cinematografía ya que retrasó el rodaje de una escena que ocurría en la azotea de Torre Picasso, de la película Abre los ojos (1997) de Alejandro Amenábar, porque se hallaba en periodo reproductivo- cambia de lugar de nidificación con cierta frecuencia, ya que tiene todas las torres del skyline a su disposición. El siguiente coto privado está situado al noreste de este, mientras que en la Torre del Museo de América se sitúa el más norteño de los territorios, accesible para la observación por parte de los aficionados. Allí ocurrió lo que, a juzgar por la gravedad del rostro de Arantza al recordarlo, debió de ser uno de los más amargos tragos en su relación con estos falcónidos. Un ejemplar juvenil saltó del nido y de alguna manera y a mucha velocidad acabó colisionando con un cable. Apareció con una fractura abierta del ala y, a pesar de los cuidados que se le dispensaron, resultó finalmente incompatible con la vida en libertad.
Anillarlos puede ser tan sencilla como abrir la ventana del salón de Maripaz y Pepe o puede suponer que los agentes forestales tengan que escalar hasta el nido para coger los pollos.
Y ese es otro de los momentos fuertes de trabajo para Carlos y Arantza: los saltos de juveniles. Normalmente (como es el caso del primer vuelo que pudimos presenciar hace unos días), el halcón que se hace al aire por primera vez da un primer vuelo más o menos torpe que le lleva a otro punto elevado, siempre bajo la atenta mirada de uno de sus progenitores. En ese primer salto habrá podido probar las alas, comprobar los efectos de las térmicas y tener sus primeras impresiones sobre el control de la dirección, la velocidad y el aterrizaje. Tras descansar y recapacitar, se volverá a echar al cielo en dirección a otro punto elevado, pero quizá dé alguna vuelta más y así, poco a poco, tendrá todo el dominio de sus alas. Pero en ocasiones, más de las deseadas, en ese primerísimo vuelo no encontrará un buen lugar para posarse y el animal terminará con sus alas en el suelo, sin mayores problemas. Lo que en la montaña sería un pequeño esfuerzo hasta encontrar un sitio prominente para retomar el vuelo, en la ciudad supone una situación de mucho riesgo. Gracias, una vez más, a los comandos de observación de whatsapp, pasan pocas horas hasta que Arantza y Carlos consiguen movilizar a los agentes forestales para rescatar al halcón y proceder a su recuperación o reincorporarlo al nido, según convenga.
Antes de ese periodo -bastante estresante para Arantza y Carlos, por pasarse dos semanas en un estado de continua alarma- tienen el mejor momento del año, ese que sirve de recompensa emocional a todos los esfuerzos altruistas: el control y revisión sanitaria y anillamiento de todos los pollos accesibles del año. Tras gestionar los permisos y autorizaciones, poniéndose en contacto con los propietarios, inquilinos o instituciones afectadas, coordinan a agentes forestales y veterinarios voluntarios de BRINZAL y fijan las citas para ir a visitar todos los nidos. Los pollos son marcados con anillas tradicionales y también con las de lectura a distancia de PVC. Se toma nota de sexo, peso y estado físico general tras inspección visual. Esta operación puede ser tan sencilla como abrir la ventana del salón de Maripaz y Pepe o puede suponer que los agentes forestales tengan que escalar hasta el nido para coger los pollos.
El resultado.
La ausencia de depredadores, las condiciones ambientales benignas, la intervención veterinaria y los rescates, cuando son necesarios, sumados a la total ausencia de cainismo, hacen que el índice de supervivencia de los pollos sea de prácticamente el 100%. La enorme despensa a disposición de los peregrinos urbanos logra que lo habitual sea la puesta de tres huevos y que el alimento sea abundante y no escasee, ni siquiera los días de mala meteorología. La dieta está basada en la paloma doméstica y complementada con tórtola turca, vencejo y cotorra argentina. Curiosamente, elegir uno u otro complemento va más con los hábitos de la pareja reproductora que con la disponibilidad de esas especies. Parece haber ejemplares que se decantan por los vencejos, como pudo verse hace un par de años a través de las cámaras instaladas en el nido de Alcalá de Henares. Otros prefieren las cotorras, como el duplo ‘carabanchalero’.
En cualquier caso, el resultado es que de los cielos de Madrid salen cada año aproximadamente 30 ejemplares, que se distribuyen en un primer momento por el sur y sureste de la comunidad y partes de Toledo. Existen pocos datos de sus movimientos posteriores y los que se conocen de su dispersión temprana, por desgracia, son debidos a la recuperación de los cadáveres de los juveniles abatidos en la media veda. Bien sea porque vuelen tras los bandos de torcaces y sean “confundidos”, bien porque los halcones no pagan cuota en el coto. El resultado es que desde que se anillan sistemáticamente han sido recuperados cuatro ejemplares tiroteados. Obviamente, esta cifra es solo una mínima parte de la total, ya que encontrar animales heridos o muertos en el monte no es cosa sencilla.
Y para los observadores y fotógrafos.
Por desgracia, la seguridad de los halcones no está garantizada y el expolio de nidos con fines económicos es un fantasma que siempre acecha. Por otro lado, pero en la misma línea, preservar la seguridad y bienestar de los animales es lo principal. Para lograrlo es fundamental que las personas que conviven con los halcones en su día a día, que se ven forzados a mantener inutilizadas ventanas o balcones durante varios meses al año, no tengan otros inconvenientes añadidos. Y tener a media docena de fotógrafos u observadores enfocando su privacidad con potentes telescopios y teleobjetivos puede llegar a ser, no solo un inconveniente, sino un motivo de denuncia. Por esta razón El Vuelo del Grajo mantiene las ubicaciones de los nidos en el anonimato.
La buena noticia es que el nido con mejor visibilidad de todos los existentes, con las zonas circundantes más despejadas, y que permite seguir las evoluciones en vuelo y donde los posaderos son fácilmente localizables, es además perfectamente visitable. El nido es absolutamente inaccesible y nadie vive en varios centenares de metros a la redonda. Nos referimos a la pareja del Museo de América, que dispone de dos cajas nido en la destacada torre del edificio. Si no hay cambios, a partir de marzo de 2022, se podrá disfrutar un año más del espectáculo de los peregrinos urbanos.
El audio de lectura corresponde al anillamiento de tres pollos de peregrino en el salón de una casa.
V.G: La Zona de Especial Protección para las Aves “Estepas cerealistas de los ríos Jarama y Henares” (ZEPA 139) de la Comunidad de Madrid, está comprendida entre los cauces de los ríos Jarama (al oeste) y el Henares (al sur) y atravesada por el río Torote. Además de albergar aves esteparias, importantes por su grado de vulnerabilidad, los humedales asociados al río Torote acogen a muchas invernantes.
Después de una comida liviana de plena primavera (costillas con patatas) nos fuimos a buscar un lugar que Aitor conoce muy bien y que trae al presente las vivencias de tantos años estudiando este territorio.
Aitor: “Aquí llegamos a contar hace muchos años siete especies de anfibios criados en estas charcas, ahora hay tres”.
V.G: Estamos sentados mirando esa pequeña charca que pertenece a las llamadas formaciones palustres presentes en la ZEPA. Me cuenta que estos pequeños humedales nunca llegan a estar totalmente secos, pero dice, con cierto enfado, que cada vez hay menos por la enorme captación de aguas que suponen los chalets que la rodean.
La ZEPA 139, además de albergar aves esteparias, importantes por su grado de vulnerabilidad, acoge a muchas invernantes gracias a sus humedales asociados al río Torote
V.G: Las avutardas son su pasión, los planes de gestión y conservación empiezan a ser campo de batalla. A partir del 2007, con la nueva Ley de biodiversidad la Red de Espacios Naturales de España incluye la Red Natura, a la que pertenecen las ZEPAS, y tienen que aplicarse a ambos los mismos principios, me dice.
Aitor: “Una de las primeras luchas a la que deberíamos dedicarnos es que, debido a que tanto la Red Natura como los Espacios Naturales no ocupan ni un 30% del territorio nacional, deje de cazarse en ellos. Por probar…,igual de repente las cosas se recuperan“.
V.G.: Después del sarcasmo compartido, un poquito más para ir calentando. ¿Existe en la ZEPA 139 algún proyecto específico de conservación?
A: “No hay un plan de conservación, no hay un plan de uso y gestión… Realmente es una puñetera protección sobre papel; mira, ahí tienes un vertido de escombros. Antes has visto un vertido de basuras, un tipo volando un dron, gente soltando perros para que corran, los cetreros que entrenan los halcones aquí libremente… En fin, todas esas cosas no deberían ocurrir ni siquiera en el campo, entonces no te quiero contar en un espacio protegido. La guardia civil no puede estar en todo, pero tampoco hay guardas forestales. Existen planes y proyectos que están normalmente asociados a cuestiones oficiales, por ejemplo, un poco más allá de esas zonas de reserva por las que hemos pasado, que tienen unos barbechos permanentes ya, hay una cantera totalmente ilegal que se abrió y se actuó en ella cuando esto estaba ya protegido. Entonces les cerraron y les obligaron a restaurar y ceder esos terrenos. También hubo un vertido de lodos… La rehabilitación de la cantera tiene cuatro charcas que en verano se ponen muy interesantes para ir a ver bichos allí”.
V.G.: ¿Qué particularidades tiene esta ZEPA?
A:“Para mí, lo más relevante es que hay especies euroasiáticas que son muy raras en el resto de la comunidad y que, aquí, tienen su lugar de cría, como el aguilucho pálido o el avefría. Como zona de invernada es súper importante, porque es una zona de paso de migración y además es la mejor conservada, donde existe la concentración máxima de leks de avutardas y la mejor población de sisón. Antes se podía ver bien al aguilucho cenizo, ahora su número ha caído muchísimo. Parece que el lagunero aumenta y el cenizo cae. En cuanto a rapaces es una gozada. Yo he visto una escena de un águila real cazando avutardas, es que ni ‘El hombre y la tierra’ ¿sabes? Jejeje…”
V.G.: Efectivamente, una de las cosas que más me ha impresionado de estos parajes es el número de rapaces diferentes que he llegado a observar, yo que no soy muy de “ojo avizor” ni de coleccionar avistamientos, con mirar me basta, pero esta vez las he tenido que contar: once en unas pocas horas.
Lo más relevante es que hay especies euroasiáticas que son muy raras en el resto de la comunidad y que aquí tienen su lugar de cría, como el aguilucho pálido o el avefría.
A: “Otro de los problemas es que la ZEPA acaba ahí en la raya del límite de la comunidad. Inmediatamente después de ese límite están urbanizando y no hay un espacio de buffer, que se tiene que respetar; se está construyendo en el borde, con lo cual la ZEPA pasa a ser un parque periurbano donde la gente va a montar en bicicleta por unos paisajes muy bonitos, con unos fondos escénicos muy bonitos, cada vez más destrozado y machacado”.
V.G.: ¿Qué propuestas lanzarías para la protección real de estas estepas?
A:“La regulación de los cambios de uso del territorio. No puedes cambiar de cultivo de secano tradicional a regadío o espaldera. Eso es fundamental. Por supuesto, no se puedan instalar parques solares fotovoltaicos, parques eólicos, refinerías de petróleo, etc. Hace falta vigilancia, pero sobre todo hace falta que hagan su trabajo ¡maldita sea!, que tenemos una pandilla de políticos corruptos hasta la médula. Hace falta volver a actualizar todos los planes de ordenación de los recursos naturales, sacar cuando no los hay o actualizar los planes rectores de uso y gestión, hacer planes de uso público, no solo para los espacios naturales protegidos, sino para todas las zonas verdes. Y hay que reglamentar muchas actividades que se nos han ido de las manos, como pueden ser la bicicleta de montaña, las carreras de campo a través y otras”.
Inmediatamente después de ese límite están urbanizando y no hay un espacio de buffer que se tiene que respetar.
V.G.: ¿Crees que tendría cabida en todo esto la realización de programas de sensibilización o de educación?
A:“El problema es que todo se ha decidido de espalda a los pueblos, o sea, los primeros que no saben lo que tienen son las personas locales. El otro día conocí a un chico que era de Valdecañas, un taxista, y le dije que me llevara a la laguna de Valdecañas y me dijo: ¡pero si ahí no hay nada, en mi pueblo no hay nada! Le enseñé unas fotos de mi última salida, dónde había flamencos, y se quedó alucinado, ni se lo imaginaba. Claro, si tú vas con tus colegas a dar una vuelta a la laguna sin mantener silencio, paseando y hablando, sin mirar alrededor, pues no ves nada. Si vas observando con alguien que sabe un poco, callado y respetando el entorno, verás la maravilla”.
“¡Fíjate! Todos los pájaros que han pasado en el ratito que vamos hablando y eso que tenemos unos vertidos al lado, coches pasando, un chalé enfrente…” “Es que nos vamos quedando sin nada…”
V.G.: No le quito razón, pero me quedo con que a pesar de todo eso ahí están esos bichos alados, al lado de los vertidos. Nos sobreviven por más que insistamos en desterrarlos con nuestro, cada vez más, perturbado sistema de vida. Nos dan lecciones de perseverancia y, sobre todo, nos colocan en el lugar que nunca hemos querido estar; un simple eslabón más, como otros miles de esta gran cadena biológica.
Bajo el puente, excrementos de varios tipos, provenientes de distintos mamíferos. Justo a plomo de la unión de dos piezas de la estructura de hormigón, hay una buena cantidad de pequeñas “morcillitas” de menos de 3 milímetros que, a falta de confirmación, parecen indicar que ahí hay un refugio de murciélagos. Una pequeña y vieja defecación puede ser atribuible a una garduña. Y luego están las muy reconocibles cacas de nutria. Sin tocarlas (no tocar, menos por escrúpulos y más por prevención frente a infecciones) ni romperlas, es fácil identificar en ellas restos de cangrejo -pequeños trozos del exoesqueleto del crustáceo- en unas, o de pescado -espinas- en otras, y apreciar los matices del color, que indican también las diferencias en el menú y el tiempo que llevan expuestas a los medios, siendo más grisáceas las originadas por alimento pescado. Además, cuanto más claras, más antiguas. Paco se encarama con una agilidad impresionante a la estructura de la construcción en busca de una posible letrina de gineta (Genetta genetta) con resultado negativo.
La lectura del popurrí de rastros, con claridad y velocidad abrumadora, confirman que la mañana va a ser un lujo en términos didácticos
De linces y nutrias
En la pequeña parcelita de lodo que queda visible entre las rocas, un zorro común (Vulpes vulpes) y una nutria dejaron su impresión digital. Cruzamos de orilla. Allí las huellas frescas de nuestra protagonista están por todos lados.
“Vino de allí en dirección a esa isla. Pero por el camino, ¿ves?, hace pequeños desvíos para buscar por todos lados. Aquí se dirigió hacia esas hierbas, pero luego parece que regresó sin darse la vuelta, caminando marcha atrás y volviendo a pisar sus propias huellas”. Esta lectura de los rastros la hace Paco, descartando sobre la marcha otras huellas que va identificando según aparecen: zorro, visón americano (Neovison vison), abundantes perros y varios seres humanos, incluido un chaval o chavala, descalzo, que estuvo bañándose en el río ayer. Estos minutos de lectura del popurrí de rastros, con claridad y velocidad abrumadora, confirman que la mañana va a ser, sí o sí, un lujo en términos didácticos.
Francisco García (Madrid, 1970), biólogo de bota puesta, lleva 30 años rastreando mamíferos por toda España y buena parte de África y América del Sur. Su experiencia de décadas, cuidando en la sierra de los linces ibéricos (Lynx pardinus), su áurea de solvente rastreador y su indudable conocimiento de la biodiversidad podrían haber hecho de Paco una persona infinitamente más distante. Pero no, su carácter afable y su imparable deseo de enseñar -en mayúsculas- hacen del paseo un fluido placer.
“Cuando los móviles no tenían cámara -se arranca Paco- teníamos muchos avisos de presencia de lince en sitios sorprendentes y siempre cerca de ríos. La almohadilla de las nutrias es lobulada, típica de los mustélidos, pero distinta por las formas redondeadas. Por eso, cuando solo marcan cuatro dedos, mucha gente las confunde con las de lince. Por cosas así, siempre digo que si vas a rastrear no te tienes que fijar solo en una huella. Hay que mirar un poco más adelante y un poco detrás para ver, no solo la morfología, sino también las características del paso”.
Yo empiezo contándoles a los niños que el campo es como estar en una clase sin pizarras ni libros”
A continuación, nuestro guía hace una explicación clarísima de la diferencia que existe entre el paso que haría un felino y un mustélido. El primero caminaría con paso firme, delicado, y con esa cadencia tan característica de los gatos, poniendo mucha atención tanto a presas como a potenciales peligros. Nutrias, visones o turones andarán a saltos, con la espalda arqueada, con ese movimiento tan característico de los de su especie. Así que generalmente las huellas de los pies se verán juntas, mientras que, debido a que el arqueo de la espalda se proyecta en la cadera, las patas delanteras apoyarán una un poco más adelante que la otra. “Pero, vaya, que la nutria hace este salto, pero también tiene un galope, un trote y también un paso. Con estas características de rastro necesitas un buen sustrato para que te ayude a identificar la especie”, explica Paco complicando el tema.
Y el río se va
“Llevábamos varios días por la zona y yo veía que el ranger, cada cierto tiempo, cambiaba de dirección. No parecía tener sentido y cada vez que lo hacía daba un paso raro, como que tropezaba. Lo que hacía era levantar un poco de polvo del suelo para confirmar que el viento le venía de cara”. Cuando Paco no está identificando una pequeña mariposa o tratando de ver más allá del recodo del río, suelta anécdotas así. De esas que hacen desear que la mañana no termine.
Seguimos caminando río abajo. No hace falta desplazarse mucho en este curso de agua para llenarte los ojos y la libreta de avistamientos. En este entorno tan maravilloso, Paco va desgranando los secretos de la nutria poco a poco. “En el campo nunca tienes la certeza de lo que vas a encontrar” –nos dice-. “Con algunas especies de aves, si es una zona de cría o una colonia, sabes que tienes una probabilidad muy alta de verlas. Pero en el caso de este tipo de especies, un poco más elusivas, que tienen más sensibilidad a las molestias humanas, no depende solo de lo que tú hagas. Depende también de los animales, depende del clima, depende de que el paisano haya decidido roturar un campo a 2 km y los animales se han ido allí porque lo detectan y saben que va a aflorar mucha comida -saltamontes, lombrices- y están comiendo”. Cambiando un poco el tono, continúa: “es un tema difícil de cuantificar objetivamente y desde un punto de vista científico habría que encontrar la forma de medirlo. Pero es verdad que en el campo, y yo se lo digo mucho a los niños -hago muchas cosas de educación ambiental porque creo que todos deberíamos concienciar y educar mucho más a la gente- hay que ser conscientes de lo que tenemos alrededor. Yo empiezo contándoles que esto es como estar en clase pero que aquí no hay pizarras ni libros; que el libro es el suelo y es el aire; que estamos a la vez captando información con los ojos, con los oídos, con el olfato. Incluso con la piel estás notando el viento. Caminad con el viento en contra, moveos despacio para que no te perciban con la vista e intentad no hacer ruido para que no os perciban con el oído. ¡Estaréis utilizando todos esos sentidos a vuestro favor para intentar detectar al animal y que él no os detecte antes!”
“Caminad con el viento en contra, moveos despacio para que no os perciban con la vista e intentad no hacer ruido para que no os perciban con el oído”
Si con 10 años llega a venir un Paco a mi clase y me dice esto, probablemente ahora yo viviría en una cabaña en un valle solitario. Pero no hay tiempo para imaginar un pasado. “Y el olfato, desde luego juega un papel importante. Vas por el campo y detectas si han pasado jabalíes porque huele a jabalí. O sabes si esto ha sido marcado por un zorro porque huele y tiene un olor especial que es diferente al de una garduña o el de un perro. Los sentidos son herramientas que podemos utilizar cuando rastreamos. Cuando trabajamos en el campo hay que ayudarse de la tecnología y llevamos GPS, cámaras, prismáticos, cámaras de foto trampeo, visores nocturnos… Pero también tenemos que utilizar todas las herramientas que tenemos, que las tenemos desde hace cientos de miles de años”.
Contemplad la belleza
Y poco después estábamos de rodillas olisqueando una caca de nutria para comprobar que, efectivamente, tiene un olor que puede resultar incluso agradable. Casi como el olor de un caldo de pescado ligero y un poco dulce.
Seguimos andando. Hay que buscar el sitio ideal para hacer una espera. Con una buena visión, elevado para tener ventaja sobre la nutria. Mejor si tenemos varias playas e isletas delante de nosotros. Y ha de ser un lugar cómodo, porque cuanto más tiempo pasemos, mejor. Sobre todo, llegar antes del amanecer o probar a tener suerte a la caída del sol y esperar a que se haga de noche. Ya solo quedaría contemplar. Porque de eso va la vaina: de saber contemplar lo que te rodea, esperar a que algo suceda y mientras tanto apreciar la fortuna de que una mariposa arlequín (Zerynthia rumina) se pose a libar el tiempo suficiente para poderla fotografiar.
Y no, no la vimos físicamente. Sabemos cómo anda, qué zapato gasta, cómo huele, dónde defeca, cómo caza, por dónde se mueve. Solo queda contemplar.
Seguro que acudiendo al local adecuado podremos ver a Perico Delgado apretándose unos judiones de La Granja y un cochinillo. Tanto el pequeño cerdo como las legumbres son algo muy segoviano, como él. Así que estaremos atendiendo al momento en que un famosísimo deportista se alimenta con fruición, de la misma manera que podría hacerlo cualquier otro humano que accediese a un banquete. Por esa misma razón, esta observación sería anodina y carente de interés y emoción. Sí, estaremos ante el gran Perico Delgado y su fama y triunfos nos hará apreciar el momento, pero, para valorarlo en toda su dimensión, habría que verlo encima de su bicicleta, donde la ocasión se convertía en un momento épico, digno de ser recordado y narrado a las generaciones venideras.
Su envergadura, su forma de vuelo, su elegancia y, sencillamente, su belleza flotando son total y absolutamente maravillosas
Obtuvo grandes resultados, pero su palmarés quedó eclipsado por un compañero de equipo -un tal Indurain-, ganó el Tour y la Vuelta Ciclista en dos ocasiones, pero la mala suerte le hizo perder otras tantas rondas. Le faltaba velocidad en las contrarrelojes, pero trepando, escalando los puertos más duros, no tenía rival. Y su manera de bajarlos le hizo recibir el apelativo de “el Loco”, al otro lado de los pirineos.
Con los grandes buitres ibéricos pasa un poco lo mismo. Sus espectaculares reuniones en los muladares, con las cabezas ensangrentadas por haberlas metido previamente en el tórax de una vaca reventada, riñendo con un par de docenas de congéneres por un trozo de intestino delgado, levantando polvo y arremolinados por cientos, se han convertido en las imágenes icónicas de estas aves. Es la experiencia y fotografía que todos los aficionados quieren tener. Es Impresionante, si, pero no excepcional, ya que comer en grupo, pelear por el mejor pedazo y carroñear, por costumbre o excepcionalmente, lo hacen muchas especies. Por ejemplo, yo he visto a mi familia hacer desaparecer en un santiamén a una hembra de jabalí encontrada recién atropellada en la carretera, aunque todo sea dicho, no nos peleábamos -aparentemente- por los solomillos y el veterinario analizó antes la pieza.
No, verlos comer es casi vulgar. Los buitres encuentran la verdadera gloria en el cielo. Su envergadura, su forma de vuelo, su elegancia y, sencillamente, su belleza flotando son total y absolutamente maravillosas. Podemos disfrutar de sus interminables espirales mientras hacen altura en lugares insospechados: de las arribadas a sus nidos, desde el otro lado del cañón del Duratón o en el Salto del Gitano en Monfragüe, o verlos despegar intempestivamente de cualquier carretera secundaria al ser sorprendidos mientras acaban con algún animal atropellado. Pero siempre será a distancia, rompiéndonos el cuello o en una fase de vuelo corta y reiterativa, como es la llegada o despegue de la colonia de cría. Y esto sería hablando de buitre leonado (Gyps fulvus), que para ver al negro (Aegypius monachus) la cosa se complica, por su menor número de efectivos, su distribución más limitada y por ser menos gregario.
No es el espectáculo del movimiento propio de una buitrera con cientos de parejas yendo y viniendo. No es la cantidad, sino la calidad de la observación
El balcón de los buitres
Sin embargo, existe una alternativa, totalmente respetuosa con las aves, para ver a ambas especies en su elemento, observar sus vuelos en térmica o en ladera, mientras cobran altura o se desplazan de un lugar a otro, desde una posición más elevada que ellos. Mejor dicho, primero desde una posición más elevada, luego a la altura de los ojos y después a una escasa veintena de metros de tu cabeza mientras rebasan la sierra. No es el espectáculo del movimiento propio de una buitrera con cientos de parejas yendo y viniendo. No es la cantidad, sino la calidad de la observación. No es ver a los individuos moviéndose en el cielo, sino observando sus evoluciones durante minutos, pudiendo seguirlos con la mirada 360º y con una perspectiva de cientos de kilómetros para que nada se interponga. Y que cuando estés atento a la evolución de un grupo de leonados en el valle, el silbido de las alas cortando el aire de un negro te avise de la presencia de un animal de tres metros de envergadura a 15 metros de tu cabeza. A tus pies una ladera cubierta de pino y granito y otra tapizada de piornos. La cabeza acariciada – o azotada, que también- por el viento serrano. Es La Najarra, montaña de 2.120 metros que forma parte del Parque Nacional de la Sierra del Guadarrama de Madrid.
Senda de montaña
Para acceder a este magnífico observatorio natural, deberemos llegar al puerto de la Morcuera y desde allí subir por la, inicialmente tranquila, senda de la cara norte, que te llevará al collado de la Najarra, para luego subir, ahora de manera abrupta, hasta la cumbre. El desnivel es de 400 metros, se trata de senda de alta montaña y, aunque sencilla, sobra decir que hay que ir preparado y siendo muy consciente del equipo que se acarrea y de la ropa que se viste. En el collado de La Najarra y mirando hacia el Sur se encuentra el escenario del espectáculo que hemos subido a buscar. La ladera, cubierta de pino, hacia el oeste se transforma en el Hueco de San Blas, hondonada cerrada por tres cuartas partes gracias al collado, el pico de los Bailanderos, y la Pedriza. Ahí veremos ascender a los buitres aprovechando las corrientes térmicas y pasar veloces en dirección a las agujas de la Najarra, donde hay varios nidos de leonado. Pero también habrá ejemplares que ascenderán un poco más y, aprovechando el collado, pasarán al valle del Lozoya en la falda norte. Estos serán a los que puedas ver las pupilas sin necesidad de telescopios.
Exageraciones al margen, el paseo continúa hasta la cumbre de la Najarra. Una vez en ella, tendremos unas vistas más amplias si cabe, y, con ello, el acceso a presenciar otros vuelos de buitre. El paso entre valles es frecuente y cuando llegas al extremo oeste el fenómeno se vuelve grandioso. Tanto leonados como los casi más frecuentes buitres negros aprovechan la depresión natural del puerto de montaña de la Morcuera para transitar entre valles, siendo muy habitual que pasen a una distancia relativamente corta y, lo que es muy interesante, más bajos que la posición en la que nos encontramos.
Seguro que existen más sitios en la geografía peninsular como el descrito, pero este reúne todas las condiciones para estar en el top 10.
Este enorme encinar, en su mayor parte adehesado, pero con parte de carrasca, tajado por el río Manzanares, se encuentra embalsado en la mitad norte del paraje. También hay piñonero, quejigo, alcornoque y enebro, todo tapizado con jara, especies que van dejando hueco a los chopos, álamos y otros árboles propios del bosque de ribera, según descendemos hacia el río y sus arroyos tributarios. Esta riqueza y variedad, el estado de conservación y las posibilidades que ofrece el pequeño pantano y su cola, hacen de El Pardo una riquísima reserva animal. Sin duda, hoy en día, la ausencia de una presión cinegética real y la absoluta protección del lugar también han favorecido que se dé está situación. De las 16.000 hectáreas que ocupa, solo 900 son visitables por el público. Las otras 15.100 están detrás de una verja -y del antiguo muro- y están continuamente vigiladas por un nutrido equipo de agentes forestales y vigilantes de seguridad que dependen directamente de Patrimonio Nacional. Solo algunas organizaciones científicas y conservacionistas obtienen la autorización para pasar a hacer algunos trabajos muy determinados. La biodiversidad se ve reforzada con la presencia de núcleos urbanos, palacios, los jardines de estos últimos, construcciones aisladas y algunos establos de equinos. Todo ello junto hace que sea un lugar excepcional para la observación de fauna… al que, por suerte y por desgracia, no se puede entrar.
El Pardo es una riquísima reserva animal de la que solo son visitables 900 ha.
La buena noticia
De acuerdo que casi toda la riqueza de El Pardo se queda detrás de la reja y del muro, pero llegado este punto hay que recordar que: 1º el cielo es muy permeable a las aves y 2º los equipos de observación y fotografía permiten tener una buena perspectiva desde puntos elevados y, por suerte, el monte de El Pardo es una sucesión de colinas y cerros con buenos balcones a la zona prohibida. Desde el norte, y ya en el Parque Regional de la Cuenca Alta del Manzanares, hay buenas vistas sobre la cola del pantano, desde algunos puntos. Alrededor de estos puntos, se congregan gran cantidad de aves y durante las migraciones nos puede sorprender la presencia de cualquier especie, incluso en bandos muy notables.
En El Pardo se observan todas las especies características del monte mediterráneo
Al oeste, detrás del restaurante El torreón, el paisaje es adehesado, muy abierto, y es un buen punto para ver los cásicos -a corta distancia-, ciervos, gamos, jabalíes, con suerte algún zorro, y todas las aves propias del bosque mediterráneo: desde el águila imperial y el buitre negro, hasta las paseriformes que cabe esperar. Todos, aves y mamíferos, muy habituados a la presencia humana, para lo bueno y para lo terrible (gente dando de comer porquerías como espaguetis y pan duro a los de pelo). Al este, los caminos que parten de la zona recreativa de El Pardo, junto al Lar de Domingo, nos llevarán hasta la verja en una zona también muy interesante para observar ungulados, esta vez, con su carácter silvestre más inalterado.
Muy recomendable, especialmente para los más interesados en pequeñas aves, es el paseo a ambos lados del Manzanares, desde el barrio de El Pardo hasta la presa del pantano. Aunque quizá demasiado frecuentado por gente no siempre silenciosa, en las horas más tranquilas, el paseo puede depararnos buenos avistamientos. El bosque de galería y la vegetación de ribera, además de ser ricos en biodiversidad y con un buen grado de conservación, ofrecen ese resquicio de frescor en los veranos castellanos capitalinos.
En definitiva
En definitiva, es un paraje al que puedes llegar subido en un autobús municipal desde el centro de la ciudad, bajarte y ver un águila imperial en su posadero, mientras en el cielo ves perderse una cigüeña negra que ha salido disparada, asustada por el berrido de un ciervo, para, poco después, mientras descansas sentado a orillas del río, sobresaltarte por el chapoteo de una nutria. Y aunque este cuadro es complicado conseguirlo, sí puede estar en tu lista de deseos: al ir a El Pardo ya la posibilidad es real.
Si eres de Madrid, El Pardo es un lugar perfecto para iniciarte o, si ya posees experiencia, para introducir al tema a otros. Y si no eres de la capital, pero las cosas de la vida te llevan a ella a pasar unos días, no olvides los prismáticos y prepárate para disfrutar de los mejores paseos de avistamiento que puedes hacer sin salir -geográficamente- de la ciudad.
Cazadero real
Para comprender cómo es posible este grado de conservación a menos de diez kilómetros del centro de la capital, es importante conocer, de manera esquemática, un poco de la historia del lugar. Tan pronto los Austrias instalaron su corte en Madrid, pusieron sus ojos y sus manos en el monte de El Pardo. Carlos V convirtió, en el siglo XVI, un antiguo pabellón de caza de la época de Enrique III (1405), en él vivieron, de manera temporal, todos y cada uno de los monarcas. Fernando VI, decidió levantar un muro de 66 kilómetros de longitud para hacer un gran corral para sus presas y ponérselo difícil a los cazadores furtivos. Luego llegó el dictador e instaló allí su residencia permanente. Y fue este mismo señor bajito el que el 24 de diciembre de 1961 tuvo un accidente de caza allí. Su sucesor en la jefatura del Estado, Juan Carlos I, se instaló en el palacio de la Zarzuela, también situado en ese monte. La propiedad de los terrenos recaía en los sucesivos monarcas hasta que en 1931 el gobierno de la República optó porque la importante cantidad de palacios, parques, tierras, conventos y obras de arte a nombre de la corona, pasasen a ser de titularidad pública agrupados en el ente Patrimonio de la República. En 1939 el organismo pasó a llamarse Patrimonio Nacional y su disfrute se mantuvo más o menos de la misma manera: las residencias oficiales de los jefes de estado (Palacios del Pardo y Zarzuela sucesivamente) y el 95% del Monte de El Pardo quedaban para uso y disfrute exclusivo del dictador y posteriormente de la Casa Real.