Buscar una gran ave y un pequeño endemismo en una isla desértica y tener solo un día y medio para conseguirlo. Un productor cinematográfico con ánimo de cercenar su carrera profesional podría ver un buen guion en un planteamiento así. Para un pajarero es, sin duda, la sinopsis de un fin de semana movidito.
Preparación del viaje.
El motivo principal del viaje a la isla era asistir a la IV Muestra de Cine Medioambiental de Fuerteventura, organizada por AVANFUER (Asociación de Voluntarios de Ayuda a la Naturaleza de Fuerteventura) y Birding Canarias, donde El Vuelo del Grajo presentaba su documental La osa que dejó una huella en el cielo. El programa de actividades dejaba libre una mañana, a la que se sumamos un día completo, añadido con el fin de poder tener tiempo suficiente para conocer la fauna de la isla.
Como siempre, el primer paso fue hacernos una idea de lo que podríamos ver y dónde verlo. Tras el estudio detallado de los datos obtenidos en ebird.org y otras páginas, pasamos a la búsqueda sistemática de blogs, webs de empresas y aficionados al pajareo. La suerte fue dar, por indicación directa del propio autor, con la página de Juanjo Ramos y en concreto con la explícitamente titulada: Dónde y cuándo observar aves en Fuerteventura. Ahí están todos los datos necesarios para ponerse sobre el terreno.
El siguiente paso fue transcribir esos puntos y rutas recolectados a nuestra app GPS de referencia. De esta manera, si la memoria o la conexión de datos falla, siempre puedes echar mano a esta utilidad. Nosotros usamos GAIA, que nos permite, además de apuntar coordenadas exactas de manera muy sencilla, trazar rutas en el mapa, delimitar áreas de búsqueda y añadir a cada una de esas funciones un listado de especies o notas a tener en cuenta.
Observación de aves en Fuerteventura.
El trabajo de campo arrancó con una visita a la Reserva Ornitológica de la Finca Verdeaurora. Dado lo sorprendente de esta iniciativa, El Vuelo del Grajo le dedicará próximamente un artículo en exclusiva.
El siguiente punto de interés estaba marcado en el Barranco de Río Cabras, situado al Sureste de Puerto del Rosario y muy cerca de esta ciudad. Abordando el barranco por varios puntos, haciendo paradas y dejando el coche para realizar transectos a pie, el observador tendrá muchas ocasiones para dar con la tarabilla canaria, especie endémica de la isla. Con un pequeño, pero continuo, caudal de agua, el Cabras mantiene verde todo su curso.
Hablando con pajareros y ornitólogos que conocen bien el terreno, teníamos la certeza de que el Cabras era el sitio y de que no tardaríamos en ver a la tarabilla. El arroyo pronto se va hundiendo en una garganta y el camino te eleva. Las ardillas de Marruecos, animal muy frecuente en la isla y del que pudimos ver ejemplares hasta en las zonas más inhóspitas, asomaban sus cabezas de grandes ojos desde detrás de cualquier piedra manteniéndose, ellas, vigilantes, y nosotros muy entretenidos.
En el silencio, el zumbido veloz del batir rotundo de alas: hasta tres pares de vencejos unicolor nos pasaron rozando la cabeza aprovechando el angosto vallejo como buffet. No lo puedo impedir. Sean de la especie que sean, ver vencejos siempre me emociona.
En un lugar donde el río formaba una s pronunciada, en una arboleda contigua a una casa de labranza, iban y venían gorriones morunos, pardillos y tórtolas, mientras que por el suelo andaban los camachuelos trompeteros y unas terreras marismeñas. En la segunda curva de ese momento del río, dos herrerillos canarios se obstinaban en expulsar de su territorio a una bisbita caminera, mientras un cernícalo parecía valorar las posibilidades alimenticias de ese ajetreo.
Cerca de un basurero -donde conviene echar un vistazo por la más que posible presencia de alimoches y, quizá, una especie curiosa de gaviota- otro tramo del riachuelo, gracias a una represa, forma una pequeña lámina de agua, punto de reunión de limícolas y donde un guirre inmaduro nos premió con unas vueltas bastante bajas.
La mañana había terminado y una mancha herrumbrosa y fugaz entre los tamarindos fue todo lo que puede que nos indicara la presencia de la tarabilla. Obviamente, seguía pendiente.
Segunda jornada: a la estepa semidesértica.
Junto a la Saxicola dacotiae, el ave más significativa de Fuerteventura es la Chamydotis undulata. Además, se trata de una hubara de una subespecie diferente –fuerteventurae– de la que habita los desiertos norteafricanos. Para localizarla optamos por los llanos al noroeste del Tindaya.
Esta llanura se recorre básicamente a través de dos caminos que se entrecruzan en el centro. A baja velocidad y con cuidado, tanto en la observación como en vigilar no dejarse los bajos del coche en cualquier bache o piedra, el árido paisaje requiere de buenas ópticas y escanear meticulosamente. Es recomendable, para estos parajes tan abiertos y expuestos, siempre que sea posible, incluir en el equipaje un trípode y un telescopio.
La bienvenida nos la dieron las madrugadoras gangas ortega en vuelo nada silencioso, mientras que numerosas terreras marismeñas y bisbitas camineras animaban la pista.
La semana antes de nuestro viaje había llovido como hacía siete años que no lo hacía. Pequeños brotes verdes luchaban por quitarse piedrecitas de encima y por momentos algunas zonas querían parecer teñidas de un tono ligeramente verdoso. Todos los animales se mostraban encendidos y sumidos en una sorprendente hiperactividad.
Escapando de este sindiós sexual fuera de temporada, un grupo de corredores saharianos hacían lo que mejor saben hacer. Que tanto revuelo y jolgorio no es bueno para pasar inadvertido.
Las condiciones de vida extrema de zonas áridas hacen que el instinto reproductivo se prenda, como poderoso motor vital, tan pronto como los ejemplares reproductivos huelen la certeza de que la presencia de alimento está asegurada durante las semanas siguientes. Esto explicaría que la primera hubara que avistamos estuviese haciendo la llamativa y graciosa carrera del señorito en que consiste su cortejo. Y un poco más lejos, otra. Y al lado de esta, lo que sin duda era una hembra, corriendo en dirección opuesta huyendo de este inopinado desparrame hormonal en pleno mes de octubre.
Escapando de este sindiós sexual fuera de temporada, un grupo de corredores saharianos hacían lo que mejor saben hacer. Que tanto revuelo y jolgorio no es bueno para pasar inadvertido.
Un cambio de posición de observación, buscando el sol en mejor punto y esperando continuar con esa inmensa suerte que nos acompañaba en la mañana, solo nos sirvió para apuntarnos un precioso ejemplar de lagarto atlántico. En cuanto a aves tan espabiladas como la gran hubara, la cosa se terminó en cuanto un cazador cercano decidió acabar con un par de perdices morunas. ¿Cómo se permite la caza en un entorno tan delicado y amenazado como es una estepa semidesértica insular?
Aun así, pudimos tener un par de excelentes observaciones a corta distancia, pero con comportamientos muchísimo más discretos.
Instinto.
El tiempo pasaba y la tarabilla canaria seguía sin aparecer. Alguno amenazaba ya con proclamar a los cuatro vientos y entre pajareros de renombre y prestigiosos colaboradores de esta revista que “el grajo estaba cojo”.
En el año 2000, cuando todo era ya diferente y la ley y las obligaciones sociales y civiles habían conqSin entender del todo que significaba ese prototipo de sambenito y sus consecuencias sociales, y acuciado por la realidad de que solo quedaban dos horas de luz, tiramos al barranco más cercano a nuestro alojamiento. En los mapas digitales figuraban en ese arroyuelo un par de explotaciones ganaderas: si hay ganado, hay agua y hay comida. Y si esa tarabilla se parece en algo al resto de tarabillas, el sitio tenía que ser el adecuado.
Y allí la encontramos entre la luces rosas y malvas del atardecer.
Aunque a menudo ellos no lo quieran reconocer, es por todos sabido que los adictos a los grandes carnívoros cuelgan mapamundis en las paredes del salón esperando poder acribillarlos con chinchetas de colores. En los planisferios no solo señalan el pasado sino que en una burda topografía de dos dimensiones conjuran sus más burbujeantes anhelos de futuro. De hecho, por las mañanas, antes de salir de casa para ser explotados, vejados, ninguneados y despreciados en sus puestos de trabajo, estos obsesos de lo salvaje observan de reojo al atlas de sus frustraciones y triunfos como definitivo salvavidas de cara a afrontar la pendiente de su vida cotidiana.
Pero ay de aquellos que prolonguen más de la cuenta el pulso visual con su particular atlas del tesoro; en ese caso, los condenados deberán apretar los dientes si cruzan su mirada con las llanuras inundadas del pantanal brasileño, mascullarán al intuir las laderas más pétreas de Ladakh, escupirán sobre el parqué al rociarse en la evapotranspiración de los bosques ecuatoriales en la isla de Borneo, descascarillarán el gotelé de un puñetazo al localizar las praderas del Masai Mara, negarán a Rudyard Kipling cuando se encuentren con las junglas de Madhya Pradesh y perderán el norte detrás de las Torres del Paine.
Los más patriotas de los lectores estarán ya pensando, con toda la razón, que España también cuenta con no pocos pilotitos centelleantes para los cazadores de recuerdos placentarios. En la extensa biogeografía ibérica existe un puñado de localizaciones que son faro en la noche para polillas con prismáticos; y, entre todas ellas, un área específica de Sierra Morena bien podría erigirse como la definitiva meca del turismo predatorio. No en vano, en algún momento de su vida, todo pajarero, fotógrafo, cazador, romero de la Virgen de la Cabeza, o dominguero con ínfulas ecológicas, peregrinará a este oasis de monte mediterráneo con una motivación que se aproximará, al menos tangencialmente, a lo naturalístico. Obvia decir que allí el trofeo total es el lince ibérico (Lynx pardinus) y, por increíble que parezca, las posibilidades de éxito son aceptables incluso en un único acercamiento de pocos días.
No obstante, para el ojo sensible —o, más concretamente, en los abismos a los que se asoma un neurótico— este enclave tiene otros ingredientes que aderezan la experiencia e incluso consiguen que esta trascienda más allá de lo puramente zoológico. En ese sentido, esta publicación pretende orbitar lejos de lo ampliamente consabido y de aquello tan mundanamente presupuesto, para acercarse a las esencias de la visita mucho más allá de sus prolegómenos serranos conformados por simétricos olivares y anárquicas viñas.
Sed entonces, grajas y grajos, bienvenidos a la antesala de los secretos, al preámbulo de las comidillas y, en definitiva, a un estudio anatómico de la Sierra de Andújar.
El viaje hasta el Shangri-la
El desarrollo de este primer epígrafe podría ser muy variable en función de la procedencia de cada penitente. En mi caso, salvo en contadísimas excepciones, siempre me he desplazado desde Madrid y lo he hecho en variada compañía; de hecho, frecuentemente, he compartido vehículo con amigos que se han apuntado a la aventura más desde una motivación planamente turística o con insana curiosidad, que por genuinos intereses biológicos.
La salida desde la capital del reino suele efectuarse a las 17:00, hora a la que acabo mis obligaciones escolares. Teniendo en cuenta que mis contactos con Jaén se suceden en un arco que fluctúa entre el otoño tardío y la primavera temprana (para que todas las horas de luz sean aprovechables, sin que la combustión espontánea sea una amenaza real en el horno vegetal en el que se transforman esos altos en las proximidades del verano), los 340 kilómetros que me separan del Shangri-La andaluz los recorro casi por completo de noche.
El itinerario de descenso mesetario se produciría con más pena que gloria si no fuera por la excitación del unboxing de la bolsa de Doritos (y sus consecuentes manchas de glutamato en la tapicería), por el chute de metadona con el mocho de cocacola («Zero» de un tiempo a esta parte), por el dinamismo que generan las quejas de los pasajeros ante mi negativa a parar para tomar un «cafetito» (yo no bebo alcaloides, detesto el «momento cafelito» y, todavía más, la propia palaba «cafelito») y por la jovialidad en los motines gestados en los contubernios de los asientos traseros —pergeñados por los ocupantes con vejigas de neonato y por aquellos aquejados de diabetes insípidas— para obligarme a hacer periódicas detenciones con el objetivo de ir al retrete.
Y de esta manera, aun permeabilizados por ese optimismo endorfínico que los viernes por la tarde pone a prueba la elasticidad de nuestra barrera hematoencefálica, la conversación no comienza a fluir desenfadada hasta que la oscuridad exterior es total y atravesamos las postrimerías cuarcíticas de las crestas de Despeñaperros.
Sin embargo, mi cabeza suele estar lejos de la cháchara banal, de los radares más traicioneros y de los baches de la N-IV. A poco más de 100 km de la meta, mi cerebro es un torbellino e inventa lances altamente improbables en los que un lince, una nutria o un águila imperial me regalan epifanías y se conjuran en una suerte de visión que, de alcanzar la intensidad deseada, será harto difícil de relatar con palabras.
Los Pinos «food and wines
A lo largo de las décadas, hemos probado en estas serranías variadas opciones de hostelería —algunas de notable calidad como Villa Matilde y la Caracola— pero al final, para lo que nos gusta hacer y con el poco tiempo que realmente disfrutamos en el alojamiento, Los Pinos es (calidad-precio) nuestra madriguera predilecta.
Más allá de sus bondades rústicas (alta gama de enseres domésticos y chimenea funcional) y haciendo la vista gorda con que el agua de la ducha se derrame buscando el Guadalquivir, hagas lo que hagas para evitarlo, como si el río Zambeze hubiera sufrido una crecida, lo que marca la diferencia para mí, entre esta y otras opciones rurales de las cercanías, es el restaurante anexo y homónimo.
La primera vez que fui de paseo por la zona, dicho establecimiento todavía no tenía pretensiones de considerarse un restaurante y era más bien una venta (con todos los respetos a las ventas que, por cierto, están hoy en día en vías de desaparición). Ahora que lo pienso, no estoy seguro de si por aquel entonces, en su acceso lateral (donde también se localiza el panel de las celibrities que han pasado por su photocall), ya estaba presente la jaula conteniendo unas aves tan apropiadas para el ecosistema local como lo son periquitos y ninfas del desierto australiano. Entiendo que la dirección actual ha querido amenizar con cantos exóticos el aperitivo a los comensales que gustan de usar la terraza para colmatar de nicotina y alquitrán sus alveolos pulmonares.
Dejando a un lado inútiles añoranzas, he de confesar que es al alba, mientras la niebla del final del invierno retira su sudario y todavía algún mochuelo reclama desde uno de los postes del tendido eléctrico, cuando este lugar conecta conmigo hasta algún punto medular.
Sí que recuerdo, no obstante, que en aquella jornada iniciática la barra del bar estaba tomada por una partida de cazadores que, ruidosos y campechanos, bien calentados por sus copitas de soberanos, palomitas de anís, aguardientes y miuras, se hacían bromas pesadas entre ellos y recordaban escenas de cacerías míticas emulando disparos y teatralizando impactos en la grupa de formidables bestias. En un vértice alternativo, ubicados en un reservado del comedor y bajo una de tantas macabras cuernas de venado, había una sola mesa ocupada; en ella bebían un tinto muy rojo, sobre un mantel aún más blanco, un par de tipos de melena engominada que terminaba con un tirabuzón en la nuca, ceñidos en ropas impolutas de tanto bregar en cortijos de salón. En contraste con los triunfadores del campo, ocupando la esquina del final del mostrador y comprando una arroba del pan más barato, reconocí a Paco “el Bajo”, a Azarías y a la Régula, esta última meciendo a la “niña chica” para que no se despertase y evitando así que su maullido de gato incomodase a la selecta concurrencia. Mientras Paco contaba pesetas y céntimos, su cuñado (gorra en mano y grajilla en hombro) y su mujer (envuelta en una mantilla heredada) mantenían las cabezas gachas para tampoco importunar con su mirada pobre a los señoritos ricos.
Dejando para otro día metáforas construidas a partir de retratos costumbristas y siendo justo, Los Pinos no solo se ha reciclado sino que ya es considerado el restaurante de referencia en el entorno. Se ha diversificado su clientela (muchas miras telescópicas han sido sustituidas por teleobjetivos de alta gama), se ha ampliado el comedor añadiendo un cenador acristalado de importantes dimensiones que cuenta con una televisión de plasma (conectada de ordinario a un canal de caza y pesca) y, de cara a competir con las mejores cocinas del país por una «estrella Michelín», se ha enriquecido la carta con platos más sofisticados (especial mención debe hacerse a la ensalada de salmón del Jándula sobre lecho deconstruido de endivias belgas), lo que no es ápice para que las gastronomía local siga siendo el infierno de un ovovegetariano. Obviando el aludido remozado inorgánico, el elenco de camareros se mantiene y, con altibajos en función del grado de perroflautismo del comensal, el trato profesional sigue siendo cordial a pesar del obligado encontronazo de civilizaciones. Ni que decir tiene que el conejo con salsa de almendras, el rabo de toro y, especialmente, el paté de perdiz, bien merecen un reconocimiento estatal al buen hacer tradicional y, todavía más, un capítulo de «Las mil y una noches» en lo que a ardores y reflujos ácidos se refiere.
Por suerte o por desgracia, no todo ha cambiado en el mesón de los amigos del periquito. La nostalgia de otros tiempos impregna indisolublemente las paredes encaladas de Los Pinos. Allí continúan las astas de los muertos en el antiguo pabellón de celebraciones monteras y sus matarifes siguen abarrotando el local al amanecer. De hecho, los miembros del autoproclamado último bastión para la conservación de la biodiversidad hispánica, dejan bien visibles en el parking sus rehalas hacinadas en jaulas infames para que ecologistas y progres puedan rasgarse las vestiduras a tiempo real. Como toda concesión a la vida moderna, los simpáticos escopeteros han diversificado sus bebidas de calentamiento habiendo alcanzado el gremio cierta aceptación hacia el orujo de hierbas, que, quieran asumirlo o no, ha supuesto un importante bajón de virilidad con respecto a ese pasado esplendoroso en el que el personal salía del local con el arma ya cargada, un mínimo permitido de 2,5 gramos de alcohol en plasma y, por ende, un renovado apetito de sangre. En aquel idílico amanecer del estado del bienestar —hoy ya empañado por tanta protección al medioambiente, tanto ecofeminismo, tanto «ahora resulta que el plomo también es malo» y, resumiendo, tanta mamandurria— entre dios padre y sus hijos predilectos, los cazadores, solo se interponía el cielo azul de una única y grande España.
Hace muy poco estuve sentado en Los Pinos. La jornada se había dado bien y yo bebía cerveza, perlaba con aceite de oliva virgen submarinos de paté de perdiz y mojaba pan en la salsa del rabo de toro. Alcé la cabeza hacia la televisión y, justo cuando un jabalí era abatido por un disparo certero, un miembro del personal de sala cambió de canal; como toda innovación audiovisual, los clientes pudimos disfrutar a partir de ese instante del partido de la selección española. Al ser un amistoso con Albania —¿Albania tiene selección de fútbol?—, mi interés hacia el encuentro era nulo y busqué otras atracciones entre bocado y bocado. En esas andaba cuando, al mirar a mi derecha, descubrí que un grupo de jóvenes celebraba en la terraza —junto a los cautivos periquitos— una despedida de soltero: los mozos habían disfrazado al reo de mujer y unos desmesurados pechos de plástico le sobresalían por el escote de una blusa demasiado ceñida. Todos los amigotes del novio ya estaban a copas de balón y reían paroxísticamente porque en una despedida hay que pasárselo muy bien y aún más si esta se celebra en nada menos que Los Pinos. Retiré pronto la vista de ellos —soy propenso a confundir a los borrachos y conseguir que piensen que les estoy retando— y cuando en el giro abría la boca para encajarme otro barquito empapado en rabo de toro, una lágrima de salsa se derramó desde el pan para crear un lamparón perfecto en el pantalón de campo. Supe desde el primer momento que esa mancha no se quitaba ni con radiación gamma y solo recé para que Sara no me hubiera visto errar por enésima vez en el mes corriente. Levanté la cabeza del círculo de grasa para no tentar más a la fortuna y dirigí la vista distraídamente hacia la entrada del comedor. Uno de los camareros, el de mirada más aviesa, me observaba: su mueca sardónica implicaba que conocía mi secreto. Incómodo desenfoqué su gesto y busqué un poco más lejos alguna referencia para evitarle. Entonces, muchos años después de la primera vez que los imaginé, volví a ver a los Santos Inocentes: Paco “el Bajo”, Azarías y Régula, con la niña chica en sus brazos, caminaban hacia la salida. Esta vez no les habían llegado los cuartos para llenar la talega; luego, en la raya, no podrían mojar miga en la salsa de almendras que ahogaría al conejo cazado por Paco esa misma mañana.
Autopista hacia el cielo
Si hay una ruta paradigmática en la Sierra de Andújar, esta es la carretera que se dirige desde Los Pinos hacia el Salto del Jándula. Sus 17 kilómetros no tienen desperdicio y todos sabemos que, de cara a sacar petróleo moteado, debe hacerse muy despacito tanto a primera como a última hora. Desgraciadamente también es el camino que deben tomar los pescadores que fletarán sus barcas en las aguas del embalse para pasar el día capturando presas alóctonas que ellos mismos liberaron para demostrar su conocimiento de las complejas dinámicas ecosistémicas. Esta otra estirpe de cruzados en pos de la pervivencia de las tradiciones rurales siempre tiene prisa y además suelen acarrear una lancha (construida a partir de algún novísimo polímero ultraligero) en un remolque tras su todoterreno, generando con sus rebrincos socavones de muy diferente calado en el firme.
Durante el recorrido (una vez que los palangreros se pierden por delante del polvo que levantan) la presencia de gamos y ciervos en el safari-park es constante y no es raro encontrarse con algún jabalí, o con un rebaño de muflones, si se ha escogido el momento adecuado para la marcha. Las comunidades de aves son también un buen reclamo para acelerar la lentitud en el camino: en función de la época se pueden hacer fantásticas observaciones de especies invernantes, migrantes, estivales o residentes.
Otro cantar es el de las vallas cinegéticas, las concertinas, las alambradas y los verjas con los que los terratenientes de las fincas han establecido tanto los límites de sus dominios como el redil a sus poblaciones de ungulados para que no se ausente ni uno solo cuando comience el tiroteo. Los turistas nos hemos acostumbrado a circular por las avenidas de un campo de concentración, o de una cárcel modelo, porque a pesar de lo horrendo de transformar lo natural en cibernético, contamos con la fortuna de que nuestra mente borra lo artificial y lo rellena con recuerdos orgánicos. Tampoco es sencillo conseguir que la sangre no te hierva cuando uno piensa que, dentro de la más pulcra legalidad —dios nos libre de osar a pensar lo contrario—, esas dehesas milenarias pertenezcan, incomprensiblemente, a un puñado de oligarcas con apellido compuesto de salvapatrias legendario.
Corriendo un tupido velo sobre los anacronismos feudales y volviendo a concentrarnos en el camino, aunque las manchas mediterráneas que atravesamos no tienen ya parangón a escala global, todos los que hemos pisteado durante años este capilar andujareño contamos con nuestros enclaves favoritos. Sin excepción, cada cual tendrá en el imaginario su especie totémica posando en el ápice de un conglomerado granítico tapizado por musgo fresco.
En conclusión, el área recreativa del Encinarejo —y no voy a escribir más de ella porque llegados a este punto las palabras sobran— es el Rolls-Royce de los merenderos de este puto planeta.
En durísima competición con los prados de la ganadería Flores-Albarrán, cuyos responsables sacrifican pingües recursos y océanos de tiempo con el único objetivo de salvar al toro bravo de la extinción para que lo puedan disfrutar las generaciones venideras libres del yugo comunista, probablemente el culmen del trayecto se produce cuando en el último kilómetro (antes de que comience el descenso hacia la presa) la pista bordea el precipicio que delimita la finca de Los Escoriales de la de Cabeza Parda. Con el tamaño de Moldavia, estos dos cotos son un universo en sí mismos y las curvas en el cortafuegos que los secciona sirve a rastreadores de cinco continentes (y últimamente también a empresas cuyos tourlíderes se coordinan cual comandos tácticos mediante walkie-talkies) como trinchera para conseguir encontrar un ejemplar del cotizado felino de penachos.
La primera vez que recorrí el sancta sanctorum jienense lo hice guiado por mi colega Miguel Ángel Díaz Portero (él, por aquel entonces, era responsable del seguimiento de la colonia de buitre negro en la Sierra) y allí no había ni cristo; bien es cierto que era mayo y que el calor era insufrible hasta para los lagartos ocelados. En cambio, desde hace algunos años la afluencia ha aumentado espectacularmente. Hay señaladas fiestas de guardar que aquello parece una feria ornitológica y solo faltan foodtrucks vendiendo hamburguesas de tofu. Es por esto que actualmente se han tenido que habilitar observatorios con un aforo máximo de vehículos que el personal se pasa con mucho tacto por la zona inguinal.
En un obligado análisis sociodemográfico, el perfil de la concurrencia a pie de trocha fluctúa desde el arquetipo de familias gritonas con un riguroso outfit de Decathlon, hasta el de etólogos profesionales que juzgan con evidente desprecio a la chusma. Y luego, en otro plano existencial, está la hipnótica pareja que ha acampado allí a perpetuidad. Ellos, a los que se les ha cronificado la humedad en el tuétano y van abrigados como el pueblo inupiat de Alaska, no solo conocen todos los enigmas gatunos sino que se han autoproclamado guardianes de los peñascos y centinelas de los cantuesos.
Tengo personalmente muchos recuerdos en este tramo de carril. Allí, hace ya muchos lustros, vi mi primer lince un domingo muriente que a la postre explotó como una supernova. En otra ocasión, inmersos en una primavera tardía, vi llegar un bando espectacular de halcones abejeros en migración prenupcial buscando copas de encina para pasar la noche tras haber cruzado ese mismo día el Estrecho. Ese mismo día, en el que, todo sea dicho, ningún gato se dignó a aparecer, atendí angustiado a cómo una culebra de escalera se llevaba varias crías de un nido de lirones caretos mientras sus progenitores salvaban a los hijos que podían; también rememoro con aprensión la tarde que Frida (la perra beagle que alguna vez me acompañó en las jornadas de pajareo) engulló un murciélago que había perdido pie en la oscuridad del túnel atravesado por el carril una vez cruzada la presa; de hecho, y a este respecto, he de confesar a título póstumo —de Frida, me refiero— que no creo que el tsunami del coronavirus comenzara en Wuhan: sospecho que la pandemia arrancó a orillas del Jándula.
Pero quizá lo mejor que me ha pasado allí sucedió en una escapada en la que mi amigo Edu se vio obligado a pasar la jornada de aguardo sentado en una sillita de playa —a lo Stephen Hawking— aquejado de una lumbociática aguda. Así llevaba postrado horas cuando un fotógrafo ya talludito se le acercó para interesarse por su dolencia. Edu le explicó los detalles médicos con rictus de veterano de la guerra de Vietnam, a lo que el tipo, restándole importancia a su cuadro clínico, le confirmó que él le iba a dar la solución para resolver sus pinzamientos discales en un santiamén. «Mira así…Así tienes que hacer…», le explicaba mientras, para espanto de Edu y mi absoluto deleite, el sujeto repetía perfectas sentadillas al más puro estilo de la gimnasia que se describía en El florido pensil. «Pero yo no puedo hacer eso», se justificó Edu con voz meliflua, igual que Clara lo hacía con Heidi, a lo que el señor como toda respuesta aceleró el ritmo de sus rígidas flexiones. Todavía hoy cuando vuelvo a Andújar busco entre los observadores presentes al que apodamos ese día como «el doctor»: quiero darle las gracias por aquel rato y por tamaña lección de comedia alternativa.
Dejando a un lado inútiles añoranzas, he de confesar que es al alba, mientras la niebla del final del invierno retira su sudario y todavía algún mochuelo reclama desde uno de los postes del tendido eléctrico, cuando este lugar conecta conmigo hasta algún punto medular. Al disponer de suficiente claridad, enfoco el telescopio hacia los eucaliptos que dan sombra a las ruinas del cortijo y es habitual que en uno ellos alguna de las imperiales esté esperando impaciente —como así mismo yo lo hago— a la llegada del primer rayo de sol. Entonces se romperá el estatus quo del monte y el depredador (un cazador de verdad, no como la caterva que desayuna alcohol en Los Pinos), se levantará aprovechando el aumento de desorden en el aire y matará un conejo (como Paco “el Bajo”) o una perdiz para vivir.
El paraíso está en el Encinarejo
En animada charla, siempre que tengo oportunidad, aprovecho para apuntar —con el fin de hacerme el interesante y buscando algo de polémica— que en la periferia de los entornos protegidos con elevado valor ecológico, se deberían construir merenderos, barbacoas y columpios, junto a llamativa cartelería anunciando los méritos biológicos del espacio natural en cuestión; de esa manera, las familias con camadas insoportables y los omnipresentes macarras acompañados de su música ratonera, podrán decir que pasaron un día en tal Parque Nacional o en aquella Reserva de la biosfera sin dar el coñazo a la fauna, a la flora y, especialmente, a los auténticos wildlifers.
A pesar de estar de capa caída, pues en las últimas dos décadas el desarrollo vertical del bosque de ribera y el avance horizontal de la cobertura vegetal próxima, ha empeorado sensiblemente la visibilidad desde los miradores tradicionales, el área recreativa del Encinarejo (a menos de 8 km de Los Pinos) cumple con todos los requisitos que proponía en el anterior párrafo pero con un matiz fundamental: en ese maldito sitio, puedes estar asando morcillas o pegándole un capón al más insufrible de tus sobrinos y, al mismo tiempo —mirando hacia el río—, ver la cabeza de la nutria arrastrando una carpa; pero no solo eso, allí tienes opción —mirando hacia arriba— de observar a las águilas imperiales cortejándose, no sería descabellado —mirando a tu espalda— que un lince caminase entre las matas de jaras buscando la merienda y a última hora de la tarde, si bajas el volumen del reguetón y después de abrirte la lata de cerveza número 23 en lo que va de sábado, es más que factible escuchar el canto de uno de los búhos reales residentes. De tal forma que habría holandeses, ingleses y finlandeses que se prestarían gustosos a una orquiectomía (extirpación de uno o dos testículos), sin anestesia y ejecutada con cuchillo y tenedor, por tener la oportunidad de —además de contar con un mínimo chance de presenciar lo anteriormente descrito— fotografiar un bando de azure-winged magpie (“rabilargo” en español), mientras les chorrea manteca de lomo por la comisura de los labios y se les vidrian sus ojitos azules.
En conclusión, el área recreativa del Encinarejo —y no voy a escribir más de ella porque llegados a este punto las palabras sobran— es el Rolls-Royce de los merenderos de este puto planeta.
Bonus-track: El santuario de la Virgen de la Cabeza
Mal que me pese, lo siento sinceramente, si hay algo en la Sierra de Andújar tan emblemático como su aclamada biocenosis, debo reconocer que es el Santuario de la Virgen de la Cabeza.
Estés donde estés en el Parque Natural, ya sea viendo un lince copular, al rececho de un berraco, rebañando una cazuela de paté de perdiz o, tranquilamente, haciendo de vientre a la umbría de un lentisco, el Santuario es siempre apreciable en lontananza; o mejor dicho, tú eres apreciable para el Santuario, porque el Santuario te observa, te vigila y te juzga constantemente desde el momento en el que reservaste el alojamiento en Los Pinos.
Aun habiendo estado bien cerca de él tantas veces, no lo he visitado nunca y he aguantado estoicamente las solicitudes que en alguna ocasión se me han hecho por parte de acompañantes respecto a la posibilidad de pasarnos por allí para añadir un plus cultural al viaje.
Cuando lo miro por encima de las nubes, un escalofrío recorre mi piel y siempre me viene a la cabeza «el ojo de Sauron» escrutando desde el centro de Mordor las debilidades, vergüenzas y miserias más inconfesables de todos aquellos herejes que voluntariamente deciden no presentar sus respetos en el complejo religioso.
Asimismo, repaso neuróticamente los fallos estratégicos: tenía que haber madrugado un poco más, no aguardamos suficiente tiempo en aquella curva de la pista, me sobró la última cerveza en Los Pinos…
Sé que existe una multitudinaria romería en honor a la Virgen de la Cabeza —la más antigua de España, tengo entendido, con la friolera de 800 años de historia— en la que se exalta la devoción litúrgica, se consume rebujito a espuertas y se practica twerking y petting como si a la conclusión de este evento, de supuesta índole mística, fueran a desatarse sobre Jaén las diez plagas de Egipto (a saber: conversión de agua en sangre, invasión de ranas, piojos/mosquitos, moscas, peste del ganado, úlceras, tinieblas —mi favorita—, langostas y saltamontes, lluvia de fuego y granizo y, no por ser la última menos letal, Isabel Ayuso presidenta de España).
Ahora hablando en serio, no penséis que la inclusión de este capítulo en el texto es simplemente una frivolidad atea. La realidad es que lo he añadido porque se asevera en los mentideros de la Plaza Rivas Sabater (en la mismísima almendra de la villa de Andújar) y en los mercadillos de fruta de la comarca que los últimos domingos del mes de abril las facciones romeras más ultraortodoxas sacrifican un lince adolescente en culto a un dios animista, el cual, según refieren los historiadores de la Universidad de Sevilla, fue representado en unos pocos grabados del siglo XIII con forma de huito de aceituna.
Tristemente y sin necesidad de practicar ritos paganos, es raro el año en la que algún imbécil, a más velocidad de la permitida —seguro que exaltado por el fervor mariano y probablemente escuchando a Camela, Malú o algo peor si cabe, a todo decibelio— no atropelle un ejemplar de uno de felinos más amenazados del planeta.
El regreso a ninguna parte
Cuando vuelvo a Madrid desde Andújar, habitualmente un domingo por la tarde, las endorfinas ya se han disuelto, la conversación es más espesa y le doy muchas vueltas compulsivamente a lo que fue pero no tantas como a lo que podía haber sido: el lince no estaba en aquella piedra donde yo esperaba, no vi al águila imperial cazar, la nutria no emergió a comer un pez en una de sus orillas favoritas y, especialmente, me castigo al recordar que tampoco en esta ocasión conseguí esquivar el goterón de salsa de rabo de toro.
Asimismo, repaso neuróticamente los fallos estratégicos: tenía que haber madrugado un poco más, no aguardamos suficiente tiempo en aquella curva de la pista, me sobró la última cerveza en Los Pinos… y sé muy bien que cuando vi de reojo al lince sobre la tapia, a menos de seis metros de mi ventanilla, no debía haberme detenido y, en su lugar, tenía que haber avanzado con temple 50 o 100 metros y así evitar primero que el coche que iba detrás —cuyos ocupantes con alta probabilidad no habrían visto al animal— me cerrara el paso impidiéndome recular y, por otro, que estos no bajarán las ventanillas con la música puesta en el interior, espantando al bicho y disparatando mis remordimientos.
Pero en el fondo sabéis que todo lo aquí escrito es exageración y artificio, no hay rencores hacia nada y, aún menos, hacia nadie, porque Andújar —con foto de lince en la tapia o sin ella— es sencillamente un regalo (quiero pensar que de parte del dios con forma de huito de aceituna) para un urbanita.
Hace unos pocos fines de semana, a finales del pasado marzo, volvía desde allí en compañía de Sara. Íbamos en silencio, cada uno pensando en las emboscadas que nos aguardaban en nuestra inminente semana laboral y, al tiempo, en todo lo que habíamos aprendido en nuestra reciente visita a la Sierra. Justo cuando me planteaba si se reproducirían en cautividad los periquitos de la jaula de Los Pinos, levanté la vista por encima del volante y descubrí un gran bando de milanos que volaban junto a ejemplares dispersos de mis primeras calzadas, culebreras y aguiluchos laguneros del curso. Las planeadoras seguían exactamente el trazado de la N-IV y nos acompañábamos mutuamente en nuestra necesidad de volver al norte. Ellas regresaban de la ausencia de invierno en el trópico y nosotros habíamos buscado oxígeno y el comienzo de la primavera en un bosque templado.
Mientras veía a los migrantes tomar altura justo encima de la carretera, me pregunté qué opinarían ellos de las vallas metálicas en la Sierra de Andújar, qué pensarían cuando sobrevuelan el Santuario, qué sensaciones les merecerían los cazadores… y, lo más importante, con esa vista de águila y desde ese techo manchego que parece un mosaico de azulejos de Talavera, ¿serían capaces las rapaces de detectar, como hizo el camarero de Los Pinos, el lamparón de salsa de rabo de toro en mis pantalones de campo?
Hace unos años, gracias al documental En tierra de todos (Sharing the land, Hakawatifilm), de Ofelia de Pablo y Javier Zurita, supimos de Sofía. A partir de ese momento, conocerla se convirtió en prioridad. En el filme, ella habla de su relación con la montaña y el paisaje, de cómo haber nacido en el seno de una familia trashumante marcó su vida y de cómo pasó de temer al lobo a entenderlo, casi mejor que a la sociedad.
Si queríamos hablar de mujeres en el rural, preocupadas por la conservación y con un conocimiento profundo de la naturaleza, Sofía era de las personas más adecuadas.
“Empieza como un viejo para llegar como un joven”
En el aparcamiento del pueblo, un paisano ya nos advirtió que solo podríamos subir la pista con el coche durante unos centenares de metros y que a partir de ahí la nieve nos impediría el avance. Definitivamente, sería mucho más inteligente seleccionar el material necesario y dejar el coche allí.
No, ir en diciembre al Parque Natural de Somiedo, con los caminos de montaña cubiertos de nieve, para intentar hacer una ruta de avistamiento de fauna no es la mejor idea y no era la intención. El plan era, desde el principio, muy sencillo: nos encontraríamos con Sofía frente a la panadería de Pola de Somiedo y después nos dirigiríamos hacia Saliencia, donde tomaríamos la pista que nos subiría hasta un aprisco ganadero donde pernoctaríamos. ¿El objetivo? conocer a Sofía.
Sofía fundó hace años, junto a Jorge Jáuregui, la empresa Somiedo Experience. En ella, el ecoturista, el observador de fauna o el mero veraneante, con cierto interés en el medio natural, encuentra un abanico de propuestas para conocer Somiedo, su cultura, su flora y, sobre todo, su fauna. Podría parecer otra de tantas estupendas iniciativas nacidas al calor del creciente interés por la observación, pero no. Ellos van un poco más allá y, además de rutas de avistamiento de grandes carnívoros o de aves, ofrecen cosas como su ‘Vivac dirigido’, en el que el cliente duerme al raso, observa las estrellas y la fauna nocturna de un paraje tan maravilloso y mágico como es el Parque Natural de Somiedo. Eso era lo más parecido a lo que nosotros íbamos a disfrutar, con el añadido de la nieve y que utilizaríamos una construcción ganadera como refugio.
El día era brillante. Comida, ropa de abrigo, equipos de fotografía, vídeo y sonido, trípodes y telescopio, todo a nuestras espaldas, y al camino
“Empieza como un viejo para llegar como un joven”, nos dice Sofía al poco de empezar. A cada paso que da, apenas avanza la distancia que cubre uno de sus pies: si alguien que conoce la ruta y las condiciones, decide fijar ese ritmo, no hay que dudar en seguir su ejemplo. Yo, que me adelanté y retrasé continuamente para poder tomar fotografías, llegué como un viejo.
El camino, con firme de cemento en sus primeros cientos de metros, adquiere desde el principio un ángulo de ascenso muy acusado. Pronto la nieve empieza a ocupar el lado de la pista que queda a nuestra derecha, que es el que va ladera arriba. A la izquierda, tal y como aumentamos de altitud, aumenta la profundidad de los cortados.
Abajo, las cornejas son las señoras de los prados. Los arrendajos se dejan ver más que oír y, según tomamos altura, las chovas se adueñan del cielo. El silencio domina el paisaje y solo los rastros dejados en la nieve anuncian la presencia de otros animales. En ocasiones, Sofía se detiene para observar alguna huella. Comenta que, sin ser consciente de ello, ya se vio obligada a rastrear cuando de niña buscaba algún animal que le faltaba en el rebaño. Cuenta también, cómo, cuando no tenía más de 6 años, un lobo atacó a los animales que ella y sus dos hermanas andaban cuidando. Entre gritos y movimientos rápidos, uno de los mastines se quedó protegiendo el rebaño manteniéndolo unido, mientras que el otro salió a la búsqueda del agresor.
Según ascendemos, los paisajes son más sobrecogedores. La roca se afila en las cumbres y las laderas se salpican de prados, donde a pesar de la nieve aún se mantienen algunos rebaños de caballos, y las primeras brañas. Los grandes bosques de haya, que dominan el valle, se alternan con robledales y con manchas de alisos y abedules, pero ni toda esa belleza natural consigue distraer la atención que prestamos a nuestra guía.
El hormigón del firme hace horas que desapareció y el sol ablanda la nieve haciendo cada vez más dura la marcha. Las improntas de los mamíferos que utilizan la misma vía para desplazarse ya solo son claras en el barro que, en ocasiones, la nieve no cubre, en el borde mismo del camino. Y es esa estrecha senda oscura la elegida por todos los que se mueven por la montaña: cánidos, herbívoros domésticos y silvestres, algún humano… Sofía se mantiene prudente a la hora de emitir un veredicto sobre los autores de algunas huellas. Con otras, no. Hay algunas con las que es muy contundente y aquella que, para ojos inexpertos como los míos podría pasar por plantígrado, a los suyos, con claridad, es de bípedo con crampones. “Cuando hagamos el último tramo, estaremos más seguros de quién ha dejado las huellas. Allí arriba hará semanas que nadie sube”.
La lenta marcha invita a la conversación tranquila. A través de sus palabras empiezo a entender que cuando habla de trashumancia, no se refiere solamente a que durante el estío los pastores de su pueblo partían hacia prados más verdes. Ella habla de tener 17 años y no saber cómo pedir una hamburguesa en una cadena de comida basura. Tener 17 años e ir al cine por primera vez. Tener 17 años y descubrir que los pantalones vaqueros pueden tener marca.
“Con el paso del tiempo, estoy cada vez más interesada en la etnografía: ver cómo se caen los teitos de las brañas y desaparece la forma de vida de los vaqueiros de alzada es muy triste. Este paisaje, este valle es así por ellos”, nos dice. Y en una sola frase ya genera varias preguntas fundamentales.
“Yo soy vaqueira de alzada”, es la respuesta a la primera cuestión.
Ni Dios ni amo.
Sofía lleva por segundo apellido Berdasco y eso, en Asturias, significa que se es vaqueira de alzada. No llegan al par de docenas los apellidos que hablan de ese origen. Ser vaqueiro de alzada no es solo una profesión. Es mucho más. Ser vaqueiro de alzada es pertenecer a lo que algunos llaman etnia y otros estirpe, separada en clanes familiares, de la que no se conoce su origen. Católicos, pero poco amigos de la práctica religiosa, tenían sus ritos particulares y ancestrales y su folclore y tradiciones estaban perfectamente diferenciados del resto de astures.
Sofía comenta que, sin ser consciente de ello, ya se veía obligada a rastrear cuando de niña buscaba algún animal que le faltaba en el rebaño.
Pero lo que realmente define a este pueblo es su origen nómada estacional y que todo en su vida gira en torno a su ganado. De octubre a mayo vivían en asentamientos en el valle y cercanos a la costa. En verano, subían a los situados en los prados de montaña. Estos poblados no alcanzaban la categoría de aldea y eran conocidos por brañas. Una braña es un conjunto de unas pocas edificaciones y entre ellas no se encontraban ni iglesias, ni escuelas, ni cuartelillos. Las casas tenían una sólida base rectangular de piedra, techumbre cubierta de escoba, con fuertes ángulos para resistir la nieve y la lluvia de invierno. Aún más arriba, en la montaña, construían unos apriscos más sencillos, conocidos por teitos, que eran para el ganado. Para abrigar en la noche a las personas que quedaban allí, para guardar las vacas, estaban los corros, construcciones de planta circular y falsa bóveda, construida con lajas de piedra, y un hogar, para calentar y cocinar. Situadas en repechos de pronunciadas laderas, estas brañas, por su aspecto y construcción, podrían pasar por un poblado neolítico.
Estos viajes en busca de la hierba fresca se hacían con toda la familia, el ganado y la practica totalidad de los enseres domésticos. Melchor de Jovellanos los definió como “de alzada” porque allí donde pastaban sus vacas alzaba el vaqueiro su morada.
La condición trashumante de los vaqueiros de alzada les evitaba el pago de diezmos a la iglesia y de sangre a la patria, ya que los mozos no iban a levas. Por ello, en las iglesias se les relegaba a sitios separados del resto y las familias de xaldos -los aldeanos establecidos de manera permanente en los pueblos- les guardaban recelo. Recelo que se veía incrementado porque en verano disponían de los mejores pastos y en invierno habitaban las zonas más cálidas. Esto, sumado al hecho de que fueran montaraces solitarios y arrieros, ampliaba la desconfianza de todos los estamentos sociales. Para hacerse una idea de hasta dónde llegaba este sentimiento de rechazo, en el siglo XVII, Diego das Mariñas, señor de Campona, hizo una petición al rey para que se castrase a todos los vaqueiros, a fin de que no se extendiese la raza, siendo esta petición apoyada por algunos nobles asturianos. Aún en el siglo XVIII el Marqués de Miranda presentaba un escrito de reclamación contra los vaqueiros en el que los definía como “descendientes de moros” (Cátedra Tomás La vida y el mundo de los vaqueiros de alzada, 1989). De manera más mundana, cuando el vidrio ya era habitual en los humildes chigres y tabernas de pueblo, a los xaldos se les servía en vasos, mientras que para los vaqueiros reservaban los cuernos vaciados.
Por su lado, los solitarios habitantes de la montaña tampoco confiaban mucho en los organizados xaldos. Cuando se veían obligados a bajar a las aldeas, ya fuera para comerciar o para asistir a alguna reunión religiosa o civil, lo hacían en grupo. Los tratos y negociaciones eran difíciles y el matrimonio entre unos y otros, imposible.
El nomadismo conllevaba una realidad: todas las propiedades de un vaqueiro tenían que poder ser transportadas con relativa facilidad dos veces al año, por lo que la acumulación de objetos y bienes no era el objetivo principal de sus vidas. Tal y como recogen varios autores, la vida ganadera ofrecía una libertad con la que el xaldo no podía ni soñar, generalmente limitado a desplazarse tan solo unos cientos de metros desde la casa a la parcela de tierra a la que está ligado. El vaqueiro no conocía más autoridad que la suya. En su vida no había nobles, ni Iglesia, ni calendario y el día que quería hacer fiesta, era fiesta. Decidía dónde, cuándo y cómo trabajar. Y si su ganado tenía que pasar por tierras ajenas para llegar al puerto, el ganado pasaba. Libres para lo bueno y para lo malo.
En el año 2000, cuando todo era ya diferente y la ley y las obligaciones sociales y civiles habían conquistado hasta la última de las brañas, Sofía tenía 17 años. No sabía lo que era una “Macburguerking de luxe”, pero había conocido la libertad del vaqueiro.
Una buena guía de montaña.
Tras 4 horas de caminar, por fin llegamos a la cuesta dónde todos los rastros que viésemos tendrían mucha probabilidad de proceder de animales silvestres. Ese matiz de poder diferenciar, sin decirlo, solo hacía referencia a perro y lobo. Y en mi caso, a oso y persona con crampones.
“Esta es mano izquierdo, ¿ves? Pisando con los dedos hacia dentro. Y ahí está la derecha. A ver si tenemos suerte y vemos la huella de los pies”. El rastro del oso estaba estampado con claridad. Y en el mismo tramo, a la mañana siguiente, estaba el de un lobo. Antes de que yo pudiese llegar a terminar de pensar en la imagen de un lobo caminando por ese mismo sitio, unas horas antes y a un centenar de metros en línea recta de donde nosotros estábamos, Sofía ya estaba matizando que ella no podía asegurar que esas huellas no estuvieran allí el día anterior y que no las apreciásemos.
Continuamos la ascensión, mientras, ya podíamos ver la braña y en ocasiones su teito. Yo paré en un par de ocasiones con la excusa de buscar un pulmón que se me había escapado por la boca. Mar iba tras ella a menor distancia. Sofía, unos cuantos cientos de metros antes -quizá superase el kilómetro- nos había dicho que ella abriría la marcha y que pisásemos sobre sus huellas, y que, si nos sentíamos con fuerzas, la reemplazásemos para así ella descansar. Sofía es como la más fuerte de las ciervas, rompiendo la nieve para que el resto de la manada avance en la ladera. Y como ciervas inexpertas y más débiles, fuimos incapaces de sustituirla.
Inevitables planes para visitas inmediatas y futuras. Me acomodo en el saco con la idea fija de que quiero que Sofía nos lleve por la senda del oso, nos enseñe la manada del lobo que tanto temió y, en una noche de vivac, los escuchemos aullando.
En la braña solo quedan tres teitos en buen estado, un corro en pie y la fuente con el agua corriendo. Frente al agua, con la explanada central extendiéndose ante él, está el teito de Sofía. Se ve cuidado. El tejado se nota recientemente mantenido. Cada año hay que añadir escoba sobre la ya envejecida y retirar el musgo que retiene humedad. A esas faenas se les dice “teitar”. En la entrada, hay un par de bancos bajos muy rudimentarios. La única ventana se encuentra en la puerta.
Tras dejar los bártulos y antes de ni siquiera echar un vistazo al interior, voy hasta la fuente para observar el paisaje. A mis pies, se abre un valle profundo y oscuro. Abajo, la densidad del arbolado y la ausencia de nieve genera una negritud que contrasta con las soleadas cumbres nevadas y el cielo sin traza de nube. Delante, una cumbre de cresta lineal se recorta contra el cielo azul.
Los restos de una empanada de picadillo de la panadería de Pola, una lata de cerveza, quitarme las botas -empapadas en su interior- y sentir el sol en mis pies sentado en uno de esos bancos del exterior fue un lujo inesperado que duró menos de lo deseado. Antes de darnos cuenta, nuestra guía había extendido trípode e instalado el telescopio. Escudriñaba la montaña con la intención de ofrecernos el avistamiento de un gran mamífero. ¡Cómo si a estas alturas de la partida necesitásemos algo más que añadir a la jornada! No obstante, instalé cámara y teleobjetivo largo, no fuera que hubiese más fortuna.
Sofía, ahora cubierta con un poncho de lana, vigila el bosque con su lente. En un risco de la cumbre, dos rebecos. La luz del día se va apagando, pero el cielo sigue encendido. Casi por sorpresa, y a esa velocidad que siempre pilla desprevenido, la luna, prácticamente llena, irrumpe en todo lo alto. La luz reflejada en la nieve y la noche pasa a ser día.
El teito de Sofía es parco. La primera mitad del espacio conserva toda su autenticidad. Hasta donde da mi entender, todos los materiales parecen ser originales: los tableros que hacen de mesa, los que hacen de banco lateral y los que utilizamos para sentarnos a cenar. Unas cajas cerradas hacen de despensa y una cocina de gas añade el lujo de poder guisar. El suelo es de escombro de la cantera, de donde salieron las piedras de los muros. En la mitad trasera del aprisco han construido un espacio cúbico de madera, creando una habitación cerrada que no afecta a la estructura original. Gracias al techo y suelo añadido y al milagro de una estufa de gas, las condiciones de vida llegan a ser lujosas.
Sopas de ajo. Inevitables planes para visitas inmediatas y futuras. Me acomodo en el saco con la idea fija de que quiero que Sofía nos lleve por la senda del oso, nos enseñe la manada del lobo que tanto temió y, en una noche de vivac, los escuchemos aullando.
Sueño profundo.
El palacio.
(A la llegada al teito)
Desde la fuente de la braña, veo a Sofía frente a su teito. Está radiante, orgullosa de su cabaña y feliz de haber llegado a ella. Se ha quitado las botas y se sienta en una solitaria silla plegable y acolchada que, sin duda, vivió mejores épocas. Para ella, ser propietaria de una de estas construcciones era vital. Era regresar y congraciarse con su origen y pasado. Era reafirmarse en su forma de vida y de entender la vida en el sentido más amplio de la palabra. Y al verla allí sentada, colmada de satisfacción con tan poco, y tanto al mismo tiempo, entiendo que esa silla es su trono y que ella, sin dios ni amo, vuelve a ser parte de todo lo que la rodea. Es la mujer de la montaña.
La Agrupación Naturalista Esparvel nació como asociación ecologista en 1996, para trabajar muy duro por la conservación, en la provincia de Toledo. Fue hace 20 años cuando adquirió la majada donde estaba situada la colonia de cernícalo primilla, colonia que corría riesgo continuo de expolios, así como su desaparición definitiva cuando se hundiesen los tejados. Desde entonces y de manera sucesiva, se han ido realizando obras de reacondicionamiento y estabilización de la construcción, instalando nuevos nidales y manteniendo la cubierta de tejas que facilita la nidificación.
En 2016 se construyó el primero de los dos hides, tras un acuerdo firmado entre Esparvel y Aveshide, según el modelo de explotación, desarrollo y colaboración diseñado por Daboecia. Gracias al mismo, Aveshide -empresa que gestiona los hides de El Taray- paga el 10% de los beneficios obtenidos a la asociación que, a su vez, son reinvertidos en el mantenimiento de la majada. Además, la frecuente presencia de usuarios supone cientos de horas de observación, teniendo Esparvel información puntual de todas las molestias e incidencias que se producen.
Esta temporada están ocupados más de veinte nidos, algunos de ellos con hasta cinco pollos.
Como ejemplo de lo efectivo de este control de primera mano, realizado por fotógrafos, el año pasado pudo detectarse a tiempo una disminución enorme de las parejas que estaban reproduciéndose en ese momento. Avisados de ello, se hizo una inspección, hallándose en el interior del aprisco un elevado número de cadáveres, víctimas de mamíferos. Un gato doméstico y un hurón, también doméstico y fugado de un cazador, habían sido los responsables. Sin la presencia de un fotógrafo (en cuanto las restricciones COVID lo permitieron) que lanzase la voz de alarma, es posible que el problema no se hubiese detectado hasta semanas más tarde.
A finales de junio se realizó el anillamiento de la colonia, dando como resultado la existencia de un mínimo de 20 nidos ocupados, lo que, tras el episodio de mortalidad del año pasado, es un resultado muy bueno. La colonia se ha mantenido estable, gracias al reclutamiento de aves de primer año y ejemplares aportados por la colonia de Tirez, gestionada por la Fundación Global Nature.
Se trata de un aguardo de mañana, con la luz situada a la espalda, al que conviene entrar tan pronto como sea posible para tener las mejores condiciones.
Otro dato interesante es que la mayoría de las parejas de este año están sacando adelante cinco pollos, en lugar de los habituales cuatro. Más sorprendente aún es que una de las parejas, a primeros de julio, incuba tres huevos, probablemente fruto de una puesta de reposición, al tiempo que saca adelante otros tres. Será interesante ver qué pasa con esta pareja, que va a terminar la cría mucho más tarde que el resto: ¿se irá el resto de la colonia a las zonas de alimentación previas a la migración dejando a esta familia atrás? ¿Acortarán el proceso de emancipación para respetar el ciclo anual de la especie?
El hide
Se trata de dos casetas sobreelevadas, con capacidad para dos personas cada una y con acceso mediante escaleras portátiles. Su construcción, muy sólida y estable, está hecha siguiendo el mismo esquema que el resto de aguardos de El Taray. La estructura de madera está cubierta en el exterior por doble capa de cañizo natural, lo que además de darle un aspecto muy integrado con el entorno y ofrecer resguardo y lugar de reproducción a insectos, brinda cierto nivel de aislamiento térmico. El techo, en estos momentos, consta de una capa de caucho negro que en un futuro próximo será cubierta con el mismo material que las paredes.
El interior está forrado de manera compacta con planchas aislantes de fibra amarilla, convenientemente acabadas en negro. El suelo de caucho permite un nivel de higiene y limpieza muy adecuado. Dos sillas, una balda y el más elemental de los sistemas para almacenamiento de aguas menores -situados en un pequeño y discreto armarito- completan el ajuar que se encontrará el fotógrafo en su interior.
Las construcciones cuentan, además, con algunas rejillas de ventilación, más amplias y practicables en el frontal, justo encima del cristal espía. Por supuesto, si el día se ajusta a lo esperado a una jornada en época de reproducción del cernícalo primilla, es sol golpeará con mano dura sobre la parte trasera y techo de la construcción, a ese castigo no hay material constructivo que ofrezca resistencia y el calor se dejará sentir.
La sesión
Se trata de un aguardo de mañana, con la luz situada a la espalda, al que conviene entrar tan pronto como sea posible para tener las mejores condiciones; máxime teniendo en cuenta que hacia las doce del mediodía la calidad de la luz dejará mucho que desear y el calor se empezará a sentir con energía. Una vez dentro, la acción comienza inmediatamente. Al tratarse de una colonia de primillas, lo que el fotógrafo tiene delante es directamente la entrada a media docena de nidos, en plena época de reproducción. El movimiento es continuo. Las idas y venidas son más que frecuentes, pero, de tanto en tanto, los adultos se toman un respiro y permanecen posados en lugares naturales o en perchas decorativas colocadas a tal fin. Las arribadas, si se está atento porque no hay mucho ángulo despejado que lo permita, ofrecen la posibilidad de obtener fotografías frontales en vuelo, muy interesantes. A este respecto puede que la caseta de la derecha sea más indicada para conseguir este tipo de instantáneas de los primillas.
Resulta también muy interesante y entretenido analizar e identificar la variedad de presas que los adultos acarrean a sus insaciables crías. Grillos, escarabajos, larvas de mariposas, lagartijas y algún roedor supondrán un reto para la capacidad de identificación del fotógrafo.
Una vez dentro, la acción comienza inmediatamente. Al tratarse de una colonia de primillas, lo que el fotógrafo tiene delante es directamente la entrada a media docena de nidos, en plena época de reproducción.
La colonia es compartida por las siempre entretenidas y maravillosas grajillas. Tener unas cuantas parejas y poderlas observar con detenimiento y calma es una delicia. Su clara inteligencia, las relaciones entre ellas y el comportamiento con respecto a los vecinos es, sencillamente, fascinante. Por no hablar de la infinidad de sonidos, reclamos y parloteos que son capaces de emitir. Y más sorprendente aún es su trabajo, unido y decidido, para hacer frente a los aguiluchos laguneros y milanos que en ocasiones se dejan ver por la zona. Al súbito enjambre de grajillas se unen también los cernícalos. Son un vecindario bien avenido con intereses comunes, por lo visto.
Aunque, obviamente, no son el objetivo ni de la instalación ni de la visita del fotógrafo, además de estas dos especies, desde este escondite se pudieron fotografiar, en buenas condiciones, abubilla, paloma zurita, estornino negro y gorrión. La miel en los labios la dejaba una pareja de carracas que, aunque utilizaban el aprisco como otero, el punto elegido lo tenían en el lado opuesto.
En resumen, este aguardo es todo un modelo a seguir en su concepción, extremadamente respetuoso con las especies y el entorno y éticamente irreprochable. Para el fotógrafo es una opción absolutamente segura (garantizada al 100% la presencia continua), las instalaciones son adecuadas y permiten desarrollar la sesión con un aceptable grado de confort.
Con unos treinta juveniles volando cada año, las grandes ciudades madrileñas se han convertido en el reservorio del halcón peregrino en el centro peninsular. En la actualidad, son once las parejas -ocho de ellas en la capital- las que añaden un poco de equilibrio natural a la fauna urbana de la Comunidad y procuran alguna que otra alegría a los observadores.
Desviar un río o construir en una rambla lleva asociado, o unas construcciones preventivas enormes, o un buen presupuesto vitalicio para pagar indemnizaciones a damnificados. Lo que es seguro, es que el agua hará todo lo posible por volver a su cauce. Para ello, empleará toda la fuerza necesaria y todas las opciones que la geología, la física y la biología le permitan. La biodiversidad es igual y se abre paso en la ciudad como cuchillo caliente en mantequilla. Basta una primavera para que un diente de león brote entre los adoquines de una acera, un arbusto, para que una oruga de macaón haga su pupa y una ventana atascada para que un colirrojo tizón construya su nido en el interior. Con una cadena trófica esbozándose en cuanto la humanidad se despista, lo normal es que se vayan completando piezas del puzle, tanto en el culmen como en la base de la pirámide. Y ahí entran a jugar los halcones peregrinos urbanos.
De los peregrinos de Nueva York se han hecho varios excelentes documentales; en Londres hay una asociación privada financiada con donativos (http://www.london-peregrine-partnership.org.uk) que vela por la seguridad de la población urbana de aquellos halcones; y en Madrid hay dos biólogos, profesionales de la conservación, que desde hace ocho años, en su tiempo libre, cuidan de los amos del cielo de Madrid. Arantza Leal y Carlos Ponce son la cabeza visible de una red formada por voluntarios y profesionales que hacen posible que la prosperidad de la especie en la capital sea mayor. Un equipo formado por un abanico de personas que va desde los agentes forestales de la CAM y los veterinarios de BRINZAL, hasta los fotógrafos, observadores y vecinos sensibilizados, que vigilan las diferentes parejas, pasando -claro- por la clave de la ecuación: los porteros de las fincas donde anidan, que manejan de manera instantánea información de primera mano sobre los inquilinos alados. Gracias a todos ellos, Leal y Ponce pueden acceder a los nidos para anillar, hacer su mantenimiento y limpieza, estar informados en tiempo real del estado de las nidadas, los desplazamientos, los saltos indeseados de juveniles o conocer, casi al instante, el comienzo de la puesta. Como Alberto -jardinero de profesión en una urbanización de torres de poca altura, en una ciudad de la Comunidad de Madrid- que por su oficio, conocimiento y admiración hacia la fauna, hace de celador particular de una pareja que anida en una jardinera de un 7º piso.
Para lo bueno y para lo malo
Sin embargo, frente a lo que la promesa de emociones venideras podría indicar, los voluntarios forzosos que más ponen para que esto sea posible son los afortunados sufridores anfitriones. Es imposible hablar de este tema sin cierta ambivalencia, ya que la experiencia, sea positiva o negativa, dependerá básicamente del talante y sensibilidad de los hospedadores. Como Maripaz y Pepe, una pareja ya jubilada, con una preciosa casa de gran ventana en el salón que se ven forzados -pero de buen gusto- a tener cerrada y persiana echada la mayor parte del tiempo durante los meses de abril y mayo, y parte de marzo y junio. La consigna es: no molestar, no interferir y no intervenir. La recompensa es, obviamente, presenciar la gloriosa maravilla de la naturaleza en la ventana de su casa. Ellos apoyan un sofá contra la pared de la ventana, dejan unos centímetros de la persiana subida para poder controlar a la vez que entre algo de luz. Sobre el respaldo colocan cojines para impedir que la luz de las lámparas por la noche moleste a los halcones.
El cuidado y seguimiento de la numerosa población de halcones peregrinos madrileños depende de dos biólogos que dedican su tiempo libre sin apoyo económico de nadie.
Pero su caso no es el peor. En otra ocasión, una pareja eligió la ventana del dormitorio en una casa de un solo dormitorio. El anfitrión, por evitar los ruidos de las aves y poder descansar por las noches, se pasó un mes durmiendo en un sofá. ¿O qué ocurre si unos halcones deciden instalarse en la ventana del despacho del presidente de un organismo del Gobierno de España como ha ocurrido este año? ¿Será posible trabajar en esas condiciones? ¿Cómo concentrarse con ese espectáculo -tanto si te interesa como si no- en la ventana? Por no hablar de qué pasaría si en mitad de una reunión de alto nivel aparece un ave de presa con una paloma degollada y tres bolas de algodón con cara de pocos amigos se ponen a chillar. Quizá acabaría con cualquier posibilidad de acuerdo entre las partes. O, quién sabe, el espectáculo serviría de vehículo para desatascar la conversación. La ambivalencia siempre está presente.
Al cuidado de los halcones
Arantza tiene en su móvil la mejor herramienta de seguimiento de los halcones. Mientras espera a conseguir alguna ayuda para poder instalar una mochila de seguimiento GPS en un pollo y así recabar valiosa información sobre la dispersión juvenil, gracias a los grupos de whatsapp obtiene datos continuos de las parejas y sus pollos. En cada uno de estos grupos se reúnen los vecinos, fotógrafos, anfitriones, porteros, trabajadores y aficionados a la ornitología que tienen acceso visual o físico a estas aves: unos once equipos suministrando información continua durante todo el año. Si vienen o van, los nidos que deciden ocupar, rivalidades, dieta, seguimiento monitorizado de todo el proceso reproductivo y situaciones de riesgo, todo, le llega al móvil gracias a la eficacia de esta red.
El trabajo comienza tan pronto como termina la temporada de cría. Hay que limpiar las cajas nido, cornisas y jardineras utilizados para empollar y criar a las proles. Quitar restos de presas, excrementos, plumas y plumón, pero también, en algunos casos, desinfectar para eliminar la posible presencia de parásitos. Ya se dio, hace unos años, la muerte por tricomonas de un ejemplar, aunque la intervención de Leal y Ponce evitó que su hermano tuviese el mismo fin.
Con el final del invierno, las parejas eligen el nido que utilizarán esa temporada dentro de sus zonas de caza. Estos no son siempre los mismos, aunque exista la tendencia a repetir emplazamiento. Las áreas de reproducción y caza son poco permeables a otros ejemplares y son establecidas y defendidas por las hembras, que permanecerán fieles a un macho… siempre y cuando no aparezca un candidato a padre de mejores características. Estas áreas que toman en propiedad son muy amplias y limitan la cantidad de ejemplares posibles que la ciudad puede albergar. Así, de sur a norte, en la capital se encuentra una pareja en Carabanchel, en la planta 23 de un gran hospital; para encontrar la siguiente área habrá que irse hasta Vallecas. Más al norte, hay una pareja en Torrespaña en ‘El pirulí’ y otra en las cercanías del parque de El Retiro. Esta proximidad de territorios es posible gracias a que los cazaderos de estos ejemplares se encuentran en direcciones opuestas, siendo uno el jardín antes mencionado y, para los otros, el enorme cementerio de la Almudena. La mítica pareja del Bernabéu -que pasó a la historia de la cinematografía ya que retrasó el rodaje de una escena que ocurría en la azotea de Torre Picasso, de la película Abre los ojos (1997) de Alejandro Amenábar, porque se hallaba en periodo reproductivo- cambia de lugar de nidificación con cierta frecuencia, ya que tiene todas las torres del skyline a su disposición. El siguiente coto privado está situado al noreste de este, mientras que en la Torre del Museo de América se sitúa el más norteño de los territorios, accesible para la observación por parte de los aficionados. Allí ocurrió lo que, a juzgar por la gravedad del rostro de Arantza al recordarlo, debió de ser uno de los más amargos tragos en su relación con estos falcónidos. Un ejemplar juvenil saltó del nido y de alguna manera y a mucha velocidad acabó colisionando con un cable. Apareció con una fractura abierta del ala y, a pesar de los cuidados que se le dispensaron, resultó finalmente incompatible con la vida en libertad.
Anillarlos puede ser tan sencilla como abrir la ventana del salón de Maripaz y Pepe o puede suponer que los agentes forestales tengan que escalar hasta el nido para coger los pollos.
Y ese es otro de los momentos fuertes de trabajo para Carlos y Arantza: los saltos de juveniles. Normalmente (como es el caso del primer vuelo que pudimos presenciar hace unos días), el halcón que se hace al aire por primera vez da un primer vuelo más o menos torpe que le lleva a otro punto elevado, siempre bajo la atenta mirada de uno de sus progenitores. En ese primer salto habrá podido probar las alas, comprobar los efectos de las térmicas y tener sus primeras impresiones sobre el control de la dirección, la velocidad y el aterrizaje. Tras descansar y recapacitar, se volverá a echar al cielo en dirección a otro punto elevado, pero quizá dé alguna vuelta más y así, poco a poco, tendrá todo el dominio de sus alas. Pero en ocasiones, más de las deseadas, en ese primerísimo vuelo no encontrará un buen lugar para posarse y el animal terminará con sus alas en el suelo, sin mayores problemas. Lo que en la montaña sería un pequeño esfuerzo hasta encontrar un sitio prominente para retomar el vuelo, en la ciudad supone una situación de mucho riesgo. Gracias, una vez más, a los comandos de observación de whatsapp, pasan pocas horas hasta que Arantza y Carlos consiguen movilizar a los agentes forestales para rescatar al halcón y proceder a su recuperación o reincorporarlo al nido, según convenga.
Antes de ese periodo -bastante estresante para Arantza y Carlos, por pasarse dos semanas en un estado de continua alarma- tienen el mejor momento del año, ese que sirve de recompensa emocional a todos los esfuerzos altruistas: el control y revisión sanitaria y anillamiento de todos los pollos accesibles del año. Tras gestionar los permisos y autorizaciones, poniéndose en contacto con los propietarios, inquilinos o instituciones afectadas, coordinan a agentes forestales y veterinarios voluntarios de BRINZAL y fijan las citas para ir a visitar todos los nidos. Los pollos son marcados con anillas tradicionales y también con las de lectura a distancia de PVC. Se toma nota de sexo, peso y estado físico general tras inspección visual. Esta operación puede ser tan sencilla como abrir la ventana del salón de Maripaz y Pepe o puede suponer que los agentes forestales tengan que escalar hasta el nido para coger los pollos.
El resultado.
La ausencia de depredadores, las condiciones ambientales benignas, la intervención veterinaria y los rescates, cuando son necesarios, sumados a la total ausencia de cainismo, hacen que el índice de supervivencia de los pollos sea de prácticamente el 100%. La enorme despensa a disposición de los peregrinos urbanos logra que lo habitual sea la puesta de tres huevos y que el alimento sea abundante y no escasee, ni siquiera los días de mala meteorología. La dieta está basada en la paloma doméstica y complementada con tórtola turca, vencejo y cotorra argentina. Curiosamente, elegir uno u otro complemento va más con los hábitos de la pareja reproductora que con la disponibilidad de esas especies. Parece haber ejemplares que se decantan por los vencejos, como pudo verse hace un par de años a través de las cámaras instaladas en el nido de Alcalá de Henares. Otros prefieren las cotorras, como el duplo ‘carabanchalero’.
En cualquier caso, el resultado es que de los cielos de Madrid salen cada año aproximadamente 30 ejemplares, que se distribuyen en un primer momento por el sur y sureste de la comunidad y partes de Toledo. Existen pocos datos de sus movimientos posteriores y los que se conocen de su dispersión temprana, por desgracia, son debidos a la recuperación de los cadáveres de los juveniles abatidos en la media veda. Bien sea porque vuelen tras los bandos de torcaces y sean “confundidos”, bien porque los halcones no pagan cuota en el coto. El resultado es que desde que se anillan sistemáticamente han sido recuperados cuatro ejemplares tiroteados. Obviamente, esta cifra es solo una mínima parte de la total, ya que encontrar animales heridos o muertos en el monte no es cosa sencilla.
Y para los observadores y fotógrafos.
Por desgracia, la seguridad de los halcones no está garantizada y el expolio de nidos con fines económicos es un fantasma que siempre acecha. Por otro lado, pero en la misma línea, preservar la seguridad y bienestar de los animales es lo principal. Para lograrlo es fundamental que las personas que conviven con los halcones en su día a día, que se ven forzados a mantener inutilizadas ventanas o balcones durante varios meses al año, no tengan otros inconvenientes añadidos. Y tener a media docena de fotógrafos u observadores enfocando su privacidad con potentes telescopios y teleobjetivos puede llegar a ser, no solo un inconveniente, sino un motivo de denuncia. Por esta razón El Vuelo del Grajo mantiene las ubicaciones de los nidos en el anonimato.
La buena noticia es que el nido con mejor visibilidad de todos los existentes, con las zonas circundantes más despejadas, y que permite seguir las evoluciones en vuelo y donde los posaderos son fácilmente localizables, es además perfectamente visitable. El nido es absolutamente inaccesible y nadie vive en varios centenares de metros a la redonda. Nos referimos a la pareja del Museo de América, que dispone de dos cajas nido en la destacada torre del edificio. Si no hay cambios, a partir de marzo de 2022, se podrá disfrutar un año más del espectáculo de los peregrinos urbanos.
El audio de lectura corresponde al anillamiento de tres pollos de peregrino en el salón de una casa.
El estudio “La Graja en España. Población reproductora en 2011 y método de censo”, cuyo autor es Javier García Fernández, ha sido, junto a los avistamientos recopilados en E-bird, nuestra fuente principal de información para localizar y conocer las colonias. Hemos hablado también con Nicolás López, delegado en Asturias y responsable del Programa de Conservación de Especies de SEO/BirdLife, que nos ha puesto al día sobre la situación de esta especie. En el año de la publicación mencionada existían 16 colonias estudiadas. En nuestro viaje hemos elegido, por ser las más emblemáticas, 9 de ellas. De nuestra experiencia leonesa más personal y “grajeril” sabréis un poquito más adelante, ahora toca informar sobre su situación real.
La graja de la península ibérica proviene de la glaciación que se produjo en el norte de Europa y Asia hace 18.000 años
La población española de graja fue descubierta por primera vez en los años 50 del siglo pasado, aunque su origen según el artículo “Diversidad genética, diferenciación y origen histórico de la población aislada de torres Corvus frugilegus en Iberia” data la posible migración de algunos ejemplares hacia la península ibérica buscando zonas más templadas, en la glaciación que se produjo hace 18.000 años en el norte de Europa y Asia. La distribución de grajas por la península era mucho más amplia que actualmente. Los vestigios actuales de esa migración están localizados únicamente en la provincia de León. Además, gracias a estudios realizados sobre el ADN extraído de ejemplares ibéricos, comparado con el proveniente de individuos europeos, se ha concluido que no ha habido comunicación entre ambas poblaciones, incorporando así un altísimo valor genético e histórico a la población española. Desde los primeros censos realizados en León, en la década de 1970, hasta la actualidad, la graja ha tenido diversas variaciones en su crecimiento demográfico, pero la reducción de sus, ya pocos, núcleos localizados de cría es evidente. El último censo, aún sin publicar, hecho en 2020, confirma que existen aproximadamente 1.400 parejas reproductoras, aunque el número de colonias de cría donde sobreviven sigue en declive. La cifra podría parecer elevada, pero hay que tener en cuenta que la naturaleza social y la etología de esta ave hacen que su hábitat sea muy restringido, con lo cual la alerta sobre su situación es muy alta.
El número de colonias de cría sigue en declive
Colonia de Villadangos del Páramo
En 2019, en Villadangos del Páramo, en plena época de cría, se talaron varios de los chopos utilizados por las grajas como lugar de nidificación, lo que provocó la caída de los pollos que estaban dentro de los nidos. Ese mismo año, en un bando publicado por el alcalde se animaba a los vecinos a enviar al ayuntamiento quejas sobre esa misma colonia de grajas. De esta manera, decía, se podrían conseguir las autorizaciones pertinentes para su “traslado” (sic). Para los expertos y no tan expertos esto supondría, evidentemente, la destrucción de ese punto de reproducción. Este hecho puso en alerta a varias personas y organizaciones conservacionistas que intervinieron y lograron la paralización de la tala, la retirada del bando y la publicación de otro en el que el mismo alcalde instaba a la conservación y la importancia de este asentamiento y de la graja en general.
Al observar esta colonia es muy notable el uso, como material de construcción para el nido, de cuerda sintética, empleada habitualmente en agricultura y ganadería. De hecho, existen restos de lo que parece ser un cercado perimetral de la colonia, fabricado con este material. La presencia habitual de este producto en los nidos es la causa frecuente de muerte de los pollos, que quedan enganchados con ellas y finalmente acaban colgados de los nidos. Previamente a nuestra visita, se pudieron localizar los cadáveres de un juvenil y un adulto de la especie, que, por la posición y situación en la que se encontraban, se optó por denunciar, ante la posible comisión de un delito contra la fauna.
La muerte de algunos ejemplares por accidentes, hasta cierto punto comprensivos, derivados de convivencia próxima con los humanos, no debe convertirse en un problema real para la supervivencia de la colonia. Pero la confluencia de factores, así como el frecuente, y más difícil de atajar, atropello de ejemplares en la muy transitada carretera, hacen que sea importante una intervención para su limpieza, así como su cuidado y protección.
La graja tiene que ser protegida
La graja debería catalogarse a nivel legal como especie “en peligro de extinción”, puesto que cumple los criterios de la UICN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza) como para estar incluida en la categoría de “en peligro”. Las competencias en materia de protección de especies las regulan las Comunidades Autónomas. En el caso de Castilla y León no existe Catálogo de Protección de Especies, junto con Cataluña son las únicas que, a día de hoy, no lo tienen. Aún así, a nivel estatal sí tenemos un Catálogo Español de Especies Amenazadas en el que la graja debería estar incluida y por lo tanto quedaría protegida. En ninguno de los dos catálogos figura. En ninguno. Solo queda la esperanza de que desde instituciones y organizaciones privadas se solicite su inclusión. Y aún así, no se garantizaría su protección, ya que frecuentemente se ve su labor por tierra con las votaciones en negativo por intereses de otra índole, del Ministerio y de las propias Comunidades Autónomas, a pesar de tener a la comunidad científica a su favor. Según nos cuenta Nicolás, después de recabar datos del último censo realizado y de la evolución de su población y distribución, la graja se incluirá en el nuevo Libro Rojo de las Aves de España con la categoría de “en peligro”, gracias a la evaluación del estado de conservación que han hecho los especialistas en la especie Javier García Fernández y Pablo Salinas López. De esa manera, podrán solicitar su inclusión en los catálogos. Veremos si nuestros gobiernos saben responder a este grave problema.
A lo largo de todos estos años, lo que se ha podido comprobar es que el peligro para la supervivencia de las colonias está causado por la tala de los árboles dónde nidifican, el disparo y envenenamiento de ejemplares, el desarrollo urbanístico, los conflictos que se generan al estar ubicadas gran parte de ellas cerca de núcleos urbanos y la creencia de que hacen un gran daño a las cosechas. A todo esto, se suma la herencia de tradiciones que albergan parte de la población con respecto a los córvidos, esos pájaros negros escandalosos de mal agüero. La graja es un ave omnívora, que, efectivamente, come semillas y cereales, pero también se come las especies, animales y vegetales, que perjudican a la agricultura. Los daños que puede causar son mínimos, más quizá en huertos particulares, y, además, como señala Nicolás, podrían estar compensados económicamente por la Consejería de Medio Ambiente de Castilla y León.
Desde El Vuelo del Grajo
Muchos leoneses se sienten orgullosos de la graja por ser su pájaro por excelencia: el pájaro cazurro, como es frecuente leer. Parece que cuando se suma la palabra “nuestro” a patrimonio o a ave, el bicho en sí adquiere más valor, como si se tratara de una posesión. La graja no es de nadie, pero los territorios donde anidan, donde descansan, donde duermen, los compartimos, es por esto, por lo que debemos conocerlos y cuidarlos, ya que somos los que tenemos la capacidad de gestionarlos. Suerte tenéis leoneses de poder disfrutarla y deber de protegerla, ahí radica el orgullo.
Estos días descubríamos la increíble habilidad de vuelo de las grajas y la maravilla de encontrártelas en pleno núcleo urbano; dabas la vuelta a la esquina y ahí estaban con sus llamadas. Nicolás nos dice que ir por las calles y que te vuelen las grajas encima solo ocurre ya en tres sitios del Estado. Esperamos que el vuelo que lleva tu nombre, querida graja, sea testigo y narrador de un futuro en el que tus graznidos y destrezas aéreas sigan viéndose en los cielos leoneses, esos que no son de nadie, pero que nos regalan vida.
Agradecimientos a Luisa Abenza y Nicolás López por su colaboración y generosidad.
A primeros de mayo todavía estábamos bajo las estrictas normas de seguridad con respecto a la enfermedad y en Castilla y León a las diez de la noche se acababa la verbena, en todos lados. A mí me había caído el tiempo encima y las hijas de Jesús habían echado el cierre al mesón El Palomar. Así que recurrí a la cocinita que llevamos en La Grajilla para hacer unos espárragos a la plancha en la zona de caravanas del pueblo. Villafáfila no se caracteriza precisamente por la densidad de su arbolado, por eso fue toda una sorpresa escuchar a mi derecha a un autillo emitir, desde la chopera y con claridad, su reclamo. Prácticamente al mismo tiempo, vi pasar fulgurante una lechuza común -lechuza cuya voz se convertiría en una alegre constante el resto de noches en la población zamorana- bajo la primera de las farolas del pueblo. La banda sonora la completaba un chotacabras europeo, con ese soniquete de película exterior/noche/selva que tiene, y un macho de ruiseñor bastardo diciendo “aquí estoy yo”.
Por desgracia, el primer contacto del día con las nocturnas de la comarca, tuvo lugar once horas antes. Casi llegando a Villalpando vi un búho real atropellado. Al haber ido a parar al arcén y estar fuera de la acción desmenuzadora de los neumáticos, el ahora suculento trozo de carroña podría convertirse en una trampa mortal para algún otro animal, así que aprovechando un desvío próximo y que era posible andar detrás del guardarraíl, lo saqué del asfalto (posiblemente rompiendo media docena de normas de tráfico). En los 250 kilómetros del trayecto, fue el único animal silvestre atropellado que pude ver. Claro está, sin contar con los insectos que se estampaban contra el parabrisas.
¿Si en tan pocas horas diurnas este era el programa, qué no sería pasar unas horas más tarde con la vista, olfato y oído de cualquier animal nocturno?
Esa misma mañana, nada más llegar, vi un mochuelo a plena luz de mediodía en Otero. Se trataba de un viejo amigo, descarado y figurón, que parece estar siempre visible para quien lo quiera ver. Un poco más tarde, un pollo de búho chico en La casa del Parque y rematé jornada -antes de los espárragos plancha- con un búho campestre, a mucha distancia, con sus acrobáticos vuelos de caza a baja altura.
¿Si en tan pocas horas, sin entrar en la noche y con los mediocres sentidos de un humano, este era el programa, qué no sería unas horas más tarde con la vista, olfato y oído de cualquier animal con ese horario vital? Aquel día yo estaba absolutamente satisfecho, pero…
La gran familia Circus
La combinación de estepa cerealista más o menos bien conservada y cierta disponibilidad regular de agua obra la maravilla: vida a espuertas. Pero que no lo llamen milagro, que es conservación. Así debían ser muchos lugares de iberia hace setenta años, antes de que se desecasen humedales, se empezase a emponzoñar la tierra con venenos y herbicidas y de que matar cualquier “alimaña” tuviese cien años de perdón y un par de duros en el ayuntamiento de turno para el cazador. La comarca de las Lagunas de Villafáfila mantiene ciertos usos agrarios y agrícolas tradicionales: ganado ovino en extensivo, de rebaños medianos; se conservan lindes y barbechos sin roturar. Las buenas hierbas no han sido exterminadas del todo con los agentes químicos y el mosaico de cultivos exhibe variedad de plantaciones. El resultado de todo ello, de que exista lo bueno con lo menos bueno pero excluyendo casi todo lo malo, es que allí se conserva el ecosistema seudoestepario en buenas condiciones. Las consecuencias son esos parabrisas llenos de insectos que, paradójicamente, alegran la mente ante la tristeza -cada vez más habitual- de los cristales impolutos; caminos por los que ves algún roedor pasar; poblaciones sanas de conejo y liebre y ofidios y anfibios, en cantidades aparentemente aceptables. Una cosa lleva a la otra y con suerte y atención puedes cruzarte con una comadreja, un zorro e incluso con algún lobo. Con buenos cimientos se hacen buenas pirámides tróficas.
Con este equilibrio tan estable reafirmado, la Reserva Natural de las Lagunas de Villafáfila es un lugar muy adecuado para la observación de rapaces diurnas. Tal y como pasa con las nocturnas, el catálogo de posibles avistamientos de aves de presa es muy amplio tendiendo a pleno. El paraje es especialmente querido para la familia Falco y, de manera muy destacada, para la Circus, siendo relativamente fácil ver ejemplares reproductores de aguilucho lagunero, cenizo y pálido. Si la suerte va a favor, aparecerá algún ejemplar melánico. De manera excepcional -hay un par de registros en el ultimo decenio- se dejará ver un papialbo.
En Villafáfila hay vida a espuertas, pero que no lo llamen milagro, que es conservación.
Lo realmente excepcional de Villafáfila es que las observaciones sobre estos aguiluchos son perfectas. La suave ondulación del terreno permite poder mantener a las aves durante mucho tiempo a la vista y así poder ver la evolución de sus infinitas cacerías, las rivalidades y pequeñas disputas entre ejemplares de la misma o distintas especies, y volverse loco con sus maravillosas técnicas de vuelo. Si además se da la coincidencia de que sople brisa de oeste al atardecer, puede ser que atiendas al espectáculo de verlos volar sin desplazarse, manteniéndose sobre un área muy pequeña y a una altura muy próxima a la de nuestra mirada, todo ello con la luz dorada del ocaso.
Y así es la primavera en Villafáfila.
Sin elevaciones que aceleren la caída del sol con oscuras sombras y con los rayos dorados haciendo brillar las lagunas, el día termina en Villafáfila. Y lo hace como empezó, con necesidad de ir añadiendo prendas de abrigo que durante el día sobraron. Son paisajes inmensos donde la soledad del árbol destacado en la loma subraya su belleza. Las últimas avutardas levantan perezosamente el vuelo y en la pequeña chopera del Camino del Trancalón, la cigüeña que está echada en el nido castañetea con su pico para recibir a su compañera -alegría, cortesía o, quizá, sencillamente amor-, ya casi en penumbra.
Disfruto de la amabilidad parca de palabras, tan castellana, de la regenta del económico hostal Los Ángeles y de la simpatía punzante de Jesús y sus hijas dándote charla en el mesón El Palomar mientras me tomo esa merecida cerveza con una croqueta. Y pienso, como tantas veces he hecho antes, en qué acertado fue Aitor Galán cuando años atrás me dijo: “Villafáfila nunca defrauda”.