No, el ecologismo no quema el monte.

La durísima temporada de incendios forestales que están padeciendo España, Portugal y Francia está movilizando a la opinión pública. Las recientes declaraciones de Carlos Suarez-Quiñones, Consejero de medio ambiente de la comunidad de Castilla y León, no han hecho sino avivar las llamas dialécticas que ya devoraban las redes sociales. De sus respuestas a la SER y de la información vertida por los medios de comunicación se extrae que las causas de este empeoramiento se deben a la despoblación, a la política de protección de los espacios naturales y al cese de actividades del primer sector de producción agroganadera, entre otros factores. Toda la crítica parece centrarse en los planteamientos ecologistas y conservacionistas y en la demonización de la mal llamada maleza, que no es sino el monte bajo y, especialmente, el sotobosque. Frente a esta corriente de pensamiento aparentemente única, surgen voces de profesionales del medio ambiente que llaman a la reflexión y al estudio de los datos históricos. En este artículo, Juan Miguel de la Fuente, técnico ambiental, especialista en seguimiento de fauna (Pandion Estudios de Fauna y Medio Ambiente) y autor del libro monográfico El Gallipato (Pleurodeles waltl) tratará de contestar a las numerosas cuestiones que se plantean al respecto, analizando los datos oficiales de los que se dispone.

¿Arde el monte debido a la despoblación rural?

Contrariamente a lo esbozado por los medios de comunicación no especializados, la disminución de habitantes del medio rural no está ligada al aumento de la superficie perdida por el fuego. En una contraposición de datos, podemos ver que en 1985 el pico histórico de superficie incinerada, desde que existen datos fiables, con 484.474 hectáreas quemadas, se dio cuando la población rural aún era el 26% de la población total. A partir de ese momento hay un evidente descenso en el número de hectáreas quemadas (salvo años puntuales), como las menos de 24.000 hectáreas del año 2018, coincidiendo con un censo de la población rural más bajo, situándose por debajo del 20% de los habitantes de España. Si analizamos estos datos, nos damos cuenta de que la superficie arrasada por el fuego disminuye a lo largo de la historia, al mismo tiempo que crece la despoblación rural. No parece, por lo tanto, que tenga alguna relación con el aumento de superficie quemada. Incluso, podría parecer lo contrario. Según datos del MITECO, en la década de los 80 el número de grandes incendios forestales fue más del doble que las dos siguientes décadas.

Por supuesto que los medios contra el fuego han cambiado mucho en estas décadas. Equipos, vehículos y conocimiento han evolucionado mucho. Y el músculo, potencia y profesionalidad, que puntualmente ofrece la Unidad Militar de Emergencia (UME) también ha de ser tenido en cuenta respecto a las estadísticas, desde que este cuerpo se fundó en 2006, durante el primer gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Además, la implementación de sistemas digitales y satelitales, así como otros medios de vigilancia y lucha activa, como drones, han ayudado a que las cifras aterradoras de la devastación de los incendios de los años 80 hayan disminuido drásticamente. Pero aceptar esta idea, desmonta aún más el concepto creado de que el fuego cabalga a lomos de la despoblación.

¿Arde el monte porque no dejan pastorear?

Basta con darse una vuelta por el monte para ver que se puede pastorear. De hecho, no solo no está prohibido, sino que recibe ayudas directas e indirectas de la Unión Europea, el Gobierno Central y las Comunidades Autónomas. Además, estamos viendo incendios forestales de grandes dimensiones en Ávila, provincia que reúne el 85% de la trashumancia de todo el país, o en Málaga, que es el territorio español con el mayor censo de cabras domésticas. De hecho, es en el noroeste ibérico -la zona más afectada por incendios de manera recurrente y de manera histórica- donde se concentra la mayor parte de la ganadería extensiva. Una vez más, los datos y estadísticas confirman esta realidad. Si miramos las causas de los incendios forestales intencionados, vemos que los relacionados directamente con el pastoreo suponen casi un 30%, solo por detrás de la quema agrícola ilegal.

La ganadería tradicional no es, por supuesto, un agente incendiario sistemático. Lo es la gestión que hacen de los recursos naturales un número indeterminado de ganaderos y la costumbre tradicional de dar fuego al monte bajo – e incluso bosques- con el fin de obtener espacios abiertos, facilitando así las labores de pastoreo. Al respecto, ya el Ingeniero de Montes Santiago Pérez Argemí arranca el VIII capítulo de su libro Las Hurdes, escrito en 1921, con esta contundente frase: “No puede ser más deplorable el aspecto que nos ofrece las montañas hurdanas. La codicia e ignorancia de los pastores han destruido la riqueza forestal, quemando los árboles dejando limpias las superficies carbonizadas (…) las llamas que destruyeron las semillas han consumido las raíces que aprisionaban la tierra, han quemado el manjar de las abejas y han abierto paso al pedregal, que avanza como ola de muerte sobre la yerba destrozada”.

¿Arde el monte por las leyes de los ecologistas?

Desde los años 90, coincidiendo con el aumento de la conciencia sobre la conservación del medio ambiente, la profesionalización del sector y la renovación de leyes redactadas, cuando la gestión solo se centraba en el rendimiento económico y no en el conocimiento científico, la superficie forestal ha aumentado casi un 10% en España. Contrariamente a lo dicho frecuentemente en medios de comunicación y redes sociales, las gráficas indican, que, aun habiendo aumentado la masa forestal, el total de la superficie quemada ha disminuido en un 50%. La ampliación de esos espacios forestales y la disminución del impacto de los fuegos está directamente relacionada con las leyes de protección, conservación y gestión de los recursos naturales.

Estas leyes, que generalmente son atribuidas a los ecologistas, como si estos fueran una entidad con capacidad legislativa, han sido escritas e implementadas por los sucesivos gobiernos estatales. Estos gobiernos, de uno u otro signo y en mayor o menor medida, han ido aceptando que la defensa del medio natural es fundamental. La protección de los ecosistemas, la defensa de la biodiversidad y el cambio climático están, sin duda, sobre la mesa de los consejos de ministros desde hace décadas. Pero son los gobiernos autonómicos, en muchos casos, los responsables en ciertas materias medio ambientales que inciden directamente sobre el tema que tratamos. Es el caso de los dispositivos antiincendios, la delimitación de zonas de pastoreo o las autorizaciones para la gestión de los recursos. Y para quitar toda duda sobre el origen ecologista de las mencionadas leyes, basta recordar que son gobiernos autonómicos como el Castilla y León o el de Asturias, que se manifiestan públicamente a favor de cazar especies estrictamente protegidas o en contra de los Parques Nacionales, los que regulan sus espacios naturales y que no se les puede tachar de ecologistas.

Como se aprecia en la gráfica, casi el 70% de los incendios intencionados son provocados por la quema para regeneración de pastos y las quemas ilegales agrícolas. Ambas prácticas prohibidas por leyes creadas para evitar los incendios forestales. ¿Son estas las leyes de los ecologistas?

¿Arden los bosques porque no se limpian?

No: arden porque se les prende fuego. Los incendios naturales por rayos suponen tan solo un 4% de los incendios totales. El resto se podría evitar con más vigilancia, sanciones más duras y leyes que prohíban pastorear, construir, cultivar o cazar durante décadas en zonas quemadas para evitar la especulación posterior al siniestro.

Esto no quiere decir que no haya que limpiarlo. Si hay cartuchos, restos de plástico de la agricultura o cualquier otro tipo de basura hay que limpiarlo y denunciarlo a las administraciones. Pero el matorral y el sotobosque, lo que el desconocimiento hace que se le llame maleza, forman parte del bosque. Son parte de la biodiversidad y de ella dependen un sinfín de especies de animales y vegetales. Eliminarlo sistemáticamente para que no se queme, sería como eliminar los árboles para que no se quemasen. Más bien habría que protegerlo.

¿Los cazadores son los primeros que apagan los fuegos? ¿Antes se gestionaba mejor? ¿Hay suficientes medios?

Preguntas como estas y otras muchas más, lanzadas como afirmación, son las que estos días aparecen continuamente en los medios. En ocasiones, son ideas repetidas, como mantras tradicionales, transmitidos de unos a otros y en los últimos tiempos amplificadas por las redes sociales. Son parte de ese cúmulo de verdades dogmáticas que dominan el conocimiento tradicional de lo rural. No podemos solucionarlas todas, pero algunas se contestan por sí solas. Los que apagan los fuegos son los bomberos. Si hay un incendio y te acercas a ayudar, no te lo van a permitir. Es un trabajo de profesionales. No obstante, se da por hecho que, cualquier ciudadano que vea un fuego hará lo que esté en su mano, independientemente de su hobby. Tampoco se debe llevar agua ni comida a los animales después de un incendio. Los supervivientes buscarán nuevas zonas, pero si se les ceba, no se marcharán y evitarán la regeneración de la superficie calcinada. El buenismo y la visión Disney de algunos colectivos es perjudicial para el medio ambiente en general, por lo que la gestión debe estar en manos de profesionales, con formación y sin intereses económicos.

Antiguamente la gestión se basaba en el rendimiento económico, por lo que se plantaban monocultivos, en muchos casos de especies pirófitas, a lo que llamaban bosque y que son los que se queman sin control en la actualidad. La evolución de los conocimientos sobre el medio ambiente está haciendo que, poco a poco, se camine hacia una gestión forestal sostenible, realizada por profesionales, que sirva para que el número de hectáreas quemadas siga descendiendo, la masa forestal crezca y se vayan reconvirtiendo los monocultivos en bosques de verdad, donde la biodiversidad sea la que esquive los incendios de forma natural, gracias a los cambios en la vegetación, que evitan que se propague el fuego.

En todo lo anterior, lo más importante son los medios de los que disponemos para seguir luchando contra los incendios. Hace falta más vigilancia, más sanciones y más duras, más profesionalización e investigación y, sobre todo, que se empiece a dar a los bomberos forestales el valor que se merecen. No consiste en abrir los telediarios diciendo que son héroes, sino con sueldos y contratos dignos, formación y medios materiales para hacer su trabajo con todas las garantías de seguridad.

Quedan muchas cuestiones y temas en el tintero, como la propiedad privada, que en muchas ocasiones impide la gestión correcta de la zona, el acceso a los dispositivos antiincendios o que los animales escapen del fuego. Se necesitan mayor número de torres de vigilancia antiincendios ocupadas por personal permanente en temporada alta, caminos y pistas practicables y mantenidos durante todo el año, que permitan el acceso adecuado en caso necesario. También acabar con la descoordinación entre comunidades autónomas a la hora de aplicar protocolos o dispositivos. Y, finalmente, que la realidad medioambiental que nos ha tocado vivir esté presente en las mesas de todos los políticos a la hora de tomar decisiones.

No leas estos libros (si no quieres viajar).

A los que nos gusta salir fuera de nuestras casas para tratar de recuperar el contacto natural con la biodiversidad, observar la fauna o simplemente fotografiar aves, tarde o temprano se nos enciende algo en la cabeza, entrecerramos los ojos un poco y empezamos a imaginar cómo será caminar por los senderos de Virunga esperando ver un espalda plateada, qué tipo de repelente hay que usar para tratar de que los mosquitos no te coman mientras buscas el quetzal resplandeciente o qué colonia de grajas queda más cerca para incorporar esta ave a nuestro álbum. Llegado este momento, puedes mirar a otro lado -Benidorm, por ejemplo- o leer alguno de estos libros que te proponemos. Pero si lo haces, ojito, puedes sorprenderte a ti mismo calculando a las dos de la mañana los días necesarios para hacer una excursión por Kazajistán.

El veneno.

Si hay un libro contraindicado para todos aquellos que creen a pies juntillas aquello de “como en casa, en ningún sitio” es este. Si piensas que la relación con los animalitos es cuestión de levantarse el domingo un poco temprano, hacer unas fotos en un humedal a 12 kilómetros de distancia y regresar a tiempo para el vermú (plan soberbio en opinión del que escribe), o si observar las ardillas del Retiro colma tus deseos de contacto con la fauna local, leer este libro puede hacer que te reviente la cabeza. En cualquier caso, y aunque a ti los animales te interesen menos que Benidorm, podrás pasar buenísimos ratos con su lectura.

Pajarero (Tundra Ediciones, 2019), de Carlos Lozano Robledo, colaborador de esta publicación, es un libro de viajes. De viaje físico a tierras remotas y de un confín al otro del planeta, pero también de viaje al interior del autor, ya que sin él no hay libro de viajes que merezca ser leído: que nadie piense que se trata de las batallitas de un tipo al que le gusta ir de safari. Todos los viajes narrados están motivados por el deseo de ver fascinantes animales, asombrosos ecosistemas y sobrecogedores fenómenos naturales. Pero la aventura, muchas veces sobria, radica en el ir y no en el estar. El viaje está en la reacción razonable -pero infundada- del autor, al ver que el aspecto del capitán de la barcaza con la que remonta el río a través de la selva es más propio de un filibustero que de un emprendedor turístico; en arriesgar el mejor y único momento para ver el evento celeste por el que ha viajado a Finlandia, para sacar al colega enfermo de la cama; cuando su pasión personal sobrepasa el límite de la cordura y se juega la amistad de su anfitrión y el arañazo de un felino en América del Sur; o cuando, en el polo opuesto, la cordialidad con el vecino de cabaña le hace naufragar en océanos de vodka en Rusia. Todo ello, lleno de citas de animales magníficos, eso sí.

Este Sal Paradise y sus Dean Moriarty ocasionales, de botas puestas para pisar donde pisó Darwing y capear las olas que navegó en su día el Endurance de Shackleton, no hará otra cosa que empujarte a salir ahí fuera, aunque sea a Fuenlabrada o al barrio del Pilar, que parte del maravilloso viaje de este antihéroe ocurre sin salir de casa.

La guía de viajes.

Es difícil, una vez que estás metido en esto, que tus intereses se ciñan exclusivamente a una clase de animales. Nadie que se pega el madrugón despreciará nada por debajo del filo Chordata o incluso todo Animalia será digno de su interés. Pero, claro está, lo que más gente mueve son las aves: son, por lo general, fáciles de ver y la cantidad de especies y variedad de géneros hacen de los pájaros un mundo aparentemente infinito. Ello consigue que grandes grupos editoriales abran las puertas a este mercado creciente.

Antonio Sandoval, prestigioso comunicador y prolijo autor, presentó hace poco De pajareo: rutas ornitológicas por España, de GeoPlaneta, dentro de la colección Nómadas. Está claro que se trata de un libro para viajar. El autor, comunidad autónoma tras otra, va destacando dos o tres sitios de especial interés para visitar. Descripción del espacio, rutas posibles, especies susceptibles de ser vistas y un añadido muy interesante: “puntos de interés cercanos”, porque siempre hay ganas de más. También incluye en cada autonomía una lista y breve descripción de otros lugares interesantes, aportando un código QR que lleva directamente a las páginas de los espacios tratados. Para terminar, añade un detalle muy interesante al invitar a personas de referencia en el mundo de las aves a contestar a la pregunta: “¿Qué es lo que no te perderías en ese sitio?” Solamente estos destacados suponen cuarenta y tantos planes perfectos para escapadas rápidas.

Todos los libros aquí tratados hablan de manera explícita de la misión que todo aficionado a esto de colgarse los prismáticos del cuello ha de tener en cuenta, de la forma más intensa posible. Pero Antonio titula a uno de los breves capítulos introductorios “Conservación y activismo” y esto da pie a recalcar que el viaje para la observación de fauna tiene que ser escrupulosamente respetuoso con el entorno, la fauna y la flora. A los conocidos olvidarse de reclamos sonoros, no cebar, no aproximarse más allá de la distancia de seguridad impuesta por los animales, mantenerse en los caminos y zonas señaladas, Sandoval propone ir un poco más allá. Citamos textualmente: “En materia de conservación, opta por el activismo. Por apoyar y promover las acciones y causas que creas más correctas. Por contribuir en la medida de tus posibilidades a combatir todo aquello que amenace, merme o destruya las zonas naturales y las especies, sobre todo las más amenazadas. Analiza cada caso. Opina. Decide. Actúa. Junto a otras personas. En equipos pequeños y grandes. Con el impulso del compromiso y de la cordura. Con la energía de la solidaridad y de la justicia. Con tacto, allí donde sea preciso. Con decisión”.

La colección de guías de aves

Si el anterior libro se te queda corto por ser demasiado general, tenemos la solución. Aunque quien más y quien menos ya habrá tenido algún ejemplar de esta colección entre sus manos, no podemos evitar citar la magnífica saga Cúando y dónde ver aves, de Tundra Ediciones. Cada tomo de esta serie está dedicado en exclusiva a una comunidad autónoma, detallando exhaustivamente, provincia a provincia, las opciones ornitológicas de cada una, a través de rutas pormenorizadas. Magníficos manuales para abrirse paso en territorios desconocidos, que, de otra forma, obligarían a largas jornadas para ponerse en situación.

Eso es respecto al dónde, el cuándo lo responden con una sencilla organización por meses, de forma que si tu expedición está supeditada a un fin de semana concreto solo tienes que abrir el libro por el mes correspondiente.

Además, también se catalogan los posibles destinos en tres categorías. Para todos, para familias y aficionados que están empezando y para aficionados a las aves escasas y rarezas. En el fondo, esta categorización tiene que ver con el esfuerzo y tiempo que se ha de dedicar y su relación con las especies observadas. Desde sencillos paseos o puntos de observación a pie de coche donde tener acceso a muchas especies frecuentes y amplias posibilidades de éxito, hasta destinos que requerirán mucha perseverancia y grandes dosis de suerte, para ver especies citadas en años anteriores de manera excepcional.

Tomemos, por ejemplo, el último volumen publicado y que está dedicado a Castilla-La Mancha. El libro está coordinado e ilustrado por Javier Gómez Aoiz, personalidad bien conocida por sus numerosas publicaciones de este tipo, pero la autoría es compartida con auténticas eminencias de la ornitología y la observación de aves: Xurxo Piñeiro, José Gómez Aparicio, Fernando Alonso Gutiérrez, Manolo Andrés Moreno y los hermanos José Antonio y David Cañizares Mata. La obra, de 347 páginas en esta primera edición, está estructurada de la misma manera que otras de la serie, lo que la hace muy manejable para los lectores que ya posean otro tomo. Tras la introducción nos encontraremos con el cuerpo principal, en el que se desarrolla el planteamiento de excursiones mes a mes. Luego, a modo de apéndice, nos encontramos primero -y fundamental- un recordatorio de cómo hay que comportarse en el campo y las reglas básicas para no molestar a la fauna, un listado de recursos digitales e impresos esenciales, listado de aves que podremos observar en las rutas descritas, otro listado con todos los sitios citados y sus coordenadas geográficas, para terminar con los mapas y planos de los espacios y rutas detalladas en el libro.

La colección tiene, hasta este momento, publicadas las guías de Extremadura, Galicia, Madrid (recomendable hacerse con la segunda edición ampliada), Cantabria, Cataluña y Baleares.Por separado o colección completa, son indispensables.

La experiencia por adelantado.

A estas alturas del artículo, o eres viajero o ya te ha picado la velutina y empiezas a notar la hinchazón y el picorcillo del viaje. Seguramente conocías los libros anteriores y la península ibérica la tienes bien trabajada. Pero, a la hora de plantearte un viaje de mayor envergadura, a lugares un tanto lejanos o complicados, es normal que se te planteen dudas muy serias. Primero, claro, está el factor económico. Y luego nos encontramos con la terrorífica idea de cómo hacer para ir hasta Ciudad del Cabo para ver tiburones y no volverte una semana después con una bonita foto de un banco de sardinas. Esto último es sencillo: el turismo de observación es hoy en día un V12 turbo que tira muy bien de la economía local, hasta en el lugar más remoto. Siempre habrá al final una empresa o un guía que te ponga las cosas en bandeja.

Esto de poner las cosas en bandeja va muy de la mano del tema de la economía. Trataré de explicarme (y vale para La Pampa o para Villafáfila). Puedes estar cuatro días en Merzouga recorriendo dunas y pedregales, acercándote de manera más o menos furtiva a todas las construcciones que te encuentres y olisqueando en el ambiente posibles rastros de humedad para dar con un ejemplar de gorrión del desierto (Passer simplex), o puedes contratar a un guía, que cogerá su teléfono y en 5 minutos sabrá donde llevarte a que veas el pajarito. El gasto del guía será infinitamente menor al de las noches de hotel y manutención extra. Esto, además, hará que los tíos raros esos que vienen a ver bichos sigan siendo mirados como tíos raros, pero el dinero será muy apreciado y esto, al final, puede salvar ecosistemas y especies (y esto también vale para La Pampa y para Villafáfila). Pero, ¡ah!, ¿dónde queda la magia de la exploración, las esperas y el afilar el instinto? Tiempo, es la respuesta. Tiempo y capacidad para moverse de manera autónoma. Y, sí, más dinero que ahorrar. A no ser que… (aquí vendría un listado de ideas con las que solucionar parcialmente estos asuntos, pero se fastidiaría la línea descriptiva principal del libro que vamos a tratar a continuación).

Pablo Strubell e Itziar Marcotegui son dos viajeros de esos de los que para referirse a su forma de viajar habría que inventar un verbo nuevo y que no estuviese desvirtuado. Ellos, por ejemplo, entienden viajar como hacerse la costa occidental africana de sur a norte utilizando autobuses públicos, entre otras gloriosas empresas. Y también son los autores de un libro llamado El libro de los grandes viajes, también en la colección Nómadas de GeoPlaneta. Es, en resumen, un magnífico catálogo de formas no usuales para realizar este tipo de desplazamientos de largo alcance, tomando como ejemplo a personas que han viajado de esa manera. Empecemos por algo fácil: el coche. Pero resulta que los autores cuentan brevemente la aventura de Jorge Sierra, que dio la vuelta al mundo en 3 años y 11 meses con un gasto total mensual de 357€ en un Citroën 2CV. Y a partir de ahí, en bicicleta, andando, en piragua, en velero, en autostop, en pareja, en solitario, o como Albert Casals, que se fue a las antípodas con su silla de ruedas. Y así hasta “131 historias inspiradoras” como reza el título del libro.

¿Pero, de esos, cuántos viajan para ver bichos? Ninguno, probablemente. Si recorres varias islas del caribe y la costa oriental de América del Sur, con la calma que te brinda hacerlo en un patinete durante 7 meses, como hizo el estoico Guillermo Marcelo, si quieres ver animales, los ves.

El libro, además, tiene un capítulo inicial y otro final, donde te allanan el camino de las dudas y problemas. Temas como seleccionar destinos, documentaciones legales, gestión del dinero, seguridad, los miedos e, incluso, asuntos de índole psicológica son acometidos en estas páginas.

Es posible que Pablo e Itziar aborden el viaje desde una perspectiva demasiado amplia, en todos los sentidos, para nuestros intereses ecoturísticos, pero la experiencia de todas estas personas y el conocimiento técnico de la materia serán muy positivos, por dos razones. Primero, solo tendrás que reducir las dimensiones a tu escala, pero los principios básicos son los mismos: entrar en Turquía con tu coche para estar tres semanas visitando sitios llenos de fauna, requiere lo mismo que si después de la frontera entre Asia y Europa fueses a seguir a Irán y los “-ikistanes”, pero con menos visas en la carpeta. Y segundo, el picazón sarnoso del deseo de viajar te será inoculado de manera virulenta.

Esta selección bibliográfica contiene solo unos pocos de los títulos que podrían estar. Son libros que, con uno u otro trasfondo al final, cada cual a su manera, invitan a conocer lo que hay más allá, siendo ese “allá” el límite que cada uno se pone.

Y como decíamos en el vídeo de presentación de El Vuelo del Grajo, “ahora: ¡sal!”.

El largo oasis del Ziz y los cortados al oeste de Risani.

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Javier Marquerie

Bosques de alta montaña y la inmensa sorpresa verde en mitad del páramo desértico.

Tras una noche bastante complicada, en la que a duras penas pudimos dormir, enfrentándonos a un viento y frío inesperados, abandonamos el medio Atlas. En las praderas próximas a la hondonada, donde habíamos tratado de refugiarnos para pernoctar, pudimos comparar empíricamente las diferencias entre las famosas collalbas de Seebohm (Oenanthe seebohmi) y las conocidas grises (Oenanthe oenanthe), la presencia de numerosas chovas piquirrojas (Pyrrhocorax pyrrhocorax) y que los gorriones chillones (Petronia petronia) son tan curiosos aquí como allí y que todos ellos, junto a otras especies, estaban mucho más contentos de oponerse al viento fresco de lo que lo estábamos nosotros.

Nuestro siguiente destino era la larga garganta del río Ziz, que nos llevaría hasta el desierto. La garganta, en su mayor parte, forma un tupido oasis de vegetación (palmeras y frutales principalmente) crecido en mitad del páramo rocoso gracias al aporte continuo de agua que hace el río.

Y a su vera, incontables pueblos y aldeas.

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Javier Marquerie

El ave del año que no quería levantar la cola.

El número de especies y la cantidad, en cifras generales, que puede albergar este largo oasis es sencillamente espectacular. Ruiseñores combatiendo por territorios en tierra, oropéndolas reclamando a pleno pulmón, bulbules naranjeros abandonando su usual discreción para atravesar las huertas y claros, rompiendo improbables silencios, mirlos en cantidades ingentes, amén de decenas de especies ocupando todos los espacios. Tras una pequeña salida a las tórridas alturas que bordean el oasis, donde se dejaron ver los primeros aláudidos específicos de la zona y los camachuelos trompeteros, la búsqueda de frescor nos empujaba a regresar al cauce. Justo al pie del camino y ya de regreso, un alzacola rojizo (Cercotrichas galactotes) mostraba su deseo de encontrar a hembra reproductora para cópula y lo que surja. Al mismo borde del camino, en la cúspide de una mata no muy alta, no cejaba en sus cantos. Obcecado en sus labores de ligoteo, permitió nuestra moderada proximidad sin alterar su comportamiento. La situación, la altura, la luz, la actitud, todo, era perfecto para obtener una estupenda fotografía. Todo, excepto que los diez minutos que duró la situación, el ejemplar en cuestión mantuvo baja la cola todo el tiempo, salvo un instante.

– ¿Y si no fuera un alzacola?

– No vayas por ahí, Javierito, que sabes que no.

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Javier Marquerie

Mamíferos.

En los planes que manejábamos para este viaje los mamíferos tenían un papel muy importante. Íbamos a hacer una larga incursión en zonas deshabitadas al norte del Sahara, con intención de permanecer allí varios días estacionados. Pero, tuvimos que descartarlo rápidamente, incluso antes de cruzar el estrecho, por la ausencia de tiempo. Viajando como lo hacemos nosotros, para hacer lo que pretendíamos, hubiéramos requerido dos meses. Y para el plan “mamíferos”, sin otro destino, dos semanas. Habrá más ocasiones.

Mientras, nos conformaremos con bichos tan nerviosos como la ardilla de Marruecos (Atlantoxerus getulus).

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Javier Marquerie

Las primeras veces.

Cuando era muy peque, vi un gorrión de colores. Mi madre no tenía ningún conocimiento profundo de ornitología, pero si el suficiente como para decirme que se trataba de un carbonero y sacarme de la oscuridad de la media docena de aves genéricas que era capaz de nombrar. Todo lo pardo eran gorriones -algunos lo eran incluso aunque tuvieran colores-, las rapaces eran águilas, lo marino gaviotas, y así en un continuo que supongo similar al 90% de los chavales de España. Ese mismo día, localizamos el sitio donde anidaba y durante esa primavera y verano tuve mis primeras lecciones autodidactas de etología básica.

Creo que ese fue el momento definitivo en que algo se torció en la neurona.

No pasaría mucho tiempo antes de que mi madre me hiciera prestar atención a un característico reclamo y me indicó donde mirar. Así aprendí a reconocer a los abejarucos.

Parados en un camino, a orillas del Ziz, yo volvía a ver por primera vez un abejaruco y recordaba todo esto en voz alta.

Abejaruco persa (Merops persicus).

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Javier Marquerie

Sin insistencia, pero menos mal.

En este punto donde se agrupaban diversas especies, aparecieron un par de tórtolas senegalesas. Como fotógrafo de naturaleza en funciones, suelo no presionar al animal al que estoy fotografiando, al menos de manera consciente. Pero si además considero o tengo la presunción – mal fundada- de que me toparé esa especie en mejores condiciones, dejo la cámara tras la imagen testimonial y me dedico a la pura observación.

Creo que hice bien, porque no volvimos a ver ningún ejemplar de cerca y relajado y aunque la fotografía solo sea testimonial, pude ver a placer a esta preciosa palomita.

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Javier Marquerie

Al oeste de Risani.

Buscando un golpe de suerte, que luego nos enteramos de que es anual -este año no, el pasado sí, habrá que ir el que viene- fuimos al oeste de Risani. Allí vimos al cuervo desertícola (Corvus ruficollis) con la luz dorada del atardecer, que era uno de los pájaros que más nos apetecía ver. Pero no vimos al búho desértico (Bubo ascalaphus), que es lo que la gente viene a buscar a estos lares.

A esta gran nocturna, prima hermana de nuestro búho real (Bubo bubo), a la que de hecho hasta no hace mucho se la consideraba subespecie de la nominal, como es grande, ya se le ha puesto apellido monárquico. Un poco más exótico que nuestro manido “real”, se le conoce con el rimbombante nombre de búho faraón. Al que si vimos -mejor dicho, él nos vio a nosotros-, fue a Alí. Pero esa es otra historia que contaremos en otro formato.

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Javier Marquerie

Y llegó la noche.

Noche del desierto, donde, más que la bóveda celeste lo que impresiona es el silencio. Silencio absoluto y total, solo roto por los rumores de animales silvestres que pululan alrededor.

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Javier Marquerie

Y llegó el alba.

Y con ella, el vibrar de la vida primaveral. Nunca nos hubiésemos atrevido a sospechar que un páramo árido pudiese albergar tal variedad de vida.

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Javier Marquerie

Vamos con los aláudidos.

Los meses anteriores al viaje estaba realmente emocionado ante la idea de enfrentarme a nuevas identificaciones. Para mí, ver un animal, retener características, apuntar mentalmente rasgos de comportamiento y hacer las primeras elucubraciones hasta el momento de abrir los manuales y guías es, adrenalítico. No voy a decir que sea como desactivar una bomba con un martillo o, yo qué sé, pilotar un avión acrobático, que digo yo que serán auténticos chutes de epinefrina en vena, pero tiene su emoción. Pero los aláudidos marroquíes me tenían un poco tenso. No sé porqué, pensé que serían seres infernales, que se camuflarían entre las reverberaciones del calor y mantendrían distancias prudenciales de trescientos metros. Pero no, las alondras al sur del Atlas son tan encantadoras como las ibéricas.

Cogujada magrebí (Galerida macrorhyncha)

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Javier Marquerie

Otro espeto de dudas.

Al pincho, largo y agudo, de mi desconocimiento, hínquele la posibilidad de una nueva especie, semejanzas muy directas con una vieja conocida y que el ejemplar se trate de un volantón. Cocínese al calor creciente presahariano y tendrá un riquísimo espeto de dudas a la manera del Sahara.

¿Curruca tomillera (Sylvia conspicillata) o curruca de Tristam o del Atlas (Sylvia deserticola)? La ligera tonalidad ocre en las partes inferiores y estar en una ubicación más propia de la Tristam me hacen decantarme por clasificarla como del Atlas, pero…

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Javier Marquerie

Collalba desértica.

A estas alturas del viaje -inclúyase toda la fase de preparación, que es parte fundamental del viaje- el interés por las collalbas era absoluto. En Marruecos es posible ver ocho especies y hay citas frecuentes de otras dos. Y, además, es el típico pajarito con el que te quieres encontrar. Son curiosos, exhibicionistas, bonitos y simpáticos. Con caras de esas de las que si subes una fotografía en el grupo adecuado de Facebook, entre las respuestas, habrá varias animaciones de unicornios rosas que a su paso dejan un arcoíris.

A otro nivel, este grupo de túrdidos tiene el atractivo de ofrecer dimorfismos sexuales, variación de plumajes según edad y semejanzas muy notables entre especies.

En entregas posteriores de esta saga, se mostrará un macho, pero por ahora solo nos topamos suficientemente bien con esta hembra de collalba desértica (Oenanthe deserti) que, de un vistazo rápido y con luz complicada, sería difícil de diferenciar de una hembra de las collalbas culirojas, magrebí o, incluso, Isabel. Menos mal que tiene cola…

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Javier Marquerie

Y el ave más frecuente de Marruecos.

Las preciosas collalbas yebélicas (Oenanthe leucopyga) resultaron ser un compañero de viaje continuo. Los juveniles, de píleo negro, eran realmente entretenidos de observar. Y a pesar de su nombre común (yebélica tiene su raíz en el árabe jabel, montaña) te la puedes encontrar en llanuras bajas, páramos de montaña, cursos de agua medios y bajos e incluso en poblaciones.

Durante el par de miles de kilómetros circulados por las carreteras y pistas marroquíes, la única ave atropellada que vimos fue, precisamente, una yebélica, lo que habla de su nivel de frecuencia.

Animado por el impulso de caer en el más profundo de los ridículos, generado por una impúdica tendencia a mostrar en estos artículos mi desconocimiento sobre la materia, voy a introducir como inspiración de futuros insultos hacia mi persona, una exhibición de mi sentido del humor.

Durante días, cada vez que veíamos una de estas collalbas, le decía a Mar: “Mira, Mar, la más violenta de las collalbas”. Cuando por fin se hartó de oírme la coletilla preguntó el porqué de esta: “Porque es la collalba ye-bélica” (Mar es asturiana).

Los cromos de un viaje bichero por Marruecos.

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Javier Marquerie

¿Quién podría imaginar que el primer primate que vería en su hábitat estaría lejos de frondosas selvas y ocuparía prodigiosos bosques de cedros en un ambiente más propio del Tirol?

Es un clásico que, desde luego, no nos hemos inventado nosotros. Los pajareros de medio mundo empiezan o terminan su periplo marroquí en estos bosques. Hay especies endémicas como el pico de Levaillant (Picus vaillantii), y subespecies locales como las del pinzón común o pico picapinos, que son suficiente reclamo para que se dejen caer por allí, pero lo primero y más impresionante que te encuentras son los macacos de Berbería (Macaca silvanus).

Aquí es cuando empiezo a dejar clara mi poca experiencia fuera del terruño patrio: es el primer primate que puedo ver en libertad. Y voy y me topo con este bicho, tan denostado por ser una pseudomascota en Gibraltar.

Como tantos otros de su orden, está en peligro de extinción, con cifras que oscilan entre los 1.200 y los 2.000 ejemplares. Las causas son: la pérdida de hábitat y las muertes generadas por ser considerados “alimañas” y por los malditos dogmas que las religiones esparcen ante determinadas especies. Nosotros tenemos estigmatizadas a las serpientes y ellos tienen a los monos en su punto de mira. Todo por sendas apariciones estelares en los libros intocables.

Y no, no vimos al pico de Levaillant.

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Lejos de los monos de feria.

Al poco de llegar a la Reserva Natural de Los Cedros, y a pesar de este nombre tan poco creativo, pudimos dar con una pareja de guardas forestales con los que charlamos largo rato. Mohamed y Aziz, entre otras muchas cosas, nos hablaron de la seguridad en Marruecos y de lo permisiva que es la legislación local sobre lo que se puede hacer en los espacios naturales del país. También nos indicaron que, por aquella pista, más allá de los confines turísticos, y dado que la Grajilla era apta para los caminos que nos encontraríamos, podríamos llegar al Aguelmam Afenourir. Allí podríamos ver muchas aves. Sin especificar qué especies -o sí, pero vete tú a traducir los nombres comunes en bereber o árabe- nos lanzamos a recorrer aquel camino. Con esta sencilla acción ya sabíamos que nuestro plan de pernocta se iba a tomar viento y que tendríamos que acampar en un lugar lejos de nuestras previsiones. Pero… ¿para qué viajamos así, si no es para estas cosas?

Esta improvisación nos brindó la oportunidad de observar algunos núcleos familiares de macacos en actitudes mucho más silvestres que las que podíamos ver al lado de los puestos de suvenires. Ya había merecido la pena seguir los consejos. Porque si uno no ve monos comiendo parásitos de otros monos, crías jugando o machos demostrando que son más machos que los otros machos, entonces, es que uno no ha visto monos como Dios manda.

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El famoso estornino ovejero.

Avanzábamos sobre la pista, haciendo esperas en lugares que nos parecían adecuados. En la inevitable lista de especies avistadas íbamos incorporando nombres. Algunos ratoneros moro (Buteo rufinus), una hembra de colirrojo diademado (Phoenicurus moussieri), pinzón vulgar de la tierra (Fringilla coelebs africana) y otras muchas caras conocidas para un aficionado ibérico.

Pero todo queda eclipsado cuando paras para ceder el paso a un rebaño de ovejas, y, ante ti, desfila un estornino cómodamente instalado en la grupa de un ovino. Entonces me acuerdo de Aitor Galán, de cuando muy seriamente me comentó que las garcillas bueyeras deberían pasar a llamarse “tractoreras”, por haber trasladado su gusto por las grupas ganaderas a los capós de la maquinaria pesada.

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Bienvenidos a una nueva sorpresa.

Y subíamos y subíamos, y a 1.800 metros y con viento frío, dimos con el lago natural del que nos habían hablado. Con calificación RAMSAR, la realidad me volvió a abofetear y demostrar que, por mucho que me preparase, era un cateto viajando por el extranjero.

Que el espacio no figurase en los libros consultados y que los viajeros que tuvieron a bien escribir sus aventuras pajareras no parasen en este lugar, no eran razones para que no fuera de máximo interés; solo que la pista y la distancia podían haber echado para atrás a más de uno. Y eso lo sabía hasta la collalba que nos dio la bienvenida. Yo, orgulloso usuario de internet y devorador compulsivo de bibliografía, me sentía conocedor de la ruta -respecto a bichos- que íbamos a hacer, y la primera charla con dos de la tierra me ponía en mi sitio.

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Naranja sobre verde.

¡Qué espectacular combinación de colores! Y qué maravilla ver bandos de tarros canelo (Tadorna ferruginea) pastando sobre esas praderas y charcas, tomadas por las hierbas verdes a rabiar.

Una sensación nueva: saber que no hay participación humana. En la península, antes eran invernantes habituales en el sur. Ahora, cuando ves un canelo en libertad siempre tienes la duda de si es ejemplar escapado de una colección o de un jardín, si alguien lo ha liberado porque ya no es el patito bonito o si realmente se trata de un ejemplar que no ha visto mano humana en su vida. ¿Qué más da? En cualquier caso, es su casa. ¡Qué tranquilidad!

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Los reyes del mambo.

El altiplano donde está situado Afenourir bulle de vida. La única presencia humana son los pastores que gobiernan tres pequeños rebaños. La riqueza de la biodiversidad allí es, al menos en apariencia, plena. En unas construcciones delimitadoras del espacio, bajas en altura, vimos heces pequeñas de mustélido -a juzgar por su contenido- y en una piedra prominente, un zorro no pudo evitar dejar su impronta. En el aire, unos alcaudones comunes (Lanius senator) sembraban el terror a pequeña escala, una pareja de cernícalos (Falco tinnunculus) hacían la sombra de mal presagio a todos los animales de tamaño inferior al de las collalbas y un milano negro (Milvus migrans) se llevaba toda mi atención. Cuando digo negro, quiero decir negro como mi alma, negro como sombra de encina en verano, negro como el petróleo o, como se decía antes, negro como el betún. Pero, para verlo, habrá que esperar a que edite el vídeo.

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Focha cornuda.

Sí, es una mala foto, pero tenía que salir en esta colección de cromos por su nombre. Y sí, sé que su nombre común habitual es focha moruna. Y no, no le he puesto su otro nombre común por ser políticamente correcto, lo hago porque considero muy adecuado no repetir palabras a la hora de escribir. Que se note que soy muy leído, leches. Resulta que la previsión de capítulos de esta crónica en forma de colección de estampitas está plagada de los siguientes apellidos: sahariana, desértica, magrebí y moro/moruno.

Dicho esto, se trata de un grupo de fochas cornuda (Fulica cristata) en el lago principal de Afenourir.

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Los quebraderos de cabeza de un novato. 1ª parte.

Preparé el viaje a conciencia, lo juro. Hice mis deberes y miré y remiré los libros tratando de aprender detalles de aves que iba a ver por primera vez. Horas machacando las guías, intentando adelantar el trabajo de identificación, buscando las diferencias, los rasgos fundamentales, para una tipificación inmediata y exitosa de todas y cada una de las especies nuevas que me iba a encontrar. Por repasar, repasé no solo los nombres en castellano y los latinajos, sino que me hice lista de puño y letra -de puño porque con sangre la letra entra, o no sé qué parecido, se decía- con la traducción de los nombres en inglés, por si acaso.

Luego da lo mismo todo. Te plantas delante de un pajarito y entre prismáticos y cámara tienes que – sí o sí- colgarte las gafas de ver de cerca, porque, hagas lo que hagas o hayas hecho, tendrás que abrir la guía a la mínima.

Caso práctico: una collalba y mi monólogo interno.

– Ese manto gris, esos matices ocres en el pecho… tiene que ser collalba gris.

– ¿Y si es gris, por qué tiene el antifaz tan grande? Es collalba de Seebohm.

– Pero esas plumas ocres en la espalda: ¿Y si es una rubia cambiando de plumaje y me he venido hasta aquí para ver algo que se llama Oenanthe hispánica?

– ¿Si tiene ocre y gris en el manto, será porque es una collalba desértica, no?

– Que no Javier, coño, que tiene las primarias sin unir a la garganta, es una Seebohn de libro.

– Ya, pero tiene ocre en la espalda…

Y vuelta a empezar. Y así a cada parada.

Solución a la cuestión: en las guías viene también el plumaje de otras estaciones y conviene no ser idiota y mirar cómo son los bichos en otoño.

Collalba de Seebohm (Oenanthe seebohmi), macho.

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Podría negar lo anterior.

Pero no: fue así y, además, durante media hora. Y aún al día siguiente volví a revisar el tema. Y es que la fiesta de conmemoración de mi ineptitud no había hecho más que empezar y las collalbas -y más adelante se sumarían los aláudidos- me acompañarían durante todo el viaje.

De hecho, casi me atrevería a decir que todo se complicó cuando una -supuestamente- esclarecedora hembra no tuvo reparos en que la fotografiase, desde todos los ángulos y en todas las actitudes posibles.

– ¿Y si era gris, eh, Javierito?

– Que no empieces de nuevo: mira la brida.

(Y aquí Pepito Grillo se calló por un rato)

Collalba de Seebohm, hembra.

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Y cuando menos te lo esperas, ahí aparece ella.

Da lo mismo donde estés, en Marruecos o en España. En montaña, a 2.000 metros de altura o en una llanura a 200, siempre puede pasar. Miras a un poste o miras a un matojo seco. En grupos o en parejas, te las puedes encontrar. Bueno, si ellas quieren, si se dejan y si las dejan estar sin destruir su hábitat. Al menos esa es mi relación con las carracas (Coracias garrulus).

Ahora que lo pienso, esto me recuerda a mis intentos de protorelaciones sentimentales adolescentes. Y, anda, igual de fascinado con la graciosa belleza de aquella rubia, que con esta turquesa excéntrica.

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Cumpliendo deseos.

Un mes antes de nuestro viaje, España se tiñó de rojo debido a unas tormentas de arena en el desierto. Aquellos vientos, además de polvo, arrastraron hasta la península una cantidad inusitada de ejemplares de diferentes especies norteafricanas.

Rápidamente, se vieron publicadas en redes fotografías de esos exotismos tan delicados. Corredor africano, alondra ibis y, al menos, dos ejemplares de esta gloria del diseño de peluches para niños de 0 a 99 años; de este pajarito que deja a la altura de una gallina vieja al más adorable de los petirrojos. Esta minúscula ave cuyo gesto hace que el dulce mosquitero tenga el rictus de un cóndor de los andes cabreado.

Tan era así, que cuando le propuse a José María de la Peña, diseñador de la imagen de nuestra portada de primavera, que incluyera dos animales, le sugerí el fenek (Vulpes zerda) y a esta preciosidad, el colirrojo diademado (Phoenicurus moussieri).

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No me conozco.

La noche iba cayendo y el frío aumentaba. Estábamos muy lejos de encontrar un sitio donde acampar. Necesitábamos cobijarnos del viento helador que llenaba el medio Atlas. Hacíamos pista tras pista buscando un recodo angosto que nos proporcionase algo de calma. ¡El día había sido tan largo!

Avanzábamos con todas las luces del coche iluminando el camino, con la tentación de subir la velocidad para acortar el tiempo, pero circulando despacio y con la esperanza de que la noche nos brindase la ocasión de ver cualquier tipo de animal.

Y así fue. Un zorro cruzó la pista. Frenamos en seco y el animal continuó corriendo en paralelo a la pedregosa vía. Sin demasiada prisa, me dio tiempo a hacerle un par de malas fotografías. Luego desapareció bajo un pequeño puente que cruzaba nuestro camino.

Y ahí es cuando hice lo que no hay que hacer: dejé el coche donde estaba, con todos los focos encendidos, y corrí cámara en mano tras el bicho. Me precipité bajo el puente y rebusqué – sin mayor fortuna- hasta que me di cuenta de que el acoso no debe de ser nunca la vía por parte del fotógrafo de naturaleza. ¡Cuántas veces habré criticado esa actitud para ahora verme haciendo lo mismo! ¡Qué asqueroso me sentí cuando regresaba al coche!

Rescate de vencejos: mitos que matan

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UN AVE NACIDA PARA VOLAR

Hablamos de un ave en el que todo en el universo se ha aliado a lo largo de centenares de millares de años de evolución para desarrollar el ser volador perfecto. Todo en el vencejo está pensado para su eficacia en el cielo. Alas con la forma de un sable con las que corta el aire a la vez que consigue mucho empuje, cabeza y tronco configurados como un bólido celestial para que nada le frene, patas reducidas a la mínima expresión para no ensuciar su aerodinámica y detalles constitucionales en la cara que le permiten volar a 200 km/h, al tiempo que come. Todo ello, le confiere una etología prodigiosa: al saltar del nido es plenamente autónomo y tardará 22 meses en volver a posarse; caza, duerme y copula volando; y jamás se posará en el suelo o en un árbol de manera voluntaria.

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1er MITO. “Si encuentras un pollo de vencejo, déjalo donde está que sus padres cuidaran de él”.

Error mortal por necesidad. Jamás un vencejo adulto bajará a alimentar a un pollo que haya caído del nido. Si te encuentras un vencejo, siempre -da lo mismo su edad- hay que recogerlo, meterlo en una caja de zapatos con agujeros y dejarlo en un lugar tranquilo mientras te pones en contacto con el CRAS (Centro de Recuperación de Especies Autóctonas) de tu provincia o con SOS Vencejos. Hay que actuar sin demora. Los vencejos al tener las patas tan cortas no pueden separar el cuerpo del suelo, por lo que las ardientes aceras y asfaltos de las ciudades acaban con ellos en muy poco tiempo.

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2º MITO. “Si encuentras un vencejo en el suelo, lánzalo al aire y echará a volar”.

Error grave, mortal en muchas ocasiones. ¿Si un vencejo jamás se posa voluntariamente en el suelo, cómo es posible encontrar uno y que además se deje coger sin problemas? Para que un vencejo acabe en el suelo es que algo le ha tenido que pasar. Puede estar débil o deshidratado tras la migración, que se trate de pollo, aún no preparado para volar, quizá se haya golpeado contra un cristal, o que tras una pelea con un congénere haya acabado con sus huesos en el suelo. Pueden haberle pasado muchas cosas y ninguna buena.
“Pero es que yo lo he hecho de toda la vida y sale volando”. Sí, puede ser que con el descanso y el impulso que se le da al lanzarlo, el animal logre volar unos minutos y que lo perdamos de vista, pero lo más probable es que pasados unos kilómetros vuelva a caer. O puede que incluso esto ocurra nada más lanzarlo al aire y que con el nuevo impacto el ave sufra una rotura o una lesión y su recuperación, ahora, sea más complicada o imposible. Antes de liberarlo -nunca lanzándolo al aire- un experto tiene que cerciorarse de que el motivo por el cual cayó al suelo ha desaparecido.

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3er MITO. “Que no, que si está en el suelo es porque un vencejo no puede despegar por sí mismo”.

Falso en gran parte y error grave en la otra. Un vencejo adulto en buena forma y sin problemas puede despegar del suelo… pero un vencejo adulto nunca estará en el suelo si es que no tiene un problema o ha sufrido un accidente que le obligue a ello. Así que, una vez más, o ese ejemplar tiene algún inconveniente o se trata de un pollo no preparado aún para surcar el cielo. Actuaremos como siempre: caja y ponerse en contacto con los expertos de SOS Vencejos o con el CRAS más cercano.

Muchos rescatadores de vencejos, para comprobar que un ejemplar adulto está perfectamente recuperado como para poder ser liberado, dejan al individuo en el suelo de una habitación o pasillo suficientemente amplio para verificar si puede despegar. Sin embargo, los ejemplares jóvenes que aún no han volado no tienen ni la capacidad muscular ni la pericia con sus alas para lograr remontar, aunque sí son capaces de nivelar el vuelo a un par de centímetros del suelo.

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4º MITO. “Se les puede alimentar con pienso para gatos, carne e incluso con pan mojado en leche o agua”.

Error mortal y en diferido. Los vencejos son insectívoros integrales: no son rapaces que coman carne, no son carnívoros domésticos que coman pienso, no son gallinas a las que les guste el pan, ni mucho menos mamíferos que crezcan con leche materna. Solo comen insectos vivos. Ni tan siquiera se les puede alimentar con gusanos desecados, ni mucho menos con pasta de cría para insectívoros. Alimentados con esos productos citados, los vencejos se desarrollarán con problemas graves en su plumaje, su aparato digestivo estará gravemente dañado y su desarrollo muscular será desastroso. ¿El resultado? un vencejo que aunque pueda volar no podrá llegar a África, debido al plumaje de baja calidad. Cuando se enfrente a la primera tormenta o el primer vuelo en busca de alimento a larga distancia, su plumaje y sus reservas energéticas le impedirán conseguir su objetivo, muriendo sin remisión. Y, por supuesto, no conseguirá esquivar a ningún depredador que se fije en él: la falta de velocidad le convertirán en alimento de halcón. Y en el caso de que todo eso no le ocurriese a ese individuo en particular, cosa realmente difícil, su esperanza de vida, con el digestivo mal tratado y el cuerpo lleno de grasas y elementos difícilmente asimilables, es muy exigua.

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¿Entonces qué puedo hacer por un vencejo que me encuentre en el suelo?

Recogerlo y meterlo en una caja de zapatos con unos agujeros a la que previamente le habrás puesto un poco de papel de cocina en el fondo. La caja la situarás en un lugar tranquilo y no muy caluroso. Tocarás lo indispensable al animal para meterlo en la caja y hacerle dos fotos en la que en una se vea entero desde arriba y en la otra se le vea el aspecto de la cara. Estas fotografías serán indispensables para que el experto se cerciore de la especie, edad y estado de salud del individuo. Inicialmente, no intentes darle de beber y mucho menos de comer si no sabes cómo se hace. Después ponte en contacto con el CREA de tu provincia.
Por desgracia, no todos los CREA aceptan vencejos y los que sí lo hacen frecuentemente los alimenta de forma incorrecta y además cuando se saturan -cosa que ocurre en mayo y junio- dejan de cogerlos. Así que, la solución más efectiva, con la que podrás asegurar que el vencejo tenga el mejor futuro, es ponerte en contacto con SOS Vencejos a través de su página en Facebook o en Instagram. Con voluntarios por toda España, ellos te indicarán cómo proceder con el animal, te aconsejarán un CRAS, si procede, y te darán instrucciones a seguir.